Fidel Castro desmiente rotundamente los rumores sobre su inmortalidad demostrando una vez más cuan equivocados estábamos con él. Los dejo con el cuento "Epílogo" con el que cierro "Leve historia de Cuba" en alusión al esperado evento.
EPÍLOGO
Pese a que en la eternidad a
nadie le importan los días de la semana, un inconfundible espíritu dominical
envuelve hoy a la Gloria y sus alrededores. Un palpable entusiasmo multiplica
gestos y palabras. En un día como éste, héroes viejos y nuevos se igualan en
febrilidad. Héroes de todas las guerras, de la pluma, de la palabra o del
trabajo. Ahí vemos al general Flor Crombet, pañuelo en mano, pulir sus galones
y ajustarse su filipina de manera que se vea bien el orificio que abrió la bala
fatal y que en todos estos años no ha querido zurcir. Cerca de él, el León de
Oriente conserva aún firme el pulso para pintarse una cana sí y otra no y
aplacar aunque sea en algo los embates de la edad. O el viejo Quintín que
contempla la herrumbre de su machete mientras dice al que lo quiera oír que no
hay nada mejor contra el óxido que el lomo de un español o de un cubano
traidor, lo mismo da. “Por favor, general, guárdese el machete, que Él está al
llegar y no quiero un incidente desagradable”, dice Consuelo, la maestra de
ceremonias. Y hay que comprenderla porque en el que quizás sea el día más
trascendental de toda la Gloria, ella carga con no poca responsabilidad. Se
trata nada menos que del recibimiento al Superhéroe. De sólo pensarlo, a
Consuelo se le eriza su larga espalda. ¡Es tanta la grandeza del Superhéroe y
tantos los detalles que debe atender! Y si algo ella tiene claro es que la grandeza
es una cuestión de detalles.
Detalles a resolver se sobran.
El evidente logro que representó la admisión sin distingos de toda clase de
héroes ha traído ciertos inconvenientes. La superpoblación ha dificultado el
mantenimiento de la Gloria y hay que reconocer ciertas señales de decaimiento.
Las paredes se sostienen de milagro, los hermosos árboles de antaño son ahora
postes secos clavados en la tierra, los
ángeles apenas pueden levantar vuelo y las nubes, desinfladas, son usadas como
alfombras. Pero de algo le tiene que servir a la maestra de ceremonias su
experiencia en vida como empleada de la mejor tienda del país antes que un
sabotaje la quemara. Con limpieza, pintura e iluminación discreta se puede
decir que el Walhalla criollo está presentable. Por suerte se ha podido contar
con el apoyo casi unánime de los héroes, sobrecogidos como están ante la
jerarquía heroica del futuro huésped.
Sí, casi todos han sabido ver
en aquel Elegido la versión suprema del heroísmo. Acá ¿quién puede
comparársele? ¿Qué son quince años dando machete -cifra máxima acumulada por
los más brillantes paladines aquí reunidos- al lado de sus 100 años de lucha? Y aún en esos quince años en que un
Maceo o un Quintín Banderas ejercitaron su muñeca, siempre hubo tiempo para el
baile, el sueño, las mujeres o el ron. Ahora le remuerde a Quintín todas las
horas perdidas en templeta y bebesón y en esos sueños llenos de mujeres y
música o aquella visión rara que tenía aún despierto en que una niña, una
blanquita, le trae una jícara con agua porque él siente mucha sed y al final
siempre termina derramándola toda en su cara. Frente al Superhéroe, todo eso
parece tiempo perdido porque ese Mimado del Destino siempre supo convertir cada
instante en combate contra el enemigo, las fuerzas del mal o la adversidad. No
es que se pasara todo el día tirando tiros o descuartizando adversarios. En 100
años, por supuesto que ha tenido que hacer de todo, pero nunca se limitó a la
hazaña evidente. En cada detalle, por trivial que pareciera, invariablemente
logró hallar una fuerza adversa a la que
derrotar. Mientras un tipo cualquiera se conformaría con masticar, por ejemplo,
un trozo de bistec, Él restauraba energías para la lucha. Cuando ese mismo tipo
se cepillara los dientes, el Superhéroe en cambio le estaba dando decisiva
batalla a las caries, y así con todo. Contra alguien de esa estirpe
definitivamente no se puede, porque mientras más relajado tú lo ves y piensas
que lo puedes coger desprevenido, ¡ZAS! destruye a sus oponentes porque así son
los Superhéroes: seres entregados perpetuamente a la lucha. Eso facilita la
labor de la maestra de ceremonias, pues a ningún héroe le ofende recoger una
hojita seca o un papel del piso o remendar cualquier detalle en el que el
Superhéroe pueda ver un intento de agresión.
