El viernes pasado asistí a la presentación del libro
Ediciones El Puente en La Habana de los años 60: Lecturas críticas y libros de poesía, un proyecto editado y compilado por el crítico Jesús Barquet, profesor en la Universidad Estatal de Nuevo México. Uno de esos libros que no sin razón se les llama necesarios y a los que, recurriendo a una metáfora de la reparación de calles, se les considera destinados a rellenar un vacío. Entre lo más llamativo de la exposición de Barquet estuvo su esfuerzo por demostrar la injusticia cometida contra las
Ediciones El Puente por las autoridades al perseguir y desintegrar un proyecto que tanto por su composición heterogénea e inclusiva (escritores de origen humilde, muchos de ellos negros y mulatos y con una fuerte presencia femenina y homosexual) como por el contenido de sus poemarios podía considerársele verdaderamente revolucionario. Llamativo porque, además de lo discutible de la afirmación, pocas veces como en
la reacción oficial contra las Ediciones El Puente se puede tropezar con la ideología revolucionaria en su estado puro según la definición de Marx, es decir, como falsa conciencia. Como ocurriría antes y después en el transcurso de ese proceso histórico que por pereza o culto a la tradición llamamos Revolución Cubana la comprensión literal del concepto de revolución por parte de un grupo de intelectuales chocaba con la conciencia real del poder y sus urgencias.
No era la primera ni sería la última vez que intelectuales afines al proceso revolucionario veían que un proyecto cultural era demolido por la misma revolución que intentaban defender. Así había pasado antes con el grupo formado alrededor de Lunes de Revolución y luego con los fundadores de Caimán Barbudo y los editores de Pensamiento Crítico o con el movimiento plástico de los años ochenta o de los redactores de la revista Temas en los 90. A la altura del 2011 vale sospechar que la causa de aniquilación sistemática de casi todo grupo intelectual surgido en los últimos cincuenta años no es la de ser más o menos “revolucionarios” en un sentido literal del término o incluso en el sentido que habitualmente se le da en la Cuba “revolucionaria”, el de la obediencia política. Ni a los revolucionarios más o menos espontáneos de Ediciones El Puente, ni a los comprometidos políticamente desde el principio con el poder sus buenas intenciones o su filiación les bastaron para ponerse a salvo de ese poder.
De lo que se trata es de la naturaleza de un sistema cultural, el totalitarismo cubano, que no le permite tolerar por mucho tiempo ningún proyecto intelectual colectivo. Puede en cambio, como se ha demostrado, tolerar la existencia de feudos artísticos o culturales controlados por una figura de su entera confianza como son los casos del Ballet Nacional de Cuba feudo de Alicia Alonso, el ICAIC, marquesado de Alfredo Guevara o el ducado de la Casa de las Américas a cargo primero de Haydeé Santamaría y luego del señor Fernández (Retamar). Y sospecho que la razón de esto es que todos los proyectos intelectuales colectivos –a diferencia de los feudos culturales que acabo de mencionar- generan una dinámica política autónoma incompatible con la susceptibilidad extrema de la cultura totalitaria.
Con el tiempo el totalitarismo cubano ha aprendido una lección de inestimable valor: poco importa lo indirectamente insidiosa que pueda ser la obra de un artista si luego en las declaraciones y las entrevistas los creadores le niegan cualquier implicación política a su obra. (En esto las autoridades cubanas son más fieles seguidoras de Barthes que Severo Sarduy: el autor no existe ni la obra tampoco, lo único real son las lecturas. Y si todas las lecturas oficiales de –por ejemplo- Fresa y chocolate apuntan a que
su tema no “es la intolerancia sino el reconocimiento de la diversidad” entonces no habrá por qué preocuparse). Lo que deberá evitarse a toda costa son los proyectos intelectuales colectivos autónomos independientemente de su vocación política. A la larga los individuos son rescatables porque si de aquellos grupos emergieron algunos de los más destacados representantes de la disidencia intelectual (Cabrera Infante, Heberto Padilla y Jesús Díaz, quien antes había tenido una fecunda labor como inquisidor) a otros se les ha dado un largo y eficiente uso como es el caso de Cintio Vitier (Orígenes), Pablo Armando Fernández (Lunes de Revolución), Nancy Morejón y Miguel Barnet (Ediciones El Puente) Antón Arrufat (Ciclón) o Fernando Martínez Heredia (Pensamiento Crítico).
Algo que no tuvo que aprender el poder porque lo sabía desde el principio fue la utilidad de enfrentar unos grupos contra otros en la lucha para demostrar cuál de ellos era el más revolucionario. En todo caso tan publicitadas represiones (al menos en comparación con los ciudadanos de a pie que algún día decidían denunciar un simple caso de corrupción o de abuso de poder) no son otra cosa que un malentendido. Una equívoco lamentable entre aquellos intelectuales que tomaban una palabra, una ideología o un proyecto político con más o menos literalidad y un poder concreto para el que siempre estuvo claro que la revolución era un instrumento y una metáfora de ese mismo poder y que si en algo era consistentemente marxista era en asumir que la ideología no es más que falsa conciencia. O sea el lenguaje en el que las verdaderas intenciones del poder totalitario encuentran una expresión menos cínica, más desinteresada. Traducido a una conciencia verdadera del poder el caso de El Puente junto a otros similares se puede resumir con una contracción de la vieja fórmula castrista: "CON LA REVOLUCION, NADA".
[Continuará]