jueves, 31 de mayo de 2018

Hoy "El compañero que me atiende" en Madrid

Les recuerdo que hoy jueves 31 de mayo a las 8:00 pm de la noche en la libreria Centro de Arte moderno de Madrid la presentación de la antologia "El compañero que me atiende" (Galileo 52, metros Argüelles o Quevedo) con la presencia de los autores Ronaldo Menéndez, Antonio Jose Ponte, Gleyvis Coro Montanet, Lien Carrazana y Orestes Hurtado.


domingo, 20 de mayo de 2018

Crónica de 110 muertes anunciadas



¿Recuerdan que no hace mucho dijeron que Cubana de Aviación iba a suspender sus vuelos nacionales? Pues quizás era para evitar lo que al final terminó pasando el viernes. Esto aparecía en una noticia del 28 de marzo:

"'Literalmente no hay aviones y los que están se encuentran en muy malas condiciones. Nosotros se lo hemos comunicado a quienes vienen acá. La medida que se está tomando es trasladar en guagua a aquellos pasajeros que obtuvieron ya los boletos', comentó un agente de seguridad de la agencia que pidió no ser identificado"
Lo extraño es que no haya ocurrido antes. 

Lógica y azúcar

Artículo aparecido en la revista Nuestra Voz:


Por Enrisco
La lógica, como ciertos equipos deportivos, funciona casi siempre excepto cuando más lo esperamos.  Como las consecuencias comerciales de las guerras de independencia en Hispanoamérica. En ellas la lógica se comportó con una eficacia digna de los Indios de Cleveland que no ganan una serie mundial desde 1948. Pues con Hispanoamérica igual. Cuando la mayoría de las antiguas colonias se liberaron del yugo español fue la gran oportunidad comercial… para los únicos dos territorios que habían quedado bajo el dominio de la Madre Patria que es como les gusta llamarle a los que no viven en ella. Y estas dos colonias eran las islas de Cuba y Puerto Rico.

Resulta que en 1816 Francisco Arango y Parreño, esforzado reformista cubano, fue nombrado por la corona española ministro del Supremo Consejo de Indias y de la Junta Real para la Pacificación de las Américas. Entre este y el ministro de Hacienda de la colonia de Cuba, andaban preocupados porque la isla de Cuba se sumara a la moda de hacerse independiente que recorría a todo el continente. Así que consiguieron que se aprobara el importante decreto real del 18 de febrero de 1818. A partir de este decreto se le permitía comerciar libremente con todos los mercados extranjeros algo que hasta entonces les estaba prohibido a todas las colonias españolas en América. De manera que mientras en el resto de Hispanoamérica se dedicaban primero a liberarse de España y luego a recuperarse de las pérdidas de la guerra los hacendados cubanos y puertorriqueños se esforzaban en producir toda la azúcar posible (gracias a la no muy voluntaria contribución de esclavos importados desde África) para vendérsela a Estados Unidos, el mercado más rentable que tenían a mano.
Así fue como Nueva York resultó el principal destino del azúcar cubano y puertorriqueño. La primacía de Nueva York no es casual. En 1817 había establecido una línea marítima directa con Liverpool y ocho años más tarde se inauguró un canal que conectaba el río Hudson con los Grandes Lagos convirtiendo a Nueva York en el principal punto de exportación del trigo norteamericano que se producía en el Medio Oeste. Los barcos que llegaban con azúcar desde el Caribe confiaban en regresar cargados de harina de trigo o importaciones inglesas. De modo que además del azúcar antillana Nueva York fue el destino de los cueros argentinos, el café brasileño y la mierda peruana. O mejor dicho, mierda de aves peruanas más conocida como guano y que –por su calidad como fertilizante- se pagaba como si fuera defecada por la gallina de los huevos de oro.
Pero nada rivalizaba —ni siquiera la mierda de gallina de los huevos de oro— con el volumen y el valor de las importaciones de azúcar desde Cuba y Puerto Rico. Ya para 1860 la mitad de las caries norteamericanas tenían origen caribeño y que los dentistas norteamericanos cada mañana dirigían sus rezos a las Antillas españolas. Y Williamsburg, Brooklyn, antes de ser la mayor productora de hipsters por metro cuadrado del país fue el centro de la producción mundial de azúcar refino. Ya en 1807 los hermanos alemanes Frederick y William Havemeyer habían establecido las primeras refinerías en Manhattan y para 1857 sus descendientes establecieron una gigantesca fábrica en Williamsburg que hizo de los Havemeyer respecto al azúcar el equivalente de los Rockefeller para el petróleo con la diferencia que un Havemeyer se hizo de la alcaldía de Nueva York más de cien años antes de un Rockefeller llegara a ser gobernador del estado.
Pero el azúcar no llegó sola. Con ella desde Cuba también llegaba la mitad de los puros que se consumían en el país (ganándose con ello la devoción de los especialistas en enfermedades pulmonares) y el mayor renglón de exportación de la isla en los últimos doscientos años: los exiliados. Pero siendo tantos y tan variados mejor hablamos de algunos de ellos en las próximas entregas.

