Cuando titulé mi artículo "Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria" sobre el libro Una amiga en París no sabía que su autor estaba muriéndose. La salvación a la que me refería en el artículo no era cuestión literal ni medianamente metafórica sino la salvación abstracta que nos proporciona la escritura haciéndonos distintos a nuestras circunstancias en lugar de sus víctimas. Ya le había hecho saber a través de nuestra amiga en Miami y editora común de Ediciones Furtivas, Karime Bourzac, lo mucho que me había gustado Una amiga en París pero sin avisarle que planeaba escribir una reseña. Quería darle la sorpresa a Reinaldo pero la sorpresa me la dio él a mí. Para cuando apareció el artículo ya Reinaldo se encontraba hundido en un coma del que solo salió para morir.
No puedo decir que fuera especialmente cercano a García Ramos ni que lo conociera más allá de las intimidades que se permiten los escritores con sus lectores. Sí hablamos bastante cuando vivía en Nueva Jersey y nos encontrábamos en la guagua camino a Nueva York. Hablábamos sobre todo de Mariel, revista de la que fue editor y que, para mí, hasta hacía poco era más mito que realidad palpable de papel, tinta y polvo. Porque Reinaldo no se había limitado a darle aliento a la revista mientras esta existió sino que se empeñó en conservarla en formato digital. Hablábamos tanto de los pormenores de su redacción, los cambios de sede (que no era otra que el apartamento de quien se hiciera cargo de la edición correspondiente) y de la batalla que libraba para defender el archivo digital de la revista de los ciberataques del mismo régimen que en Cuba se dedicara a hacerles la vida literalmente imposible a los futuros creadores de Mariel. El mismo régimen que ideara el éxodo epónimo para sacarse de arriba una crisis que empezaba a escapar a su control ahora se dedicaba a intentar destruir el archivo creado por los fugitivos.
A Reinaldo no había que convencerlo de la importancia preservar la memoria colectiva o personal. Aunque fuera por pura reacción al empeño que ponían sus antiguos perseguidores en borrarla. Años después nos reencontramos en Miami Beach a donde íbamos a vacacionar que es otra forma de llamarle al maratón de encuentros con amigos entre sol, playa y cervezas. Venía a ver a mi suegra, Teresita Valladares, quien trabajó por largos años en ese refugio de los parias de la cultura que fue durante tanto tiempo la Biblioteca Nacional. En esas ocasiones todo era más familiar. Ni literatura ni Mariel. Sencillamente dejarse llevar por el vaivén del verano enfático de Miami Beach.
Pasaron los años sin vernos. Solo mensajes ocasionales con el pretexto de algún proyecto o presentación. Hasta que con la publicación de Una amiga en París me llegó el pretexto perfecto de asomarme a su vida anterior a la que le conocía, de admirar la discreta y trágica firmeza con que se resistió a aquello que otros aplaudían aunque lo repudiaran en secreto, su renuncia al remedio fácil y perverso de engañarse a sí mismo. Admirar la persistencia y convicción con que finalmente Reinaldo publicó las cartas de medio siglo atrás. Publiqué el artículo, llamé a Karime para hacérselo llegar y entonces me enteré que Reinaldo, ese que se me había hecho tan presentes en las cartas recién publicadas estaba yéndose sin remedio. Como consuelo Karime me dijo que le habían leído mi reseña cuando ya estaba en coma. La manera que había encontrado de darle las gracias por esa existencia ejemplar por tranquila pero firme le llegó tarde. Tampoco es que le hiciera mucha falta, pienso. Gente como Reinaldo García Ramos no necesita de esas confirmaciones para vivir como viven. Somos nosotros, más débiles en el más profundo de los sentidos, a los que siempre nos queda algo por decir, algo por escuchar.
En cuestiones de memoria los cubanos hemos ido mejorando nuestra suerte. Desde que Aldo Baroni —en un libro que muchos citan el título pero que pocos parecen haber leído— definiera la isla como “Cuba, país de poca memoria” en 1944 se ha avanzado bastante en la restitución del pasado. Sobre todo, a través de la palabra escrita como en buena parte de la obra de Guillermo Cabrera Infante, uno de los primeros en darse cuenta luego del “Affaire PM” de que ese presente que se deshacía en las manos para convertirse instantáneamente en pasado merecía ser retenido a través de la literatura.
