Por Jorge Brioso
Todo libro de ensayos que valga la pena esconde al menos una revelación. Historia y masoquismo, de Enrique del Risco, nos regala dos y media, pues al libro lo atraviesa un espectro y estos nunca se develan por completo. La primera define al masoquismo como el lado invisible, ultravioleta, de la utopía. Hay que apresurarse a aclarar, de la mano de su autor, que “aquí el masoquismo no [se entiende] como conducta sexual, por supuesto, sino como «la satisfacción o placer que se experimenta a través del dolor propio, ya sea físico o psíquico, y de la humillación, la dominación y el sometimiento»”. Si la utopía no es otra cosa que la ideología cuando se disfraza de lo onírico, lo que viste a los dogmas –el costado férreo del deber ser– con el traje del anhelo, del delirio, del desenfreno; el masoquismo –tal y como se le define en este libro– es el rostro oculto del deseo que acecha detrás de toda aspiración utópica. Más allá de lo posible –esa tierra de nadie que tratan de cartografiar las utopías– solo existen formas de sujeción mucho más arduas que la realidad más opresiva pues en ellas resulta quimérico intentar discernir entre deseo y deber, entre libertad y necesidad. Enrique Del Risco nos invita a que hurguemos en la trastienda, aquello que solo se revela en negativo –las dosis de humillación que esconde el anhelo por lo perfecto– de los regímenes totalitarios.
También existe el masoquismo por cuenta ajena y es cuando se vive atrapado en el sueño del otro y forzado a recrear en la vigilia, en el día a día, los desvaríos nocturnos de quien se va a la cama hastiado del prosaísmo que impone lo real, la existencia cotidiana. Quienes viajan a las antípodas de la isla de Jauja lo hacen para liberarse allí, aunque sea por unos días, del consumo –de la presión de tener el carro del último modelo, la ropa de marca, etc.–, o de esa conectividad con todos y con todo que agobia tanto. Nunca la ascesis fue más gozosa: se descubre en la miseria ajena lo fútil del lujo propio. Gracias a esa forma de sufrimiento vicario se accede a un goce cívico, edificador, otium cum dignitate, tal y como lo definían los viejos humanistas: el deleite de aprender cuán poco necesitan los otros para sobrevivir. E irse a casa, regresar del sueño, con proyectos de enmienda.
“El totalitarismo –en Cuba como en cualquier sitio– más que un régimen político es una cultura, una civilización, una costumbre”. La segunda revelación de este libro tiene que ver tanto con su novedosa manera de entender el fenómeno totalitario como con el tipo de relato histórico que exige esta forma de interpretarlo. La palabra clave para descifrar esta propuesta interpretativa es costumbre. ¿Qué forma adquiere lo consuetudinario en realidades que se definen por su ruptura radical con el pasado? ¿Cómo se narra la intrahistoria –todo lo que pasa mientras nada sucede, el antes y el después de la irrupción de lo nuevo– de los acontecimientos revolucionarios que marcaron, para bien o para mal, la historia del siglo XX y que siguen condicionando esta nueva centuria? Lo que se propone en la segunda parte del volumen –a través de pequeños relatos, de microhistorias– es una mirada caleidoscópica hacia el totalitarismo: una visión plural y desde lo minúsculo para descifrar un fenómeno al que suele asociársele con lo monolítico y lo ciclópeo. Se hace la historia del hambre, de la intolerancia. Se narra el dentro y el contra del espacio revolucionario; también su racismo y su homofobia. La historia de cómo todo, incluso una campaña de alfabetización, se puede convertir en otro medio para hacerle la guerra –Clausewitz con esteroides– a aquel que disiente ya sea con lápices, fusiles o, incluso, a voz en pelo.
