martes, 22 de abril de 2025

La literatura es fuego




Es conocido el hecho de que cuando Mario Vargas Llosa ganó el premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde en 1967 y estaba en plena luna de miel con el régimen cubano Alejo Carpentier se le acercó con una propuesta: donar los veinticinco mil dólares del premio públicamente a la guerrilla venezolana de entonces. Por el dinero en sí no debía preocuparse. El gobierno de su país -le explicó Carpentier- se lo reintegraría a través de Casa de las Américas en plazos mensuales. El escritor en funciones de escritor rechazó de plano la propuesta por poco ética.

También es conocido el discurso que Vargas Llosa pronunciara al recibir dicho premio el 4 agosto de ese año bajo el título de “La literatura es fuego”. Dedicado al poeta peruano Carlos Oquendo de Amat muerto de tuberculosis en España en vísperas de la guerra civil de aquel país, el discurso es una de las defensas más apasionadas de la dignidad de la literatura frente a cualquier poder. Dignidad entendida como resistencia a cualquier tipo de servidumbre política, como rebeldía irreductible de la conciencia literaria y humana de su autor.

Hablaba el peruano de Cuba en ese discurso. De Cuba como ejemplo a alcanzar por el resto de América Latina en materia de justicia social y emancipación. Pero ni aún alcanzada esa justicia y esa emancipación -advertía el peruano- la literatura debía renunciar a su naturaleza rebelde.

Ese discurso debe leerse, entre otras cosas, como respuesta pública a la propuesta secreta del régimen cubano.

“Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros países como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá, deberá seguir siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye, de parte del escritor, una traición. Dentro de la nueva sociedad, y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demonios personales, tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando, de esa manera viviente y mágica como sólo la literatura puede hacerlo, que el dogma, la censura, la arbitrariedad son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana, afirmando que la vida no es simple ni cabe en esquemas, que el camino de la verdad no siempre es liso y recto, sino a menudo tortuoso y abrupto, demostrando con nuestros libros una y otra vez la esencial complejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos”

martes, 15 de abril de 2025

Mario Vargas Llosa (1936-2025)


Ha muerto Mario Vargas Llosa, el mejor novelista de la lengua. Solo le faltó escribir El Quijote. En cambio, su retahíla de novelas que inició con La ciudad y los perros, a la que siguieron La casa verde, Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo es una de las secuencias más perfectas de novelas de cualquier literatura. No siempre estuvo a la altura de aquellas seis novelas iniciales, pero a cada rato daba muestras de su brillantez como ocurrió con su reconstrucción de la brutalidad del trujillismo en La fiesta del chivo.

No obstante lo incuestionable de sus méritos literarios, no es de buen gusto reconocerlos. Dentro de los confines de la izquierda tribal no le perdonan ni su brillantez literaria ni su consecuencia política. Más allá de lo controversial de sus posiciones Vargas Llosa se escapaba una y otra vez de cualquier rebaño intelectual en que se le quisiera enmarcar. Lo mismo denunció el esperpéntico caso montado alrededor del poeta cubano Heberto Padilla que le reclamaba a la junta militar argentina por los desaparecidos cuando casi todo el mundo miraba hacía como si no existieran o rechazaba clasificar las dictaduras entre buenas y malas. Para Varguitas todas eran funestas. También rechazó el paquete de fáciles alineaciones ideológicas cuando conmovido por la terrible situación de los palestinos en los territorios ocupados le dedicó una estremecedora serie de reportajes.
Nunca tuve el placer de hablar con él pero en cambio le agradezco cada ocasión en que le pedimos su apoyo para una campaña en defensa de los derechos humanos en mi país y nos lo dio. Poco importaba lo desconocidos que fuéramos para él quienes le pedíamos su firma: no nos falló ni una sola vez. Justo a la inversa de la mayoría de sus colegas latinoamericanos le bastaba que se tratara de la tiranía más antigua del continente para exigirle respeto por los derechos de sus ciudadanos. Incluso antes de iniciar cada una de nuestras campañas ya podíamos contar con la firma de un premio Nobel. Y esa era la del peruano.

Su fama no impedía que se ensañaran con él, más bien estimulaba a sus detractores, que no pudiendo emularlo en maestría narrativa, debían conformarse con lanzarle zancadillas políticas. Trataban de enlodarlo cada vez que podían pero nunca consiguieron que se sometiera a la cobarde obediencia del rebaño. Más que fiel a alguna ideología lo fue a su profunda humanidad siendo tan generoso con sus sentimientos como con su talento. Hoy el mundo se ha quedado sin uno de sus mejores narradores y los amantes de la libertad -de la suya y de la ajena- bastante más solos.

domingo, 13 de abril de 2025

El placer de la verdad


 

Un escritor español me invita a su universidad americana. A hablarle a sus estudiantes sobre literatura, sobre mis libros, sobre Cuba, lo que se presente. Un público más bien pequeño pero maravilloso. Atentas -todas son chicas excepto un chico que no parece especialmente interesado- sonrientes, y, a los pocos minutos, inrensamente cómplices. Una ha estado un año en Cuba. Otra piensa ir en el 2026 que viene pero a poco de iniciar la conversación todas usan la palabra “dictadura” como si no hubiera otra para referirse al regimen de mi país.

A instancias de ellos hablo de muchas cosas. De crear en un medio opresivo. Del poder liberador del arte y la cultura. Del hecho de venir de un mundo donde cada adarme de información no oficial había que pelearlo. O de una cultura donde su principal tesoro -la música- fue creada en sus inicios por gente esclavizada, sometida a una opresión terrible, que no se detuvieron para crear porque en ello les iba la vida. De la necesidad de libertad, como aquel libro de Arenas. Todo porque hablábamos de un cuento mío que ya va a cumplir treinta años y que fue el primero que escribí fuera de Cuba para demostrarme, entre otras cosas, que podía seguir creando fuera del cautiverio donde había nacido.

