La última década* haya sido la de los ataques más decididos al mito martiano y la de una profunda revisión de su legado. Ha sido también el período en que se ha desarrollado una crítica más sistemática del nacionalismo cubano que como hemos visto ha tenido como uno de sus ejes simbólicos más estables a la figura de José Martí.
Si cabe la comparación en cuanto a cercanía de propósitos de toda una generación este gesto se acerca a aquél de la generación de los años 20 aunque de signo contrario. Mientras estos fueron responsables en buena medida del asentamiento del dogma y el culto martianos la generación de ensayistas que emerge en los 90 se ha propuesto su desmontaje.
Muchos son los factores que se pueden invocar en la explicación de este fenómeno. El acontecimiento histórico más importante de esos años, la caída del comunismo eurooriental debe haber tenido una influencia decisiva. La apelación al nacionalismo y a Martí por parte del régimen cubano para apuntalar su poder simbólico gravemente afectado por el derrumbe ideológico y político del comunismo dio un impulso decisivo a una generación que ha encontrado su perfil en la crítica al tan socorrido imaginario nacional.
Sin embargo, suele subestimarse un factor que ha podido condicionar una actitud crítica desde los niveles más elementales que haría parecer mucho menos brusco el salto a la crítica del mito. Me refiero a la subterránea pero sostenida tradición popular y escolar de cuestionamiento burlón o insidioso del mito martiano. Una tradición que acumula chistes, adivinanzas y parodias a la obra martiana junto a legendarias dudas sobre la imagen sobrehumana del Apóstol y suspicacias sobre su sacrificio final.
No es casual que Antonio José Ponte, en un vehemente ensayo sobre el mito martiano escribiera:
Lo llamamos también Pepito Ginebra, insistimos colegialmente en volver pornográficos los poemas que escribió para niños, los poemas de sus Versos sencillos. Trucamos con pliegues la efigie suya en los billetes para inventarle historias. Estas maneras de citar a José Martí, tan extendidas como las mejores maneras públicas, han sido escasamente recogidas y son también cultura cubana, pertenecen a la historia secreta de Cuba. (Ponte, 2000, p.52)
En esa “historia secreta de Cuba” también se fermentó el discurso antidogmático que ahora emerge en forma de crítica intelectual. Al rememorar sus años escolares no es extraño que los escritores cubanos aludan a sus primeros encuentros con el mito martiano. Cabrera Infante cuenta que en tercer grado se ganó un primer premio “que fue un ejemplar de La Edad de Oro, de José Martí, a quien nos enseñaban en la escuela a venerar más que a admirar” y a continuación añade que “esa veneración terminó en la adolescencia”.
Reinaldo Arenas en su autobiografía recuerda que
Una vez el aula se vino abajo por el estruendo de la risa, cuando recitando el poema “Los dos príncipes”, de José Martí, en vez de decir el verso “entra y sale un perro triste, dije: “entra y sale un perro flaco”. La solemnidad de aquel poema, que hablaba de los funerales de dos príncipes, no admitía un perro flaco; seguramente mi subconsciente me traicionó y yo trastoqué el perro de Martí por Vigilante, el perro flaco y huevero de nuestra casa. (Arenas,1992, pp. 27-28)
A esto podemos sumarle lo que cuenta Carlos Victoria sobre un condiscípulo suyo que fue expulsado de la escuela por preguntar si era cierto que a Martí lo llamaban Pepe Ginebrita. En estos tres ejemplos la presencia de Martí en la escuela puede adoptar la forma de premio, vergüenza o castigo.
Esta resistencia clandestina escolar al dogma martiano aparecería entonces como natural y necesaria. Fue ella una defensa contra la ubicuidad del culto a Martí, como un modo a un tiempo de no sentirse aplastado por el dogma: “un mecanismo de defensa frente a la frustración cubana”, dice Ponte, “pues el cubano siempre se encuentra frustrado frente a Martí, frente a su cumplimiento” (Ponte, 2000, p.52) y, un modo de evitar compartir su infatigable gravedad, tan asfixiante como ridícula para un escolar.
