viernes, 4 de octubre de 2019

¿Existe una literatura cubana post-exilio?*


Disipado el fervor planetario que trajera el anuncio de la normalización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos este entusiasmo ha sido substituido por pequeñas esperanzas particulares. Y es que el homo sapiens es más que un animal que sueña con su muerte. El humano es un animal que espera. Que espera, sobre todo, rellenar la distancia que lo separa de su muerte con alguna razón para ilusionarse. Frente a la certeza del fin, juega con la posibilidad de con algo que le dé sentido a lo irremediable. Los cubanos no somos animales menos ilusos que el resto de los humanos. Si acaso inspiramos en estos días más ilusión. No es que el anuncio simultáneo de Barack Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014 haya sido, hasta ahora, infecundo en beneficios. Sucede que solo ha beneficiado a los mismos de siempre y si acaso a dos o tres listillos más. Ante esa evidencia habrá que buscarse nuevas consolaciones y, como ocurre muchas veces, en lugar de ir a buscar el consuelo a su hábitat natural, la religión, termina buscándose en la literatura.  

Ya que la realidad cubana no ha querido inmutarse con los gestos diplomáticos —piensan unos cuantos— indaguemos en la literatura. Toca preguntarse, por ejemplo, si existe una literatura cubana post-exilio. O sea, cuestionarse si la literatura ha sido capaz de superarse a sí misma allí donde la realidad sigue empantanada en el mismo sitio. Y entonces parece inevitable referirse al famoso discurso vienés de Roberto Bolaño. Ese en el que decía no creer en el exilio sobre todo “cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”. O sea, que si rechazamos la mera asociación del exilio a la literatura ¿de qué valdrá preguntarnos por un postexilio literario? Pero —nos responderemos, ladinamente, con otra pregunta— ¿qué podía hacer Bolaño cuando lo invitaban a hablar de dos cosas (en este caso de literatura y exilio) si no era declarar la inexistencia de al menos una de ellas? Pero nada mejor para neutralizar a un Bolaño que otro Bolaño. Contrarrestarlo con lo que dice en el siguiente párrafo del mismo discurso sobre aquellas personas “que entendieron el exilio como en ocasiones lo entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud ante la vida”. El exilio, ya sea como la condición de que hablaba Joseph Brodsky o como la actitud de la que discurseaba Bolaño, parece resultar un compañero de cama de la literatura poco creíble a pesar de lo abundante que ha sido su prole. Por difícil que nos sea imaginar la literatura sin exiliados como Ovidio, Dante, Voltaire, Victor Hugo, T.S. Eliot, Ezra Pound, James Joyce, Samuel Becket, casi todos los escritores del Boom latinoamericano o todos los escritores judíos.
¿Qué decir entonces del post exilio? ¿De algo que existe solo en relación a una mera condición, a una actitud? ¿Qué hacer con un concepto (como cualquiera que contenga el prefijo post) que con sólo mencionarse resulta sospechoso? Sospechoso por la comodidad y la pereza mental que produce la invención de algo nuevo a partir del recurso de añadirle a lo viejo el prefijo “post”. Sucumbir a la tentación asumir que la realidad ha sido anulada, superada y rebasada por otra que, cuando menos, tiene la ventaja de la novedad. El prefijo “post” es una invitación a vivir en el “como si”. De manera que el concepto de lo postnacional nos invita a pensar o comportarnos como si la nación ya no existiera en la misma medida en que el postmodernismo nos invitaba a pensar y comportarnos como si la modernidad ya fuese cosa del pasado. Entonces una literatura cubana post-exilio nos estaría invitando a escribir o incluso a leer como si el exilio y las circunstancias que le dieron origen ya hubiesen desaparecido. Como si ya viviéramos en una realidad post-exiliada y post-dictatorial.
Términos como “post-dictadura” y “post-exilio” han sido utilizados en las últimas décadas para referirse a buena parte de la producción literaria latinoamericana tras la epidemia de dictaduras que asoló el continente en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, para que en el resto de Latinoamérica se hablara de una literatura post-dictatorial o post-exiliada se tuvo la precaución de esperar a que terminaran las dictaduras en sus respectivos países y sus exiliados se sintieran perfectamente libres de regresar a sus países cuando quisieran. En ese sentido un tanto anacrónico (en el de la historia política, digo) una literatura cubana post-exilio sería una literatura de anticipación. Hasta podría hablarse de una literatura cubana post-real. Los escritores cubanos —tan proclives a la novedad— estaríamos iniciando al mundo en una nueva corriente literaria. Una corriente a la que se le podría llamar post-realismo: ficciones que serán a la realidad política y social lo que la ciencia-ficción a la ciencia y a la tecnología.
