No es el kitsch totalitario privativo de sociedades igualmente totalitarias como parece sugerir Kundera. Y es que el kitsch, sobrepasada la fase ingenua de respuesta ante emociones primarias, cuando intenta cerrar el círculo del autoengaño complaciéndose eternamente consigo mismo es de por sí totalitario. Y es que la función de eliminar “de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable” hace del kitsch un instrumento totalitario por excelencia. No solo eliminando lo inaceptable, esos detalles vulgares que como la mierda invocada por Kundera nos recuerdan nuestra irredenta vulgaridad, sino convirtiendo en aceptable lo que no debería serlo. Donde el Che Guevara dice en un rapto de honestidad que el revolucionario debe ser una “efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar” el kitsch se encarga de transformarlo en algo así como “por amor se está hasta matando para por amor seguir trabajando”. Eso explica que el novelista austriaco Hermann Broch diga que “La esencia del Kitsch es la confusión de lo ético y lo estético, el kitsch no quiere producir lo ‘bueno’ sino lo ‘bello’” aunque también, como en el caso que veíamos antes, puede ser justo lo contrario. Si algo es bello –aunque sea en relación con canon kitsch- entonces será necesariamente bueno o al menos aceptable. Fundados en una concepción supuestamente materialista los totalitarismos comunistas a la larga terminaron apelando –ante la falta de resultados concretos- más a los sentimientos que a una visión objetiva y “materialista” de la realidad. De ahí la utilidad del kitsch porque “en el reino del kitsch impera la dictadura del corazón” más allá de toda la gente que hubo que fusilar por su propio bien.
Pero para que ocurra esta operación alquímica de convertir lo malo en bello y lo bello en bueno –o cualquier otro tipo de permutación- es necesaria una radical confusión de valores en primer lugar y en segundo una defensa extrema y masiva de esta confusión. Pero no es necesario un régimen totalitario para imponer el kitsch a todos los niveles de la vida. Basta con que se haya convertido, -incluso al margen de los sistemas políticos o como una suerte e contracultura- en religión. (En el fondo se trata de una imitación bastante fiel de otro kitsch, el del cristianismo, aunque con bastante menos que ofrecer a niveles trascendentales). Esa es la razón por la que el kitsch complejo requiere de tanta seriedad a su alrededor. No solo porque esté consciente de su débil artificialidad o porque no le baste tomarse en serio a sí mismo sino porque necesita el mayor consenso posible. Y su manera de adquirir consenso es siendo mucho más elástico de lo que era el comunismo del siglo XX. Esa variante de populismo que llaman socialismo del siglo XXI ha conseguido hacerse fuerte alimentándose de casi todas las variantes del kitsch que le salgan al paso: el kitsch igualitario, el kitsch nacionalista, el kitsch machista, el kitsch feminista, el kitsch populachero, el kitsch elitista, el kitsch racista y el multiculturalista. Cualquier cosa menos la crítica. Para que este autoengaño consensuado funcione debe acallarse cualquier observación sobre sus obvias falsedades. Es que el kitsch, con todo lo omnipresente que es y lo todopoderoso que parece, es muy sensible a cualquier señalamiento que haga notar sus excesos, sus inconsistencias, su falsa seriedad, su elemental desnudez. Ya lo ha advertido Kundera:
Si antes el kitsch latinoamericano era omnímodo y la progresía local gozaba de amplio prestigio la sólida alianza forjada entre estos para producir el neopopulismo los hace prácticamente indestructibles. Cualquier crítica que reciban ya no irá dirigida contra tal ideología o gobierno sino contra todo el pueblo, su cultura, sus valores más acendrados, la integridad patria, los derechos individuales de cada ciudadano y a favor de la reacción y del imperialismo norteamericano. Los intelectuales del continente han tomado nota y se cuidan mucho que la crítica pase de una cuestión de detalles. Nadie se atreve a señalar la densa cursilería que cubre al emperador por miedo a verse expulsado de un reino que ya lo ocupa casi todo.
Se está con la patria o con la muerte o los buitres o cualquier otra entidad fantasmagórica que decida agitar el kitsch todopoderoso. El fenómeno ha alcanzado tales proporciones que lo de menos es cuánta cursilería pueden producir o no los disidentes de ese caso perdido para la historia contemporánea que es la siempre fiel isla de Cuba. Bastante más preocupante son las escasas posibilidades de una recuperación inmediata de cierta racionalidad política y hasta cultural en el continente. Queda esperar que el sostenido soborno de la voluntad pública no la haya hecho renunciar de manera definitiva al sentido común, el único que puede garantizar evitarnos el facilismo del absurdo y la idiotez. Pero sin pretender, por supuesto, en convertirse en cruzada destinada a exterminar al kitsch en nuestras tierras, algo que sólo confirmaría al fin que no hemos entendido nada.