  

viernes, 18 de mayo de 2018

Cuba queer

El pasado martes participé en la presentación de la magnífica antología Cuba Queer editada por el estudioso Ernesto Fundora que reúne 27 obras teatrales en torno a la sensibilidad e identidad queer. Ahí va el penúltimo párrafo de mi presentación:

"Hoy, con una sociedad cubana razonablemente domesticada, cuando ya no se hace necesario utilizar la ecuación homosexual = contrarrevolucionario, se promueve la imagen del homosexual feliz. Un ser sin otro deseo que el de agradecer infinitamente la protección que le ofrece la hija de su antiguo represor. Sí, porque la hija del principal responsable de los campos de concentración de hace medio siglo es quien hoy monopoliza la voz del movimiento LGTBQ cubano. Especialmente delicada y compleja es la labor de los dramaturgos cubanos en medio de tanta “protección”. Conservar la esencia rebelde que define la condición queer, su resistencia a todo tipo de opresiones ya sean familiares, sociales o políticas, (como si no bastaran los demonios propios a la condición humana) ha sido una de las labores más arduas del actual teatro cubano, un esfuerzo que esta antología consigue reunir con brillantez"

martes, 15 de mayo de 2018

Nuestra hambre en La Habana (fragmentos)


"Esferas" revista de literatura que edita el Departamento de Español de la New York University publica su número 8. Un número está dedicado al tema de la precariedad. Invitado por su directora Lourdes Davila contribuí al número con un texto titulado "Nuestra hambre en La Habana" y que será parte de unas personales memorias sobre el Período Especial. A Lourdes le agradezco especialmente haberme impulsado a escribir sobre un tema que hasta ahora había relegado a anécdota verbal, como si aquella miseria compartida entre tantos no mereciese siquiera ser escrita:
4 de julio de 1992, día de la fallida inauguración de la Expo "Del Bobo un pelo" en el Museo 9 de abril (Mercaderes entre Obrapía y Lamparilla) tras ser censurada sucesivamente por la Seguridad del Estado, el Partido Comunista de la Habana Vieja y el Poder Popular. Las banderitas (en alusión a la que usaba siempre el Bobo) tenian por el lado contrario los créditos de la expo. De izquierda a derecha: Tejuca, Marlen, Fumero, "Cleo" y un servidor.

Nuestra hambre en La Habana (fragmentos)

En cuanto comenzara a trabajar me compraría un tocadiscos. Estaba decidido. No de inmediato, por supuesto. Con mi primer sueldo de recién graduado universitario invitaría a mis padres a comer al restaurante favorito de la familia. Pero si ahorraba una cuarta parte de mis tres siguientes sueldos mensuales de 198 pesos para principios del año siguiente uno de esos tocadiscos de la República Democrática Alemana que llevaban décadas cogiendo polvo en las tiendas de la capital sería, al fin, mío. No me importaba que la humanidad se estuviera pasando en masa al sonido cristalino de los CDs o que meses atrás hubiese caído el Muro de Berlín. Todavía en aquellos días los CDS eran una leyenda cubana y del estruendo de la caída del muro berlinés llegó apenas un rumor a la isla que en esos días era más isla que nunca. Mi sueño de contar al fin con dicho aparato que reprodujera la música que yo quisiera si no modesto al menos parecía viable. Aunque sin exagerar. Tampoco se trataría de escuchar la música que quisiera. Unos cuantos discos de producción nacional tan polvorientos como el tocadiscos que planeaba comprarme y algo de música clásica que se vendía en la Casa de la Cultura Checoslovaca, una institución que cada día reforzaba más su condición de reliquia del pasado. Un pasado en el que expresiones como “campo socialista” o “bloque soviético” tenían sentido.

No obstante, y sin que mediara ningún esfuerzo por mi parte, mi aparentemente modesta ambición con los días se convirtió en inalcanzable utopía. Luego, en nada. Al menos pude cumplir con la invitación a mis padres a comer en “El Conejito” a inicios de octubre. El día 9 de octubre de 1990 para ser exacto porque recuerdo que Cleo mencionó que era el cumpleaños de John Lennon. Entonces ignoraba que el país que producía mis anhelados tocadiscos había desaparecido días antes para unirse a su antiguo rival, la RFA. También ignoraba que iba a ser la última vez que iba a comer en aquel restaurante. O que muy pronto hasta la propia noción de restaurante iba a extinguirse. Yo, que pensaba que con aquella cena celebraba el inicio de mi vida laboral sin saberlo me estaba despidiendo del mundo tal como lo había conocido hasta entonces.

