Caminaba
el otro día con un amigo mientras hablábamos. De cualquier cosa, que es
de lo que hablan los amigos cuando por fin encuentran tiempo para no hablar de
cosas importantes.
-¿Cubanos?
–nos pregunta en español un tipo con acento extraterrestre. Para el que no sepa
de lo que hablo ese suele ser un inicio peligroso de conversación. Una
conversación pesada, llena de los tópicos con que los extraños quieren
explicarte tu país.
Pero
me equivocaba. La cosa iba a ser mucho peor.
-¿Qué
piensan de los cambios?
Así.
Sin anestesia.
-¿Qué
cambios? –respondimos haciéndonos los idiotas (esa es la especialidad de los
amigos cuando se reúnen y quieren que los dejen tranquilos hablando idioteces)
pero ni así. Se refería a LOS CAMBIOS. De esos que hay que hablar con
mayúsculas y letra de molde. Fuimos elusivos como para que entendiera que no
nos interesaba ser objetos de su curiosidad ni de su preocupación por el país
que habíamos dejado atrás.
Pero
el extraño sí quería dejar bien claro que le preocupaba mucho lo que los
cambios trajeran a nuestro país. Un blanco sudoroso de pantalones cortos y
mochila. Bigote poblado y extenso. Una especie inédita para mí de la fauna
urbana: una suerte de híbrido entre hípster y boy scout. No parecían importarle
los derechos humanos de los cubanos: la libertad de expresión, de asociación,
la de prensa, toda esa chatarra burguesa. Le preocupaba lo que pudiera pasar con
uno de los pocos sitios en la tierra –junto a Corea de Norte pensé- todavía al
margen de la influencia americana. Lo que pudiera sufrir mi pobre isla con la
nefasta influencia del mercado y la cultura de masas. Muy novedoso y profundo
pero como andaba en modo realmente frívolo hacía rato me había agotado las reservas
de paciencia que poseo para esos casos. Así que le pregunté de dónde era.
-De
Francia –me contestó como si tratara de adivinar cuál sería mi siguiente
pregunta. Esta fue si él se dedicaba a decirle eso a todo el que se encontraba
en su camino.
-¡Yo
tengo derecho a decirle mi opinión a quien me dé la gana! –me dijo con rabia.
-Pues
yo también tengo derecho a decidir a quién quiero escuchar –le respondí
mientras el hípster-boy scout se alejaba dando aullidos feroces. Como si yo le
hubiese pisado un rabo tan delicado como invisible.
Y
de veras lo lamenté. Era una lástima que justo al final de la conversación me diera
cuenta de que a él también le importaba la libertad de expresión.