Coda española
El muy reciente desarrollo de la formación política Podemos de Pablo Iglesias hasta alcanzar el primer lugar en la intención de votos entre el electorado español bastaría para anular cualquier pretensión de autoctonía del kitsch político latinoamericano. No hace falta analizar ni su abigarrado y confuso programa político o ni siquiera acudir al fácil festín de las declaraciones políticas de sus principales dirigentes. Es suficiente con atender a sus gustos musicales. No hay que detenerse en “La Internacional” hurtada, como tantas otras cosas, a los antiguos comunistas. Pienso más bien en esos cantos del bando republicano durante la guerra civil, tan anacrónicos ahora. No es que aquellos himnos, entonados en medio de las trincheras bajo el fuego de la artillería enemiga tuvieran nada de kitsch. Pero que estos niñatos de Podemos entonen (es un decir) a coro y con el puño en alto canciones salpicadas de la metralla de los bombardeos de hace casi ochenta años es de un mal gusto apabullante con aquellos que se jugaban la vida en las trincheras en las afueras de Madrid o a orillas del Ebro. Que no les basten los himnos producidos en los estertores del franquismo o en plena transición, que se acojan a la furia de la última guerra española da una idea más clara de su falsedad que sus reclamos de pureza (nunca puesta a prueba) frente a la corrupta casta gobernante. Tanta alusión bélica nos habla a las claras no del ardor con que piensan entrar en la liza electoral sino de lo mucho que le van a pedir a cambio al resto de sus compatriotas empezando –como diría Ignatius Reilly, protagonista de “La conjura de los necios”- por su geometría y buen gusto.
Pero para que ocurra esta operación alquímica de convertir lo malo en bello y lo bello en bueno –o cualquier otro tipo de permutación- es necesaria una radical confusión de valores en primer lugar y en segundo una defensa extrema y masiva de esta confusión. Pero no es necesario un régimen totalitario para imponer el kitsch a todos los niveles de la vida. Basta con que se haya convertido, -incluso al margen de los sistemas políticos o como una suerte e contracultura- en religión. (En el fondo se trata de una imitación bastante fiel de otro kitsch, el del cristianismo, aunque con bastante menos que ofrecer a niveles trascendentales). Esa es la razón por la que el kitsch complejo requiere de tanta seriedad a su alrededor. No solo porque esté consciente de su débil artificialidad o porque no le baste tomarse en serio a sí mismo sino porque necesita el mayor consenso posible. Y su manera de adquirir consenso es siendo mucho más elástico de lo que era el comunismo del siglo XX. Esa variante de populismo que llaman socialismo del siglo XXI ha conseguido hacerse fuerte alimentándose de casi todas las variantes del kitsch que le salgan al paso: el kitsch igualitario, el kitsch nacionalista, el kitsch machista, el kitsch feminista, el kitsch populachero, el kitsch elitista, el kitsch racista y el multiculturalista. Cualquier cosa menos la crítica. Para que este autoengaño consensuado funcione debe acallarse cualquier observación sobre sus obvias falsedades. Es que el kitsch, con todo lo omnipresente que es y lo todopoderoso que parece, es muy sensible a cualquier señalamiento que haga notar sus excesos, sus inconsistencias, su falsa seriedad, su elemental desnudez. Ya lo ha advertido Kundera:
"todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada «amaos y multiplicaos»"
Si antes el kitsch latinoamericano era omnímodo y la progresía local gozaba de amplio prestigio la sólida alianza forjada entre estos para producir el neopopulismo los hace prácticamente indestructibles. Cualquier crítica que reciban ya no irá dirigida contra tal ideología o gobierno sino contra todo el pueblo, su cultura, sus valores más acendrados, la integridad patria, los derechos individuales de cada ciudadano y a favor de la reacción y del imperialismo norteamericano. Los intelectuales del continente han tomado nota y se cuidan mucho que la crítica pase de una cuestión de detalles. Nadie se atreve a señalar la densa cursilería que cubre al emperador por miedo a verse expulsado de un reino que ya lo ocupa casi todo.
Se está con la patria o con la muerte o los buitres o cualquier otra entidad fantasmagórica que decida agitar el kitsch todopoderoso. El fenómeno ha alcanzado tales proporciones que lo de menos es cuánta cursilería pueden producir o no los disidentes de ese caso perdido para la historia contemporánea que es la siempre fiel isla de Cuba. Bastante más preocupante son las escasas posibilidades de una recuperación inmediata de cierta racionalidad política y hasta cultural en el continente. Queda esperar que el sostenido soborno de la voluntad pública no la haya hecho renunciar de manera definitiva al sentido común, el único que puede garantizar evitarnos el facilismo del absurdo y la idiotez. Pero sin pretender, por supuesto, en convertirse en cruzada destinada a exterminar al kitsch en nuestras tierras, algo que sólo confirmaría al fin que no hemos entendido nada.