Venía del mundo de la prosperidad socialista, un oxímoron que se resolvía en colas casi interminables para casi todo, un transporte público lamentable y el ascetismo forzoso de la cartilla de racionamiento. Un mundo en que la carne, los mariscos y la cerveza eran lujos absolutos pero en el que al menos abundaban el ron y los cigarrillos. Un mundo en el que los servicios gastronómicos eran una variante del sadismo y la burocracia resultaba tan kafkiana como para darle nuevo sentido a la obra del praguense. Un mundo de pobreza regimentada que antes de que nos diéramos cuenta íbamos a añorar con toda la fuerza de nuestros corazones.

Los meses siguientes iban a ser pródigos en desapariciones. Primero desparecieron de las cafeterías el ron y los cigarrillos. El ron desapareció dejando detrás las botellas de vodka soviético a merced de los borrachines que no les habían prestado atención hasta entonces. Luego el vodka también desapareció. La comida no. La comida había desaparecido hacía años de buena parte de las cafeterías: lo que hacía era reaparecer con más o menos intermitencia. Pues esa intermitencia también desapareció. Algo parecido a lo que le pasó al papel sanitario: luego de tener una relación esquiva con nuestros culos vino a ser definitivamente sustituido por el papel periódico. (Algunos, con talante más vengativo acudían a las páginas de la Constitución Socialista, de la Plataforma Programática del Partido o a las obras completas de Marx, Engels y Lenin impresas por la editorial progreso en papel cebolla).

No mucho después desaparecería el transporte público casi por completo. Los autobuses que antes pasaban cada media hora ahora lo hacían cada tres o cuatro horas. Muchas rutas de autobuses desaparecieron por completo.

También desaparecieron las bombillas que iluminaban el exterior de las casas.

O los muebles de los portales.

Y los gatos.

Y los gordos.

A los gatos los cazaban y se los comían.

Y los gordos no comían lo suficiente. Todo lo que quedaba de los obesos de antaño eran fotos en blanco y negro, enmarcadas en las salas de las casas junto a las que se sentaban enflaquecidos, con los pellejos colgantes, a evocar lo que ahora veían como sus buenos tiempos.

No todo fueron desapariciones.

También aparecieron algunas cosas y reaparecieron otras que no se habían visto en mucho tiempo, casi todas destinadas a sustituir la ausencia de comida y de transporte. O a los cigarros y el alcohol.

Nada como una buena crisis para convertir al alcohol en producto de primera necesidad.

Buena parte de los sustitutos de la comida, del transporte público y del alcohol los aportaba el propio gobierno para hacer más llevadera una crisis que se empeñaba en llamarle Período Especial.

Novedades como

picadillo de soya

perros (calientes) sin tripas

pasta de oca

picadillo texturizado

Y, las bicicletas, claro.

Las bicicletas no se comían. Eran para sustituir el transporte. Los perros, el picadillo y la pasta era igualmente incomibles pero se destinaban a sustituir la comida. (No se dejen engañar por nombres que poco tenían que ver con lo que designaban. Como mismo nuestros estómagos no se dejaban engañar cuando los intentaban digerir).

También aparecieron:

El ron a granel

El vino espumoso

Los amarillos

Los camellos

(Los amarillos eran empleados del gobierno que, apostados en las paradas de autobuses y en puntos estratégicos de la ciudad y de las carreteras estaban autorizados a detener los vehículos públicos o particulares y embutir en ellos a cuantos pasajeros pudieran. Los camellos eran camiones enormes adaptados malamente para el transporte de pasajeros al punto que los pasajeros salían de ahí convertidos en cualquier otra cosa. No en balde los camellos recibieron el sobre nombre de “la película del sábado” por las grandes dosis de sexo, violencia y lenguaje de adultos que incorporaban).

Como parte de las reapariciones hubo un tremendísimo repunte en la producción de alcoholes caseros. Y en la de nombres para designar sus diferentes variantes: Chispae’tren, Hueso de Tigre, Azuquín, Duérmete mi Niño, El Hombre y La Tierra y otros todavía más intraducibles a otro sistema de referencias.

Los cerdos se convirtieron en animales domésticos: crecían junto a la familia y dormían en la bañera para ser devorados o vendidos en cuanto adquirieran suficiente peso para ser consumidos.

Si no se lo robaban antes.

Aparecieron enfermedades apenas conocidas hasta entonces, hijas naturales de la mala alimentación. De la falta de vitaminas y de la de higiene.

(Porque los jabones y el detergente -se me olvidaba mencionarlo- también estaban entre los primeros caídos en combate).

Enfermedades que producían invalidez, ceguera o, si no se atajaban a tiempo, la muerte.

Epidemias de polineuritis, de neuropatía óptica, de beri beri, de suicidios.

Suicidios no solo de personas. En esos días recuerdo haber visto más perros atropellados en la calle que nunca y concluí que también los perros se cansaban de vivir. O los choferes de esquivarlos.

Todo lo demás todo se encogía. Las raciones de alimento que el gobierno vendía mensualmente, las horas al día con electricidad, la llama del gas de las hornillas. La vida.

La ración mensual de huevos se fue encogiendo al punto de que los huevos terminaron bautizados como “los cosmonautas” por aquello del conteo regresivo “8, 7, 6, 5, 4”. Recuerdo que en algún momento se redujo la ración a tres huevos al mes por persona. Luego no recuerdo nada.