Pese a no estar historiada, no es difícil imaginar que esta tradición del choteo martiano debe haberse reforzado en los últimos cuarenta años, justo cuando el dogma, estatalizado, se había hecho cada vez más ubicuo y vacío y se carecía del mínimo espacio público para ejercer su crítica.
Muchas de estas burlas vienen de los años republicanos, pero hay indicios numerosos de que esta tradición ha sido renovada con amplitud en el período revolucionario. Abundan los chistes en los que Martí se disculpa de la responsabilidad que se le achaca como autor intelectual del Moncada o parodias a “Los zapaticos de rosa” (el poema más parodiado en la historia cubana) en las que pululan detalles que denotan una factura más o menos reciente, aunque en realidad pueden ser sólo actualizaciones de parodias más o menos antiguas.
Toda esta espontánea guerra de guerrillas contra el dogma martiano podría verse como la última línea de resistencia. Un intento desesperado de no dejarse impresionar, atrapar, por el dogma, ha sido recrear un Martí faliblemente humano, de recrear su mito en el sentido más irreverente posible.
De ahí la insistencia en atribuirle todo tipo de debilidades y vicios. Desde la afición por la bebida y las drogas hasta por las mujeres. De ahí el placer de descubrir un Martí adúltero que traiciona a un amigo para tener una hija con la esposa, en verlo como un Casanova abandonando a sus amantes, de imaginarlo abofeteado por Maceo en el encuentro de la Mejorana, de verlo avanzando por el campo de batalla enfundado en una inexplicable levita negra sobre un caballo blanco como diana perfecta y ridícula para el enemigo (según uno de esos chistes populares un oficial enemigo exclamaría: “¡Tírenle al músico!”).
Pero esa suspicacia popular hacia el mito como en tantas ocasiones también lo complementa. Esa secreta tradición cubana, como hemos visto, gusta de suponer a Martí traicionado por los propios que dicen seguirlo o acompañarlo. Y es que un Martí traicionado es el mejor vehículo para que los cubanos como pueblo expíen sus culpas.
Al Martí triunfante sobre la voluntad nacional de los libros de texto se le opone un Martí vilipendiado y cuestionado que debe demostrar su valía y lavar su honor en el campo de batalla. El Martí que se agranda hasta lo inconmensurable en medio de un pueblo que se le queda demasiado pequeño.
Posiblemente no se haya expuesto con más dramatismo esta creencia secreta que en la fabulación que hace el casi siempre irreverente Reinaldo Arenas en El color del verano (que a su vez se hace eco evidente de la ya citada alusión de Cabrera Infante a Martí en Vista del amanecer…):
El hombre era tan grande que no cabía en la isla porque hacía sentir pequeños al resto de los habitantes de la isla. (…) En el destierro, el hombre grande fue el blanco de millones de intrigas, ofensas y calumnias de todo tipo. Lo tildaron de cobarde, de capitán araña, de depravado, de elitista, de borracho, de drogadicto y hasta de amigo del dictador de la isla. (…) Pero el hombre, a pesar de toda aquella guerra contra su persona, seguía creciendo, se hacía cada vez más grande y proseguía la lucha contra el dictador. Y a medida que crecía comprendía con mayor claridad, que toda aquella grandeza no tendría ningún sentido si no iba a morir a su amada isla, donde, por otra parte, su grandeza no tenía lugar. Así, mientras era injuriado por todos los que querían mantener la isla en la tiranía absoluta y por los que querían liberarla, el hombre grande partió clandestinamente rumbo a la isla. En cuanto llegó, todos los ejércitos, tanto los amigos como los enemigos, se confabularon contra él y lo mataron. Entonces el hombre grande se disolvió en la isla alimentando aquellas tierras. Cuando ya fue sólo polvo y nadie ni siquiera podía identificar dónde había caído o dónde estaba su tumba, los nativos de la isla, tanto los amigos como los enemigos, se sintieron orgullosos de haber tenido un hombre tan grande. E inmediatamente comenzaron a erigirle estatuas. Tantas son ya las estatuas que no hay un rincón de la isla que no ostente el rostro pensativo del hombre grande. (Arenas,1999, p.218)
Esta confirmación subversiva del mito posiblemente tenga el mismo origen que las resistencias que se le intentan. Ese origen sería el incumplimiento de las profecías martianas. El pueblo que ha traicionado una y otra vez las profecías del Apóstol, incumpliéndolas, debe expiar esa culpa imaginando una traición anterior. La traición por la que el mismo pueblo empujó a su redentor a la muerte.
