Por Enrique Del Risco
La Historia no la escriben necesariamente los vencedores. La Historia suelen escribirla historiadores que sí, con frecuencia están a sueldo de los vencedores que son los que quedan en mejores condiciones para subvencionar a los historiadores después de cada contienda. Pero incluso cuando la Historia no la escriban los vencedores debemos tener en cuenta que la Historia como tal no está compuesta de hechos sino de palabras. Compuesta por un lenguaje que refleja otra guerra, la guerra de insultos, invectivas, descalificaciones que precede y acompaña a las acciones físicas. Una guerra en la que —y en eso Goebbels, el ministro de propaganda nazi, lo tenía claro— no ganan necesariamente la inteligencia y la racionalidad sino la repetición y el volumen.
La entronización en Cuba a partir de 1959 de un régimen político totalitario impuso reglas de juego más a tono con los preceptos de Goebbels. Ya no se trataba de la propaganda elaborada por un gobierno o por la prensa afín para difamar a sus opositores. A partir de entonces se erigió un sistema que no solo controlaba por completo la esfera política sino también los medios de difusión masiva, la publicidad, las casas editoriales, el sistema educativo un complejo y ubicuo entramado de organizaciones de masas para imponer la ideología y voluntad política de su líder. Cada vez que Fidel Castro comparecía ante las cámaras de televisión para pronunciar sus maratónicos discursos —que en la década del sesenta alcanzó una frecuencia semanal— sus palabras eran transmitidas por todos los canales de televisión existentes y por todas las emisoras nacionales de radio. Pero no solo eso: en los días siguientes sus palabras eran reproducidas literalmente por toda la prensa escrita y luego “discutidas” —esto es repetidas, machacadas y digeridas— en multitud de “círculos de estudio” cual si de textos bíblicos se trataran. Y más allá de esto sus principales frases eran repetidas en vallas por todo el país, en los actos matutinos de las escuelas o en los textos oficiales por los que estudiaban niños y adultos. O luego servían de exergo a los libros académicos para justificar la visión del autor que las más de las veces era la del poder que lo autorizaba a existir como tal.
Pero no pretendo decir que esos discursos que se agolpaban en la prensa nacional conformaban la mentalidad de los cubanos a su imagen y semejanza. Después de todo muchas veces los nuevos discursos negaban lo que se había dicho en los anteriores. Más importante que la difusión de las ideas del líder fue la deformación del vocabulario cubano hasta incapacitarlo para dar cuenta de su propia realidad. La escritora Masha Gessen al estudiar el caso soviético afirma que “la capacidad de dar sentido a la propia existencia en el mundo es propia de la libertad” y que “el régimen soviético despojó a las personas no solo de la aptitud para vivir en libertad, sino también de la capacidad para comprender cabalmente de qué se les había despojado y cómo había ocurrido esto”. Así el régimen buscaba “aniquilar la memoria personal y la memoria histórica tanto como el análisis académico de la sociedad” y su sistemática labor de propaganda fue de hecho un ataque a “la humanidad de la sociedad rusa, que perdió las herramientas e incluso el lenguaje para entenderse” (Gessen.15) De eso precisamente quiero hablar en esta ponencia: del lenguaje del castrismo. Porque no se trata solo de que la sociedad cubana haya perdido las palabras para explicarse a sí misma sino que estas han sido sustituidas por un léxico ideado para hacer más profunda tal incomprensión.
El lingüista judío alemán Victor Klemperer apuntaba en su estudio de La lengua del Tercer Reich que en el esfuerzo propagandístico de los nazis “el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles” ni nada “que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes”. De acuerdo con Klemperer el “nazismo se introducía más bien en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente” (Klemperer.31). Klemperer, lingüista al fin, estaba convencido de que “el lenguaje no solo crea y piensa por mí sino que guía a la vez mis emociones”. Y lo decía ante la evidencia de que incluso la caída del Tercer Reich no había conseguido llevarse consigo el lenguaje que creó sino que este persistía incluso entre quienes desde una ideología contraria intentaban describirlo.