El pan también se encogió hasta quedar en una porción que cabía en la mano y que, ante su evidente falta de ingredientes básicos, difícil le resultaba no desmoronarse entre los dedos antes de llegar a casa. (En la mano porque las bolsas de papel también habían desaparecido y las de plástico siempre fueron un privilegio reservado a los extranjeros). Pero ni siquiera el aspecto miserable de aquellos panes los defendía de nuestra hambre.

La lucha diaria por el pan se convirtió en una expresión estrictamente literal. Un día, visitando la casa de un actor bastante exitoso en aquellos días me vi de pronto en medio del fuego cruzado entre el actor y su hijo adolescente al que recriminaba que luego de comerse los panes de ambos ahora intentara zamparse el de su madre).

Lo único que se mantenía inalterable era el discurso oficial. Y con “discurso oficial” no me refiero a las “tendencias de elaboración de un mensaje mediante recursos expresivos y diversas estrategias”. Hablo de la acepción más concreta de “serie de las palabras y frases empleadas para manifestar lo que se piensa o se siente”. O para decirlo con más precisión lo que pensaba y sentía el máximo líder del país, que era como decir el país mismo. Palabras y frases que desfilaban durante horas para decir una y otra vez lo mismo: lo dispuestos que estábamos a defender las conquistas de la Revolución, lo mal que nos iría si se nos ocurría cambiar de régimen político. O lo mal que le iba al mundo si se comparaba con nosotros o lo bien que nos iba a nosotros si nos comparábamos con los demás, no recuerdo con precisión.

O lo indetenible que era nuestra decisión de construir el socialismo.

Porque el capitalismo al parecer se construía al menor descuido pero el socialismo requería décadas de incesante labor y todavía no se veía cuándo alcanzaríamos a ponerle techo.

La prensa escrita y la televisión seguían sin darse por enteradas de los cambios que estaban ocurriendo: el mismo discurso triunfalista, las mismas cifras de sobrecumplimiento, las mismas exuberantes cosechas de papas que luego no encontrabas en ningún sitio. En aquellos espacios nunca se dio a derechas la noticia de la caída del Muro de Berlín o de la ejecución de Nicolae Ceaucescu o de la masacre de Tiannamen.

Los eventos incómodos para el discurso oficial o se ignoraban o se comunicaban de un modo tan distante de lo real como los alcoholes caseros de los destilados industriales. 

En todos esos años no escuché en los medios oficiales pronunciar una sola vez la palabra “hambre” como no fuera para referirse a algo que siempre ocurría en un lugar lejanísimo. En aquellos años nuestra miseria no recibió otro nombre que el de Período Especial, fenómeno que tenía su origen en “dificultades de todos conocidas”. 

En esa Habana me tocó ser joven, recién graduado, feliz.

Tuve suerte. A otros les tocó ser padres y madres de familia, obligados a alimentar a sus hijos sin tener con qué. A hacer tortillas de un solo huevo para cuatro, cinco, diez personas. A prostituirse para que sus hijos se vistieran. A robar para que sus abuelos no se murieran de hambre.

Porque hubo muertos de hambre. Muchos. No se reportaban como tal. Alguien quedaba en los puros huesos y luego se lo llevaba un simple catarro, un infarto, un derrame cerebral. O se suicidaba. O se montaba en una balsa que era otra forma de suicidio. Un suicidio esperanzado. Si llegabas a la Florida o te recogía en el camino algún barco americano estabas salvado. A eso se le llamaba en esos días “pasar a mejor vida”. A irse del país, digo. Pero recorrer más de noventa millas en aquellos amasijos de maderas, redes, cuerdas y neumáticos de camión por un mar casi siempre revuelto y atestado de tiburones siempre ha estado al nivel de los milagros. Pero incluso si otorgamos igualdad de posibilidades a la muerte y al escape la disyuntiva da escalofríos.

De 1990 a 1995 al menos cuarenta y cinco mil cubanos llegaron en balsa a los Estados Unidos.

Calculen ustedes.

Pero están los otros, los que murieron en sus casas de alguna enfermedad alentada por el hambre.

De aquellas muertes nadie tiene cifras confiables. (Excepto el gobierno que, con su habitual discreción). Pero esto puede darles una idea: en 1990 el promedio de los entierros en el principal cementerio de La Habana oscilaba entre cuarenta y cincuenta diarios. Cuarenta entre semana, cincuenta los sábados y domingos. Tres años después la cifra se había duplicado: ochenta enterramientos diarios de lunes a viernes y cien los fines de semana.

Saquen sus cuentas.

En medio de esa masacre discreta yo me di muchísimos lujos. El lujo de no dejar de escribir, de ver películas, de leer, de visitar y recibir amigos. El lujo de ser insolentemente irresponsable, de ser feliz en medio de aquella hambre atroz que lo cubría todo y que hacía que la gente se desmayara en medio de las paradas de autobuses o en la consulta del dentista.