Los soviéticos resumieron muy bien la arbitraria administración de la memoria por un régimen comunista con la frase: “nadie sabe el pasado que le espera”. Bastante sabían ellos de eventos desvanecidos en las cronologías, personajes que desaparecían de fotos icónicas o de la misma memoria colectivizada en diccionarios o relatos oficiales después que el pelotón de fusilamiento, el Gulag —cuando no el exilio en el caso de los afortunados— hubiera dispuesto de la materia inservible para la historia oficial. No es casual que sea la generación de Mariel —la primera en constituirse como grupo de resistencia literaria y cultural contra el asedio totalitario— la que con más conciencia se empeñó en dejar constancia casi notarial del pasado escamoteado a todos. No solo pienso en Reinaldo Arenas y su famosa autobiografía Antes que anochezca. También está José Abreu Felippe y su pentalogía “El olvido y la calma”, un quinteto de novelas que abarca desde la infancia del protagonista en la década de los cincuenta hasta entrados los ochenta cubanos. O su hermano Juan que con sus memorias Debajo de la mesa y la suerte de diario que tituló A la sombra del mar donde reconstruye su vida desde su infancia hasta los durísimos años setenta, esos en que de ocuparle aquellos escritos en el fondo de una gaveta podía haberle acarreado unos cuantos años de cárcel. (Lo anterior me hace recordar otro chiste soviético. Aquel en que en una conversación de condenados en el Gulag le preguntan a un recién llegado cuál es su condena. “Diez años” responde este. “Y ¿por qué estas preso?”. “Por nada” vuelve a responder. “Mientes”, le dicen “porque por no hacer nada solo te meten cinco años”. Igualmente, en los años en que Juan Abreu escribe las páginas que luego irán a parar a A la sombra del mar no hacer nada era un delito que la famosa Ley contra la Vagancia castigaba con el envío a un campo de trabajo conocido entonces con el bucólico nombre de “granja”. Por escribir te tocaba un poco más).
Ahora Ediciones Furtivas nos trae una reconstrucción arqueológica de hace más de medio siglo con el libro Una amiga en París (Cartas 1968-1972) de Reinaldo García Ramos. García Ramos es una figura clave de la generación de Mariel, recordado tanto por sus poemarios como por su participación en la revista que recogiera el nombre del éxodo que el castrismo había convertido en carne de infamia. Lo natural es que las páginas de Una amiga en París se hubieran perdido entre otras tantas que los cubanos nos hemos exprimido dentro y fuera de la isla con la misma vocación de náufragos. Porque lo que recoge García Ramos en Una amiga en París es una selección de 33 de las más de doscientas cartas que este le escribiera a la poeta Ana María Simo miembro de la generación agrupada alrededor de Ediciones El Puente, la editorial fundada por el también poeta José Mario y una de las tantas víctimas del ansia castrista de control absoluto. Simo es la amiga en París a que se refiere el título y a quien García Ramos le escribía para coordinar las gestiones para sacarlo de Cuba, la isla donde la homofobia de Estado y la persecución ideológica la habían vuelto inhabitable para el autor de las cartas.
Las cartas de Una amiga en París van desde abril de 1968 hasta septiembre de 1972. Son años de triste recordación que incluyen la mencionada Ofensiva Revolucionaria; el escándalo que fueron objeto los libros Fuera del juego de Heberto padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat tras recibir los Premios UNEAC de 1968; la devastadora Zafra de los Diez Millones; la detención del propio Padilla por la Seguridad del Estado; el feroz Congreso de Educación y Cultura de 1971 y el subsiguiente proceso de “parametración” con que expulsaron del mundo de la cultura a todo el que no les pareciera lo suficientemente adecuado política, sexual o estéticamente. A todos estos sucesos se refiere García Ramos en medio de sus tribulaciones burocráticas ya sea para gestionar su salida como para encontrar algún oasis en el desértico mundo laboral cubano, árido sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba poca simpatía por el régimen o “desviaciones” ideológicas o sexuales que por aquellos años venían a ser más o menos lo mismo.