La reciente rebelión contra el mito martiano a la que nos referiremos en detalle a continuación, puede verse también como rebelión contra esa culpa. Nietzsche en su Genealogía de la moral afirmaba que la impotencia de los hombres para hacer valer su voluntad los hacía sentirse culpables hasta resultar imposible la expiación “a fin de cortarse de una vez y por todas, la salida de ese laberinto de ‘ideas fijas’” y “establecer un ideal —el del “Dios Santo”— para adquirir en presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad” (Nietzsche, 2000, p.119).Esta rebelión contra esa culpa sería entonces la búsqueda de una salida al laberinto de ideas fijas que integran el discurso nacionalista cubano con Martí como figura mayor de su altar.
Elegir la rebelión frente al mito martiano no tiene que conducir necesariamente a una lectura heroica o ética de esa elección. Según una lectura “ética”, mientras el discurso oficial se escuda tras Martí una vez más para encubrir sus fracasos, la última generación de intelectuales intenta destruir la base dogmática de ese escudo simbólico para así ejercer sin embarazo su crítica sobre el discurso oficial.
Sería provechoso, en cambio, aplicar las observaciones que hace Nietzsche sobre procesos semejantes en el texto ya citado. Allí Nietzsche, al hablar de la formación del culto a los antepasados en las sociedades primitivas afirma con su vehemencia habitual que
El temor al antepasado y a su poder, la conciencia de tener deudas con él crece por necesidad, según esta especie de lógica, en la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la exacta medida en que esta es cada vez más victoriosa, más independiente, más venerada, más temida. ¡Y no al revés! Todo paso hacia la atrofia de la estirpe, todas las eventualidades desastrosas, todos los indicios de degeneración, de inminente ruina, hacen disminuir siempre, por el contrario, el temor al espíritu de su fundador y proporcionan una idea cada vez más pequeña de su inteligencia, de su previsión y de la presencia de su poder (Nietzsche, 2000, p.115).
A la lógica conclusión de que mientras el discurso oficial se escuda tras Martí una vez más para encubrir sus fracasos estas observaciones de Nietzsche sugieren otra fructífera interpretación.
Lo que ha sido visto por el discurso crítico como un fracaso en toda regla del proyecto nacional encabezado por Fidel Castro (que supuestamente debía desembocar en una sociedad comunista próspera e igualitaria y en cambio ha sumido en la más profunda crisis que conociera el país) traería como respuesta, de acuerdo al esquema nietzscheano, un rechazo de Martí como símbolo máximo de la fundación nacional.
Desde el poder la caída del socialismo esteeuropeo y su consiguiente repercusión en Cuba tendría una lectura totalmente distinta. La supervivencia de régimen de La Habana a la debacle comunista en Europa se vería en realidad como una victoria que confirmaba el origen y hasta el sentido nacionalista de la Revolución y vería en la crisis subsiguiente (metamorfoseada en la indulgente expresión “período especial”) el precio a pagar en esta renovada épica de la resistencia.
De ahí que, la vuelta a los principales símbolos fundacionales, y en especial a Martí sería el tributo agradecido a pagar por esta salida victoriosa.