Si observamos el caso cubano debemos reconocer el triunfo casi total de la neolegua totalitaria. El léxico impuesto desde el poder ha sido adoptado no solo por su sistema de propaganda o por sus repetidores dentro o fuera de la isla sino por el cubano de a pie, por los cubanos cultos, por los exiliados, por los académicos de adentro o afuera, por castristas o anticastristas. Las expresiones usadas para definir el régimen cubano “Revolución Cubana”, “Cuba socialista” son las escogidas por él mismo; su peor crisis no conoce otra denominación que la de “Período Especial”; a la disidencia que se produjo dentro del seno del Partido Comunista a finales de los sesenta la llaman por el despectivo epíteto de “microfracción” y a la destrucción de los remanentes de pequeña empresa y el trabajo por cuenta propia en 1968 se le conoce como “Ofensiva Revolucionaria”; y al repunte ideológico y represivo alentado por el apoyo chavista y la campaña alrededor del balserito Elián González se insiste en llamarle “Batalla de las Ideas”. Cualquier intento por describir lo que ha pasado en la isla en las últimas décadas con mayor apego al fenómeno en sí y menos al vocabulario que ha producido es visto como tendencioso, extremista, poco objetivo. La lengua del castrismo ha demostrado ser, en fin, su baluarte más firme. De tan ubicua y aceptada que es se ha vuelto invisible incluso para sus propios detractores.
Uno de los casos en los que la lengua del castrismo ha mostrado su eficacia es en nombrar a sus enemigos. En su intento de negarles agencia, dignidad, voluntad propia y, llegado el caso, hasta su propia humanidad. En ese sentido la palabra “gusano” fue y sigue siendo un hallazgo ejemplar. Aparecida en el apogeo de la instauración del régimen totalitario y cuando este encontraba una mayor resistencia interna, el término imitaba “la visión apocalíptica nazi” en la que al decir de un estudioso los judíos “putativos enemigos de la civilización […] eran representados como organismos parásitos —como sanguijuelas, parásitos, piojos, bacterias o vectores de contagio” (Smith.15). El propio Hitler había proclamado en su Mein Kampfque “El judío es y será siempre el parásito típico, un bicho, que, como un microbio nocivo, se propaga cada vez más, cuando se encuentra en condiciones adecuadas. Su acción vital se parece a la de los parásitos de la Naturaleza. El pueblo que le hospeda será exterminado con mayor o menor rapidez” (Hitler.185-186).
El primer discurso donde Fidel Castro menciona la palabra “gusano” corresponde al del día 2 de enero de 1961. Allí la repite nada menos que 23 veces. Su estrategia para entronizarla se hace evidente. Empeñado en representar el papel de David frente al Goliath norteamericano Castro debe reconocer no obstante la existencia de una resistencia interna pero insistiendo en su total dependencia del enemigo externo. “Ese enemigo poderoso —dice Castro— ha sido el encargado de “revolver la gusanera” aquí en nuestro país […] Y los gusanos se han removido, los gusanos se han agitado”. La resistencia interna no sería una reacción de descontento ante el régimen sino el rezago de un pasado putrefacto porque “los gusanos no pueden vivir sino de la pudrición […] no podían vivir ni hacer de instrumentos del imperialismo, como no fuese en el mundo y en el medio corrompido en que vivía nuestro pueblo antes del día luminoso del 1ro de enero de 1959” (Castro. 2 de enero, 1961). Y si yo hablaba antes de un hallazgo es porque “gusano” al tiempo que difama al contrario retiene una suerte de desparpajo popular. Gracias a eso consigue entrar en el vocabulario corriente como una disyuntiva frente a la que cada cubano debía definirse. Una disyuntiva que se resume en este diálogo de la película Memorias del subdesarrollo: “Tú no eres revolucionario ni “gusano”. “¿Entonces qué soy?”. “Nada, tú no eres nada”.
