No, éste no es el
capítulo destinado a emitir anuncios, el momento que usted aprovecha para ir a
orinar o para buscar cualquier chuchería en el refrigerador o en la despensa.
Aquí se habla del medio más elemental y barato de que se vale la mercadotecnia:
darle un paquete de volantes a alguien que los distribuirá a los peatones, los
echará en los buzones del barrio o por debajo de las puertas. Porque en algún
momento empecé a alternar los ocasionales trabajos como ayudante del Tigre con
la repartición de volantes. Conseguí ese empleo gracias a Silvia, en la academia
de computación donde trabajaba. En aquella época estaban de moda las academias y
la competencia entre ellas se dirimía en el frente de la publicidad. Las que
apenas podían permitirse una docena de profesores acudían a la distribución de
impresos a la entrada de institutos de enseñanza media y universidades. Por lo
general era sólo una hora al día, de
ocho a nueve de la mañana en el horario de entrada de los estudiantes. Pagaban
mil pesetas la hora. Si la repartición era más de una vez el mismo día en el
mismo sitio el precio de la hora bajaba a las setecientas cincuenta pesetas.
Lo peor del
trabajo era el frío y el deseo de los estudiantes, condensado en miradas y
gestos, de que te evaporaras en el acto. Con el frío no había otra opción que
abrigarse bien y dar saltitos a cada rato para que no se te congelaran los
pies. Con las malas miradas –más bien escasas― no había mucho que hacer. En
general, los estudiantes eran bastante educados. Tomaban su papelito y seguían
camino e incluso con cierta frecuencia llegaban a mascullar las gracias. Una
buena parte echaba los volantes en el cesto más cercano aunque a algunos no les
alcanzaba la paciencia para llegar hasta él y los soltaban a medio camino. En
realidad nada de eso me incomodaba mucho. Lo único desagradable que llegaban a
hacer era tomar el volante en la mano, estrujarlo con furia frente a ti y luego
arrojarlo a tus pies. Todo sin decir una palabra. Por suerte eran muy pocos los
que se tomaban tanta molestia en aquellos intercambios mudos de gente
amodorrada a primera hora del día. Lo que me fastidiaba era tanto esfuerzo en
demostrarle su desprecio a gente que ―con tanto derroche de papel― sólo le
hacía daño a los árboles. Puede que lo hicieran en un arranque de conciencia
ecológica. Nunca me quedó claro.
No era un mal
trabajo después de todo y no requería de ninguna habilidad especial. Sólo la de
llegar a tiempo y aguantar la hora correspondiente en el lugar que nos
asignaran. Gracias a ese empleo conocí buena parte de los alrededores de Madrid
y sus respectivos centros de enseñanza: un instituto de economía en Vicálvaro,
varias facultades de la Complutense, la Universidad Autónoma de Madrid y
algunos sitios más que no recuerdo. Si se exceptúa una conferencia que di en la
Complutense sobre literatura a los estudiantes de Ana, ese fue todo mi contacto
con el mundo educativo durante mi estancia en España.
Lo mejor del
trabajo era la compañía. La academia nos enviaba en parejas a repartir volantes.
Casi siempre íbamos Ricardo y yo, pero prefería hablar con los que repartían
volantes por otras academias. Se trataba de aquellos mismos que, según las
leyes de la competencia, debíamos derrotar en el campo de la publicidad de
infantería, pero con quienes, una vez llegados al frente, enseguida pasábamos a
confraternizar. Por lo general eran españoles y duraban poco. Ganar mil o mil
quinientas pesetas al día no era atractivo para nadie por alta que estuviese la
tasa de desempleo. El único que permaneció repartiendo volantes todo el tiempo
que estuve era un español que rozaba los cincuenta. Era el factótum de una
academia rival y no le pagaban por horas. Ésa era una de las tantas
obligaciones que requería su empleo. Y fue una suerte porque era un tipo de
conversación fluida y repleta de detalles interesantes. Una suerte de erudito
de la cotidianidad española. Hablábamos de músicos, futbolistas y otras
celebridades locales, de costumbres españolas, historia reciente o del origen
de alguna frase que estuviese de moda. Por él me enteré de las letras
alternativas al himno de España una vez anulado el texto original compuesto por
José María Pemán en tiempos de Franco. O de las ocurrencias del entrenador de
fútbol Helenio Herrera, el autor de la célebre frase “con diez se juega mejor”.
O del origen de ciertas costumbres que ni siquiera habían adquirido el rango de
tradición. Por él tuve acceso a mucha de esa trivia que los libros suelen
desdeñar, pero que es decisiva para comprender la vida de un país e irla
asumiendo con cierta conciencia.
Yo tenía muy poco
que ofrecerle. Cuando me preguntaba por alguna tradición cubana equivalente a
las de España, muchas veces tenía que confesarle que había sido reemplazada por
algún ritual diseñado por el gobierno. Al principio se esforzaba por entender
cómo era la vida en mi país, pero la minuciosa retahíla de miserias que
componían la rutina cubana lo abrumaba y enseguida cambiábamos de conversación.
La miseria suele ser aburrida incluso si se conoce de segunda mano. Sin embargo,
siempre nos buscábamos para continuar nuestro palique sobre cualquier pequeñez
que se me ocurriera preguntarle y él respondía con gusto y detalle. Con las
intermitencias a que obligaba el curso escolar, la repartición de volantes fue
el trabajo más constante que tuve entre semanas hasta que comenzó mi aventura
como editor de una revista en noviembre de 1996.
*Capítulo del libro Siempre nos quedará Madrid. El volante que ilustra el texto es uno de los que repartía en aquella época y que acabo de encontrar.
*Capítulo del libro Siempre nos quedará Madrid. El volante que ilustra el texto es uno de los que repartía en aquella época y que acabo de encontrar.