De cualquier manera, se pueden encontrar abundantes razones que explican la crítica reciente al mito martiano. Algunas de ellas en el propio ámbito de la crítica literaria, histórica y política como puede ser el desarrollo del estudio de la figura de Martí fuera del ámbito cubano con el que toman contacto los críticos cubanos tanto dentro como fuera de Cuba.
Ese nivel de desarrollo chocaría escandalosamente con la rudimentaria propaganda del dogma puesta en circulación tanto por el discurso oficial cubano como por el discurso oficial del llamado exilio histórico.
Rafael Rojas, el más influyente ensayista de su generación fue a su vez de los primeros en intentar un cuestionamiento a fondo del dogma martiano. Dan fe de ello ensayos publicados en la primera mitad de la década de los 90 en los que intentaba desplazar a Martí del centro obligado de la tradición política cubana.
Para ello, en ensayos como el debatido “Las dos morales de la historia”, a la tradición de la racionalidad moral emancipatoria que desembocaría en Martí le opone otra tradición, la racionalidad instrumental utilitaria.
Esta operación tenía en contra varias limitaciones evidentes. Una de ellas es que, en su crítica a la teleología nacional cubana, al construir otra tradición reproducía la misma operación del discurso oficial y de algún modo reforzaba el dualismo propugnado por este. De hecho, ni siquiera se trataba de la creación de una tradición ignorada por el discurso oficial. Este reconocía esa tradición, pero la consideraba contraria al verdadero destino de la nación o, en el mejor de los casos, tributaria de la tradición revolucionaria de las que ese discurso del poder se consideraba su natural culminación.
Frente a esto, Rojas hizo el intento, que abandonaría más tarde, como veremos, de prestigiar aquella tradición en un intento de quebrar el fatalismo teleológico del discurso oficial.
La otra limitación era aún más difícil de superar. Según este esquema inicial de Rojas pese a la competencia que le ofrecía a la tradición que él mismo hacía culminar en Martí, las razones que lo hacían el centro de esta tradición revolucionaria y que justificaban su monopolio por el discurso del poder cubano se mantenían intactas.
Hay otros dos momentos sintomáticos de esta ofensiva antidogmática. Ambos aparecen en la revista de exilio Encuentro de la Cultura Cubana. Son ellos el artículo de Enrique Patterson “Cuba: discursos sobre la identidad” y el ya mencionado de Antonio José Ponte “El abrigo de aire”.
En el primero, tras evaluar la historia del pensamiento cubano sobre el conflictivo tema de las razas y la nación no intenta resolverlo, como ocurre a menudo con la conocida frase martiana de que “cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro.” Antes, al contrario, se cuestiona la validez de esa frase y del concepto que resume. Dice Patterson que
El humanismo martiano, tratando de rechazar la solución racista de Saco y Arango, elimina el problema en sí. Sin dudas hay un avance en Martí, en el sentido que no elimina, al menos, a los negros como cubanos, no obstante, los elimina como negros, como sujetos con una historia y con problemas sociales específicos. Ese “detalle” hace que el horizonte del pensamiento martiano no rebase —a su pesar— el espacio de la ideología racista de la élite cubana (Patterson,1996, p.54).
Más adelante remata la faena añadiendo que la tan citada frase de Martí “es ética y literariamente bella, políticamente oportuna (de nuevo los negros son necesarios) y sociológicamente vacía.” Patterson, aunque concentrado en un aspecto de lo que habitualmente se le da en llamar el “ideario martiano” ataca de hecho uno de los pilares del mito: ese que se sostiene en la creencia en la validez eterna de las ideas de Martí sin importar al campo del conocimiento al que se refieran. Más aún si se refieren a un tema tan central como es el de la identidad nacional y su sentido en el proyecto nacional.
Patterson no se deja impresionar por la belleza de la frase al tiempo que denuncia un patente pero ignorado vicio de la retórica martiana: el de la imprecisión. “Existe en el pensamiento de Martí una indistinción entre los conceptos de identidad, soberanía e independencia, siendo este último el centro de toda su actividad política” (Patterson,1996, p.64).