La chica que había estado en Cuba contó su experiencia allá. Se sabía privilegiada, viviendo en un apartamento de lujo en El Vedado pero veía la dictadura en los apagones, las montañas de basura, la falta de transporte, la miseria ubicua, la desesperación por irse. Tuve que aclararle que esa solo era la parte más visible de una dictadura: le hablé de la vigilancia a la que seguramente estuvo sometida, del expediente que debe tener por allá, de la vez que me quisieron captar para espiar a un estudiante que visitaba Cuba, como ella.

La que va el año que viene dice que quiere investigar sobre la censura del Estado en cierto aspecto de la cultura cubana en la que parece una expertísima. Se lamenta de lo pobre que son los estudios sobre la censura en Cuba y le explico la lógica de las investigaciones extranjeras allí: a cambio del acceso a la isla los académicos empiezan por renunciar a la verdad. Tan sencillo como eso. Le recomiendo que al presentar su proyecto a la contraparte cubana ofrezca una version falsa con título falso para poder investigar con libertad.

Otra me pregunta por qué hablo de arqueólogos extraterrestres en mi cuento. Le explico que, acabado de salir de Cuba, no encontraba mejor intermediario que un extraterrestre para asumir lo ininteligible que resultaba la situación de mi país para alguien que no hubiera crecido en él. Lo desesperado que me entendía por hacerme entender.

El chico que se ha mostrado distante dice investigar sobre el tema de las dictaduras pero en Chile. Traté de buscar afinidades, que las hay y muchas pero en el fondo tuvimos que concordar que se trataba de animales distintos.

La que vivió en Cuba me pide permiso para enviarle un cuento que compartí con la clase a un amigo que dejó en la isla.

Al final mi anfitrión se deshace en disculpas. Por una cuestión burocrática no me van a poder pagar el conversatorio. Yo lo consuelo como puedo mientras él se ofrece a invitarme a cenar. El pobre, no tiene idea de lo reconfortante que ha sido esa hora y media de gusaneo. Yo que tanto he hablado de verdad esa tarde no confieso la mía: que por ese placer, más que recibir dinero, estaba dispuesto a pagarlo.

martes, 8 de abril de 2025

¿Qué (no) hemos aprendido los cubanos?

 
Antonia Eiriz, Una tribuna para la paz democrática, 1968

Lancé la pregunta en una de esas reuniones de exiliados. De las que alude Cernuda en «Impresión del destierro». Un encuentro de «señores viejos, viejas damas» y en el que la mención de la patria perdida sonaba «densa como una lágrima cayendo». Ese patetismo impúdico como solo se permiten quienes comparten una pérdida antigua e incesante. Los pretextos de esas reuniones no son originales ni rebuscados. En este caso, se presentaba un libro. Páginas que permitían ensayar, una vez más, la repartición de culpas en la debacle nacional.

Como era previsible, estas se repartieron de manera equitativa que es lo mismo que decir con muy poca justicia: todos los nacidos en aquella isla eran culpables del triunfo y persistencia del castrismo. Aunque salomónico, es un dictamen sospechoso, por cómodo. Poco importa la inmensidad de la devastación castrista. Dividida entre millones resulta una carga bastante soportable. Y de paso, nos da la oportunidad de sentirnos autocríticos. Yo, en cambio, cuando se trata de culpas nacionales, sigo el principio que el músico Gorki Águila enunciara en una entrevista: «Cuando se tiene el poder absoluto también se tiene la responsabilidad absoluta».

Como el deporte de la justicia retroactiva a estas alturas resulta tan entretenido como inoperante, esa noche preferí enfocarme en el presente. Pregunté a los señores viejos y viejas damas: «¿Qué hemos aprendido los cubanos?». Porque si el castrismo es una tragedia nacional —aclaré—, tragedia mayor sería que no aprendiéramos nada de ella.

Era una pregunta retórica, por supuesto. A la vista de los errores que nos esforzamos por repetir, la tragedia doble de que lo ocurrido no nos haya servido siquiera como enseñanza era demasiado obvia. Pero no insistí. No valía la pena ensañarse con los que esa noche habían ido de buena fe a apoyar el lanzamiento de otro fruto del destierro.

¿De qué hablamos cuando decimos «cubanos»?

Pero preguntar «¿qué hemos aprendido los cubanos?» no es mero recurso retórico. También es una falacia. Porque primero habría que admitir la inexistencia de ese «nosotros», partido en unos cuantos pedazos. Millones diría yo, para no exagerar. Empezaré excluyendo a los compatriotas que viven en ese fondo de la caverna platónica que es Cuba. Esos que tienen que conformarse con las siluetas que les proyectan en la pared de la caverna el NTV, la Mesa Redonda y demás simulacros que les destina el sistema (propagandístico, cultural, educativo) local.

Excluirlos de ese nosotros es un acto de leso paternalismo, lo sé, sobre todo en tiempos de acceso a Internet o a uno que otro viajecito fuera de la cueva, pero prefiero ser paternalista que exigirles un aprendizaje para el que parten con tanta desventaja. Mi pregunta va dirigida más bien a los paisanos que han salido de la cueva, ya superado el brillo enceguecedor del capitalismo y con el deber de comportarse como seres libres.

Empecemos por el que hace la pregunta. Con 30 años fuera de la isla, durante los primeros 15 no creí que lo aprendido en la caverna cubana me sirviera de mucho. ¿Acaso el castrismo no se trataba de eso? ¿De mantenernos en la ignorancia más abyecta mientras simulaba educarnos (y hasta intentaba hacernos creer que éramos «el pueblo más culto del mundo», «prostitutas incluidas»)? No obstante, si uno presta atención, el castrismo es una magnífica escuela inversa. Una escuela de todo lo que debe evitarse si se quiere alcanzar niveles mínimos de decoro y de respeto por sí mismo, si se busca ser libre. Solo que al salir de la cueva castrista lo aprendido allí parecía inservible en un mundo que, acabada la pesadilla soviética, se aprestaba a entrar en el siglo XXI con otras preocupaciones en mente.