Eso no me evitaba acostarme con hambre. Levantarme con hambre. Desayunar leche en polvo y la mitad del pan ínfimo que Cleo partía conmigo. Meter en un cacharro un poco de arroz y picadillo de soya o de croquetas de pescado (se ruega no tomar demasiado al pie de la letra tales nombres: les llamábamos así por mera costumbre, para que el engaño del hambre fuera lo más eficaz posible). Luego ir en bicicleta hasta el cementerio. Sí, buena parte de mis últimos años cubanos los trabajé en el principal cementerio de la ciudad, diz que de historiador. 55 hectáreas tapizadas de cruces y mármoles. 55 hectáreas de hambre rodeadas de hambre por todas partes.

Porque incluso en pleno centro de la ciudad, en una zona antes rodeada de cafeterías, restaurantes, cafeterías, pizzerías y heladerías, los establecimientos estaban permanentemente cerrados por falta de comida.

En aquellos días de absoluto control del Estado sobre la economía la ecuación era simple: si el Estado no tenía nada que vender entonces no había nada que comer.

Y si de repente vendían fiambre de aspecto infame habría que hacer tres o cuatro horas de cola para comprarla.

Por eso debía atenerme a lo que llevara en aquella cantina plástica y devorármela antes de que el calor bestial del trópico la volviera una pasta babosa y rancia. Aprovechar hasta la última brizna porque sabía que no habría nada más que comer hasta que regresara a la casa, a las cinco de la tarde, en bicicleta.  

O no. Porque en la casa tampoco encontraría mucho que comer. Arroz, algún grano y luego cocimientos de yerbas arrancadas a escondidas de los canteros del barrio para engañar un hambre cada vez más astuta. Casi siempre prefería que el hambre me agarrara en la calle, viendo alguna película. De preferencias viejas, en la cinemateca, porque los antiguos cines de estreno no dejaban de poner películas que ya habíamos visto. Al menos en la cinemateca exhibían una y hasta dos películas diferentes cada día. Allá me encontraba con Cleo a la salida de su trabajo, y coincidía con mi hermano y su novia o con cualquiera de mis amigos. En una ciudad en que cualquier artículo valía ahora entre veinte y cincuenta veces lo que valía antes el cine seguía costando lo mismo.

Con mi sueldo mensual podía ir doscientas veces al cine. O comprarme dos jabones.

Por eso era raro el concierto, la obra de teatro, o la función de ballet que nos perdiéramos en aquella ciudad que en aquellos días. No había muchos espectáculos a los que asistir en aquellos días: cantautores locales, rockeros tercermundistas, compañías de teatro europeas perdidas en algún programa de intercambio.

La ciudad vacía y a oscuras y nosotros pedaleando y rezando porque las “dificultades de todos conocidas” no hicieran suspender la función de esa noche. Para no regresar a casa con el estómago vacío y sin siquiera la satisfacción de haber visto algo que nos alimentara el espíritu. Pedaleando con cuidado por calles oscuras y vacías, con un machete en la mano, a la vista de cualquiera que tuviera intenciones de asaltarnos para robarnos la bicicleta.

(Porque las bicicletas en aquellos días valían oro como todo lo que sirviera para moverse, emborracharse, bañarse o llenarse el estómago).

Al día siguiente se repetiría el ciclo: leche en polvo, bicicleta, arroz, frijoles, cine, bicicleta, arroz, frijoles y cocimiento.

Un ciclo accesible sólo a los que teníamos la suerte de no tener que mantener a una familia, una casa. La suerte de no tener que tomarse la vida en serio.

Entre aquel octubre en que invité a mis padres a comer a su restaurante favorito y el otro octubre en por fin me fui de Cuba pasaron cinco años. Un quinquenio espantoso, e interminable.

Y feliz, porque tuve la suerte de ser joven, irresponsable y estar bien acompañado.

Pero hasta donde recuerdo ni una vez en esos cinco años volví a pensar en ese tocadiscos. El tocadiscos que no había podido comprarme porque el país que los producía había desaparecido junto con nuestra vida de antaño.

Desaparecidos para bien y para mal.

Ahora, por fin, en medio de la ñoñería hipster por los discos de vinilo, me he comprado un pequeño tocadiscos. Un pretexto para reunir sin prisas ni pausas la colección de discos que nunca tuve.

