A continuación les transcribo la entrevista que me hiciera Lorenzo Rodríguez Garrido sobre Turcos en la niebla para el número mayo-junio de la revista Librújula.
Wonder, uno de los cuatro personajes/narradores de la
novela, se atrinchera en su carpintería para evitar ―o al menos pelear hasta
las últimas consecuencias― su desahucio. Este es el punto de partida de la
novela, pero en realidad se trata de una excusa para poner en marcha el
engranaje de este puñado de historias.
Casi desde que
desembarqué en el Aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York me vi inmerso en un
mundo de historias acumuladas por generaciones de exiliados que desde mediados
del siglo pasado vinieron a asentarse por esta zona, sobre todo del lado de
Nueva Jersey. Un mundo fascinante. Muchas nostalgias, dolor y violencia
acumulada. Desde aquellos que en los sesentas al salir solo les permitían
llevarse diez centavos para poder llamar a sus familiares al llegar (ni los
anillos de compromisos ni las fotos le dejaban llevarse) hasta otros que tuvieron
que pasar por un régimen de trabajos forzados para “ganarse” la salida. O los
que pasaron diez, veinte y hasta veintiséis años en prisión a veces simplemente
por pensar distinto (era una época en que la ley establecía que la pertenencia a
un grupo disidente –“contrarrevolucionario” le llamaban- bastaba para fusilarte).
También había otro tipo de historias, más íntimas (o menos conectadas con la
gran Historia colectiva) pero igualmente intensas y atractivas. El reto era
integrar todas esas historias en una sola que revelara aunque fuera en parte la
complejidad de esa experiencia humana. Y la mejor manera de integrar todo eso
era –pensé- imaginarlo como se imaginaría la historia de una tribu, a través de
personajes paradigmáticos. El otro día le comentaba en broma a un amigo que
esta es la Ilíada de West New York:
en vez de la cólera de Aquiles uso como premisa dramática la cólera de Wonder.
Y la cólera, en un país tan laxo en la compra y posesión de armas automáticas, puede
ser cosa seria.
La acción narrativa transcurre en una comunidad latina
a orillas del río Hudson. Creo que Ud. la define como una novela «del exilio
dentro del exilio». Alguien ha dicho también que sus personajes recuerdan un
poco a los judíos que retrata Philip Roth. A mí la novela, por su mundo, gentes
y escenario, me recuerda mucho a Sombras sobre
el Hudson, la espléndida novela de Isaac Bashevis Singer.
Tanto el mundo de
Roth como el del Singer de Sombras sobre
el Hudson quedan geográficamente muy cerca del de Turcos en la niebla. No así cultural o históricamente. Cuando mi
esposa compró Sombras sobre el Hudson ya
yo había empezado Turcos (empecé
hacia el 2010) y pensé leerla. Sin embargo, cuando mi mujer empezó a comentármela
me parecieron experiencias tan similares que decidí no leerla para evitarme la
tentación de que se parecieran todavía más. Con todo, la experiencia judía es
el modelo más acabado y extenso de exilio que conocemos y es inevitable que sirva
de referencia a un caso como el cubano que lleva casi siete décadas de exilios
ininterrumpidos. Y casi dos siglos de exilio y emigraciones de todo tipo en los
alrededores del Hudson.
Turcos en la
niebla
es una novela de corte balzaciano. Recrea
numerosas historias personales ―la intrahistoria, que diría Unamuno― que nos
sirven para conocer una parte fundamental de la historia del siglo XX. La
narración recoge anécdotas, sucesos históricos, referencias artísticas (Hopper,
Thomas Cole). Supongo que fraguar todo eso en un sólido cuerpo narrativo no
habrá sido fácil. Supongo también que, al ser ésta su primera novela y no ser
ya precisamente un chico joven, es una forma de decir aquí estoy yo, de iniciar
una carrera literaria con la suficiente calidad y ambición para ser tenido en
cuenta.
Hace más de
treinta años que no leo a Balzac. Mis modelos son más bien los de Europa
Central y del Este. De Tolstoy a Grossman pasando por Kundera, Platonov,
Bulgakov, Hermann Broch. O americanos, en su sentido más amplio, de norte a sur.
Sitios (a excepción de Estados Unidos) donde el individuo no se da por sentado
sino que siempre debe defender su condición frente al estado, la sociedad o la
tradición.
Dicho esto, es
cierto que Turcos en la niebla es mi
primera novela pero a la vez es mi décimo libro. Antes había incursionado en la
narrativa corta, las memorias, el humor y el ensayo. Con otro historiador
devenido escritor, Francisco García, escribí una historia de Cuba en ficciones
(Leve historia de Cuba). O escribí a
solas mis memorias como inmigrante indocumentado durante dos años en Madrid (Siempre nos quedar҈ Madrid). En ambos
casos me sugirieron que los presentara como novelas pero respeto demasiado el
género para profanarlo así. Ese mismo respeto me llevó a abandonar tres novelas
de las que había escrito en total unas ochocientas páginas pero no acababan de
convencerme. El mundo no se merece que lo sigan agobiando con libros que no convencen
ni a sus propios autores. Con lo que terminó siendo Turcos en la niebla fue distinto: por la naturalidad con que fluía
todo, por lo a gusto que me sentía escribiéndola: para ellos bastó con crear
personajes sólidos y creíbles y luego dejarlos que se metieran en problemas
como solo ellos podrían hacerlo.