Fue una experiencia bastante común, al menos para mi generación: obtener un doctorado en cacería de dragones y salir al mundo para enterarse de que los dragones se habían extinguido hacía rato. Un conocimiento tan inservible como los instintos adquiridos en el patio de una cárcel para comportarse en el barbecue del domingo.

Ya en el mundo exterior, frente a una vida nueva y exigente, había demasiado que aprender para echar en falta viejos instintos de presidiario. En cualquier caso, de una cárcel que se pretende revolución infinita no se sale al mundo exterior a cambiarlo, sino a adaptarse a él en la medida de lo posible. Nada de extrañar dragones ni cacerías. Luego de pasarte media vida defendiendo tu almita inmortal de la indecencia de Estado, vienes dispuesto a aprender lo que haga falta y, sobre todo, a descansar.

¿Pero es que la gente no aprende?

Pasan los años y a ese cubano que salió de la caverna platónico-castrista para aprender y descansar, el mundo exterior se le empieza a hacer incómodamente familiar. Lo descubre en los primeros pujos de la corrección política como religión académica y corporativa; o la llamada cultura de la cancelación le recuerda la vieja aplicación de la censura ideológica; o el crecimiento exponencial de las paranoias conspirativas le recuerda la convicción con que Granma le achacaba a la CIA todo lo que no estaba bajo su control. Detalles múltiples en los que percibir el inconfundible aliento del dragón.

La gradual imposición de una neolengua, dizque justiciera e inclusiva, la censura minuciosa y omnipotente, las condenas sin juicio, la concepción maniquea del arte que prioriza la claridad de los «mensajes»; el incansable revisionismo de la historia a partir de un sistema de valores anacrónico y puritano; y, sobre todo, la reivindicación de soluciones colectivistas frente a las limitaciones, desigualdades e injusticias del capitalismo: fenómenos que ponían en guardia a los cazadores de dragones. Señales —decían y no sin cierta razón— de que nos adentrábamos en una situación revolucionaria. Y nada como las revoluciones para graduar expertos en detectarlas. Y en aborrecerlas.

Aquí vale hacer una distinción sobre los emigrados cubanos. A diferencia de los nativos de Europa del Este, para quienes el totalitarismo es cosa del pasado, o de los chinos —entre quienes todo cuestionamiento político es opacado por las aspiraciones nacionales de convertirse en la principal potencia planetaria—, para los cubanos el comunismo sigue siendo una cuestión pendiente y lacerante. No sorprende que, sin que nadie se lo haya pedido, se sientan destinados a impedir cualquier intento de reencarnación del viejo fantasma.

Julio Larraz, Sincerely Yours, 1984

Ante la proliferación de camisetas del Che, los usos nostálgicos de los mismos símbolos bajo los que millones de seres humanos encontraron la muerte o el trato más bien considerado que recibe el castrismo, los cubanos se preguntaban cómo era posible que, al igual que ocurrió con el nazismo y el fascismo, la humanidad no hubiera sacado las debidas conclusiones sobre la experiencia comunista y su abrumadora capacidad destructiva.

El asimétrico pájaro totalitario

Todo intento de comparación entre el nazismo y el comunismo viene viciado por una falla de origen. De origen más histórico que ideológico. Mientras la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial se entendió universalmente como la batalla del bien relativo contra el Mal absoluto, el desmoronamiento del comunismo tras décadas de Guerra Fría se percibe en términos más ambiguos. La Guerra Fría —asociada con la guerra de Vietnam, al apoyo estadounidense a dictaduras sanguinarias y a guerras sucias— se recuerda más como apoteosis de la propaganda y las maniobras sórdidas que como lucha contra el mal.

Que en su momento la nave madre del comunismo mundial fuera esencial en la derrota del nazismo tampoco ayudaba a la claridad del relato. El cordón sanitario trazado alrededor del bloque soviético hizo menos por entender el comunismo que por satanizarlo y al final no consiguió ni lo uno ni lo otro. En contraste con el proceso de desnazificación al que se sometió a la Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial, la crítica empañada de nostalgia por el pasado comunista parece más bien una reprensión cariñosa.

Tras la publicación de El libro negro del comunismo en 1997, el editor de Le Monde, Jean-Marie Colombani, intentó negar todo punto de comparación entre los crímenes del comunismo y los del nazismo afirmando: «Siempre habrá una diferencia entre quienes se comprometen creyendo en un ideal unido, por la reflexión, a la esperanza democrática, y quienes se ven atraídos por un sistema que reposa sobre la exclusión y que apela a las pulsiones más peligrosas del individuo».

Ciertamente, el totalitarismo fue un concepto que en su momento sirvió para relacionar en su dinámica y efectos a comunismo, fascismo y nazismo. Al tiempo que evidenciaba la condición fundamental pero a la vez epidérmica de la ideología, el concepto hacía énfasis en su capacidad de movilizar a las masas para demoler los cimientos de las sociedades democráticas. Para instaurar mecanismos de dominación en todos los niveles de la existencia basados en la devoción propia de una religión. No obstante, el comunismo, con su ideología universalista y la estatización máxima del sistema productivo resultaba, de los principales modelos totalitarios, el más universalmente atractivo y el que, a su vez, aseguraba mayor control a nivel económico y social.

Se esperaba que el parecido de los modelos agrupados bajo la sombrilla totalitaria permitiera distinguir mejor el peligro que enfrentan las democracias modernas más allá de las etiquetas ideológicas. Tras larga contemplación del espectáculo totalitario, la humanidad debería haber aprendido bastante más, sobre todo quienes hemos ocupado los mejores asientos que, con espectáculos de esta especie, casi siempre resultan los peores. Que deberíamos sospechar de los vendedores de paraísos, futuros o pasados. Pero los esfuerzos por presentar al comunismo y al nazismo como alas simétricas del ave totalitaria han fracasado miserablemente.

