lunes, 8 de abril de 2019

“Cuba es uno de los mayores yacimientos de silencio del planeta”


El periodista Gonzalo Cachero me hace una entrevista que salió hoy en el periódico español El País:

Foto de Jaime Villanueva para El País 
Defiende el escritor Enrique del Risco que su última novela, Turcos en la niebla(Alianza, 2019), que presentó en Madrid a finales de marzo, es un ajuste de cuentas con la esperanza de libertad que ha alentado a muchos cubanos a dejar su país por razones políticas. Más concretamente, con la engañosa promesa de felicidad que envuelven estas huidas y que termina por sumir al individuo en un baño de realidad andando el tiempo. Exiliado de la Cuba castrista, que abandonó en 1995 tras renunciar a una fe de la que fue militante, a Del Risco (La Habana, 52 años) le interesa más subrayar la ausencia de brújula vital que en su opinión caracteriza el exilio que la añoranza por la tierra perdida. Centrada parcialmente en Nueva York, ciudad en la que el autor reside desde hace más de 20 años, Turcos en la niebla, novela ganadora del XX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones, rebate, a través de las historias de cuatro protagonistas que abandonaron Cuba, la idea de que se puede acabar con los males interiores poniendo tierra (u océano, en este caso) de por medio.
Pregunta. ¿Qué imagen del exilio cubano ha buscado trasladar en Turcos en la niebla?
Respuesta. El exiliado es en general un tipo muy especial de emigrante, alguien que tiene que reconstruir el mundo que deja atrás y que al comienzo de esa operación trata de aislar los males del pasado y de mantenerse incontaminado de ellos, algo imposible, porque el mal se lo lleva uno siempre consigo mismo. Al final, acaba preguntándose por las cosas que no tienen que ver con el motivo que le llevó a partir y que, sin embargo, hacen que su vida sea peor de lo que podría ser en realidad. He tratado que todo eso esté en esta novela.
P. Sus personajes parecen incapaces de cambiar el rumbo de sus vidas. Uno de ellos llega incluso a preguntarse si podrá creer en algo que no sea la gravedad.
R. Los protagonistas tienen vidas que son un absurdo, pero un absurdo tan común que los propios personajes lo han naturalizado. Así es en gran parte la vida de los cubanos, incluida la de aquellos que han huido: un absurdo naturalizado que se explica por el mundo totalitario del que tratan de escapar. Los protagonistas de la novela no saben vivir en Cuba, pero tampoco están capacitados para hacerlo en otro lugar, porque piensan más en lo que ocurre en la isla que en su propia vida. El exilio les crea una especie de barrera que los aísla del presente y los hace impermeables a su realidad más inmediata. Y todo esto es muy curioso, porque esa naturalización inconsciente de la vida que hacen los cubanos también la realiza el mundo occidental.
P. ¿Qué quiere decir?
R. Los visitantes, no digo todos, pero sí muchos, acaban pensando que lo que ocurre allá es algo que no podría ser de otra manera. El sistema político y todas sus consecuencias, me refiero. Y eso puede tener algo de interesante, incluso atractivo para los occidentales que están insatisfechos con sus sociedades, pero solo porque no viven allí día a día. Si lo hicieran, se darían cuenta de que los cubanos no merecemos vivir de esa forma, por más que satisfaga la curiosidad de tantos turistas.
P. ¿Le parece que Occidente no juzga Cuba con los mismos cánones que a sí mismo?
R. Cuba ha sufrido un proceso de orientalización motivado por las condiciones en las que ha vivido los últimos 60 años. Al principio era para muchos un futuro, una utopía, pero después ha pasado a ser un modelo de sociedad alternativa. Ciertamente son imágenes trágicas ambas, no sé cuál de las dos es peor. Creo que con la primera es más fácil engañarse; la segunda es ya un poco más cínica, aunque de esta última no puedo hablar tanto porque me la perdí. La época en la que Cuba comenzó a ser percibida como un paraíso alternativo coincidió con el momento en el que yo salí del país. Ahora, desde la distancia, creo que Cuba sigue siendo ambas cosas: es el retrato del Che, pero en una extraña mezcla con el Chevrolet 53 de los tiempos de [el dictador Fulgencio] Batista.
P. El monólogo final de uno de los personajes es a evitar por todos los medios el silencio. ¿Qué sentido tiene esa llamada en la Cuba de 2019?
R. Cuba es uno de los mayores yacimientos de silencio del planeta. Pero es un silencio muy locuaz, que está acallado. Pongo un ejemplo. No hace mucho leí un artículo en un periódico importante que presentaba Cuba como un paraíso para los homosexuales, cuando el Gobierno tiene una trayectoria de homofobia de Estado más que demostrada, pero bastó que la hija de Raúl Castro se convirtiera en defensora de los derechos de estas personas para anular esa imagen. Por desgracia hay multitud de formas por las que se silencia lo que ocurre allí. En parte esto se explica porque Cuba interesa más como modelo que como realidad. Suelo decir que, más que un país, Cuba es una idea. Estoy de acuerdo con eso que dice [el filósofo Slavoj] Zizek de que los cubanos llevamos décadas condenados a ser siempre el sueño de los otros. Algo que tiene que ver con otra idea que comparto, de [el novelista] Reinaldo Arenas, que decía que los cubanos venimos del futuro. Venir de allí tiene sus desventajas: una de ellas es que no mejora nuestra capacidad de imaginarnos que lo que vendrá será mejor.


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