Visto de cierta manera, el post-exilio, como el dinosaurio de Monterroso, siempre estuvo ahí. Ese era el discurso del poder duro cubano cuando trataba de anular la idea misma de la existencia del exilio. Era su manera de convencer al mundo (y auto convencerse) de que fuera de la Revolución efectivamente no podía existir nada. De establecer su poder castrista hecho consumado, universal e irrebatible. Literalmente. Ese discurso de anulación retórica del contrario era su manera de hacer impensable cualquier acto de resistencia interior (“los presos políticos no existen”, “la oposición no existe”, “no son otra cosa que mercenarios”) o exterior (”los exiliados no existen”, “no son otra cosa que agentes de la CIA, mercenarios del gobierno norteamericano”). Un discurso que le permitía achacar toda resistencia a su poder a su enemigo favorito que no era otro que el “imperialismo yanqui”. Esos intentos de despolitizar a la emigración cubana, de convertirla en ente neutro, han terminado engendrando hallazgos linguísticos como el de “comunidad cubana en el exterior”. O que incluso el concepto de emigración —de vieja prosapia emancipadora— se delineara como un ente que sólo podía encontrar sentido en su reintegración a la Nación. (Reintegración simbólica porque en el plano de lo real todo se mantenía en su sitio: la Nación en la isla y la Emigración —incluso la más dócil— en la distancia). Los noventa, con el pragmatismo forzoso que trajo la desaparición del bloque soviético obligó al régimen a un cambio fundamental: se pasó de convertir automáticamente en enemigo político a todo cubano que hubiese optado por emigrar (hubo un tiempo en que la simple solicitud o tenencia de un pasaporte dentro de Cuba a título particular era sospechosa) a abrir la posibilidad de que pudieran existir cubanos que emigraran por motivos diferentes a los políticos. Que no fueran automáticamente traidores. Ese fue el primer paso hacia la conversión de todos los emigrantes en económicos.  No obstante se dejaba entrever que cualquier declaración política adversa se castigaría —entre otras posibles represalias— con la negación del derecho a visitar su país de nacimiento: o sea, con el destierro más o menos oficial.
Por otra parte la misma condición exiliada ofrece unas cuantas paradojas: su carácter supuestamente temporal y contingente —algo que debería ocupar el espacio que existe entre una partida forzosa y un regreso deseado, una suerte de limbo político, psicológico o sentimental— en el caso cubano ha mutado en algo muy parecido a la eternidad. Los exilios cubanos han sido los más desmesurados del continente: sobre todo si se piensa el que transcurrió durante las últimas ocho décadas de dominación española (1823-1898), cuando el resto del continente se adentrada en su existencia independiente y en el que comenzó en 1959 y continúa hasta el presente. La extensión de estos exilios genera la paradoja de una condición o actitud contingente que se va eternizando, petrificando, hasta constituir una realidad —o una irrealidad— tan consistente y duradera como la que genera la geografía nacional. Tal contrasentido ha producido múltiples variantes de literatura post-exiliada incluidas las que intentan apartarse de las más evidentes tentaciones que trae la condición exiliada. No es la menor, desde el punto de vista creativo, considerar al exilio, en tanto trinchera de resistencia a lo real, como lugar privilegiado para la creación. Después de todo la creación siempre se ejerce a partir de una distancia y resistencia a lo real. Pero al mismo tiempo el exilio, más allá de que le asistan todas las razones y lógicas del mundo, sobre todo si se extiende demasiado, está abocado a convertirse en trampa política o en trampa moral: la trampa de la comodidad o la trampa de la pureza. El exilio te mantiene incontaminado de la realidad, tanto de la que trataste de huir como de aquella en la que transcurres. Y lo que se gana en infalibilidad política y pureza moral necesariamente se pierde en capacidad de interactuar (entender, representar, modificar) con cualquier realidad.    
Digamos que una literatura post-exilio existirá siempre que exista exilio, aunque solo sea como aspiración: la existencia del exilio es inconcebible sin la fe en un más allá político, económico y social pero también psicológico, ético o imaginativo. No obstante, escribir desde un más allá cuando todavía se está en el más acá, desde ese post-exilio un tanto precoz, contrae varios riesgos y el del ridículo no es el menor de ellos. Al contrario de la literatura exiliada la del post-exilio no se define ni por la distancia ni por la resistencia. La escritura post-exiliada puede existir tanto como crítica o intento de superación de los automatismos y vicios de la condición exiliada o como mera reconciliación con las circunstancias que dieron origen a dicho exilio. Lo pueden ser tanto las últimas novelas de Reinaldo Arenas, o los libros de Juan Abreu o de Néstor Díaz de Villegas como los textos de autores que escriben como la dictadura que los expulsó en su debido momento fuera un recuerdo lejano, casi amable. Digamos que en esa versión un tanto anticipada una literatura post-exilio puede obedecer tanto a un gesto abierta o sutilmente subversivo como a una rendición en toda regla.