El gran calvo de Vincennes-Saint-Denis, al escribir las microhistorias de la sexualidad, la locura, la prisión, la mirada médica, trataba de reventar el sensus communis. A la topografía que demarca lo que una época entiende como lo posible –eso y no otra cosa es el sensus communis— se le concibe únicamente como un espacio de coerción. Respecto a la verdad solo se reconoce su voluntad de dominio. Tanto el concepto de archivo, como el de genealogía –los dos grandes dispositivos retórico-epistemológicos que regían este estilo de trabajo historiográfico– buscaban desenterrar las voces, las formas de subjetividad que habían sido negadas, silenciadas, excluidas. Se historiaba los hospitales, la prisión, las fábricas, incluso las escuelas, como ejemplo de lugares donde se disciplinaban los cuerpos, se exorcizaba a la razón de sus demonios y se purgaba al espacio público de todo lo que se consideraba indeseable. Todo eso y mucho más también lo habían hecho las utopías totalitarias que se suponía iban a emancipar a los humanos de la sujeción de la propiedad y el capital y desterrar del espacio público la gris vulgaridad que las sociedades burguesas habían vertido sobre todo lo existente. Lo paradójico era que, para realizar esta labor, los demiurgos del totalitarismo necesitaban a su vez dinamitar el sensus comunis. Sus juglares se definían como cantores de lo imposible porque lo posible –aquello sobre lo que se sabe demasiado– era solo lo trillado, lo consabido, el peso muerto de la tradición. Se convertían las creencias que demarcaban el espacio de lo legítimo en simples prejuicios y rezagos del antiguo régimen. Lo imposible, además, solo le reconocía validez a la norma en su momento instituyente: aquel en el que el líder y las masas ocupan la calle y a golpe de decretos pavimentan el terreno desde el que se redefine lo lícito y lo ilícito. Así se crea un nuevo adentro cercado esta vez por antagonistas. Una norma que es hija de la excepción solo puede imaginar lo que vive fuera de sus lindes como una negación absoluta.
El tipo de microhistoria que practica el autor en este libro desmitifica el momento excepcional-instituyente al reconstruir su prehistoria: se relata todo lo que sucedió antes, en aquellos días anodinos que antecedieron al acontecimiento que hizo –al menos a ojos de la mayoría– que todo cambiara. Pongo un ejemplo. El ensayo “El humor y el canario en la mina” –que hace una historia de la censura y la intolerancia durante el periodo revolucionario, usando como ejemplo el humor– se estructura a partir de una regresión ad infinitum que termina por retrotraer el origen del veto a la libertad de expresión casi al mismo día del triunfo de la Revolución cubana. Fijar el “acta de nacimiento de la intolerancia hacia la creación en la Cuba post 1959 en junio de 1961”, cuando Fidel Castro pronuncia el célebre discurso “Palabras a los intelectuales”, no solo es una ilusión, sino que es un error de perspectiva histórica. El ensayo, de hecho, propone otra fecha –mucho menos conocida y de una supuesta menor trascendencia–: el 6 de febrero de 1959, cuando se ataca a un caricaturista por dibujar con bombines a los acompañantes de Castro en sus visitas a la Sierra Maestra.
El ensayista tampoco se conforma con esta corrección. Hay siempre una fecha anterior, menos conocida aún y en apariencia más intrascendente. A la espalda del acontecimiento excepcional se apilan los pequeños sucesos del día a día, lo imposible solo se entiende si se hunden los pies en el barro de lo real. “Cuando veas caricaturas arder, pon tu constitución en remojo”, nos alerta Enrique Del Risco. La suspensión de las garantías constitucionales, la construcción de un régimen a partir de un permanente estado de excepción, se inicia un día cualquiera y a partir de intentos de vetar lo que hasta ese momento resultaba nimio.
He hablado de las revelaciones, queda el espectro.
Un nuevo fantasma recorre el mundo y este libro: las revueltas. La que irrumpe en las páginas que me ocupan supone tanto la negación de esos dioscuros que son la utopía y el masoquismo, como de los hábitos que sedimentan el suelo totalitario. El fantasma del 11J, de ese día que permitió que nos asomáramos, aunque fuera solo por unas horas, a lo que vive fuera del miedo, a la intemperie del Estado totalitario. La forma en que se debe historiar ese evento no se ha revelado aún. Esperemos que no termine sepultado por ese falso superlativo, el –azo, que condena a una excepcionalidad estéril ya que no logra tejer una trama común con otros sucesos de la historia; como sucede en los casos del Bogotazo, Cordobazo, Caracazo, Maleconazo… La singularidad del nombre con el que se designa a esta rebelión, 11-J, lo distingue, al menos en un sentido, de las otras revueltas que se han mencionado. Que se le denote por una fecha ilustra el hecho de que fue un acontecimiento que abarcó todo el territorio nacional y que no se vio circunscrito a solo una ciudad o a un lugar específico. Sin embargo, si en la historia futura no se encuentran ecos de este evento, su anomalía y extrañeza podría ser aun mucho mayor que la de las rebeliones ceñidas a un solo punto en el espacio.
No hay forma de escapar de una cárcel hecha de tiempo.
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