Gracias a la sensibilidad y a la acuciosa disciplina con que García Ramos reporta desde las incidencias del Salón de Mayo en La Habana hasta un artero ataque de ladillas nos vamos haciendo una idea íntima y tremendamente compleja de aquellos años. García Ramos no es lánguido burgués de Memorias del subdesarrollo y cuyo distante reporte se interrumpe en la Crisis de los Misiles de 1962. El protagonista de Memorias al menos vivía de las rentas y sus amoríos eran vistos con cierta comprensión por los mismos encargados de vigilarlo. El reportaje de García Ramos viene de años tan terribles como los de Memorias pero todavía más oscuros, menos iluminados por el recuerdo colectivo. Encima, en su doble condición de “gusano” y homosexual, García Ramos era doblemente marginado, vigilado y sus aventuras sexuales debían ser tan clandestinas como sus lecturas. Uno puede entender lo importante que fueron para el autor estas cartas donde podía expresarse con una libertad y una lucidez imposibles en su vida cotidiana. Lo mismo da cuenta de las últimas medidas tomadas por el gobierno para apretar las clavijas económicas o políticas que de su propio embrutecimiento y alienación y del “espectáculo de mi propia depauperación individual”.
Se puede pensar que cualquiera con dos dedos de frente y con ojos y oídos para percibir lo que ocurría a su alrededor podría haber escrito una crónica honesta de aquellos años. Pero sucede que no. Donde los Carpentier, los Vitier o los Eliseo Diego sobornados por las imposiciones de la Historia o incluso los Lezama o los Piñera, atenazados por el miedo, no se atrevieron a confesar en sus cartas más íntimas lo que sentían y pensaban, la coherencia intelectual y la integridad ética de un García Ramos (auxiliado por cierto candor juvenil) fue capaz de dar cuenta honesta de tiempos en que tantos aplaudían a los verdugos de su libertad. Aún consciente del peligro de hablar por lo claro (“No puedo manifestar ni un segundo, con nadie, mis preferencias políticas o sexuales, por ejemplo. Me liquidarían sin contemplaciones”) el autor de las cartas no incurre en el pecado mayor de mentirse a sí mismo y rechaza el régimen en el que sobrevive no por sus fallas circunstanciales sino por su propia esencia: la de “encasillar en patrones abstractos los deseos y necesidades de millones de criaturas vivas y darles (o pretender darles) a todos ellos por igual, la misma supuesta satisfacción”.
La estrecha vigilancia ética a la que García Ramos somete al régimen que lo constriñe se redobla cuando juzga sus propias tácticas de supervivencia. Reconoce que por mucho que se refugie en su ironía y sus lecturas
cuando llega la hora de celebrar chistes y comentarios mediocres, cuando es preciso perder tiempo y hacer concesiones (porque hacer lo contrario, rebelarse, carece absolutamente de sentido), todas esas lecturas se van a la mierda. y un diálogo genial de una obra de Camus no penetra sino nominalmente en nuestra sensibilidad y sólo tenemos escasamente unos segundos para darnos cuenta, con un estremecimiento de sorpresa y de confirmación a la vez, que estamos siendo tragados por ese personaje que nos hemos visto obligados a inventar, y que nuestros actos ya no se corresponden ni en lo más mínimo con nuestro ser más íntimo ni con nuestras aspiraciones ni con nuestra inteligencia.
Hundido en los intestinos del castrismo García Ramos no renuncia a entender el régimen más allá de sí mismo. Sobre todo en relación con el mundo occidental que todavía veía el comunismo con simpatía. Pero no por ello acepta el relativismo “de que la existencia es prácticamente insoportable en cualquier parte” para hacer de su vida en Cuba algo más aceptable. En los mismos días en que Michel Foucault se declara admirador de Mao Zedong en el París al que García Ramos sueña escapar, el cubano acepta con orgullo su condición de desertor de la Gran Marcha de la Humanidad hacia el Porvenir. Al escribir estas cartas se resiste a que su experiencia sea reducida a lo que aparezca en “los sesudos ensayos de periodistas ladinos y experimentados, ni en los discursos, ni en las estadísticas, ni en los libros de historia académica, vida que sólo se puede captar por la expresión desgarrada del que la sufre”. El corresponsal se resiste a ser mero objeto de la descripción de los que peregrinan al paraíso revolucionario. Como Padilla en su famoso poemario García Ramos se sale del juego en el que solo tienen derecho a ser escuchados los devotos de la religión del progresismo. “Quizás, sí, me he convertido sin remedio en un reaccionario ajado y sin gran dosis de vitalidad: no me importa. No es de los libros ni de las creencias políticas en boga de donde tengo que sacar una verdad; es de mí mismo, de lo que con mi torpe existencia pueda llegar a descifrar”.
