Zenda, la prestigiosa revista de libros, publica hoy mi making of de Turcos en la niebla:
No soy precisamente un escritor realista, pero la realidad me es igual de necesaria. Sobre todo si se trata de mentir. Por eso, la novela que pensaba escribir sobre Cuba debía esperarse a que yo pudiera viajar a la isla como cualquier persona normal regresa a su país. Porque, por mucho que intento pasar por normal, mi país insiste en no serlo. Esa fue la circunstancia que me llevó a escribir sobre la realidad que me rodea desde hace más de veinte años.
Ya era hora, después de todo. West New York, en Nueva Jersey, es un pueblo más bien feo, a un cuarto de hora del Nueva York que todo el mundo conoce. Entre mi pueblo y Manhattan se extiende un río, el Hudson, que convierte esos quince minutos en otra dimensión. Tampoco se trataba de contar la historia del pueblo, algo de lo que West New York carece, como casi todos los pueblos feos. Contaría la historia de un grupo de amigos que se van asentando allí en diferentes momentos sin saber que están condenados a conocerse. Me proponía contar —en lo que todavía no era Turcos en la niebla— el nacimiento de un mundo. Como en la Biblia, o en las historias tribales de Chinua Achebe. Pero por muy optimista que fuera, debía asumir que crear un mundo —como saben por igual Dios y Achebe— es iniciar el camino de su destrucción.
Historias sobraban. Había pasado años escuchándolas. La zona donde vivo es un tesoro arqueológico de cuentos para quien quiera recogerlos. Aquí se han asentado generaciones de migrantes como naufragios sucesivos (Los náufragos de Bergenline
fue el primer título que manejé). Desde los inmigrantes económicos de
mediados de siglo a los exiliados de las décadas siguientes. Huyendo de
Batista o de Fidel. Muchos enfrentaron a ambos, escaparon de ambos.
Trabajadores, campesinos, músicos, tenderos, deportistas, traficantes
varios. Prisioneros políticos por veinte y hasta por treinta años.
Marielitos y balseros. O gente que ha atravesado medio continente
caminando desde Ecuador hasta llegar a Estados Unidos. Y lo siguen
haciendo. A muchos, sobre todo en los primeros años de la estampida, no
los dejaron llevarse ni el anillo de compromiso ni las fotos familiares,
pero todos se trajeron sus historias. Mi reto como novelista consistía en darles coherencia, vida propia, en la carne inventada de unos cuantos personajes.
Justo entonces la realidad vino a auxiliarme en la forma de un edificio
gris, chato y macizo de dos pisos con el que mi vista tropieza cada vez
que salgo de mi casa. Está justo en la esquina y domina el cruce de
calles. Parece un cuartel, un sitio adecuado para atrincherarse y
desafiar el mundo. En los bajos funciona una tapicería. O fábrica de
muebles, no estoy seguro. En cualquier caso, uno de esos artefactos
dedicados a mantener gente ocupada en algo aparentemente útil. No fue
difícil imaginarme a mi héroe parapetado en el piso superior, rodeado
por armas coleccionadas durante años, listo para dispararle a los
policías y al cerrajero cuando vinieran a embargarle el taller por falta
de pagos. Un claro intento de suicidio, teniendo en cuenta que estos, al ser atacados, pedirían refuerzos.
Y que en cuestión de minutos, esa obsesión norteamericana por el
control sobre lo real convertiría esa esquina en la mayor concentración
de policías de todo el condado. Mientras los policías fueran cercando a
mi héroe, Wonder Recio, este le explicaría al mundo la acumulación de
traiciones (de la familia, las amantes, los amigos, la Historia) que lo
habían llevado hasta ese punto. Hablaría (al menos cuando empecé a
escribir la novela) a través de una cámara que de alguna forma
transmitiría la grabación por Internet. Tiempo más tarde, la irrupción
de Facetime en el mundo real me ha evitado tener que dar demasiadas
explicaciones.
El monólogo rabioso de Wonder lo entrelacé con los de otros tres personajes. El de Alejandra, su examante, psicóloga argentina exiliada durante buena parte de su vida en Cuba. Una cubana exiliada a todos los efectos, a excepción de lo fácil que le fue salir de la isla. O de la distancia mínima que pone entre la visión de sus compatriotas postizos y la suya propia. También estaba el monólogo del British, un historiador del arte para quien el momento más alto de su vida fue la posibilidad frustrada de nacer en otro país. Un mentiroso en serie a la búsqueda de maneras cada vez más sofisticadas de complicarse la vida. Y estos monólogos a su vez se alternan con el de un marielito, esto es, un hijo del éxodo más profuso de la historia cubana. Un Ulises caribeño, bromista y fecundo en ardides, que tampoco puede evitar que los dioses tejan desdichas para entretenerse a su costa.
Pero la concepción de Turcos en la niebla también puede contarse así: abandonada mi novela cubana, decidí escribir una trilogía de novelas sobre el exilio cubano a orillas del Hudson,
un sitio en el que los compatriotas, urgidos por motivos variados, han
venido a recalar durante casi doscientos años. Y comencé a escribir la
correspondiente al siglo XIX hasta comprender que me faltaba información
suficiente. Cuando ya rebasaba el centenar de páginas decidí
abandonarla (de momento) y, mientras seguía investigando sobre el siglo
XIX, escribir algo más fácil. Tan fácil como poner a cuatro personajes contemporáneos a contar las historias de sus respectivas vidas. Fácil como hablar unas cuantas horas sin parar y luego editarlo un poco. Al menos eso fue lo que pensé.
