sábado, 18 de marzo de 2023

Las palabras mágicas*


El Museo Británico ha decidido dejar de llamar "momias" a los cadáveres embalsamados que presenta, en cambio, se referirán a ellos como "personas momificadas". La noticia ha escandalizado a muchos: el Museo Británico ha decidido dejar de llamar “momias” a los cadáveres embalsamados que presenta y en adelante referirse a ellas como “personas momificadas”. Mientras “momia” ahora le parece al museo “deshumanizante” se supone que decir “hombre, mujer, niño, niña o persona momificado"” alentará a los visitantes al museo “a pensar en el individuo", en el ser humano. Sigue esto el principio que hoy proscribe en las universidades hablar de “esclavos”. En su lugar se habla de “personas esclavizadas” bajo el mismo argumento de que la palabra “esclavo” es deshumanizante. Así, en los libros de historia aquellos seres humanos serán tratados como propiedad de otros, sometidos a los mismos tratamientos humillantes, pero al menos recibirán el respetuoso epíteto de “seres esclavizados”.

He leído libros académicos recientes sobre la esclavitud donde no se dice una sola vez “esclavo” sino “persona esclavizada”. Sin embargo, no creo que dicho término humanizara a quienes se refería más que cuando se les llamaba “esclavos”. Como toda rutina, la repetición del término va quitándole fuerza y termina creando las mismas asociaciones que la palabra “esclavo”. Eso sí, el tener que leer una y otra vez dos palabras en lugar de una nos recuerda continuamente la majadería del historiador que en lugar de cuestionar la antigua rutina de manera creativa prefiere sustituirla por otra.

No hace mucho un amigo, magnífico traductor a quien le encargaron que vertiera al español el discurso “I Have a Dream” de Martin Luther King Jr., decidió dejar a los “slaves” del discurso de Dr. King como “esclavos”. Mi amigo, aunque partidario del término “persona esclavizada”, entendió que usar allí esa expresión no solo pervertía el contexto en que Dr. King pronunció su famosa alocución. También traicionaba su ritmo y su cadencia que era una manera de hacerlo con el propio legado del orador. ¿Saben quiénes no tendrían tales escrúpulos con las palabras? Los que alguna vez se consideraron dueños de aquellas personas y con derecho a hacer con ellas lo que quisieran. Si a aquellos esclavistas se les hubiese pedido decir “personas esclavizadas” con tal de mantener su propiedad sobre ellas lo habrían aceptado sin dudarlo. Ellos, mejor que nadie, entenderían la prioridad de conservar su poder mientras simulaban rendirse a la superstición de las palabras.

No seré yo, profesor y escritor que vive por y para las palabras, quien niegue el poder de estas. La Historia es testigo de cómo los más perversos poderes, para afianzar su control sobre sus oprimidos, inventan vocabularios que luego heredamos por pura inercia convirtiéndonos en caja de resonancia de esta o aquella forma de opresión. Poderes que se llaman a sí mismos “estado”, “reino” o “revolución” y a sus enemigos “bandidos”, “escoria” o “alimañas”. También la Historia nos muestra cómo los oprimidos, para dejar de serlo, muchas veces voltean tales vocabularios y cambian sus significados ya sea llamando “tiranía” a lo que se presenta como gobierno legítimo o “crimen” a lo que se presenta como acto de justicia. Pero de ahí a creer que instalando nuevas rutinas en el lenguaje se puedan redimir póstumamente las injusticias pasadas o presentes va un buen trecho. Y, sin embargo, ese parece ser el principio que se va imponiendo: tanto se confía en que las palabras consigan por sí solas cambiar la realidad que en los centros de enseñanza se va imponiendo la superstición de que basta cambiar de vocabulario para que este consiga lo que las sociedades no han hecho por sí mismas. Aunque haya que incurrir en el ridículo de intentar resucitar la dignidad de viejas momias llamándoles “personas”.

La creencia de la humanidad en las propiedades mágicas del lenguaje es tan antigua como ella misma. Bajo esa convicción se creó ese uso privilegiado del lenguaje que hoy llamamos poesía. ¿No decía San Juan en su evangelio que en el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios? El actual fervor lingüístico que recorre nuestras instituciones culturales y académicas tiene su origen —aparte de en esa milenaria pulsión que encontramos en los libros sagrados— en el llamado “giro lingüístico” que dio la filosofía en el siglo XX. Se partía del principio de que el trabajo conceptual de la filosofía no puede lograrse sin un análisis previo del lenguaje. Después de que Marx se propusiera usar la filosofía para transformar la realidad, filósofos como Wittgenstein prefirieron atenerse a un principio más modesto: los límites del mundo son los límites del lenguaje. Y Heidegger lo afirmó de modo más oscuro y sugerente: “el lenguaje es la casa del ser”.

La vulgarización de estos principios ha conducido a la noción de que se puede transformar la realidad por el mero requisito de cambiar el lenguaje, gesto que consigue mezclar ingenuidad, voluntarismo y pereza. El resultado concreto, tal y como se puede comprobar en las aulas universitarias, es que si bien están por demostrarse los efectos benéficos que traigan en las momias y los esclavos de antaño, la adopción de epítetos más respetuosos termina siendo contraproducente. La esencia actual de los debates académicos reside no en entender mejor la realidad sino en competir por quién posee un vocabulario más inmaculado para designarla. El ejercicio intelectual al que se deben las universidades se va reduciendo entonces a mera retórica ritual. De ahí que la preocupación por cometer alguna blasfemia lingüística se priorice a establecer una comunicación inteligente y significativa en nuestras clases. Más que llevar el pensamiento un poco más allá de donde lo encontramos, nos preocupa estar al día sobre los nuevos tabúes que genera esta nueva religión retórica. Poco importa que se incurra en el ridículo de aplicar la justicia retroactiva a momias con tres milenios de antigüedad si con ello nos sentimos más virtuosos.

Quien más sufre estos continuos deslizamientos de la racionalidad es, a fin de cuentas, el sentido común, que no es poca cosa. Porque es el sentido común lo que a nivel social nos permite distinguir la realidad de las ficciones y entender que la palabra “momia” designa a los restos de lo que alguna vez fue una persona sin necesidad de articularlo ni pensar que con ello se ofende a un ser que murió hace tres mil años. La erosión del sentido común más que tener un efecto mágico sobre la búsqueda constante y universal de justicia abona el terreno para el imperio de la hipocresía y el sofisma que no es precisamente lo que deseamos legar a las nuevas generaciones. Un mundo en el que los supersticiosos del lenguaje terminen entendiéndose de maravillas con los opresores más astutos. Y mientras el común de los mortales busca orientarse en esa niebla de ficciones, los reaccionarios de toda la vida se presentarán como la voz de la razón, paladines de la sensatez.

*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

2 comentarios:

Miguel Iturralde dijo...

Ya que estamos en esas, "person@ esclavizad@" y "person@ momificad@". Saludos

Anónimo dijo...

Me recuerda la medida adoptada en algunos Estados de EEUU de prohibir que las aves se pueden criar en corrales por considerarlo como "abuso animal", pero cuando llegan a cierto tamaño se matan y los "humanos" los cocinamos y nos los comemos.