Mientras el nazismo perdura en cientos de películas y libros como encarnación casi caricaturesca del mal, el comunismo no ha pasado de ser un mal menor cuando no es visto como una buena idea corrompida por una humanidad algo torpe. «Se califica al estalinismo de “desviación” del ideal comunista —apunta Alain de Benoit— mientras que a nadie se le ocurre ver en el nazismo una “desviación” del ideal fascista. El comunismo tenía derecho a equivocarse, pero no el nazismo». Si quiere hacer la prueba piense en las palabras antifascismo y anticomunismo. ¿Acaso tienen la misma connotación?

Más peligroso aún que no señalar la familiaridad entre nazismo y comunismo fue el que el mundo democrático no viera el totalitarismo más que como una pesadilla, como posibilidad permanente en el mundo moderno. Que no entendiera que, bajo ciertas circunstancias, sus soluciones inmediatas y definitivas son más atractivas que el lento y laborioso ritmo con que opera la democracia. O que los próximos totalitarismos tendrían el cuidado de no aparecerse en la forma de campos de exterminio o expropiaciones masivas, pero serían igual de eficaces cuando se tratara de aplastar cualquier señal de disidencia esencial.

Demasiado elemental, amigo Watson


Todo parece indicar que, en 66 años de castrismo, lo aprendido por los cubanos puede resumirse en que «el comunismo es malo». Aunque concuerde con ese resumen, debemos coincidir que como aprendizaje resulta demasiado pobre y limitado. Para calibrar la maldad intrínseca del castrismo bastan un par de años observando sus desmanes, no 66. Cierto que muchos amplían su conclusión hasta afirmar que «el comunismo es el Mal», pero —y aquí no es difícil darme la razón— tal afirmación no resiste la comprobación cronológica. Como que la existencia del Mal es muy anterior a que Marx y Engels publicaran su famoso manifiesto.

Pedro Pablo Oliva, El gran apagón

Casi siete décadas de trato cotidiano con esa versión condensada del Mal que es un régimen marxistaleninista nos debería haber convertido en expertos. En especialistas, por ejemplo, de los peligros que entraña la aspiración al Bien absoluto, como el de terminar convirtiéndose en un Mal bastante bien organizado. Pero no. Ha bastado la aparición en el horizonte de un nuevo caudillo que, como el anterior, prometa liberarnos de una vez y por todas, para que legiones de compatriotas junto con el voto se sientan obligados a entregarle el alma.

De poco ha valido el esmero que ha puesto Trump en parecerse a nuestro viejo caudillo: no han bastado sus ademanes de matón, su sobrecogedora inmodestia, sus proyectos megalómanos e impracticables, su desprecio por el sentido común, por las leyes y las instituciones vigentes, por los modales y la inteligencia ajena, por los medios que no le son favorables o por los trámites democráticos. O en su insistente conversión en «enemigos del pueblo» de todo el que le lleve la contraria, empezando por los periodistas. Como diría un propagandista del estalinismo temprano: «Es enemigo quienquiera dé la impresión, por signos físicos, psíquicos, sociales, morales u otros, de estar en desacuerdo con el ideal de la felicidad humana».

Ese profundo parecido psicológico y conductual de Trump con el fundador del castrismo no parece molestar a muchos de mis compatriotas. Como si el cambio de la guerrera por el traje, la barba por la cuchilla de afeitar y el atacar al capitalismo en lugar de al comunismo fuera suficiente para disfrazar la esencial comunidad de carácter. Como si lo que les incomodara de Fidel Castro no fuera su autoritarismo o su desprecio por el prójimo no partidario, si no en nombre de qué ideología los justificaba. Por mi parte, estoy convencido de que el carácter define mejor a alguien que sus preferencias ideológicas o su vestuario. ¿Acaso el mismo Trump no se había registrado como republicano en 1987, demócrata en 2001, para volver al redil republicano en 2012?

Habrá quien atribuya el incondicional apoyo cubano a Trump a cierta mutación introducida en la genética nacional tras tantos años de autoritarismo. Según esa teoría, la ya larga costumbre de adorar a un macho autoritario los llevaría a seguir al próximo que se les presentara como negación del anterior. Pero resulta tan elemental como cifrar en el comunismo la fuente de todos los males del planeta. El principio que exponía Czesław Miłosz en su libro El pensamiento cautivo para explicar la adhesión al comunismo de intelectuales de muy diversa procedencia y carácter serviría también para explicar la atracción de muchos cubanos por Trump: la edificación de un poder absoluto satisface carencias —materiales, espirituales y psicológicas— muy distintas entre sí, que luego cohesiona en un movimiento único. Los cubanos apoyan a Trump por razones muy distintas que van desde el entusiasmo al despecho, pero sospecho que los unifica menos la esperanza por recuperar su tierra que la de ver vengados tantos años de marginación y desprecio por parte del progresismo mundial.

Al contrario de uno de nuestros refranes más sanguinarios, ni el dolor ni el desprecio han demostrado ser buenos maestros. La conclusión elemental de que el comunismo es malo reduce todo a un asunto ideológico, cuando la principal enseñanza que ofrece un régimen como el castrista apunta a algo más esencial y ubicuo: a los peligros de entregarse ciegamente a un mesías político que propone objetivos desmesurados y que para alcanzarlos requiere devoción absoluta y poderes extraordinarios.

Por elemental que parezca esa enseñanza, buena parte de los cubanos no hemos conseguido asimilarla. Si penoso ha sido soportar las primeras semanas del nuevo reinado de Donald Trump, bastante más lo es escuchar los argumentos que utilizan mis compatriotas trumpistas para justificar acciones muchas veces contradictorias entre sí. Si el trumpismo se justifica, entre muchas cosas, como una revuelta contra la tentación intelectual «de pronunciar que una cosa es lo contrario de lo que parece» (Borges dixit), los trumpistas patrios se han vuelto profundamente intelectuales: no hay acción de su líder, por aberrante que parezca, que no intenten convertir en rasgo de genialidad.

Conscientes de que el principio «el comunismo es malo» suena muy pobre como ideología, mis compatriotas rendidos al trumpismo no solo han determinado que todo el Mal es comunista. También asumen que todo lo que se oponga al comunismo es necesariamente bueno. Para delimitar el campo de batalla parafrasean a don Vito Corleone al instruir a Michael: «Todo el que te venga a hablar de igualdad y justicia social es comunista».