Allá los que busquen en los discos una autenticidad desconocida en su mundo digital: para mí aquel tocadiscos tiene el sabor dulce y frío de la venganza.


sábado, 12 de mayo de 2018

Lecturas

Luis Felipe Rojas de Radio Martí me pregunta por mis lecturas actuales y le respondo -junto a otros nueve lectores- acá:
Siempre nos quejamos de ser un país de poca memoria, donde no hay registro de nada y así nos condenamos a empezarlo todo desde el principio. Habrá que reconocer entonces cuando una generación cumple sus deberes para con su propia experiencia. Ese es el caso de la generación de Mariel. Aunque varios de estos libros ya los conocía ahora me los estoy leyendo como un todo para un estudio que estoy haciendo. Vienen a resultar el reverso anti-épico y profundamente humano de aquellos que se pretendían ser “la Novela de la Revolución”. Estos autores “marielitos” reconstruyen lo que fue la vida cubana entre 1959 y 1980 con una libertad y un desparpajo muy difíciles de encontrar en cualquier literatura.
Ahora estoy terminando La travesía secreta, de Carlos Victoria, pero antes leí o releí La ruta del mago, del mismo autor; Al norte del infierno, de Miguel Correa, Debajo de la mesa y A la sombra del mar, de Juan Abreu, Dile adiós a la virgen, de José Abreu Felippe; y de Nicolás Abreu En Blanco y Trocadero y su increíble recuento de su estancia en la embajada del Perú en 1980 titulada Al borde de la cerca: los 10 días que estremecieron a Cuba. (Sí, estos tres últimos son hermanos). Y por supuesto releí Antes que anochezca, El color del verano y Otra vez el mar, de Reinaldo Arenas. Leer cualquiera de esos libros por separado es altamente recomendable. Leérselos consecutivamente es una experiencia al mismo tiempo fantástica y aplastante. [Añado en este blog: básicamente es la reconstrucción de la vida de los excluidos durante el monstruoso proceso de producción en serie de hombres nuevos en las dos primeras décadas del castrismo. Es el reverso de esa inalcanzada ballena blanca que fue la Novela de la Revolución Cubana para no ser la Novela de la Contrarrevolución Cubana sino novelas (y cuentos, y poemas y obras de teatro) de rebeldes cubanos profundamente comprometidos con su humanidad].
Pero esas lecturas tan organizadas no se parecen a mí.
También estoy leyendo Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny, del polaco Witold Szablowski y El soviet caribeño, del cubano César Reynel Aguilera, una informadísima historia de la influencia secreta del viejo partido comunista en la historia cubana más o menos desde los años treinta del siglo pasado hasta la guerra de Angola.
En algún rincón de la casa debe de haber otros libros esperando porque me vuelva a acordar de ellos pero, de momento, dejémoslos ahí.
Ahora estoy terminando La travesía secreta, de Carlos Victoria, pero antes leí o releí La ruta del mago, del mismo autor; Al norte del infierno, de Miguel Correa, Debajo de la mesa y A la sombra del mar, de Juan Abreu, Dile adiós a la virgen, de José Abreu Felippe; y de Nicolás Abreu En Blanco y Trocadero y su increíble recuento de su estancia en la embajada del Perú en 1980 titulada Al borde de la cerca: los 10 días que estremecieron a Cuba. (Sí, estos tres últimos son hermanos). Y por supuesto releí Antes que anochezca, El color del verano y Otra vez el mar, de Reinaldo Arenas. Leer cualquiera de esos libros por separado es altamente recomendable. Leérselos consecutivamente es una experiencia al mismo tiempo fantástica y aplastante. [Añado en este blog: básicamente es la reconstrucción de la vida de los excluidos durante el monstruoso proceso de producción en serie de hombres nuevos en las dos primeras décadas del castrismo. Es el reverso de esa inalcanzada ballena blanca que fue la Novela de la Revolución Cubana para no ser la Novela de la Contrarrevolución Cubana sino novelas (y cuentos, y poemas y obras de teatro) de rebeldes cubanos profundamente comprometidos con su humanidad].Pero esas lecturas tan organizadas no se parecen a mí.También estoy leyendo Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny, del polaco Witold Szablowski y El soviet caribeño, del cubano César Reynel Aguilera, una informadísima historia de la influencia secreta del viejo partido comunista en la historia cubana más o menos desde los años treinta del siglo pasado hasta la guerra de Angola.En algún rincón de la casa debe de haber otros libros esperando porque me vuelva a acordar de ellos pero, de momento, dejémoslos ahí.

martes, 8 de mayo de 2018

El compañero que me atiende en Montreal

Este jueves 10 de mayo se presenta en Montreal el libro "El compañero que me atiende"
 con la presencia de los autores Cesar Reynel Aguilera, Francisco Garcia Gonzalez y un servidor. Va celebrarse a las 7:00 pm en la Universidad de Concordia, Henry F. Hall Building. 1455 de Maisonneuve, (metros Peel y Guy-Concordia), sala H-527. Estan todos invitados.