Muchas de las historias que aquí se narran imagino que
Ud. las conocerá de primera mano. Algunas son tan inverosímiles que cuesta
creerlas.
Cuando se trata de
una novela poco importa si una historia es más increíble que otra. Al fin y al
cabo la realidad está llena de hechos increíbles. Lo importante es cómo todas
esas historias interactúan entre sí, como funcionan en el contexto de la propia
novela que es lo único que debe importarle al novelista. Y sí, teniendo a mano un
material tan rico me impulsó a inventarme historias que estuvieran a la altura
de las reales, que las complementaran y les ayudaran a tener algún sentido sin que
pareciera forzado. Mi objetivo como escritor es que el lector piense que me he
inventado las partes reales y viceversa hasta que al final se rinda y termine creyéndose
todo. Hacer que sienta que los personajes que le propongo son tan reales como
sus amigos. No sé si lo he conseguido pero es lo que pretendía.
El título alude a la confusión, al desarraigo, a la
desorientación vital que atraviesan estos personajes y que podría funcionar
como una metáfora de la propia Cuba. Son personajes que tienen sueños con la
consiguiente gran decepción que estos arrastran consigo.
El mundo cerrado,
norcoreano, en que creció la gente de mi generación y de la siguiente, tendió a
idealizar el mundo exterior. Era inevitable. Para luego comprobar que no porque
salgas de ese lugar tus problemas desaparecerán mágicamente. Esos no te los
confiscan los de la aduana en Cuba. Tus demonios te seguirán fielmente a donde
quiera que te metas. Con la dificultad adicional de que no estás preparado para
vivir en un mundo normal. Te la has pasado entrenándote en el caos y la
arbitrariedad, puedes pelearte a brazo partido -literalmente- para conseguir un
litro de aceite pero nunca has pasado por una entrevista de trabajo tal y como
se concibe acá afuera. Algo similar a los que han pasado la vida presos en las
condiciones más duras y no saben qué hacer con su vida en la blanda libertad de
Occidente. No se trata solo de decepción sino de inadaptación. Un sistema como
el cubano te prepara todo el tiempo para que no sepas qué hacer con la libertad
cuando la tengas delante. Sí, esa misma libertad que acá apenas perciben y que
a los que salimos de allá muchas veces nos abruma. Como cuando hay que elegir
entre opciones que nunca habías tenido.
Es una novela melancólica, a veces triste, pero el
humor también ocupa un papel muy importante. A veces es más irónico; otras, más
socarrón. He pensado en Cabrera Infante, pero también en Reinaldo Arenas, y más
concretamente en su novela El portero.
Siempre digo que
mi sueño es conseguir ese tono que tan bien manejó Cervantes en Don Quijote o Kusturica en Underground. Un tono donde quepa todo y
se pase de la melancolía a la comedia con total fluidez. Otro modelo son esos
boleros cubanos que empiezan en desgarramiento puro y terminan en un despelote
total, un buen ejemplo de nuestra incapacidad para soportar el sufrimiento
durante demasiado tiempo. Cabrera
Infante es un escritor monstruoso con quien comparto muchos intereses comunes
(la historia, la música, el cine, el humor) pero de quien me separa el modo de
escribir, de aproximarme al acto literario. El cultivaba su propio estilo
incluso cuando parodiaba a otros autores. Yo suelo subordinar mi estilo a lo
que tenga que contar.
De alguna manera
como escritor me siento más cercano a Arenas, un contador de historias. Pero
haciendo una salvedad esencial: Arenas llevó una vida terrible que poco tiene
que ver con la mía. Primero la marginación y la persecución que sufrió en los
durísimos años setenta. Y luego de un interludio más o menos feliz al salir de
Cuba apenas cuatro o cinco años más tarde se sabe condenado a muerte por el
SIDA. Más que de El portero me siento
cerca de El color del verano, un
libro mucho más divertido, incluso con ese humor tétrico de Arenas. (Libro que,
por cierto, escribió al mismo tiempo que escribía sus recuerdos trágicos de Antes que anochezca). Pero incluso la
literatura de Arenas, con todo lo oscura que pueda parecer, está marcada por la
esperanza. Varios de sus cuentos y novelas –para no hablar de su carta de
despedida: “Cuba será libre. Yo ya lo soy” dice- hablan de una apoteosis que
terminará con el régimen castrista. Como si fuera algo inevitable. En cambio, buena
parte de mi generación y las siguientes no vemos como inevitable la caída de
ese régimen, por detestable que nos parezca. Eso de que al final el Bien
siempre prevalecerá nos parece un mal chiste. Cada cubano tiene un doctorado en
impotencia y tales casos no hay nada más desgastante que la esperanza. Una de
esas novelas que felizmente abandoné tenía, en cambio, un comienzo con el que
todavía me identifico: “La esperanza es lo último que se pierde. Y entonces
¡Qué alivio!”
