¿Cuántos ángeles caben en un alfiler? ¿Para qué ir a estudiar a una universidad? ¿Para adquirir más conocimientos? ¿Para ganar más dinero? ¿Para alcanzar una más profunda comprensión del mundo que nos rodea? ¿Para conseguir un título que nos abra camino en el mercado laboral? ¿Para descubrirnos a nosotros mismos y nuestras posibilidades? ¿Para conocer personalidades afines que nos acompañen el resto de la vida como colegas o como cómplices? ¿Para adquirir herramientas con las que ayudar a cambiar el mundo? ¿Por pura inercia social o familiar? ¿Para ser más respetado en la comunidad? ¿Para validarse a sí mismo? ¿Para reexaminar nuestras vidas? ¿Para usarlo como instrumento de ascenso social? ¿Cómo vía de maduración intelectual y emocional? Cualquiera de estas razones sirve para que cada año millones de estudiantes ingresen en el sistema educativo norteamericano, incluso si no se las han planteado seriamente y prime, entre todas las fuerzas que lo impulsan a hacerlo, las de la inercia social y familiar. Razones que no siempre son complementarias o incluso compatibles pero que se pelean en la conciencia de cada estudiante.
La educación superior, por si no se había notado, se va haciendo una experiencia cada vez menos elitista, más masiva y democrática. Si para 1960 solo el 7.7% de la población norteamericana se había graduado de college (y el 41.1% de high school) ya para el 2021 los graduados universitarios del país lo constituían el 37.9% de la población mientras los graduados de high school abarcaban el 91.1%. No obstante, pese a este crecimiento en los últimos años se aprecia una tendencia decreciente en la matrícula en las universidades. Si en el año 2010 se alcanzó la matrícula máxima de estudiantes en los Estados Unidos con 21,019,438 en el 2023 la cantidad de estudiantes matriculados ha retrocedido en más de dos millones para un total de 18,939,568.
Se mencionan varias causas para explicar este descenso que va desde la contracción de la tasa de natalidad en las últimas décadas hasta el monstruoso aumento en el precio de las matrículas. El efecto del Covid 19 tampoco debe obviarse teniendo en cuenta que la reducción de las matrículas se hizo algo más aguda a partir del estallido de la pandemia en 2020. Lo cierto es que, apartando el descenso en la natalidad, el promedio de estudiantes de high school que se matriculan en estudios superiores se ha reducido en un 7.8%.
Las universidades se han hecho, por otra parte, mucho más diversas que en las décadas anteriores. Si en 1976 las minorías étnicas o raciales representaban apenas el 15.39% del total de la matrícula en los estudios superiores hoy alcanzan ya el 44.34% de los matriculados. En el caso de los estudiantes de origen hispano estos han pasado de representar apenas un 4% de la matrícula universitaria (cuando ya representaban un 6.5% de la población total del país) a constituir el 20% mientras representan el 19.1% del total de la población.
Todo lo anterior son estadísticas, números que no representan en su complejidad los profundos cambios que se han venido produciendo en las universidades norteamericanas. Desde los tiempos en que los graduados universitarios no llegaban siquiera a ser la décima parte de la población a la actualidad el funcionamiento, impacto y percepción de la educación universitaria dentro de la sociedad ha cambiado muchísimo. Para empezar los diplomas universitarios han pasado a ser de un blasón de exclusividad a una necesidad elemental en un mercado de trabajo cada vez más exigente y sofisticado.
Por otra parte, la masificación de la educación superior —al margen del impacto que puede tener en la calidad de la educación— hace que sea percibida de manera distinta por el resto de la sociedad, empezando por el detalle de que la proporción sin estudios superiores va encogiéndose cada vez más. Ya no se trata de la relación entre una élite universitaria con el resto de sus conciudadanos sino de un cambio de naturaleza.
Esa manera de consenso colectivo en que ha devenido la Inteligencia Artificial resume la evolución de las universidades de esta manera: “En su origen [medieval], la educación superior era una forma de mostrar fe religiosa o adquirir conocimientos sobre ciencias y campos prestigiosos. Desde entonces, la educación superior se ha transformado en una forma de pensar críticamente sobre la sociedad, la política y los valores, crecer personal e intelectualmente, refinar el carácter y formar sensibilidades”. Se nota que la Inteligencia Artificial no se ha dado una vuelta por las aulas en estos tiempos. Que se quedó trabada en algún punto situado a 20 o 30 años de distancia y trató de completar los años restantes con pura lógica matemática. Una lógica que no le permitiría adivinar que en lugar de esa imagen idílica presidida por la razón y el espíritu crítico la universidad actual se parece cada vez más a la de los orígenes donde se estudiaba como “forma de mostrar fe religiosa”, para acercarse a algún dios.