Casi seiscientas páginas (y varios años) más tarde ya tenía idea de lo complicado que era crear cuatro historias paralelas contadas con un estilo distinto en cada uno de ellas, con voces reconocibles, personajes coherentes. Con tramas con intensidad y consistencia dramática suficientes para invitar al lector a seguirlas durante tantas páginas. Para tratar de conseguir esa continuidad en las diferentes voces escribí cada uno de esos monólogos por separado y luego los fui trenzando unos con otros hasta conseguir una historia compacta de conjunto. Creé incluso un tablero con los capítulos de los monólogos de cada uno de los personajes anotados en post-its de diferentes colores para tener una idea más clara de la estructura que iba a armar. Tampoco fue fácil decidir qué personajes morirían y cómo. Quiénes seguirían viviendo y cómo. Siempre cuesta trabajo, por ficticios que sean los personajes.
Luego quedaba afinar las historias, eliminar las incoherencias, aclarar ciertos puntos de la trama, ajustar el tono de las voces. Y eliminar más de cien páginas con la ayuda de un amigo, excelente lector, a quien le tembló el pulso menos que a mí. Y luego más ajustes, relecturas y la sorpresa del Premio Unicaja Fernando Quiñones: la noticia de que mis personajes, esa tribu peculiar que había armado con materiales locales, se hacían entender al otro lado del Atlántico. ¿Se imaginan a un investigador de la NASA en el momento de escuchar un mensaje proveniente desde otra esquina de la galaxia? Bueno, ese premio fue la manera de enterarme de que Wonder, Alejandra, British y Eltico estaban menos solos de lo que pensaba.
No soy precisamente un escritor realista, pero la realidad me es igual de necesaria. Sobre todo si se trata de mentir. Por eso, la novela que pensaba escribir sobre Cuba debía esperarse a que yo pudiera viajar a la isla como cualquier persona normal regresa a su país. Porque, por mucho que intento pasar por normal, mi país insiste en no serlo. Esa fue la circunstancia que me llevó a escribir sobre la realidad que me rodea desde hace más de veinte años.
Ya era hora, después de todo. West New York, en Nueva Jersey, es un pueblo más bien feo, a un cuarto de hora del Nueva York que todo el mundo conoce. Entre mi pueblo y Manhattan se extiende un río, el Hudson, que convierte esos quince minutos en otra dimensión. Tampoco se trataba de contar la historia del pueblo, algo de lo que West New York carece, como casi todos los pueblos feos. Contaría la historia de un grupo de amigos que se van asentando allí en diferentes momentos sin saber que están condenados a conocerse. Me proponía contar —en lo que todavía no era Turcos en la niebla— el nacimiento de un mundo. Como en la Biblia, o en las historias tribales de Chinua Achebe. Pero por muy optimista que fuera, debía asumir que crear un mundo —como saben por igual Dios y Achebe— es iniciar el camino de su destrucción.
El monólogo rabioso de Wonder lo entrelacé con los de otros tres personajes. El de Alejandra, su examante, psicóloga argentina exiliada durante buena parte de su vida en Cuba. Una cubana exiliada a todos los efectos, a excepción de lo fácil que le fue salir de la isla. O de la distancia mínima que pone entre la visión de sus compatriotas postizos y la suya propia. También estaba el monólogo del British, un historiador del arte para quien el momento más alto de su vida fue la posibilidad frustrada de nacer en otro país. Un mentiroso en serie a la búsqueda de maneras cada vez más sofisticadas de complicarse la vida. Y estos monólogos a su vez se alternan con el de un marielito, esto es, un hijo del éxodo más profuso de la historia cubana. Un Ulises caribeño, bromista y fecundo en ardides, que tampoco puede evitar que los dioses tejan desdichas para entretenerse a su costa.
Casi seiscientas páginas (y varios años) más tarde ya tenía idea de lo complicado que era crear cuatro historias paralelas contadas con un estilo distinto en cada uno de ellas, con voces reconocibles, personajes coherentes. Con tramas con intensidad y consistencia dramática suficientes para invitar al lector a seguirlas durante tantas páginas. Para tratar de conseguir esa continuidad en las diferentes voces escribí cada uno de esos monólogos por separado y luego los fui trenzando unos con otros hasta conseguir una historia compacta de conjunto. Creé incluso un tablero con los capítulos de los monólogos de cada uno de los personajes anotados en post-its de diferentes colores para tener una idea más clara de la estructura que iba a armar. Tampoco fue fácil decidir qué personajes morirían y cómo. Quiénes seguirían viviendo y cómo. Siempre cuesta trabajo, por ficticios que sean los personajes.
Luego quedaba afinar las historias, eliminar las incoherencias, aclarar ciertos puntos de la trama, ajustar el tono de las voces. Y eliminar más de cien páginas con la ayuda de un amigo, excelente lector, a quien le tembló el pulso menos que a mí. Y luego más ajustes, relecturas y la sorpresa del Premio Unicaja Fernando Quiñones: la noticia de que mis personajes, esa tribu peculiar que había armado con materiales locales, se hacían entender al otro lado del Atlántico. ¿Se imaginan a un investigador de la NASA en el momento de escuchar un mensaje proveniente desde otra esquina de la galaxia? Bueno, ese premio fue la manera de enterarme de que Wonder, Alejandra, British y Eltico estaban menos solos de lo que pensaba.
2 comentarios:
¿Quizo usted decir “making of” o es algún juego de palabras que no logré entender?
nada de juego de palabras. me equivoqué. Gracias.
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