La paternidad es otro de los temas que aparece en la
novela. Casi diría que es el núcleo principal.
Hablo de una idea
de paternidad en la que el padre encarna el modelo de la perfección y la
autoridad indiscutible. Un modelo que en algún momento de la adolescencia
debíamos cuestionarnos para alcanzar la adultez. En el caso de todos los
personajes fundamentales de Turcos en la
niebla ese proceso de cuestionamiento falla o muta ya sea porque
desaparecen al padre (en el caso de Alejandra), lo meten preso (en el de
Eltico), lo percibes como un héroe inalcanzable (Wonder) o comete una ofensa
que te resulta imperdonable (el British). Y entonces el proceso de
normalización de la figura del padre se atasca y lo percibes para siempre como
héroe o como enemigo. El totalitarismo ha tomado mucho de ese modelo paterno.
Porque lo que define al totalitarismo no son los campos de concentración o las
ejecuciones masivas. Esos apenas cuentan como sistema de aprendizaje, como los
castigos feroces que infligen los padres con fines supuestamente educativos. Lo
que lo define es esa paternidad infinita donde el líder (o el estado o el
partido) es el padre de todos, tiene un poder absoluto sobre ti (siempre por tu
propio bien, claro), sabe lo que necesitas mejor que tú y, sobre todo, nunca va
a reconocer tu mayoría de edad.
Podríamos decir que se trata de una novela política,
pero ésta siempre aparece en las acciones y en lo se cuenta de los personajes,
es decir, de manera implícita, nada maniquea ni panfletaria.
Te parece que es
política porque vienes de un mundo democrático que permite establecer una diferencia
más o menos clara entre lo público, lo personal y lo íntimo. En el mundo
totalitario toda esa distinción desaparece. Todo es público, político. Es eso
lo que te permite espiar a tu amante y denunciar a tu padre. En el mundo
totalitario la ambición y la servidumbre de lo político no conoce límites. En
ese sentido tanto yo como mis personajes somos criaturas totalitarias porque nos
cuesta trabajo hacer esa distinción, hasta lo más íntimo lo tenemos encharcado
de política. Por eso, si queremos superar esa condición totalitaria debemos
construir y descubrir el mundo de lo personal, de lo íntimo. Un mundo donde no
permitamos que penetre lo público y lo político.
Pero eso no se
puede lograr, creo yo, si no empezamos a asumir responsabilidad por nuestras
acciones. Ese es el sentido de una cita de Joseph Brodsky que me gusta repetir:
“si queremos jugar el papel de hombre libre, entonces debemos ser capaces de
aceptar –o al menos imitar- la manera en la cual un hombre libre fracasa. Un
hombre libre, cuando fracasa, no culpa a nadie”. Sin embargo, en ese empeño de
intentar liberarnos mis personajes y yo nos sentimos bastante solos en una
época en que a todo se le busca una dimensión política, donde la
responsabilidad de nuestros fracasos queda siempre fuera de nosotros. Pero
volviendo a tu pregunta: Turcos no es
una novela política sino más bien lo contrario. Es una novela antipolítica o,
si lo quieres, postotalitaria. Una novela en que los personajes pugnan por
desintoxicarse de lo político intentando asumir lo que de personal e íntimo
tienen sus vidas. Para bien o para mal. Por mucho trabajo que les cueste
deslindar los males del mundo de sus demonios interiores.
¿Tiene intención de seguir explorando este territorio
en futuros trabajos?
Desde un inicio
concebí a Turcos en la niebla como
parte de una trilogía que intentaría relatar la existencia de una comunidad
cubana en ambas orillas del río Hudson desde principios del siglo XIX hasta
ahora. Porque el exilio cubano en la zona se inició cuando los diputados cubanos
a las cortes que votaron por invalidar a Fernando VII en 1823 cuando éste retomó
el poder huyeron a Nueva York. Y desde entonces la comunidad cubana en la zona no
ha hecho más que crecer. A mi proyecto le puse Trilogía cubana del Hudson y está inspirado en la trilogía Los sonámbulos de Hermann Broch sobre la
evolución del mundo de habla alemana desde finales del siglo XIX hasta la
Primera Guerra Mundial. Pero en realidad es un pretexto para situar en un sitio
concreto y conocido temas que me obsesionan: la música, las artes visuales, la
creación en general, el desarraigo, la identidad, las relaciones familiares, la
amistad, la Historia, la vejez, la insignificancia, la muerte. Y decidí empezar
por el final, por la parte correspondiente al siglo XXI que era lo que mejor
conocía mientras investigaba el siglo XIX neoyorquino. Y, de esa segunda parte,
la correspondiente al XIX llevo más de cien páginas escritas. Le he dado en
llamar a esa novela “Los cimarrones de Greenwich Village”. Y va de lo mismo que
el título sugiere. De la libertad, ese concepto tan decimonónico. Y siendo cosa
del pasado me lo he tomado con más libertad que con el material de Turcos en la niebla. Porque no es el
trabajo lo que te hace libre, como afirmaban los nazis o los comunistas, es la
distancia.
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