Me impongo de tarea imaginarme a Fidel Castro como algo
distinto a un tirano sociópata que destruyó mi país. Por ejemplo, como al
revolucionario bienintencionado que, a su pesar, el país se le hizo mierda
entre las manos. No sería difícil, pienso. Lo conseguí al menos durante la
infancia y la adolescencia. Poco después, cuando el desastre se iba haciendo más
evidente (“hace ya mucho tiempo, ahora me es difícil recordarlo” decía el poeta)
acudíamos al “Él no lo sabe”. Para que una vez y otra nos dejara entrever que Él
lo sabía Todo. Incluso lo que hacíamos a sus espaldas. Como con el mercado
negro: sabía dónde hacíamos nuestras compras, cuánto nos costaba. Que pudiéramos
hacerlo era otra muestra de su generosidad infinita.
Durante años tratamos de exculparlo de lo que hacía y lo
que dejaba de hacer y, aunque las cuentas no salían, insistíamos. Como si se
tratara de una matemática superior donde las cifras se acomodaban a nuestra
voluntad pero sobre todo a la Suya
Supongamos que durante décadas Fidel Castro tuvo las
mejores intenciones. Que pensaba que, con todos sus defectos, el régimen que
había instaurado en el país era lo mejor que le había ocurrido desde antes de
la llegada de Cristóbal Colón a sus costas. Hacerse la ilusión de que, con toda
su chapucería congénita, el comunismo era el caballo ganador en la carrera de
la Historia. Pero llegado el año 1990 con toda Europa del Este pasándose a las
huestes del capitalismo ya no podía hacerse ilusiones. Ni sobre el futuro del
comunismo ni sobre la funcionalidad de un régimen como el cubano. Podría haber intentado
salvar al país de la miseria mediante una reforma profunda. Pero prefirió no
arriesgarse. Entre las necesidades del país y las de su poder no lo dudó un segundo.
Su cálculo resulta transparente: cualquier reforma real -una reforma que solo
él tenía el poder para llevarla a cabo- equivalía a reconocer el modo abusivo y
temerario en que había conducido la economía del país durante años. A conceder
que los fusilamientos a los que se resistieron a la implantación del comunismo
en Cuba no tenían justificación. O a reconocer ante los que había enviado a
difundir el evangelio leninista por el mundo fusil en mano que sus órdenes
habían sido criminales e inútiles. O la poca razón que había tenido para
fusilar a alguno de sus colaboradores más cercanos y eficaces poco tiempo
atrás. En cambio, si conseguía sostenerse en el poder el tiempo suficiente para
que pasara la calentura libertaria que trajo la desaparición del bloque
soviético el mundo terminaría por darle la razón. La historia lo absolvería. Y
con el tiempo de reliquia de una utopía obsoleta se convertiría en profeta de
las nuevas huestes de la resistencia al neoliberalismo. Él no se había
equivocado, eran los otros los que se habían reblandecido, los que habían
traicionado. En todo el mundo se hablaba de la caída del Muro de Berlín, de
revoluciones de terciopelo. Cuando se decidió a mencionar por vez primera el
derribo del muro de Berlín, dos años después, Fidel Castro le aplicó el término
desmerengamiento que implicaba como causa del desastre la blandenguería de los
dirigentes comunistas.
Si antes había conducido al país de manera absurda y
arbitraria ahora que no representaba otro poder que el suyo propio el
Comandante en Jefe decidió hacerlo de manera aun más absurda y arbitraria
todavía. Como si, de admitir que se había equivocado en algo, era en no haber
sido lo bastante disparatado. No se trataba solo de la contracción brutal que
le impuso a una vida cotidiana de por sí precaria. A partir de entonces intentó
curar los desastres que sus proyectos faraónicos le habían causado a la
economía nacional con otros proyectos igual de monstruosos, igual de
ineficaces. Fue en aquellos años que llevó adelante las construcciones para los
juegos Panamericanos, los antiecológicos pedraplenes para desarrollar el turismo
en los cayos de la plataforma insular. Cuando intentó desarrollar el cultivo de
variedades especies de plátanos que nos curaran el hambre o cubrir las
carencias alimenticias con hortalizas cultivadas en medio de los edificios en
las ciudades. Sí, en las mismas ciudades en las que no podías dejar nada sin
encadenar porque te lo robaban.
El invicto Comandante parecía vivir en un mundo paralelo
a nuestras miserias, en el que la única crisis que parecía existir era la del
sistema capitalista, donde los únicos que pasaban hambre eran los africanos o
el resto de los latinoamericanos, en un país donde apenas había espacio para
sus grandiosos planes. Una isla impermeable a la desnutrición, la avitaminosis
y las epidemias. Se le veía a gusto con su actitud de Quijote empeñado en
enfrentarse a la Historia cuando esta se dirigía en dirección contraria con
once millones de Sanchos Panzas a su lado, contrastando la fantasía de su caballero
con la realidad. Y sin embargo múltiples detalles desmentían su aparente
desconexión con la realidad y nos hacían ver a sus desesperados Sanchos que no
solo conocía a la perfección lo que ocurría sino que se esforzaba en que no lo
supiéramos. Se rumoraba sobre los escasos funcionarios que se atrevían a contarle
la verdad de lo que ocurría para terminar destituídos.
El caso más famoso de los que circulaba de boca en boca
era el del ministro de Salud Pública: se atrevió a decirle que las epidemias de
neuritis óptica y polineuritis que asolaban el país se debía a la mala
alimentación y eso le costó la pérdida del puesto.
Pero quien justifique sus acciones de aquellos días como
el empeño de un redentor mal informado se tropezará con el modo enfrentó a los
que intentaban escapar de la isla. La manera despiadada con que trataba a los
fugitivos y la perfidia con que manejó sus muertes elimina la disculpa del
humanismo o la candidez. De conservarse algún respeto por la lógica tendrá que
aceptar que lo que primó en aquellas decisiones no fue el bienestar del país
sino su apego por el poder. Que ni siquiera era una cuestión de principios -principios
absurdos peor al menos constantes- lo demuestra el uso que le dio a aquellos
desesperados: lo mismo los mataba para que sirvieran como advertencia al resto
que los alentaba a irse para usarlos como arma política contra Estados Unidos. Para
salirse con la suya hizo todo lo que estuvo a su alcance. Inclusive matar niños
y luego culpar de su muerte a los padres.
Si consiguiera hacer pasar por idealismo la conducta de Fidel
Castro en los últimos cinco años en que estuve en Cuba (o en las tres décadas
anteriores) sería capaz de cualquier cosa. Pero justo la clave de evitar
convertirse en un sociópata es aprender a ponerse límites.
La única manera de equiparar a Fidel Castro con el Caballero
de la Triste Figura sería en el caso de un Quijote perversamente astuto que
engaña y manipula a su escudero para conseguir lo que quiere. Y cuando este por
fin trata de escapársele lo atrapa, lo tortura y le hace proclarar a los cuatro
vientos que está más que satisfecho con acompañar a su caballero. Más que novela sería una pesadilla.
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