Semanas llevan los
amigos dándome las quejas sobre “Four Seasons in Havana” la nueva serie de
Netflix filmada en Cuba con actores locales. Y con el guión del muy ponderado Leonardo
Padura, Princesa de Asturias y Marqués de Mantilla y de su señora esposa, Lucía
López Coll. Mis amigos insisten para cuquiarme, claro. Para que esgrima en
público el cuero que ellos le dan en privado y lo deje caer sobre las espaldas
de la serie que, si se exceptúa el capital, la producción y la dirección, puede
considerarse un producto patrio. Pero me resisto. Con lo sensible que anda la
epidermis nacional en estos tiempos criticar el desembarco del insigne detective Mario Conde en Netflix
quedaría peor que defecarse la cabeza del Martí del Parque Central, (el de La
Habana o el de Nueva York, da igual). Durante semanas me niego en redondo a ver un solo capítulo de la serie.
Por amor patrio y porque no dispongo de seis horas que perder en el
primer bodrio que aparezca.
Pero viene el
decimoquinto socio a perjurarme que no hay cosa peor que se pueda ver en este
mundo. Luego de que me bajen las expectativas hasta ese punto concluyo que ya
estoy en condiciones de ver la dichosa serie. Y hasta de disfrutarla. Después de todo lo que me han
dicho nada me va a parecer tan malo. Pero nadie es tan valiente como pretende
rodeado de amigos en plena luz del día. Así que echo mano a la que me
acompañado toda la vida. “¿Recuerdas lo que dijo el notario de que en las
buenas y las malas?”. “Pues hoy toca Padura y Pichi”.
He visto un
capítulo, el primero, y creo que ya es suficiente muestra de valor exploratorio
de mi parte. A partir de ahí empieza el masoquismo. Y no es que el socio
tenga razón. Puede haber algo peor, sólo que no se me ocurre cómo. Falta de
imaginación mía será. La primera impresión que se tiene es que no se
pueden escribir bocadillos más ridículos e increíbles que los que le endilgan
Padura y consorte al pobre Mario Conde. Ni que un diálogo, incluso escrito por
los marqueses de Mantilla, pueda sonar tan falso en boca de esta encarnación de Mario Conde con la jebita de turno. Me recuerda un
amigo que sí leyó la novela original que el Mario Conde literario es mulato, como
el autor de sus días. Ya es bastante triste que uno de los escasos protagonistas
mulatos de nuestra literatura vaya a ser representado por un actor blanco como
Perugorría relegando a generaciones pardos y morenos de egresados del ISA a los
consabidos papeles de “Delincuente 1” y “Policía 3”. Y no contento con arrebatarle el trabajo a algún colega mulato el Pichi resulta menos creíble como policía habanero más o menos sagaz, más
o menos seductor, que como encarnación cinematográfica del bailarín Carlos
Acosta o la cantante Cucú Diamantes.
Mis amigos se quejan
de la falta de correspondencia de la serie con la realidad de la isla. Como si
no fuera una obra de ficción. Como si Netflix fuera National Geographic.
Insisten en que lo que pretende representar “Four Seasons in Havana” es un universo paralelo donde es normal que
una profesora del pre de la Víbora viva en un apartamento del Focsa. Como si
alquilarlo a extranjeros no fuera mucho más rentable que ser profesora de pre por
muchos exámenes que les venda a los estudiantes. Cabe la posibilidad de que
Padura sea un escritor realista solo que a su alrededor la realidad se retuerza
como dicen que pasan con el tiempo y el espacio en las inmediaciones de los
agujeros negros. O como los vendedores de carne de res en las cercanías de un presidente del CDR. Tal parece que cuando Padura recorre su barrio la gente simula que puede vivir de su salario y que su principal proyecto de vida no es irse del país. Así sus amigos delincuentes lo convencerán del tremendo cuidado que ponen en no operar cerca de las escuelas; o sus amigos policías le explicarán que ser policía,
cincuentón, obeso, peatón y ganar el sueldo en CUP no es obstáculo suficiente para ligar las mujeres más bellas de La Habana. O que te puedes
sentar desnudo en la ventana de tu casa con una de aquellas bellezas sin que
medio barrio se asome a contemplarlos y lanzar gritos de puro júbilo. O que todas las cubanas tienen cuerpo y
estatura de bailarinas de Tropicana, sea ingenieras, policías, o mujer de
delincuente. Y se dedican exclusivamente a hacer el amor o el café cuando no se
dedican a tocar el saxo desnudas en la cama. Y cuando digo saxo me refiero
exclusivamente al instrumento musical.
Pero con
independencia de la realidad que se pretenda o no representar desde la alusión
geográfica que lleva en el título la tragedia de “Four Seasons in Havana” es
otra. Lo realmente trágico es su trama demasiado
traída por los pelos, el ritmo tan apasionante como una emisión de Radio Reloj sin
asalto del Directorio y una ausencia de acción tan perturbadora –tratándose de un
policiaco- como la ausencia de café en un país dedicado a exportarlo. Y encima la
solución al misterio policial siempre resulta demasiado fácil. En parte porque –y
aquí sí hay una apelación al realismo- el chivatazo está a la orden del día. O porque los delincuentes cubanos son los seres más fáciles de manipular del
mundo. Basta que a un asesino lo amenaces con hacer público que se fijaba en
los exámenes de secundaria para que se derrumbe psicológicamente. Es que el cubano –parece
decirnos esta serie- es un ser distinto al resto de la humanidad. Incluso en
sus versiones más perversas y criminales posee una transparencia impensable en otros lares. Donde Pablo Escobar tenía un zoológico particular su equivalente viboreño se conforma con cultivar orquídeas y ver la televisión en un Caribe en blanco y negro. El protagonista, un policía con sueños de ser escritor tiene lecturas de adolescente, código ético de círculo infantil y cuando habla en privado se censura tanto como cuando lo hace en público. Lo único misterioso es el rencor que se profesan el Pichi y Vladimir
Cruz, que del estudiante David ha reencarnado en policía malencarado. Y sorprende aun más por los buenos
términos en que ambos se despidieron en la escena final de “Fresa y Chocolate”.
Si algo salva –o termina
de hundir- a “Four Seasons in Havana” son algunas actuaciones -como la de Mario Guerra- que, aunque
marginales, contrastan acusadoramente con la mala pantomima de los protagonistas. Eso y cierta belleza. No solo la belleza de
las modelos de Tropicana devenidas en coladoras de café o proveedoras de sexo
cuando no en meros cadáveres. Porque si de cadáveres se trata impresiona todavía
más la belleza -retratada con detención- de una ciudad asesinada con más saña que las víctimas cuyas
muertes investiga Mario Conde. Ver como relumbra esa belleza antigua entre el
destrozo general produce la angustia más auténtica que esta serie es capaz de
generar. Pero el policía, tan sagaz para otras cosas, nunca –ni en medio de borracheras épicas entre amigos- parece intuir el nombre del culpable de tanta
destrucción. Como para dudar de su
inteligencia. O de la honestidad de que tanto se jacta.