En todo caso, a pesar de contar con todas las disculpas posibles Una amiga en París evita caer en el patetismo. El humor que recorre estas cartas se lo impide. Un humor entendido no como el impulso de tirar a broma incluso lo más terrible sino el esfuerzo por distanciarse de su propio sufrimiento para poder apreciar mejor el profundo sinsentido que lo produce. Al fin y al cabo la tragedia siempre termina dignificando sus causas. En cambio, todo el acoso y la marginación por los que pasa García Ramos no le impiden apreciar la ridiculez y el absurdo del régimen que lo oprime. Comprende, por ejemplo, que de aceptar los principios sobre los que erige el “hombre nuevo” guevariano él mismo quedaría despojado de todo rastro de dignidad.
Digámoslo: sobrevivimos sólo para que sobre nuestros huesos pasen las sonrosadas piernecitas de estos gozadores del futuro. Ellos son la pureza. Ellos son la garantía de una salvación. Nosotros no; nosotros somos un rebaño de seres monstruosos y deformes, viles y cínicos, que apenas logramos por momentos convencernos de nuestra inservible condición histórica. Por eso estamos (sí, desde luego, dichosa y divinamente) preparados para desaparecer. [...] Somos criaturas, repito, convencidas de su próxima, necesaria e inexorable desaparición.
En el episodio más humillante que recogen estas cartas, el del interrogatorio por el que debe pasar su autor sobre sus preferencias sexuales conducido por militares que supuestamente evalúan su incorporación al Servicio Militar Obligatorio, termina convertido en una falsa teatral titulada El golpetazo del oprobio. En dicha farsa, mientras que el autor se reserva el papel de “El Incomprendido”, le asigna a sus interrogadores personajes nombrados “Primera Señora” y “Segunda Señora”. No obstante, las hilarantes escenas que describe no le ahorran al lector lo vejatorio de una situación que incluye parlamentos (tomados del natural) dignos del orwelliano interrogador de 1984:
Aquí tenemos nosotros toda la información, pero queremos que seas tú mismo el que nos hables del asunto y ver hasta qué punto podemos confiar en ti. Nosotros no queremos destruirlos a ustedes [los homosexuales, se sobreentiende], sino ayudarlos. Cuando tú termines de hablar, nosotros te vamos a dar un consejo. Nosotros no hacemos nada con pasar este expediente tuyo al departamento de lacras sociales…
Hay que agradecer la escritura, rescate y publicación de estas cartas de cuya importancia el autor estaba consciente incluso a medida que las redactaba. En algún momento, García Ramos al revisar correspondencia acumulada reconoce quedar impresionado por su volumen: “¿es así como se escriben esos enormes libros que leemos? ¿Esas novelas alemanas interminables? […] ¿Te imaginas que en esas trecientas cuartillas puede haber por lo menos cien de un interés más permanente?”. La edición de estos cinco años de confesiones epistolares, interrumpidas por el traslado de la destinataria a Estados Unidos, suma 161 páginas que nos traen, junto con noticias fresquísimas del pasado, una pequeña epopeya de la dignidad humana. La de un escritor que, abandonada toda esperanza de expresarse públicamente, no renuncia al deber fundamental de todo ser humano de ser honesto consigo mismo, cualesquiera que sean las circunstancias. Y pocas circunstancias pueden ser más asfixiantes que las de un ser inteligente, honesto, independiente y sensible en medio de una sociedad que ha optado por la necedad y la obediencia.
Interrumpida la correspondencia en 1972 a García Ramos todavía le faltarían ocho años para poder escapar de Cuba a través del éxodo de Mariel. Uno puede lamentar la pérdida de lo que el autor pudo haberle contado a su confidente en aquellos años pero también vale preguntarnos si estamos dispuestos a padecer tanta verdad.
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