Fotograma de "Memorias del subdesrrollo" |
Con el epíteto “gusano” se busca, además, reducir la complejidad de la oposición al castrismo —desde el latifundista hasta el revolucionario frustrado— a una imagen elemental y única. Según Klemperer el principio en que se basaban los insultos nazis era este: ¡Que tus oyentes no se planteen un pensamiento crítico, trátalo todo de manera simplista! Si hablaras de varios adversarios, alguien podría pensar que tú, el aislado, tal vez no tuvieras razón… Así pues, redúcelos a un común denominador, ponlos todos juntos en un paréntesis, establece un rasgo común entre ellos” (Klemperer.254)
Cartel reciente contra la bloguera Yoani Sanchez |
Pero con tal epíteto no se buscaba únicamente significar la “esencia corrupta y servil” de los así llamados “gusanos” sino también justificar su exterminio. Elías Canetti explica en su famoso libro Masa y poder que con la animalización del contrario el “detentador del poder además que degrada a los hombres hasta convertirlos en animales […] degrada a nivel de alimaña todo lo que no es apropiado para ser dominado, y finalmente lo extermina por millones” (Canetti.382). No sorprende que en un discurso Fidel Castro admita que “a los que no podamos convencer ni persuadir ni neutralizar, a los que nos combatan, a los que nos hagan la guerra sencillamente [deberemos] hacerles la guerra […] a los contrarrevolucionarios activos, como parásitos que son […] como gusanos que son […] como servidores del imperialismo que son [debemos] exterminarlos” (Castro.13 de marzo,1961).
No fue “gusanos” la única designación utilizada por el castrismo contra sus adversarios. Otra que ha tenido empleo extenso es la de “mercenario”, asociada desde 1961 a los miembros de la brigada 2506 derrotada en Playa Girón. Incluso antes que desembarcaran a lo largo de la bahía de Cochinos ya Fidel Castro había desarmado a los futuros invasores de cualquier objetivo autónomo llamándolos “mercenarios”. En un discurso del 4 de marzo de 1961, cuando todavía faltaba más de un mes para la proyectada invasión Castro repite 21 veces el vocablo. Como para asegurarse que penetrara en el léxico de su sistema de propaganda y a su vez en el de toda la nación.
Y así fue. De la eficacia del vocablo da cuenta la manera en que se entronizó en el habla coloquial cubana. Al punto que en la conocida canción “Memorias” de un cantautor “contestatario” como Carlos Varela al tiempo que evoca la censura contra “los discos de los Beatles” añade, con aire alegre que “cambiamos mercenarios por compotas/ cuando Playa Girón” (Varela). El régimen consideró este término lo suficientemente eficaz como para que entrado el siglo XXI, ante la aparición de una nueva hornada de disidentes, volviera a endilgárselo como si una nueva invasión se tratara. Si esta vez el término no ha calado en el habla popular al menos justifica la insistencia de la prensa oficial en cuestionar las fuentes de financiamiento de los disidentes y presiona a estos a que den explicaciones sobre su financiamiento.
También está el caso de la expresión “bandidos del Escambray”, usada para calificar a las guerrillas rurales que enfrentaban al régimen cubano en los años sesenta. Fue una frase que al mismo tiempo cuestionaba la catadura moral de los rebeldes y reducía a fenómeno local lo que fue —en su momento de mayor actividad— una serie de levantamientos guerrilleros que abarcó todas las provincias del país. Aunque Fidel Castro hablara profusamente de “bandas contrarrevolucionarias” curiosamente el término “bandidos” fue poco usado por este para referirse a los que se rebelaban contra su régimen. Pero es obvio que el sistema de propaganda fue instruido al detalle de cómo debía manejarse ante ese fenómeno. De manera que la represión contra estas guerrillas campesinas fue conocida como Lucha Contra Bandidos y el esfuerzo por exterminarlas fue oficialmente bautizado como la “Limpia del Escambray”. Tal manipulación lingüística ha sido lo bastante exitosa como para que rara vez se use el término “guerrillas” para referirse a esta forma de resistencia ni siquiera entre los historiadores del exilio. En su afán de exterminarlos el régimen estaba consciente que el cerco y el aislamiento físico al que sometió a estos combatientes no estaría completo sin el correspondiente acoso lingüístico.