Lázaro Saavedra, Detector de ideologías 1989

Pero no debería sorprendernos tanta simpleza. Al otro lado de la trinchera ideológica las órdenes guardan una simetría escalofriante: todo el que venga a hablar de meritocracia, derechos individuales y sentido común es un fascista declarado. Y uno se imagina a los auténticos comunistas y nazis felices de contar con fuerzas tan abundantes.

Todos contra la democracia

No se trata (al menos en todos los casos) de pura enajenación mental. Para quien ha sido sometido durante años a la propaganda comunista es muy difícil no encontrar ecos de esta en medios avasallados por la corrección política. Aquí el contenido importa menos que los métodos: la insistencia ramplona en ciertos principios; las referencias continuas a un pasado y un presente opresor y, al mismo tiempo, el falseamiento del pasado y el presente para que se acomoden a su visión del mundo; o el florecimiento del kitsch político junto al patetismo y la crispación. Y la extensión del malestar anticapitalista siempre a un paso de convertirse en sinónimo de comunismo.

Se entiende que Trump quiera ver en esa reacción rococó de una sociedad frívola y necesitada de credos y experiencias fuertes, el efecto de una conspiración comunista ante la que él sería el único antídoto. Se entiende menos que le creamos quienes llevamos décadas de experiencia en propaganda antiyanqui: los sustantivos cambian, pero el lenguaje y la sintaxis son los mismos.

Resulta llamativo que entre los primeros llamados a resistir los desmanes del trumpismo se hable más de antifascismo que de defensa de la democracia. Llamativo, pero no sorprendente. Después de todo, imita al anticomunismo trumpista en atacar al contrario más de lo que se defiende la convivencia democrática. Porque si nos guiamos por el comportamiento trumpista, la democracia solo es buena cuando les da la razón. Una elección en términos trumpistas solo puede tener dos resultados: ganamos o nos hicieron trampa. De esa fe nació el asalto al Congreso el 6 de enero de 2021.

Entre quienes sospechan de la democracia por ser invento de hombres blancos y quienes la aceptan solo cuando las urnas los favorecen, el futuro de esta no parece prometedor. Hace mucho que la democracia no contaba con tan pocos defensores. Para encontrar desprecio parecido por los principios democráticos habría que retroceder hasta los años treinta del siglo pasado, justo cuando fascismo y comunismo —aparentemente blindados ante los efectos de la Gran Depresión— parecían opciones bastante más atractivas.

Sin embargo, en estos días, hablar de fascismo y comunismo, de totalitarismos de derecha y de izquierda, sería hacerles un gran favor. El de dignificar los movimientos actuales con una profundidad política que ni siquiera pretenden. Para referirnos a las motivaciones profundas a las que apelan mejor hablemos del partido del egoísmo vs. el partido de la envidia. Desnudos de ideología, apenas arropados por los instintos a los que apelan, podremos entenderlos mejor.

Hablarán de libertad versus igualdad cuando en el fondo la consigna de ambas partes es «¡que se jodan!»: la diferencia estriba en si se joden quienes están peor o mejor que tú. Ya las conciliaciones —liberales o socialdemócratas— entre libertad e igualdad no enardecen a nadie. Buscando sabores fuertes, experiencias estimulantes, en este mundo acolchado por la sobreabundancia material y tecnológica, los usuarios de la política se corren a los extremos dejando el centro más desolado que nunca.

Ariel Cabrera Montejo

Temo los desmanes de Trump por ellos mismos. Pero temo aún más que sus despropósitos terminen normalizando el abuso de poder, la erosión de las instituciones, las peticiones de lealtad absoluta y abran el camino hacia un autoritarismo de signo contrario. Por la propia naturaleza de esas pasiones, siempre ha sido más fácil movilizar y organizar el partido de la envidia que el del egoísmo.

Que reviva la revolución

Si el clima woke tenía aires de totalitarismo vegano —con la carne en lugar de la sangre, claro está—, los inicios del segundo mandato de Trump más bien recuerdan los de una revolución. Una revolución que en lugar de ejecutar miembros del antiguo régimen arranca con el exterminio de programas e instituciones públicas. El regreso de Trump resulta revolucionario tanto por las maneras díscolas del líder como por el entusiasmo y la confianza ciega de sus seguidores.

No se trata solo de la puesta en práctica de su programa político con mayor velocidad y radicalidad de la esperada. De que Trump expulsaría inmigrantes o emprendería guerras comerciales estábamos avisados. Pero que su insistencia en asociarse con el heredero del imperio soviético o en cortar la ayuda a la prensa independiente cubana encuentre apoyo incondicional en quienes se dicen anticomunistas resulta, si cabe, más perturbador aún.

Lo más preocupante no son lo disparatada o perniciosa que sea la medida que el presidente tenga a bien aplicar cada mañana, sino el apoyo instantáneo de quienes las explican y defienden. Ya nos dice el politólogo frances Claude Pollin que, a diferencia de las tiranías clásicas en que una minoría oprime a la mayoría, «el poder totalitario es, en primer lugar, la tiranía de todos sobre todos; el verdadero fundamento del poder de quienes se hallan en la cúspide de la jerarquía es el poder de quienes constituyen la base».

No implico que ya se viva en un régimen totalitario, pero sí que los ingredientes necesarios para instaurarlo ya comienzan a mezclarse: el mesianismo del líder y el apoyo incondicional de sus seguidores. Un apoyo que temo que sostengan sus partidarios incluso cuando las medidas presidenciales los perjudiquen. Una vez aceptada la necesidad absoluta de cambios radicales, cualquier sacrificio parece poco. ¿Acaso no razonaban así nuestros abuelos fidelistas cuando justificaban la confiscación de sus propios negocios por el régimen revolucionario?