jueves, 3 de mayo de 2018

Respuesta al discurso de ingreso del académico Jorge Ignacio Domínguez

Por Enrique Del Risco

Como a cualquier historiador de raza a Jorge Ignacio Domínguez le apasiona hurgar en detalles que no le interesan a nadie para hablarnos de asuntos que nos atañen a todos. Sus obsesiones se nos revelan entonces no como majaderías sino como nudo esencial de un tejido de causalidades que nos justifican como habitantes de alguna provincia del universo. Historiadores como Domínguez viajan al pasado no para revolverlo –como buscando algún escándalo fósil- sino para poner las cosas en su lugar, un lugar que hasta ahora mismo ignorábamos. Un lugar que por muy cómodo que nos resulte termina siendo, como nuestro investigador demuestra, esencialmente falso.
Algo así ocurre con su estudio sobre la figura de Rodolfo de Lagardere y la polémica que sostuvo con Benjamín de Céspedes a raíz de que publicara el libro La prostitución en la ciudad La Habana. Lo de menos es la relativa fama del libro que en 1888, a apenas veinte días de publicado ya alcanzaba los dos mil quinientos ejemplares vendidos, cifra mostruosa para la época. Tampoco importa el olvido con que la posteridad ha cubierto a su contradictor. Lo importante acá es lo que representan las dos posiciones a debate. En este caso el libro de Benjamín de Céspedes se presentaba en sociedad nada menos que con un prólogo de Enrique José Varona. Varona era a la sazón miembro del Partido Autonomista –organización que arde en el infierno de los historiadores partidarios póstumos del independentismo- pero la redención posterior de Varona como sustituto de Martí al frente del periódico Patria; como arquitecto del sistema educativo de la república; y como crítico del autoritarismo de Machado lo convierten en un intocable del discurso nacionalista, sea castrista o su reverso. Del otro lado del debate hallamos a un periodista “mulato nacido en Barcelona, integrista a ultranza, católico ultramontano y enemigo de Darwin y del naturalismo, tanto en filosofía como en literatura” como lo define Domínguez. Eso le ha bastado a algún que otro historiador para escoger partido resuelto por de Céspedes: cualquier otra opción equivaldría a alinearse con sus críticos que es casi lo mismo que marchar con los voluntarios, gritar “Viva Cuba española” y fusilar estudiantes de medicina.
Jorge Ignacio Domínguez entiende que la misión de un historiador no es alinearse póstumamente con bandos ya desaparecidos sino entender el tiempo en que transcurrió ese enfrentamiento. Dialogar con ese tiempo a ver qué tiene que decirnos. El texto de Domínguez nos habla de un tiempo mucho más complejo y por tanto más interesante y aleccionador que el que airean otros investigadores del mismo período. Mucho más interesante que tomar partido es recordarnos que ni el bando que favorecía la independencia (aunque fuera por la vía sutil de ensañarse con la prostitución) era un dechado de virtudes ni a los integristas carecían absolutamente de razones en sus debates. Domínguez nos hace ver incluso -sin decirlo directamente- que aquel dictum de Martí de que “Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro” no era necesariamente convicción universal de los partidarios de la independencia. De alguna manera Domínguez nos alerta de que cuando Martí escribió el artículo “Mi raza” trataba de conjurar el racismo que existía dentro del propio movimiento independentista y que amenazaba la existencia misma de la república que proyectaba.
Pero me resulta todavía más importante que Domínguez nos recuerde que la realidad -sea presente o pasada- se resistirá a acomodarse a nuestras siempre efímeras conveniencias. Domínguez viene a insistirnos que el pasado es como es y es mejor que lo aceptemos como tal si no queremos que nos engañe. A aceptar, por ejemplo, que en el bando de la independencia había muchos que soñaban con una república blanca e incontaminada. Personajes que, como el médico Benjamín de Céspedes, podían referirse a la pasada guerra de independencia como “gloriosa Revolución política y social” y afirmar a su vez que esta había sido asunto casi exclusivo de blancos. “Seguiré creyendo siempre que la Revolución no fue la obra del pueblo cubano, -dice de Céspedes en su libro- sino de una clase limitada de ese mismo pueblo: la más sana en sus costumbres, menos enervada por los vicios, más viril y sin mezclas por el contacto con otras razas». Y Domínguez no solo nos advierte que se podía ser (como es descrito de Céspedes por uno de sus contemporáneos) “librepensador en asuntos religiosos, seguidor de la corriente experimentalista en cuestiones científicas y, en política, un demócrata con tendencias socialistas” y al mismo tiempo un redomado racista. No por gusto Domínguez nos muestra a su contraparte el periodista Rodolfo de Lagardere como alguien que insiste, al mismo tiempo, en defender el colonialismo español y en criticar el racismo de de Céspedes. O a los partidarios de la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Lagardere aparece en el texto de Domínguez como representante de una clase intelectual de raíces africanas que era a finales del siglo XIX cubano mucho más amplia y compleja de lo que se suele aceptar. Y menos predecible porque en ella cabían muchas más posiciones y matices que la que le asignan los historiadores al uso.
Domínguez también apunta a un fenómeno que me habría gustado que desarrollara más. Es este un fenómeno endémico de finales del siglo XIX del que, sin embargo, pueden hallarse equivalentes en nuestra época. Me refiero a una confianza infinita en el desarrollo de las ciencias como guía del progreso indetenible de la humanidad. Junto a muchas consecuencias positivas y duraderas esta confianza en hallazgos científicos como las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies inspiró lo mismo la criminalística lombrosiana que el racismo ario de los nazis. Similar fe en la ciencia animaba a los positivistas y progresistas tropicales que como Benjamín de Céspedes acusaban al colonialismo español de haber convertido a Cuba en “un depósito de Nigricia [entiéndase África] que nos deshonra, reproduciendo las mismas costumbres salvajes de esos países” y verían en la independencia una oportunidad única para la limpieza racial.
Ejemplo de esta confianza infinita en la ciencia frente a la prédica religiosa lo da el venerado Enrique José Varona en el propio prólogo de La prostitución en la ciudad de La Habana al decir:
En nuestra época, hastiada de las quimeras de lo sobrenatural, la pesquisa sincera de la verdad sustituye á los antiguos ideales que ponían en un mundo trascendente la explicación de lo real, la norma de la vida y el fin de la humanidad. La ciencia escruta la naturaleza y penetra en su gran laboratorio, haciendo al hombre colaborador inteligente de sus ocultas obras; la ciencia estudia al hombre, aislado y en sociedad, lo analiza y descompone, y le enseña á conocerse y á regirse. Le da la voz de alerta para que se precava, le muestra la sanción ineludible que las leyes naturales saben imponer á sus transgresores, y al mismo tiempo le enseña cómo puede fortificarse contra las causas de destrucción, llámense enfermedad, vicio, ó injusticia. Enseña al hombre físico que hay un conjunto de reglas, que constituyen la higiene, y lo ponen á salvo de terribles dolencias; enseña al hombre social, que hay una higiene superior que se llama la moral, que garantiza á las sociedades contra males más destructores que la peste  
[E]s mucha la ignorancia que pasa por sabiduría” escribe Martí en su famoso artículo “Mi raza” como si le respondiera a Varona. Al hurgar en los argumentos que aporta Lagardere al debate con Benjamín de Céspedes nuestro nuevo miembro de la academia hace bastante más que enfrentar una fe con otra. Domínguez nos avisa que por justificadas y actuales que nos parezcan nuestras convicciones estas suelen evolucionar mal y envejecer peor si no se asumen con mesura, sentido común y respeto básico por nuestros semejantes. Ante la arrogancia científica con que de Céspedes justifica su racismo Lagardere prefiere extraer de sus convicciones cristianas el fundamento de un reclamo de igualdad racial. De ahí que afirme que “Jesús murió […] por los americanos y los asiáticos, los africanos y los europeos, murió por todos los hijos de Adán, por todos los hombres”. Lagardere extrae sus argumentos de su fe religiosa pero también de su necesidad de ser respetado como cualquier otro ser humano, ese mínimo de dignidad humana que reclamamos para nosotros y por tanto estamos obligados a reconocer hasta en nuestros peores enemigos.