Coda española
El muy reciente desarrollo de la formación política Podemos de Pablo Iglesias hasta alcanzar el primer lugar en la intención de votos entre el electorado español bastaría para anular cualquier pretensión de autoctonía del kitsch político latinoamericano. No hace falta analizar ni su abigarrado y confuso programa político o ni siquiera acudir al fácil festín de las declaraciones políticas de sus principales dirigentes. Es suficiente con atender a sus gustos musicales. No hay que detenerse en “La Internacional” hurtada, como tantas otras cosas, a los antiguos comunistas. Pienso más bien en esos cantos del bando republicano durante la guerra civil, tan anacrónicos ahora. No es que aquellos himnos, entonados en medio de las trincheras bajo el fuego de la artillería enemiga tuvieran nada de kitsch. Pero que estos niñatos de Podemos entonen (es un decir) a coro y con el puño en alto canciones salpicadas de la metralla de los bombardeos de hace casi ochenta años es de un mal gusto apabullante con aquellos que se jugaban la vida en las trincheras en las afueras de Madrid o a orillas del Ebro. Que no les basten los himnos producidos en los estertores del franquismo o en plena transición, que se acojan a la furia de la última guerra española da una idea más clara de su falsedad que sus reclamos de pureza (nunca puesta a prueba) frente a la corrupta casta gobernante. Tanta alusión bélica nos habla a las claras no del ardor con que piensan entrar en la liza electoral sino de lo mucho que le van a pedir a cambio al resto de sus compatriotas empezando –como diría Ignatius Reilly, protagonista de “La conjura de los necios”- por su geometría y buen gusto.
9 comentarios:
El kitsch de los españoles es todavía más penoso, por no decir despreciable, que el kitsch "latino," pues proviene de gente con pretensiones mayores y mucho más antiguas. Aunque mi sangre es más española que la del Rey Felipe, he llegado a desarrollar una suerte de asco por el país de mis antepasados, entre otras cosas porque lo tuvo todo a su alcance y sencillamente la cagó de mala manera (y no por nada sus "hijos" han hecho algo parecido).
Ahora que lo pienso, buena parte de los cubanos tenemos mas sangre española que el rey de España, que es medio griego. Es un dato incontestable que hay que soportar con estoicismo.
Este post que saqué hace tiempo reseñando los resultados de una investigación sobre los por cientos genéticos en la población cubana a partir de su origen racial complementa lo que acabo de decir: como promedio los cubanos somos mas españoles que le rey de España. http://enrisco.blogspot.com/2007/11/gentica-nacional.html
El primer comentario lo hize yo, pero se me olvidó "firmarlo." Los cubanos no solamente somos más españoles que los Borbones, sino más españoles que ninguna otrora colonia de España.
Estoy de acuerdo con casi todo lo que dice Enrisco sobre el kitsch, aunque creo que su nocion es demasiado amplia y quiere abarcar demasiadas cosas. Con lo que alucino es que los cubanos nos creamos exentos de los vicios latinoamericanos en algun sentido. La historia de Cuba en el siglo XX da ganas de llorar y ensombrece a la de los peores paises latinoamericanos, quizas con la unica excepcion de Haiti. Por otro lado, el hecho de que Cuba haya tenido cierta bonanza economica previo 1959 no exime que haya sido un desastre politicamente. Ademas, paises que tambien tenian solidas economias como Chile, Uruguay y Argentina fueron victimas de la violencia politica, tanto de derecha como de izquierda, que asolo el continente. Por ultimo, los paises que tuvieron los movimientos insurgentes mas importantes: Cuba, Colombia, Venezuela, Uruguay, Argentina no eran los mas pobres.
sDe acuerdo, anónimo 14:42
Y hablando de kitsch político, tomemos el caso de Eduardo Chibás, el malogrado salvador de la República cubana.
Chibás acusa a Aureliano Sánchez Arango de utilizar fondos públicos para desarrollar unos proyectos privados en Guatemala. Sánchez Arango entonces le exige a Chibás que muestre al país pruebas de la imputación, lo cual Cbibás no puede concretar, porque era una falsedad. ¿Y qué resuelve Eddy?, en una de sus famosas pataletas que lo empujaban a retar a duelo a quienes lo paraban en seco, decide pegarse un tiro al concluir su espacio radial. Is that kitsch or what?. Nunca llegamos a saber cómo hubiese sido de presidente.
Y no soñemos que la pujanza económica, producto de la libre empresa y el trabajo arduo, tenía una relación directa con la transparencia en los gobiernos de la Cuba pre-1959.
Saludos.
Macho, muy bueno. Inmejorable, diría yo, que me encanta el kitsch. Te invito a seguir con la trilogía; porque son tres las patas de esa perra coja: El kitsch,la metatranca y la muela bizca. Nadie mejor que tú para explorar esos abismos semióticos. Dale, y a lo mejor sale un libro: Enrisco y el Eco.
Y por cierto, hablando del kitch y de sus látigos, ¿qué pasó con el cacique, que me lo borraron del caney cibernético?
a eso que Enrisco llama kitch otros lo llaman "ideal"
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