Patterson insiste que lo que pudo ser útil tácticamente para la movilización de la población negra hacia la guerra y el atenuamiento de la suspicacia racial resultó a la larga tremendamente perjudicial como proyecto nacional. Al contrario de otros casos no acusa al poder político cubano de ignorar a Martí sino de aplicarlo de un modo elemental pero consecuente. (“No sólo se adoptó el aspecto reduccionista del discurso martiano, sino que se llevó a la práctica con una consecuencia pertinaz”) (Patterson,1996, p.64).
Aunque Patterson se limita a aplicar las líneas generales del discurso de reivindicación de las minorías raciales, (que se resumiría como el rechazo a aceptar la disolución del discurso de una minoría dentro de cualquier metarrelato nacional) el efecto de sus observaciones en el rudimentario marco de discusión que en aquellos momentos se seguía respecto no se debe subestimar.
Este ensayo tuvo la virtud de señalar un fructífero campo de trabajo, el de la revisión del metarrelato nacional y los mitos que lo sostienen desde la perspectiva de discursos de minorías. Desde estos discursos de minorías que cuestionan el monopolio de sentido de los grandes relatos nacionales a costa de los relatos menores de los diferentes grupos, el mito martiano aparecería especialmente vulnerable.
El discurso de la armonía social preconizada por Martí se asienta justamente a costa de obviar los intereses específicos de los diferentes grupos, imaginando un pueblo ideal que excluía a buena parte de su realidad étnica y social. Estas observaciones de Patterson vinieron a confirmar que efectivamente el rey estaba desnudo.
En lo que a desnudamiento y falsa vestimenta se refiere el artículo de Patterson no se halla distante del de Ponte. Difieren, sin embargo, y no poco, en el tono y el punto de vista.
El artículo de Ponte tiene un fuerte aliento poético y se maneja a través de imágenes en las que contrapone la ubicuidad de Martí en el imaginario nacional en contraste con la levedad, o mejor, el escaso peso real de su ideario. El centro de la mirada de Ponte se sitúa, más que en las ideas de Martí, en su literatura y su pregunta principal va encaminada a determinar “lo que diferencia a Martí de otros autores del anaquel”.
Las respuestas van en dos direcciones: apresar aquello que distancia Martí del resto de los autores mediante imágenes y mediante la reflexión histórico literaria. En el primer caso el punto de partida es un abrigo que Martí dejó abandonado en Nueva York al marcharse a iniciar la guerra de independencia en Cuba. El abrigo vacío que cuando su dueño lo usaba apenas lo alcanzaba a rellenar es el eje del leve Martí que nos ofrece Ponte. Una levedad que tiene un costado patéticamente frívolo que difícilmente encaja con su imagen mística y arrebatada.
Por otro lado, la identificación poética de Martí con el aire arrastra al ensayista a reconocer otras propiedades del aire no ajenas a Martí: como el aire Martí es para los cubanos ubicuo e imprescindible. “Martí es como el aire que respiramos” declara un poeta en una anécdota que presenció el propio autor. “Martí es elemental, es uno de los elementos, es aire imprescindible.
Gana el tremendo poder de convicción que tiene lo natural, Martí se legitima en naturaleza” (Ponte, 2000, p.48). Añade Ponte para concluir que Martí “es aire y todo el resto es literatura, autores, y el aire está por encima de estos, está más allá, no pueden compararse una cosa y la otra” (Ponte, 2000, p.48). Su análisis socio histórico lleva a Ponte a similar conclusión:
Y hemos llegado a lo que diferencia a Martí de otros autores del anaquel: según afirman desde todas partes, está pendiente. Leyéndolo, podemos alcanzar lo que siente frente a las Santas Escrituras cualquier temeroso de Dios. Podemos encontrarnos, en suma, temerosos de Martí. O temerosos de volvernos martinianos profesionales (Ponte, 2000, p.50).