Mucho más se puede decir de los términos del  debate que Jorge Ignacio Domínguez trae a colación sobre uno de los libros cubanos más leídos y discutidos en su época. Porque no fueron solo los afrodescendientes los que pudieron sentirse ofendidos por La prostitución en la ciudad de La Habana. En dicho libro su autor, obsesionado por su ímpetu purificador, fustiga tanto a los negros y mestizos como a las mujeres, los españoles, los asiáticos, las trabajadoras sexuales; o arremete contra los géneros bailables más populares del momento como el yambú y el danzón. La defensa que hacen las diferentes partes implicadas de los derechos y la dignidad de negros, mujeres, e inmigrantes le da una sorprendente vigencia a este debate frente a un doctor que enarbolaba las banderas del progreso. Hoy, cuando la palabra progreso no ve en las minorías un obstáculo sino instrumento para prestigiarse, la tentación de renunciar a la lucidez en nombre de valores súbitamente absolutos conserva la misma fuerza. En tal contexto la relectura de este debate puede ser muy productiva si logramos entrar en él liberados de preconcepciones y ortodoxias.
Si de algo peca el discurso de alguien que sin dudas honrará esta academia como mismo hoy ella lo honra a él es el de no adentrarse más en las direcciones que señala su estudio. Pero no le echemos en cara la cortesía de la brevedad, cortesía a la que empezaré a faltar si no me despido ahora mismo.
Bienvenido entonces a nuestra academia Jorge Ignacio Domínguez con ese discurso que resulta modo ejemplar de acceder a ella.

*Leído el pasado sábado 28 de abril de 2018.

EL COMPAÑERO QUE ME ATIENDE se presenta en NYU este viernes

El Centro Cultural Cubano de Nueva York


le invita al lanzamiento de


EL COMPAÑERO

QUE ME ATIENDE

una antología sobre la vigilancia omnipresente
en la Cuba revolucionaria



Con la presencia de los autores Jorge Ignacio Domínguez, Alexis Romay, Ricardo Arrieta y Enrique Del Risco.
VIERNES 4 de MAYO, 2018
7:15 PM
NEW YORK UNIVERSITY
19 University Place,  NYC
GREAT ROOM ~ FIRST FLOOR

FREE ADMISSION