De esta suerte ha podido
higienizar la Gloria y mejorar su presencia. Una restauración a fondo puede
esperar incluso a que el mismísimo Elegido la dirija. Ahora el problema son los
abastecimientos. Desde que las matas de mango se secaron, las frutas son una
añoranza de tantas que pueblan el glorioso recinto. Maceo mismo sacrificó su
yegua (blanca por supuesto) para el banquete de recibimiento pero luego se supo
que el Superhéroe es alérgico a la carne de caballo. Hay que ir a las afueras
de la Gloria a convencer a esos muertos que pululan por sus alrededores de que
contribuyan a los festejos del recibimiento. Cuando Consuelo se enteró de que
las butifarras eran el manjar predilecto del Superhéroe, decidió que había que
comprar un buen lote a toda costa. Pero para eso hace falta gente responsable.
No hace mucho que envió a Hiliodomiro del Sol, presidente de la Gloria por
muchos años, junto a su amigo escritor, para que le compraran butifarras al
Congo. ¿Y que pasó? Todavía los está esperando. Ante cosas así hay que ser cada
día más cuidadosos.
Ahora mismo, Juan Candela,
alguien de poco fiar, se está ofreciendo con demasiada insistencia para
mercadear con los de afuera pero, por supuesto que no va a ser tan tonta. La
maestra de ceremonias tiene una idea mejor. Irá ella misma porque al fin y al
cabo bastantes muestras de confianza ha dado evitando caer en tentaciones
baratas. Ella, que pudo huir de la tienda en la que trabajaba cuando el
incendio se reducía al departamento de perfumes, hizo todo lo posible por
apagarlo. Cierto que, después de muerta, lenguas infames intentaron hacerla
cómplice del sabotaje, pero al final la verdad se impuso y pudo acceder a la
Gloria. Claro que ahora puede ausentarse y dejar el control del perímetro
inmortal en manos de los guardaespaldas del Superhéroe. Sólo Alguien así puede
tener tal previsión. Con esa prudencia que lo multiplica, tomó la precaución,
ahora que está próximo a morir, de fusilar a la mitad de su escolta para que
fuera tomando posiciones en el recinto glorial y ahorrarse cualquier tipo de
sorpresas. Cuando el Padre de la Patria se enteró del hecho lanzó un suspiro y
exclamó “A un tipo así no lo madruga nadie”, posiblemente recordando su propia
deposición.
Consuelo da las últimas
instrucciones antes de salir. Advierte a los escoltas de los provocadores
vuelos de una especie de velocípedo aéreo puesto en acción por un irresponsable
de los alrededores. Luego pasa revista a los músicos, apremia la colocación de
los altavoces y le pregunta al indio Hatuey, decano de los héroes, si tiene
alguna duda sobre el texto que le dio a leer. Ya va llegando a la puerta cuando
se vuelve para recordarle a Alipio, el héroe del trabajo, que pase lista cada
media hora. Ahora sí parece que va a salir. Le muestra su identificación al
viejo portero al tiempo que le pregunta si ya sabe qué tiene que hacer cuando
el Superhéroe llegue. Éste le responde que sí, que se ve muy linda. Sale.
Muertos van, muertos vienen,
desesperados por llegar a tiempo a ninguna parte. Da lástima tanta muerte
desperdiciada en gente que no supo empeñarse en algo grande o se rindieron
antes de tiempo. Ahora míralos ahí, los pobres, en lo mismo de siempre. Pero
acá no es como allá adentro, acá hay de todo y Consuelo se incrusta la cartera
contra el pecho y tensa las nalgas, presta a detectar cualquier exceso de
confianza.
La maestra de ceremonias no se
detiene ante nada. Directo a lo suyo, que es otra forma de decir lo de todos,
logra abrirse camino hasta la tienda del Congo. Ésa, como todas las de por
aquí, fue construida con materiales que alguna vez se pensaron destinar a la
ampliación de la Gloria. Ya va a pedir las butifarras pero su brazo no se mueve
como ella desearía. Se lo está sacudiendo una mulata gruesa y ronca que en
nombre del pueblo le exige que busque su lugar en la cola y espere su turno.
Consuelo se acuerda de su pecho y de la cartera y de allí extrae un trozo de
cartulina que inmoviliza a la mulata.