La imaginación mostrada por el régimen castrista para destruir a sus contrarios ha sido demasiado profusa para no pretender siquiera resumirla en esta ponencia. Sin embargo, no quisiera cerrar este recuento sin referirme a otro epíteto que marcó época en la Historia cubana. Me refiero a “escoria”. Su uso se circunscribe especialmente al año 1980 y a los sucesos que desembocaron en la crisis de la embajada del Perú en el que casi 11 mil personas buscaron refugio en la sede diplomática peruana en La Habana y al posterior éxodo por el puerto del Mariel de más de 125 mil cubanos hacia los Estados Unidos. Una palabra hasta entonces extraña al habla cubana aparecía indisociable de aquellos sucesos.
No fue Fidel Castro el primero en pronunciarla. Al menos no en sus discursos. La menciona el 1ro de mayo de ese año cuando la crisis llevaba un mes de iniciada y ya era el término oficial usado por la prensa para aludir a los que intentaban escapar. En esta ocasión, al parecer, el régimen prefirió que dicha palabra pareciera surgir del propio pueblo, un clamor popular que era en realidad el muñeco del ventrílocuo. Hasta donde he podido investigar la primera mención que aparece en el órgano oficial del partido Comunista de Cuba, el diario Granma, es el 7 de abril, a una semana exacta de la entrada en la embajada de los primeros solicitantes de asilo en un editorial titulado “La posición de Cuba”. El objetivo de este es presentar a los refugiados como antisociales (haciendo énfasis especialmente en la condición homosexual de “no pocos de ellos”), seres que no merecían ser protegidos por ninguna ley de asilo político. Dice el editorial:
Como dijo Fidel en la clausura del último Congreso de la Federación de Mujeres Cubanas, la histórica empresa de hacer una revolución y construir el socialismo es absolutamente voluntaria y libre. Aunque en nuestro país no se persigue ni hostiga a los homosexuales, entre los que se alojaron en el patio de la embajada peruana había no pocos de ellos, amén de aficionados al juego y a las drogas que no encuentran aquí fácil oportunidad para sus vicios (“La posición de Cuba”)
Luego el editorial exhibe sus dotes telepáticas: “Nuestro pueblo trabajador piensa unánimemente: “¡Que se vayan los vagos! ¡Que se vayan los antisociales! ¡Que se vayan los lumpens! ¡Que se vayan los delincuentes! ¡Que se vaya la escoria!” (“La posición de Cuba”). Difícil suponer que tal palabra apareciera espontáneamente en boca del pueblo. Sobre todo si se piensa que este ya disponía de otros términos como el de “gusano” que también se usó profusamente en aquellos días. Pero el régimen tenía buenas razones para poner a circular otro apelativo. Si se atiende a la lógica con la que se presentó la palabra “gusano” su recuperación dos décadas resultaba embarazosa para el régimen. ¿Acaso los gusanos no anidaban en la podredumbre? Llamarles gusanos en 1980 equivalía a reconocer que la llamada revolución producía su propia putrefacción. De ahí que el término “escoria” pareciera más apropiado. El residuo que sobrenada en los hornos al fundir los metales parecerá demasiado rebuscado como invención popular pero conveniente para presentar a los refugiados como el deshecho de la forja de una nueva sociedad. Esa era la imagen que trataba de ofrecer de sí mismo un régimen que quería convertir la fuga masiva de sus ciudadanos en expulsión de desechos. No por gusto un artículo que publicara en aquellos días el entonces viceministro de relaciones exteriores cubano Ricardo Alarcón se titulaba “El acero y la escoria” (Alarcón).