Un acontecimiento político —el anuncio simultáneo de un proceso de normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos por los gobernantes de ambos países— si bien no modifica apreciablemente las circunstancias que produjeron el prolongado y masivo exilio cubano de las últimas décadas ha afectado, de una manera que sospecho irreversible, el modo en que este se percibe. Ya sea por entusiasmo mediático o por puro aburrimiento narrativo la ficción de que la dictadura cubana existía como contrapeso a la agresividad imperial norteamericana se hizo carne en la convicción de que el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos normalizaría a su vez la realidad cubana. El guión soñado por el exilio durante décadas ha sufrido una modificación radical: su fin no coincide con la salida de la familia Castro del poder sino con la normalización de tal poder en términos de aceptación internacional ante un hecho hace tiempo consumado. De manera que la condición de post-exilio si no es una realidad política al menos se ha constituido en moda. La moda de la temporada, vale decir. Poco importa si el régimen cubano sigue coartando los derechos de sus ciudadanos o si sigue produciendo exiliados: es difícil en estos días reclamar la condición de exiliado sin sentirse ridículo: tan anacrónico como un bombín o un zapato de dos tonos. Para declararse exiliado se requiere una mezcla de audacia propia y de desinterés por la opinión ajena. Es irrelevante que la realidad no haya cambiado en su esencia represiva cuando su percepción colectiva se ha modificado de manera radical. O si ciertos cambios en la dinámica del sistema desde mediados de los años 90 han estado desdibujando los límites tan claramente trazados treinta años antes. Entre el allá y el acá. Entre el “ellos” y el “nosotros”. Cierto distanciamiento de la distancia que ya implica el exilio se impone para que una obra literaria rebase el mero estado de la nostalgia definido por consignas del tipo “contra Fidel estábamos mejor”.    
En lo personal que me preocupen demasiado las etiquetas no me va a impedir ser etiquetado. Ahora mismo acabo de terminar una novela que posiblemente reciba la etiqueta de literatura post-exiliada sin habérmelo propuesto. Mientras intentaba reconstruir la existencia de una comunidad de exiliados cubanos en un sitio concreto —a orillas del río Hudson, en la confluencia de los estados de Nueva York y Nueva Jersey— en un momento concreto —el presente— me di cuenta que de lo que trataba mi historia era del fin de una época y del inicio —incierto y desalentador— de otra. Pero en realidad pensaba menos en términos de exilio político o post-exilio que en el de la rearticulación de una identidad colectiva fuera de sus límites geográficos. En la resignación o la esperanza de asumirnos como comunidad más allá de la tierra de origen o de destino.
El escritor Eduardo Mendoza alguna vez ideó la fórmula “pre-post-franquista” para referirse al franquismo a secas y para de paso advertirnos de lo ridículo que pueden resultar los circunloquios. El exilio es un circunloquio: el que eligen los que no tienen prisas por convertirse en héroes o mártires pero tampoco han perdido del todo la esperanza de ser vistos como tales. La literatura es otro circunloquio para referirse a la realidad sin exponerse directamente a ella. O sea, que literatura exiliada es pura tautología y literatura post-exiliada es algo así como tautología redoblada. Spinoza afirmaba que todas las cosas tienden a persistir en su ser. Agregar cualquier adjetivo a lo sustancial literario puede ser relevante o no siempre que no se le exija renunciar al deber primordial de ser. Incluso cuando el deber patriótico de los constructores de naciones imponga, como recomendaba Ernest Renan, el ejercicio voluntario del olvido. Eso sería lo razonable, lo sé. Pero el día en que lo literario se atenga a los principios de lo razonable habrá renunciado a lo sustancial que lo ha hecho sobrevivir a las peores circunstancias que es haber sabido zafarse —a veces sin proponérselo— de las servidumbres de la razón y la conveniencia.
Enero, 2016

*Respuesta a encuesta que realizara la escritora Lizabel Mónica sobre el tema en cuestión a finales del 2015.




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