Libre el brazo se encara con el Congo que se está sacando el pulgar de
la nariz para restregárselo en el delantal. El Congo le pregunta qué desea
mientras espanta las moscas con un periódico enrrollado. Si Consuelo pudiera
verlo extendido sabría que se trata del Diario
de la Marina que anunciaba la caída de Machado, pero ella ahora reclama
toda la butifarra que haya en existencia. Tensión. El Congo habla de cantidades
limitadas y de la necesidad de que todos alcancen al menos un trozo de
butifarra como ustedes ordenaron. Consuelo vuelve a apelar a su cartoncito
mágico hasta lograr arrancarle 15 libras que el vendedor envuelve en el
periódico de agosto de 1933. Hace un mohín que bien pudiera deberse a la falta
de higiene y le paga con bonos a falta de efectivo. Los bonos tienen escrito:
“La patria os contempla orgullosa” y un número 10 en cada extremo. A su espalda
chilla un coro de mujeres encabezadas por la mulata. “Mujeres, mujeres,
mujeres”. Consuelo se alegra de que en la Gloria haya tan pocas aunque quizás
ésa sea la causa de las deserciones. Algún traidorzuelo ha descubierto
intentando confundirse con la multitud que ahora, conducida por los altavoces,
intenta encontrar su lugar para recibir al Superhéroe. El Superhéroe
seguramente los perdonará. Ella no. No puede entender a gentes que a minutos de
Su llegada todavía discuten si es mejor el Chevrolet del 57 o el del 58. Ni a
esos rusos que insisten en venderle latas de carne o ese enano y sus pastillas
para los nervios. Si al menos aceptasen cobrar en bonos...
Parece que alguien te reconoce
y brinca y levanta las manos y ahora quiere abrirse paso hasta ti. Un desertor
nunca haría eso. Seguro se trata de alguien de la familia. Chichi puede ser, o
Fito el sobrino que se ahogó en Boca Ciega. Piensa salir a su encuentro pero
recula. Seguro querrá que se quede un rato con la familia y ella no tiene tiempo
que perder. Un pellizco en la nalga la pone a girar pero entre tantos cuerpos
no logra descubrir los dedos culpables de un tipo sableado hace cuatro siglos
en Bayamo por cuestiones de faldas. Ahora siente que la tocan por el brazo y
entonces puede descargar su furia en el atrevido. Éste se declara inocente del
pellizco. Él sabe que ella viene de la Gloria y dice que también estaría allí
si no fuese porque aquel día se apartó un poco para cagar y ahí mismo se quedó
dormido. La columna reinició su marcha y el enemigo lo sorprendió. Luego lo
dieron por desertor. Que, por favor, interceda allá dentro que lo que es aquí
no puede seguir. “Para esta gente el recibimiento del Superhéroe no es más que
un pretexto para seguir su cumbancha”. Consuelo
mira a su alrededor, le pide sólo un poco de paciencia. En cuanto el
Superhéroe llegue pondrá las cosas en orden y todo será como debe ser. Consuelo
no puede añadir nada más porque acaba de oír el “¡Ya viene, ya viene!” (como si
les importara mucho) y sale corriendo para la Gloria con las butifarras bajo el
brazo derecho y el cartoncito mágico en la otra mano.
Dentro de la Gloria, Alipio,
discreto, la recibe con la peor de las noticias: Martí y el Bobo han desertado.
Al principio pensó en cualquier posibilidad hasta que tuvo que afrontar los
hechos. Los traidores - y disculpe que así hable pero no hallo otro
calificativo- aprovechando su levedad post-mortem se descolgaron por una
cadeneta de papel de las usadas en la decoración de la Gloria. Algo hay que
hacer porque Consuelo está segura de que, nada más entrar, el Superhéroe
preguntará por el Apóstol. El jefe de los escoltas se ofrece para su búsqueda y
captura. De contar con el apoyo aéreo de los ángeles, la localización sería
inmediata. Pero Consuelo prefiere otra salida. Ya. La solución es Lino Recio,
Rey de la décima campesina, Maestro de repentistas. Por su parecido físico con Martí -aunque en verdad
le saca más de medio pie de alto- será el encargado de suplirlo. Éste, al principio,
no entiende bien de qué se trata y pide que le den un pie forzado para la
décima sobre el Apóstol, hasta que se le convence de que, con encorvarse un
poco, dar la mano y decir algo como “Patria es humanidad” es suficiente por
ahora.
Superado el percance Consuelo
va a ver al decano de los héroes. El indígena, de no muy buena gana, está
ensayando la lectura del pequeño discurso de recibimiento. Quien primero
hiciera resistencia a la conquista española es un caso especialísimo. Condenado
a morir en la hoguera, rechazó un bautizo de última hora para no tener que
seguir viendo españoles en el paraíso. Desde entonces su alma estuvo vagando
hasta la inauguración de la Gloria cubana, de la que consintió ser su primer
inquilino. Acá ha tenido que aprender la lengua que presidió su suplicio y ser
testigo de cuanto suceso haya ocurrido en el recinto glorial. Tantos recuerdos
quizás expliquen su eterna sonrisa. Ahora tiene que darle la bienvenida al
Superhéroe en lengua prestada, a pesar de que piensa que en aruaco sonaría
mejor. La maestra de ceremonias termina consintiendo en reducir el texto a lo
imprescindible. La deferencia de Consuelo tiene, como casi siempre ocurre,
motivos muy íntimos. Son dos destinos marcados por el fuego. De suplicio o de
sabotaje, el fuego siempre es el mismo aunque Consuelo no soporta la idea de
que el fuego que los recorrió a ambos pueda compararse con el que han utilizado
para darse muerte todas esas negras que se amontonan allá afuera.
