No son tiempos estos en que haya que convencer a nadie de la necesidad de viajar. Si antes era cosa de aventureros y privilegiados, conocer otros países y culturas se ha convertido en costumbre, tendencia, fiebre. El aumento de la seguridad en los medios de transporte, la globalización, la internacionalización del conocimiento ha hecho al mundo más cercano, compacto, apetecible. Desde 1950, cuando se reportaron 25 millones de llegadas internacionales hasta 2019 cuando se llegó a casi mil quinientos millones la cantidad de viajeros se ha multiplicado por sesenta, una proporción que ya quisiéramos para el resto de los indicadores mundiales.
Si importante es viajar no lo es menos para qué y cómo. Que no es lo mismo hacerlo para conocer museos, salas de conciertos, costumbres, tradiciones, comidas y bebidas de otros pueblos que para atracarse con la mesa sueca de un crucero o resort. No es que tenga nada en contra de la ingestión de carbohidratos, grasas y proteínas, pero incluso cuando se trata de la gula deberíamos de ser algo curiosos. El padre de la iglesia Agustín de Hipona, más conocido luego como san Agustín, decía que “el mundo es un libro y aquellos que no viajan solo han leído la primera página”. Yo añadiría que los cuentan sus viajes por libras ganadas o lo rentable que le ha salido el “todo incluido” actúan como si en lugar de leerse el libro del mundo les bastara con hojearlo o llevarlo bajo el brazo. Cuando no comérselo. Cualquier cosa menos intentar su lectura.
Los viajes concebidos expresamente como un modo de aprendizaje son casi tan antiguos como la humanidad. Primero se trataba de la exploración de nuevos territorios como paso previo al intercambio o la conquista como son los casos paradigmáticos de Marco Polo y Cristóbal Colón. O la exploración científica como los viajes que emprendieran Alexander von Humboldt y Charles Darwin, esos ávidos lectores del libro del mundo en el siglo XIX. Fue el mismo siglo en el que se puso de moda entre el mundo artístico viajar a Italia para entrar en contacto, sin intermediarios con la bella decadencia del mundo clásico: desde Wolfgang Goethe hasta Stendhal pasando por la norteamericana Escuela del Hudson que sentó las bases del arte pictórico del Nuevo Mundo.
Más adelante el interés artístico se trasladó a París. Hasta allí peregrinaban los creadores de todas partes tanto para compartir cafés y código postal con sus ídolos artísticos como para conocer de primera mano su producción más reciente y el ambiente que la condicionaba. Más que fetichismo con determinado sitio buscaban revolucionar su perspectiva personal experimentando la mayor intensidad y variedad de impresiones que se podía concebir por metro cuadrado en aquellos tiempos. Sin sus estancias parisinas la obra de los norteamericanos Gertrude Stein, Ernest Hemingway, del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, de los argentinos Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik o de la cubana Lydia Cabrera habrían sido radicalmente distintas. “Descubrí a Cuba en la orillas del Sena” decía esta última. Porque no se trata de lo que se aprenda del mundo en general sino del profundo cambio de perspectiva que adquirimos incluso sobre lo que nos es más cercano.
Con el mundo bastante más domesticado los viajes de aprendizaje ya son parte del currículum habitual de muchas universidades. Desde el proyecto europeo de intercambio conocido como Erasmus hasta las diferentes ramas que han creado las universidades norteamericanas en lugares tan distantes como ciudad Buenos Aires, Madrid, Londres, París, Berlín, Praga, Florencia, Accra, Abu Dabhi, Sidney, Tel Aviv o Shanghai, por solo mencionar ciudades en las que mi propia universidad tiene programas. Experiencias que les sirven a los estudiantes para ensanchar su mundo, cuestionar viejas certezas, descubrir nuevas posibilidades de sí mismos. Con la carnada de idiomas y hábitos exóticos y una edad legal para beber alcohol sensiblemente más baja muchos estudiantes terminan curándose ese engreído solipsismo norteamericano que los hacía creer que los Estados Unidos es el único lugar de la tierra que merece ser habitado.
Pero el cómo es tan importante como el dónde. A principios del milenio, siendo todavía estudiante graduado les decía, medio en broma medio en serio, a los estudiantes que tomaban mi curso de verano en Madrid que nada como el alcohol para aceitar la práctica de un nuevo idioma. Pero que de poco valía que viajaran hasta Madrid si terminaban emborrachándose con otros estudiantes de su mismo país. Si querían aprender de verdad el español y su cultura debían emborracharse con los españoles. Porque pretender que no se iban a emborrachar era pura ilusión.
Apenas unas semanas bastaron para confirmar mi tesis. Justo al inicio del curso uno de los estudiantes me había preguntado de dónde era y al mencionarle mi país reconoció nunca haber oído hablar de él. No me lo tomé a mal siendo la ignorancia el más común de los vicios y le expliqué que mi país se encontraba al sur de la Florida, plantado entre el golfo de México y el mar Caribe. Al terminar el curso la mayoría de los estudiantes que se mantuvieron saliendo con compatriotas progresaron razonablemente en el dominio del español, pero sin exagerar. En cambio, aquel estudiante que al principio nos había deslumbrado con su ignorancia geográfica se manejaba con una fluidez notable. No me sorprendió pues alguna vez lo había visto, botellón de cerveza en ristre, saliendo de un vagón de metro con un grupo de muchachos locales mientras se insultaban alegremente en castellano. Sí me sorprendió, en cambio, que me dijera que estaba escuchando algunos de los mejores grupos musicales cubanos, aunque no necesariamente los más obvios. Un conocimiento impresionante sobre un país que seis semanas atrás ignoraba su existencia. Pero más que el alcohol el milagro lo obró la compañía con que se había rodeado aquel muchacho y su evidente deseo de sumergirse de lleno en el mundo que se abría ante él.
*Tomado de Hispanic Outlook on Education Magazine
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