Martí se completa más allá de sus páginas justamente en lo que estas parecen anunciar. Su incumplimiento, el incumplimiento de sus profecías parecen reforzar la certeza de estas. Martí más que el apóstol de la patria aparece, tal como nos lo presenta Ponte como el santo patrón de los intelectuales y como modelo y tentación vital:
Cierta inconformidad de los letrados por la letra, cierto desprecio por la vanidad de la letra coloca por encima de ella a cualquier acto o hecho que no sean los de escribir, aconseja entregarse a la vanidad de los hechos y los actos. Se venera la letra puesta al borde, no por su estabilidad difícil, sino porque más adelante la letra ya no existe. Se venera el abrigo abandonado en una mañana de invierno porque a partir de él comienza la cabalgata de los actos, una vida verdadera. Entonces cualquier otro destino que el escritor comparta -místico o héroe o asesino o político- se encarama sobre el insuficiente destino de autor y lo contiene y lo sobrepasa, quién sabe bajo qué leyes caprichosas. Bajo las caprichosas leyes de la ideología, puede responderse inmediatamente. Lo que es José Martí como ideología es lo que lo convierte en aire. Al fin y al cabo, ideología y aire tienen esto en común: que llenan cada vacío, que tratan de ocuparlo todo, de estar en todas partes (Ponte, 2000, p.50).
Pese a la saña inédita con que Ponte se enfrenta a Martí, el ensayista intenta “salvarlo” (lo inédito de ese ensañamiento, como sospecha el autor, no lo hace necesariamente nuevo: “Los modos más secretos de la crítica literaria cubana, lo que se dice a solas frente al libro, lo que tal vez no alcanza a formularse con palabras, aquello que se permite en una conversación, aunque estaría muy lejos de afirmarse por escrito, ¿qué dicen de José Martí, cómo lo citan?”) (Ponte, 2000, p.52).
El método de salvación consistiría en ponerlo junto a sus iguales, los escritores, devolverlo a la letra, incluso lo que de él parece escapar de esta.
Poco dotado para la ficción en novela y drama, consiguió, sin embargo: la mayor ficción de toda la literatura cubana, la de su cumplimiento. Para llegar a entender como ficción, como literatura, lo que las políticas exigen interesadamente que esperemos y nunca nos darán. Para entender a José Martí como la gran promesa de la literatura cubana. (Cecilia Valdés y José Martí son los dos mitos mayores de la ficción cubana) (Ponte, 2000, p.50).
Y ni siquiera toda la letra, según Ponte, merece ser tenida en cuenta. Una vez reducido a los límites de su literatura tendrá que exponerse a sus reglas, sus exigencias, sin que lo salve una vez más la coartada patria. Asumir que el mito de la eterna vigencia de su obra es sólo eso: un mito.
“He escrito estas líneas —concluye Ponte su ensayo— para poner a Martí a disposición de los lectores, a disposición de lo bursátil que pueda haber en la lectura. He querido hundirlo (gravedad contra aire) en la pelea temporal de las literaturas, de la que ningún autor escapa. Y que salga de allí solo lo que esté vivo” (Ponte, 2000, p.52).
Referencias:
Ponte, Antonio José. “El abrigo de aire”. Revista Encuentro de la Cultura Cubana. Madrid: primavera/verano. 2000. No. 16/17. pp. 45-52
Arenas, Reinaldo. Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets Editores, 1992.
Arenas, Reinaldo. El color del verano o Nuevo «Jardín de las delicias»: novela escrita y publicada sin privilegio imperial. Barcelona: Tusquets Editores, 1999
Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Madrid: Alianza Editorial. 2000.
Patterson, Enrique. “Cuba: discursos sobre la identidad”. Revista Encuentro de la Cultura Cubana. Madrid: otoño, 1996, No. 2., pp. 49-67.
*El texto es un fragmento de Elogio de la levedad: mitos nacionales cubanos y sus reescrituras literarias en el siglo XX publicado en 2008