Y ahora ¿qué falta? Ya cada
cual está en su lugar. Los héroes forman en dos hileras frente a frente, un largo pasillo, ubicados en
estricto orden de importancia. Al fondo del corredor de héroes, Hatuey, y a su
lado, un encogido Lino Recio en sus funciones de Apóstol. Más atrás, letras
blancas sobre fondo rojo componen una sencilla pero contundente frase sobre la
inmortalidad, atribuida -la frase- al Superhéroe. A la derecha de la entrada, a
falta de banda militar, el Septeto Nacional con el refuerzo del trío Matamoros
-rebautizados extraoficialmente como “Los Diez Negritos”- están listos para
ejecutar la marcha favorita del que todos esperan.
¿Qué falta? Pues que la maestra
de ceremonias, tan ocupada por los demás, se ponga algo presentable. Ni pensar
en la ropa que usaba al morir, pues el fuego dejó bien poco para cubrir su
extenso cuerpo. Desesperada, busca a su alrededor, hasta que se detiene en la
enseña nacional. Sin pensarlo mucho, Consuelo se envuelve en ella. Luego se
ajusta un pliegue allí y en el pecho rectifica la posición de la estrella,
hasta que en un inspirado rapto deja al descubierto el seno derecho y toma prestado el gorro frigio al escudo que
preside el salón. Ya puedes venir cuando quieras.
Treinta horas después, en la
Gloria se empiezan a inquietar. Ya el asado de yegua de Maceo comienza a oler mal. El general Quintín manotea en el
aire y le grita a la nada que acabe de darle agua. Explica el jefe de los
escoltas que el Superhéroe es así de impredecible, siempre cambiando de
horarios para despistar al enemigo, lo que recibe un gruñido de aprobación del
Padre de la Patria. En los días siguientes, el entusiasmo empieza a decaer y a
la semana exacta de espera parece inminente el desplome de los reunidos.
Consuelo hace un llamado a la cordura y pide un último esfuerzo. De momento
permite que los músicos toquen algo movido para levantar el ánimo. El viejo
Quintín quiere sacarla a bailar pero ella prefiere sentarse un rato. Así está
hasta que oye unos discretos golpes que vienen de la entrada. A duras penas
logra recomponer las filas y luego de ordenar silencio, hace abrir la puerta.
No es el Superhéroe quien hace
su entrada sino un calvo de ojos hundidos y ajada cara de niño bueno, que sin
decir nada le entrega a la maestra de ceremonias un sobre. De éste saca
estremecida una carta del mismísimo Superhéroe. Con letra vibrante se disculpa
y anuncia que de momento le ha ganado una batalla más a la muerte, por lo que
piensa emplear el tiempo que le reste entre los vivos –“digamos, unos 20 años”-
en llevar a cabo algunos proyectos que tiene en mente. Luego con mucho gusto
les hará compañía. Silencio profundísimo acompaña la lectura en alta voz, sólo
tronchado por la exclamación de “¡Veinte años!” que los más impacientes dejan
escapar. Consuelo, por instinto, mira hacia Hatuey pero éste se limita a
sonreír. Para el indígena eso no es cosa nueva. Ahora recuerda los casos de
Matías Pérez y Camilo Cienfuegos. Lo mismo cuando se perdió el globo que el
avión, se les preparó acá una regia acogida y al final no aparecieron ni
siquiera en la Gloria. En cambio, los demás no reparan en la sonrisa de Hatuey.
En ese momento todas las miradas se concentran en Don Miguel Matamoros quien
niega con la cabeza varias veces hasta que finalmente suspira y dice que sí,
que va a tocar “Lágrimas Negras”.
Ya empieza con el
aunquetumeasechadoenelabandono. Unos hacen coro, otros intentan bailar con
alguna de las escasas heroínas o incluso entre sí. Los más van hacia las
hamacas arrastrando sus viejos pies, pero en todos logra ver Consuelo la
irreductible confianza de que algún día llegará Aquel que los redima definitivamente
de tanta eternidad y hasta cure al General Quintín Banderas de su infinita sed.