Un cubano ya no tiene que haber sido adulto en 1959 para conocer de primera mano el ambiente de aquellos días. La política estadounidense le vuelve a ofrecer el espectáculo de inundar, indetenible, todos los ámbitos de la vida, de modo que cualquier conversación amenace con derivar en trifulca política. Ni siquiera podremos refugiarnos en una cháchara intrascendente sobre las condiciones del tiempo: no hay nada tan «politizable» como el clima en estos días.

Se nota el ambiente revolucionario en el descenso abrupto del sentido del humor, de la tolerancia, de la empatía y de la humanidad. Y en el ascenso del espíritu pendenciero, del fanatismo, de la división social y familiar y sobre todo de la confianza en todo lo que propone el gran líder. Esa confianza infantil en soluciones mágicas e inmediatas a problemas complejísimos que está en la base de todo proyecto totalitario.

Sin embargo, hay una diferencia apreciable entre estos tiempos norteamericanos y los inicios del castrismo. No me refiero a la persistencia estadounidense del bipartidismo, la Constitución, el orden judicial y el detalle de que el viejo ejército de la república siga en pie. Ahora, a diferencia de Fidel Castro, Trump no necesita explicar sus decisiones en discursos sinfónicos. Para hacer inteligibles las medidas del líder se bastan las legiones de seguidores que ofrecen en las redes sociales sofisticadas explicaciones, ya sean propias o dictadas por su influencer de cabecera.

Como la creencia en las visitas mágicas de Santa Claus, una vez que se acepta la premisa principal (una figura con la capacidad instantánea de complacer todos los deseos de los niños buenos del planeta), la explicación de cómo viaja el trineo por el aire o cómo el aumento de las tarifas aduanales hará florecer la economía, parecerán lógicas.

Que el extremismo de Trump engatuse a parte de la opinión pública estadounidense, acostumbrada al comportamiento contenido de su clase política, es comprensible: si en algo supera Trump a cualquier otro presidente de Estados Unidos es en su sentido del entretenimiento. En cambio, que una proporción similar de cubanos se vea contagiada por un fervor para el que debían estar inmunizados, más que a un defecto nacional lo atribuyo a la pobre capacidad humana para aprender colectivamente de su pasado. Acaso hemos confiado demasiado en los efectos pedagógicos del dolor para comprobar que, antes que sabiduría, los golpes producen traumas: el deseo de desquitarse de algún modo supera cualquier otro.

Si como conducta humana el trumpismo cubano es comprensible, como víctimas del castrismo se disculpa menos. ¿Cómo convencer a los compatriotas en la isla de nuestro compromiso democrático cuando nos entregamos ciegamente a alguien con modos tan autoritarios? ¿Cómo convencernos a nosotros mismos? ¿Cómo creernos que hemos madurado para la democracia si todavía creemos en Santa Claus imberbes de traje azul y corbata roja? ¿Cómo cuestionar la docilidad de los que acuden a las movilizaciones castristas si fuera de la isla renunciamos pensar críticamente? (No te refugies en teorías conspirativas: la paranoia no es una forma de pensamiento crítico). Con el apoyo incondicional al autoritarismo de Trump, ¿acaso el exilio no confirma ahora el tópico castrista de que lo que desea para Cuba es volver a los tiempos de Batista?

El trumpismo de los exiliados cubanos no solo es una muestra más de la incapacidad humana para aprender de sus errores, sino también de «la descorazonadora idea —decía Joseph Brodsky— de que un hombre liberado no es un hombre libre, de que la liberación es solo el medio de alcanzar la libertad, y no un sinónimo de ella». Mientras nos resistamos a madurar como entes políticos y sigamos creyendo en líderes infalibles y recetas milagrosas, nuestra libertad, en el exilio o en Cuba, seguirá siendo una asignatura pendiente. Y seremos responsables, por la parte que nos toca, de la próxima debacle.

sábado, 8 de marzo de 2025

El totalitarismo como musa

 

En su libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt dividía a la humanidad entre quienes “creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin)” y “aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Dicho de otro modo: entre los que piensan que el totalitarismo es una de las tantas ficciones de la Guerra Fría (basada en hechos reales, pero ficción al fin) y los que han sentido su presión en las costillas o el cuello. La musa política, del español José María Herrera (Bokeh, 2025), libro de ensayos sobre totalitarismos y ficciones, viene a resultar un asalto en toda regla sobre esa barrera que separa la experiencia humana. De ahí que para quienes sabemos que las tiranías absolutas no son cuestión imaginaria La musa política se haga sentir como un abrazo inesperado.

Hannah Arendt, al trazar la frontera entre omnipotencia e impotencia, no se detuvo a considerar la incomprensión de Occidente hacia el poder totalitario, asunto esencialmente exótico. Han sido necesarias ficciones como las de George Orwell para ver en el totalitarismo una posibilidad latente urbi et orbi con independencia de las distinciones culturales o históricas. En especial cuando, según Ortega y Gasset, “la masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento” y la política se encarga de vaciar “al hombre de soledad e intimidad”. Al elegir la política –en su variante más autoritaria– como musa de las novelas que estudia, Herrera no ignora los escrúpulos que existen sobre ese apareamiento: de primar lo político sobre lo literario siempre se corre el peligro de descender a la propaganda o la pedagogía. Un peligro que Herrera intenta conjurar al inicio de su libro advirtiendo que “cuando un novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político”.

En La musa política, José María Herrera indaga cómo la novela contemporánea ha enfrentado –puede tomarse este verbo en sentido bélico, pero sin exagerar– la política como absoluto. De Giorgio Bassani le interesa su descripción del desamparo social de los judíos italianos tras el ascenso del fascismo; de Ismail Kadaré y Milan Kundera, sus estrategias literarias para aprehender al totalitarismo comunista, desde la fantasía hasta el humor; de Leonardo Sciascia, el concienzudo coraje para diseccionar la mafia en medio de una sociedad entre acobardada y cómplice –coraje no muy distinto al que necesitó Philip Roth para desertar de sus obligaciones literarias como miembro y representante de la comunidad judía–; de Salman Rushdie, la imaginación irreverente atrapada entre dos fuegos, el del fanatismo islamista y el del buenismo occidental; de Peter Esterházy, su cuestionable capacidad para superar la traición póstuma de su padre –el mismo que le había servido como modelo a su literatura y su vida–, al descubrir que este había sido informante de la policía secreta húngara durante años; de David Foster Wallace, la defensa del hastío frente a la tiranía del entretenimiento. En el caso de las novelas, de Coetzee y Richard Powers, Herrera explora cómo la humanidad ocupa el puesto de verdugo, ya sea de los animales –en el caso del Nobel sudafricano– o de la naturaleza en las novelas ecologistas de Powers. Si entendemos, como Kant, que la dignidad del hombre consiste en no ser utilizado por ningún hombre como medio sino ser tratado como fin, La musa política es un libro sobre la dignidad del hombre y de todo lo que lo rodea. Una dignidad descrita y defendida con las armas de la ficción.

