viernes, 10 de marzo de 2017

En el medio

Es la vieja compulsión de hablar de algo que todo el mundo ve pero nadie comenta. O lo comentan pero de un modo tan discreto, tan cuidadoso, (como corresponde a estos tiempos) que es como si no existiera. (Son tiempos así, donde lo trivial se convierte en escándalo y de lo esencial se habla de modo esquivo, como si nos resultara terrorífica cualquier profundidad). Hablo de las dos revoluciones del momento. Una se desarrolla en nombre del progreso y la otra en el de los peligros que el tal progreso entraña. O sea, una liberal y la otra conservadora (para usar la terminología norteamericana) o una de izquierda y otra de derechas. Son revolucionarias en lo extremo de sus objetivos, en lo radical de sus medios y en su constante y profundo desprecio por el sentido común y por la realidad. Y lo que las hace revoluciones (no sólo sobre el resto de las corrientes políticas, ideológicas y culturales con las que comparten espacio sino de las anteriores revoluciones que en el mundo han sido) es su carácter esencialmente virtual y retórico.

La revolución progre se propone exterminar todo signo de desprecio o inferiorización hacia  las llamadas minorías raciales, étnicas, sexuales o de cualquier otro tipo. Extirparlos de nuestras mentes sin afectar en lo básico la realidad social o económica en la que ese desprecio se genera. Se trata de no hacer mucho en el plano concreto para mejorar las condiciones de vida de amplios sectores de las llamadas minorías siempre que se elija el vocabulario adecuado para tratarlos, la manera apropiada de representarlos: así se exigirá llamar a cierto grupo con un vocativo más respetuoso aunque se le mantenga a la misma distancia; o se exaltarán formas de vida que nunca les pasará por la cabeza adoptar para sí mismos; o se considera como crimen local lo que en otros lugares, menos favorecidos desde casi cualquier punto de vista, se ve una comprensible costumbre. En fin, se estimulará la marginación y el abuso en nombre del respeto a la diferencia. Así mismo prohíben comparar civilizaciones o formas de vida los mismos que construyen a su alrededor un minucioso engranaje civilizatorio donde cualquier detalle fuera de lugar es considerado una falta imperdonable. Y se considera, por ejemplo, mucho más urgente extirpar la palabra “negro” de los títulos de los cuadros del museo de una ciudad (con la excepción de la pintura abstracta, claro está) que mejorar la vida de los africanos que residen en esta. Pero todo eso es poco comparado con el estado de crispación que se consigue convirtiendo cualquier gesto o palabra inadecuada en agresion o "microagresión", cualquier frivolidad en hiriente "apropiacion cultural", cualquier tipo de intercambio tenso en guerra.  A fuerza de insistir en la potencialidad ofensiva de cualquier palabra hacen de cualquier frase inofensiva una declaración de guerra y del lenguaje mismo un campo de batalla. La propuesta de la revolución conservadora es mucho más sencilla: consiste en el agotador esfuerzo intelectual que entraña denunciar todo lo anterior como una hipocresía y reclamar las antiguas maneras del desprecio como un derecho que se le ha sido negado por demasiado tiempo. Por lo general menos afines a tales sutilezas -sobre todo en su infantería- tienden a tomar con demasiada literalidad el estado de guerra virtual y acercarlo progresivamente al enfrentamiento real.. 

Unos y otros revolucionarios se parecen mucho más de lo que imaginan y se necesitan más allá de lo que están dispuestos a admitir. Los acerca no solo el extremismo, el nihilismo o el abuso sistemático de la lógica y los hechos. Además actúan como si en verdad el mundo fuera lo que ellos dicen que es. Si los neopuritanos progres asumen que su realidad se ha vuelto totalitaria adquieren paranoias dignas de Norcorea (para luego visitar Cuba y agradecer su indigencia tecnológica en nombre de contacto más relajado con su entorno y consigo mismos). O persiguen hasta la exquisitez y la telepatía las manifestaciones de racismo más infinitesimales e inconscientes como si el otro racismo, el elemental y grosero, hubiese sido eliminado hace mucho tiempo. Por su parte cuando los fascistas vegetarianos del siglo XXI deciden sentirse amenazados reaccionan como cristianos perseguidos en tiempos de Diocleciano. En eso unos y otros evidencian una interdependencia y un comensalismo que difícilmente aceptarán. Mientras los progres copian las tácticas medievales de la Inquisición, la denuncia de las herejías y blasfemias, y prohibiciones y censuras a cual más imaginativa e irracional (medidas que han sido el sello tradicional de la reacción) los revolucionarios de derecha adoptan el victimismo y la sensibilidad extrema de que se ufana la progresía. De esos dos engendros que se empeñan en copiarse lo peor de sí mismos no hay predicción que no sean capaces de superar ni modo claro de defenderse: igual que ocurre con aquellos virus forjados en la apacible alevosía de los laboratorios.

De momento ni unos ni otros son mayoría, por mucho que lo pretendan. Pero ¿será por mucho tiempo? Porque la verdadera crisis no es económica ni política. Lo que ha alcanzado un punto crítico es nuestra confianza en las posibilidades y virtudes de nuestra convivencia. Y todo comienza por la destrucción del principal instrumento para hacer posible tal convivencia: el lenguaje, al que de un modo cada vez más sofisticado se convierte en medio de agresión. Justo como en aquellos años en que fascismo y comunismo parecían ser las únicas opciones viables. Por mucho que hayan cambiado los tiempos desde entonces estamos en una situación perversamente parecida. Como antaño, ahora, en medio del fuego cruzado de estos nuevos revolucionarios, es cada vez más difícil mantenerse neutro. O peor, conservarle alguna lealtad a la sensatez y el sentido común que ante la histeria progresiva encontrarán cada vez menos espacio sólido al cual arraigarse. Se pasa con demasiada facilidad de lo risible a lo amenazador y de ahí al zafarrancho de combate. Para ello basta con perderle el respeto por el sentido elemental de las palabras, permitiendo que unos cuantos listillos lo tuerzan y detrás de ellas nos desboquemos el resto, olvidándonos de nuestra mutua (e imperfecta) humanidad. Quizás el mejor antídoto para tal locura sea ese, el recuerdo de nuestras propias e infinitas imperfecciones. Y de que en la base de toda tolerancia está el reconocimiento íntimo de que todos tenemos algo que hacernos perdonar.  Pero cada vez resulta más difícil de mantener el equilibrio y la cordura en medio de la exigencia diaria de definiciones, del partidismo obligado y de la convicción progresiva de que en los extremos está el camino de la perfección y la victoria. Aunque la gran derrotada sea la sensatez.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enrisco, pero no los nuevos revolucionarios dicen es que la "identity politics" ha fallado y lo que hay que hacer es revoluciones en serio. Y eso a mi me pone mucho mas nervioso, y me imagino que a ti tambien. Yo preferiria que se quedaran en la retorica. Los otros tampoco andan muy poco preocupados con la retorica y tratan de luchar de frente y sin mascara con todos los fantasmas que se inventaron hace mucho tiempo: el refugiado, el ilegal, las mujeres que quieren decidir que hacer respecto a sus cuerpos y un largo etc. Asi que el problema poco o nada tiene que ver con la retorica, ni de un lado ni del otro.

Enrisco dijo...

Tienes razon: no es solo retorica pero su enfasis en la retotorica es revolucionario. y me temo que lo que se avecinan son cambios reales, revoluciones reales y en sentido inverso a lo que propone la retorica. Solo señalo que sus objetivos son en apariencia retoricos y virtuales: la busqueda de una igualdad que se verifica fundamentalmente en el plano de las apariencias.