“Escoria” fue el epíteto obligatorio para definir a aquellos que escaparon en el ochenta. Tanto como para que en la prensa cubana aparecieran titulares como este: “Declara Alto Comisionado de ONU que la escoria que ha ido a EEUU no son refugiados porque no son perseguidos políticos” (Armendariz.6). Todavía hoy se asocia automáticamente aquel éxodo a la palabra “escoria”. El escritor Juan Abreu, miembro insigne de aquella generación, recuerda cómo en Barcelona, al mencionar el año de su partida un joven recién salido de Cuba le comentó: “Así que tú eras parte de la escoria”. Abreu aclara que “la palabra fue pronunciada a la ligera, sin intención peyorativa. Todo lo contrario, sonó como una burla a la forma en que el régimen cubano calificó a los ‘marielitos’” (Abreu.10). Y sin embargo Abreu no deja de traslucir una incomodidad que resuelve invocando a algunos —hoy muertos ilustres— que en aquellos días llamaban “escoria”. En primer lugar a Reinaldo Arenas “esa escoria cubana” de quien Abreu se precia de “haber sido amigo”. Arenas le basta a Abreu para reconciliarlo con su “país, que lo dio a él, en una época llena de cobardes, delatores, oportunistas y canallas” (11). Y Abreu también piensa en otros escritores como Roberto Valero, Guillermo Rosales o en el artista Carlos Alfonzo. Y al invocar aquella noche a sus muertos Abreu confiesa: “Volví a ser lo que más soy, un marielito, una escoria. Es decir, una forma de ser transgresor, marginal, según lo veo. Un hombre orgulloso de venir de donde viene. Alguien feliz de haber nacido en el mismo lugar que estos amigos que acabo de recordar. De esta gente que sabía que uno no puede venderse en lo fundamental, ni claudicar en lo fundamental. Yo no creo en Dios y, sin embargo, alzo los ojos a este cielo pastoso e imploro por ellos, con humildad llena de vida y de peligro: “Por favor, no olvides a la escoria” (14).
No estoy seguro que la manera más recomendable de lidiar con la lengua del castrismo, una lengua creada para controlar nuestras emociones y pensamientos, sea la de Abreu: esa prestidigitación con que convierte un insulto en motivo de orgullo. Después de todo Abreu es un poeta, condición que casi ninguno de nosotros comparte. Y no lo digo porque Abreu literalmente escriba poesía sino por la especial atención y uso que hace del vocabulario heredado. Pero podríamos imitarlo al menos en esa atención e intención máximas con que hace uso de una lengua que fue creada para dominarnos.
Bibliografía
Alarcón de Quesada, Ricardo. “El acero y la escoria”. Granma, 13 de mayo, 1980, p. 6.
Armendariz, Jorge. “Declara Alto Comisionado de ONU que la escoria que ha ido a EEUU no son refugiados porque no son perseguidos políticos”. Granma, 17 de junio, 1980, p. 6.
“La posicion de Cuba”. (Editorial). Granma, 7 de abril, 1980, p.1.
Castro. Fidel. “Discurso pronunciado en el desfile efectuado en la Plaza Cívica, el 2 de enero de 1961”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f020161e.html
---------------. “Discurso pronunciado en el acto de recordación a los Mártires del Asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, celebrado en la Escalinata de la Universidad de La Habana, el 13 de marzo de 1961”.http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f130361e.html
Gessen, Masha. El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo. Madrid: Turner Publicaciones SL, 2018.
Hitler, Adolf. Mi lucha. file:///C:/Users/enris/Downloads/Adolf%20Hitler-Mi%20Lucha(1).pdf
Klamperer, Victor. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Barcelona: Editorial Minúscula, 2012.