No se esperaría tanto interés por estos asuntos en alguien que escriba desde la Europa del Oeste, donde el totalitarismo apenas se asoma en la sección internacional, ajena, de los periódicos. Intuyo La musa política como reacción al imperio de la corrección política. Como respuesta a la extendida noción de que “el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón”. Ese triunfo del sentimentalismo político, que Kundera denunciaba como kitsch medio siglo atrás, parece servirle a la mente perspicaz de Herrera como adelanto de la experiencia totalitaria. Eso y la ubicua pérdida del sentido del humor –y hasta del ridículo– que hace imposible distinguir entre una novela y un manifiesto, o que permite a cualquier influencer exigir la cancelación de obras con la misma firmeza con que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie. Cierto que la diferencia entre una muerte virtual y otra una más bien literal no es poca cosa. Sin embargo, al autor de La musa política la ineptitud de los ayatolas digitales para captar las sutilezas de la literatura le resulta tanto o más preocupantes que la del ayatola original. Porque cuando Occidente reniega de sus libertades renuncia a lo mejor de sí mismo. Y no basta el consuelo de que tales circunstancias ayudan a algunos a entender mejor los horrores del totalitarismo cuando vuelven la realidad menos habitable para todos.

Más que las relaciones entre política y novela, lo que le interesa a Herrera es la política que aspira a abarcar toda la vida humana y la capacidad de la novela para abarcar tanta desmesura. De un lado, está la certeza de que lo más cerca que han estado los humanos de alcanzar el mal absoluto se ubica en el entregarse al “afán de doblegar la realidad a las ideas”. “Sabemos que el mal existe”, nos instruye Herrera, “y que este es fruto del esfuerzo por organizar las cosas de forma que nada, ni siquiera las conciencias, quede fuera de su organización”. Y claro, con regímenes tan pretenciosos como los totalitarios es inevitable que su cotidianidad se vea convertida en un carnaval de simulaciones. Nada como un sistema tan monstruoso como ridículo para poner a prueba la vocación de la novela por la ambigüedad, la sutileza y el humor. Y las obras de las que Herrera da cuenta han entregado testimonio cabal del absurdo totalitario y su impacto en la vida de los individuos.

Herrera a veces se contradice, como cuando atribuye el esfuerzo por “abolir la libertad” y el “desdén hacia la persona singular” a un “deseo que no parece europeo sino asiático”, pero al mismo tiempo reconoce que la historia del comunismo “con independencia de la variedad de pueblos donde se haya implantado, es de una inquietante uniformidad”. Sospecho que el motivo de su inquietud es la intuición, confirmada en los últimos tiempos, de que ninguna sociedad está exenta de tentaciones totalitarias del signo que sean. Y que ceder o no a ellas depende menos de la naturaleza de determinado pueblo que de coyunturas históricas impredecibles. Al fin y al cabo, “[e]l principio de la superioridad de las ideas frente a la realidad” que guía a los totalitarismos le sirve lo mismo a un fundamentalista religioso, a un nostálgico de épocas pasadas, que a un creyente en la infalibilidad del progreso.

Herrera reconoce el horror de la política como absoluto al punto de afirmar que “el verdadero y último fin del sistema totalitario es destruir los lazos familiares, personales y sociales de los individuos de modo que la sociedad quede tan atomizada que no quepa resistencia al poder instituido”. Sin embargo, visto así, no se entiende cómo las utopías totalitarias han resultado tan tentadoras a seres de cualquier latitud, sin necesariamente mediar algún tipo de psicopatía. Su atractivo o su demoledora eficacia no se explica solo por la alevosa maldad de sus partidarios. Si algo han demostrado tales regímenes es que la perversión de sus ideales, más que consciente y malintencionada, es ineludible y fatal. Cuando un partido o líder se cree lo bastante iluminado como para adaptar la realidad a sus ideas empieza violentando el sentido común y termina queriendo trasmutar la naturaleza humana. Las disquisiciones del Che Guevara sobre la creación del hombre nuevo y sus metáforas de injertos de perales en olmos son una buena ilustración del voluntarismo que ve la naturaleza humana al principio como obstáculo y luego como enemigo.

Lo anterior no impide que las observaciones que aparecen en La musa política sobre el ejercicio total del poder resulten iluminadoras. Como cuando Herrera afirma –destilando la obra de Bassani– que “el fascismo logró el respaldo de la ciudadanía no defendiendo los intereses de una parte, sino explotando la mediocridad del conjunto”. Eso invita a suponer que cada ideología que reclama “sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo mejor” encubre y estimula alguna bajeza de preferencia. La del fascismo, al hablar de la superioridad y pureza nacionales, sería el egoísmo puro y duro, mientras que los llamados comunistas a la igualdad apelarían más bien a la envidia.


Sin que sea el centro de su análisis, La musa política hace una brillante caracterización del funcionamiento y las consecuencias de las políticas totalitarias. “Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los mayores logros del comunismo”, advierte Herrera en su estudio sobre el húngaro Esterházy. Y en su ensayo sobre las novelas de Kadaré explica que una de las peculiaridades de tales regímenes es que “los hechos quedan disueltos en el discurso ideológico, y este se endurece de tal modo que a la larga resulta impermeable a la realidad”: todo es “interpretado desde un marco previo que se identifica con lo verdadero” y el máximo líder y sus decisiones quedan “por encima de los hechos”.