Convertida en el principal frente de la guerra cultural, la universidad norteamericana actual se debate entre dos visiones religiosas. (Una de las posibles etimologías de la palabra religión la vincula al latín religare o sea, lo que religa, conecta, a la gente entre sí). En el caso norteamericano tenemos, por una parte, la visión liberal y su confianza ciega en el progreso y, por la otra, la conservadora y su desconfianza no menos ciega hacia cualquier cambio. Entendida como búsqueda de sentido absoluto —sea basado en un poder sobrenatural, o en principios filosóficos, ideológicos o morales— la religión es lo contrario del conocimiento. El conocimiento entraña una cadena de descubrimientos inesperados y contradictorios, justo lo contrario del sólido amparo que ofrece la fe. Hoy, como en el medioevo de las primeras universidades, cualquier conocimiento que contradiga alguna variante de la fe es observado con sospecha por cualquiera de los bandos cuando no con abierta hostilidad. De un lado vemos las presiones en los estados de mayoría conservadora por alterar o restringir los programas de estudios en todos los niveles. Por otro, el clima para la discusión abierta sobre una buena variedad de temas se va haciendo cada vez más intimidante bajo el pretexto de que las discusiones más abiertas pueden herir sensibilidades de grupos a los que muchas veces ni siquiera se les consulta si desean que se tomen tales precauciones con ellos.
Viví por 28 años en un sistema totalitario donde incluso conseguí graduarme de una de sus universidades. Si viviendo allá me hubieran dicho que los políticos norteamericanos aprobarían leyes para coartar la enseñanza en la universidad o que habría palabras impronunciables y parcelas completas de la realidad sobre las que sería imposible discutir libremente habría dado por hecho que se trataba de mera propaganda comunista. Antes mencionaba la tremenda expansión en número y diversidad que ha experimentado la universidad norteamericana en el último medio siglo. Sin embargo, su incesante democratización no puede ser solo numérica. Un mayor y más diverso número de estudiantes universitarios requeriría afrontar el reto que esto representa con mayor libertad, no con más restricciones. De otra manera más que intentar entender el mundo que se nos viene encima lo estaríamos condenando a quedar fuera de nuestras aulas por ser demasiada peligrosa su manipulación. Eso sería una opción en el medioevo, cuando una mínima parte de la población sabía leer y todavía una porción menor tenía acceso a las universidades. Tiempos en que se podían dar el lujo de discutir durante semanas sobre el género al que pertenecían los ángeles o cuántos de estos cabían en la punta de un alfiler. Entrados de lleno en el siglo XXI, la realidad de las universidades y la del mundo que las rodea merece ser tenida en cuenta sin temores si es que se entienden los estudios universitarios por algo más que una transacción comercial cuyo objetivo final sea únicamente obtener un diploma. ¿Recuerdan todas las razones para entrar en la universidad que mencionaba al inicio del artículo? Pues, descontando la obtención de un diploma y la inercia, todas las demás se verían insatisfechas.
*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine
1 comentario:
Las universidades americanas parecen ser hoy en día vendedoras de costosas patentes de corso para asegurarse la entrada en algún disímil trabajo que sólo requiere tener un diploma universitario “en cualquier cosa” (por descontado se tiene adentrarse en la selva laboral con el lastre de una cuantiosa deuda ya de inicio).
Las más “prestigiosas” universidades, tienen dotaciones provenientes de acaudalados donantes en los miles de millones de dólares que sólo se reflejan en el aumento constante de una bien pagada y redundante burocracia administrativa que en muchos casos, supera el número de facultad y casi el número de alumnos (¡!). Poco se ve esa afluencia económica en la reducción del costo de las matrículas o incremento en becas.
Lo que se llama eufemísticamente hoy en día “educación superior”, y me refiero mayormente a las “Humanidades” (por el momento las carreras de STEM parecen estar a salvo), ha pasado de ser valiosa tiempo atrás, a ser simplemente cara.
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