Perez Murillo, María Dolores. La Revolución Cubana filmada por Tomás Gutiérrez Alea. https://e-archivo.uc3m.es/bitstream/handle/10016/24789/Revolucion_Perez_CIHC_2017.pdf
Smith, David Livingstone. Less than human : why we demean, enslave, and exterminate others. New York: St Martin Press, 2011.
Varela, Carlos. https://www.letras.com/carlos-varela/1266095/
4 comentarios:
Nada, que hay que escoger entre el bochorno y el desprecio, y aunque sea menos noble, el desprecio es más fácil.
Abreu tiene un blog, Emanaciones (emanaciones.com), que refleja bien su pensamiento sobre muchos temas. Su posición con respecto a Cuba, en general, es de un desprecio corrosivo, y mucho desprecio que Aquella Plasta merece. No digo que no haya otra opción, pero cada cual tiene que encarar el maleficio castrista de alguna manera, y esa manera incluye no solamente protegerse sino vengarse del mismo—y lo de Abreu, como lo de Arenas, definitivamente tiene un fuerte elemento de venganza.
Cada cual reacciona de la manera que mejor vaya con su carácter. Igual vale la pena discutir cual de las maneras de reaccionar es más eficaz para "superar" Aquello de manera colectiva.
Unas breves observaciones, querido Enrique, a tu estimulante ponencia. Como término, “marielito”, ya que lo usas, fue mucho más denigrante que “escoria”, dado que no solo disminuía a los recién llegados sino también los desnaturalizaba, despojándolos efectivamente de su identidad. Muchos lo sufrieron. La marca de Castro, bastante artificiosa e inusual incluso para lo que acostumbraba, fue ideada como justificación de un rechazo político y también como calmante para los adeptos que no les quedaba otro remedio que quedarse. Como término apenas motivó cierta aceptación socarrona entre los endosados que se salvaban, por así decirlo. En este y en algún otro caso, no todos, los de afuera fueron más efectivos que su condiscípulo extraviado de adentro, pero nada de extrañar, todos se formaron en la cofradía de Belén. Pero, regresando al término de marras, nada invisible para los avezados en la lectura entre líneas de aquel entonces, la historia es más bien otra. Vale recordar que Castro no podía a comienzos de los ochenta denominar simplemente como “gusanos” a los nuevos desafectos sin reconocer de pasada su ineptitud para erradicarlos en los sesenta. Si los “gusanos” retornaban perpetuamente, eso significaba que el castrismo estaba destinado a una continua derrota. Ya Castro había tenido problemas para justificar internamente los algo más de cien mil votos en contra que había admitido en la consulta de la constitución de 1976 y la necesidad de dejar claro que lo sucedido no era político le era imperiosa y apremiante. Como solución, se le ocurrió o probablemente le sugirieron, el término más parecido al germanismo lumpenproletariat, pero sin llegar a este: los presos, los homosexuales y los locos que incluyó en la estampida le aseguraban el triunfo, pero esa es otra historia. Como coda, temo que recurrir o tomar como guía el ‘Lingua Tertii Imperiia’ sea caer sin sombrilla en el vacío de las analogías: ¿No fue Klemperer el primero en afirmar (en ‘I Will Bear Witness. A Diary of the Nazi Years’, entrada de la mañana del 26 de mayo de 1941), que el sionismo era igual al hitlerismo, como forma de racismo? En este sentido, Klemperer es el verdadero pionero de la resolución 3379 (1975) de la Asamblea General de la ONU. En cuestiones de lenguajes totalitarios, las polaridades valen más que las similitudes, y si de fuentes se trata en nuestro charco, vale más buscar en los tratados de Cipriano Suárez y su compañía, o en el caso específico de “escoria”, en el manual de Fedoséiev, Popov y Artiómov que en cualquier otro. Con todo mi afecto, R.
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