No obstante, la mayor virtud de este libro está en su defensa inequívoca del valor de la literatura en estos días. Herrera desecha las insistentes actas de defunción de la novela para exaltar su imprescindible poderío. En esto continúa la ruta trazada por Kundera en sus sucesivos libros de ensayos sobre “el arte de la novela”. “El alma moderna”, declara Herrera, “es incomprensible sin la historia de la novela. A ella debemos […] si acaso más que a la filosofía, la ciencia y la religión”. Debo aclarar que la novela que el ensayista tiene en mente no es una que se proponga “satisfacer las exigencias formales de unos cuantos exquisitos”: frente al elitismo literario, Herrera prefiere novelas que impidan que lector común se vea “aplastado por verdades establecidas” y lo ayuden a “tomar distancia de la realidad sin prescindir de ella”.

En defensa de la ficción novelística, Herrera se arma con un arsenal de citas de escritores afines: Susan Sontag: los escritores “son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de una visión individual”; Leonardo Sciascia: “Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica” o “La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad”; Jorge Luis Borges: la novela policiaca “está salvando el orden en una época de desorden”; Kundera: la novela “es un territorio donde nadie posee la verdad, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos”.

La musa política no se conforma con argumentos conocidos, sino que ofrece otros ajustados a esta época de acoso político, moral y tecnológico. Lo que a primera vista parece una reconstrucción de las relaciones entre el poder y la novela resulta a la larga una exaltación del poder de la novela. De esta destaca, frente a las certezas indiscutibles, “su carácter hipotético, nunca pontificial o inequívoco”; su condición de antídoto “contra la falsedad y la impostura”; su defensa de la conciencia individual en circunstancias en que los seres humanos son tratados “como entes sin sustancia”. “Ser novelista”, insiste Herrera, “excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión” porque “supeditar los derechos de la ficción a las ideas […] es un error, o mejor, un contrasentido, pues quien crea desde sí mismo, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano acaba cuestionando los valores vigentes”. Sin pretender fundar un sistema de valores nuevos, vale añadir.

La defensa que hace La musa política de la importancia de la ficción novelesca resulta oportuna, y con oportuna quiero decir valiente: es de sospechar que no sea un libro bien recibido por los herederos de los intelectuales comprometidos de antaño, ahora “especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos de la revolución bajos en calorías”. Esos que juzgan el trabajo del artista imponiéndoles “el lugar común sentimental”, en lugar de establecer la profundidad y el detalle con que se sumergen en la experiencia humana. Si al principio aludí a la división de la humanidad establecida por Arendt, Herrera recoge una clasificación más actualizada y funcional propuesta por Salman Rushdie: la que existe “entre quienes poseen sentido del humor y los que no”. O, en términos de Christopher Hitchens, entre la “mente irónica” y la “mente literal”, porque alguien con sentido del humor, más que por su inclinación a reír y hacer reír, se distingue por la capacidad de tomar distancia incluso de sus convicciones más íntimas. El humor, ingrediente definitorio de la novela moderna, servirá tanto de antídoto del fanatismo como de contrapeso “a la prepotencia de las ideas y la razón” y “a la confianza ciega en el progreso”.

Sin hacerse ilusiones excesivas, José María Herrera hace una defensa de la novela al final de La musa política con el mismo coraje discreto que atraviesa todo su libro: “La ficción literaria carece de poder para cambiar el mundo, pero posee en cambio el poder de iluminar el alma y la sensibilidad de las personas y, por tanto, hacer posible ese cambio”. El coraje, en fin, que se requiere para hablar sin miedo al ridículo de almas y de luz en tiempos tan oscuros y ruines como estos.

martes, 25 de febrero de 2025

La otra culpa del hombre blanco*


Me lo explicaba no hace mucho una amiga familiarizada con el sistema editorial norteamericano: si hay algo que no aceptan los editores de acá —y por extensión los lectores— es que un escritor hispano los trate como a iguales. Y, al mismo tiempo, como ese otro distinto que es.

Entendí que, más que asunto comercial, es casi existencial: la resistencia a que un integrante de las llamadas minorías no enfrente la sociedad norteamericana, su historia y su existencia actual, como una voz menor, domesticada para ocupar el nicho que le corresponde en el cosmos.

Porque, antes de ser editor (o productor de cine, o corporativo de los medios), este entiende que es sobre todo un hombre blanco. Y entiéndase aquí como hombre blanco un mero comodín para cierto sentido de superioridad cultural, civilizatoria, antropológica.

Una señora de origen asiático asentada en Connecticut sirve a un hombre blanco siempre y cuando comparta con este su visión del mundo. Una visión formada en un ambiente de bienestar económico, estabilidad política y respetabilidad social: el hombre blanco es ni más ni menos que lo que el sintético Marx llamaba en el siglo XIX un burgués.

Tal perspectiva entraña cierta idea de decoro y la convicción firme, aunque nunca expresada, de que solo ellos son capaces de elegir entre el bien y el mal, de ser libres. El resto de la humanidad, en cambio, deberá conformarse con ocupar su escaño inferior en la existencia mientras se queja sin descanso de ello.

Una cosa es que el establishment anglosajón celebre la inclusividad, y proclame su deseo de escuchar a las minorías, de empoderarlas —ese vocablo tan entusiasta como hipócrita—, y otra muy distinta es permitirles que se manifiesten con toda la complejidad humana que parece solo reservada a los blancos. Que contaminen su visión burguesa del mundo con intuiciones surgidas bajo circunstancias que les resultan demasiado ajenas.

Las apelaciones a la diversidad —racial, étnica, de género— están muy bien siempre que cumplan con las expectativas ideológicas y sentimentales que se les asignen. Expectativas que se acatan con la misma resignación con que una estrella de la televisión hispana acepta el papel de jardinero, sirvienta o narco en una producción de Hollywood o Netflix.

Ha pasado mucho tiempo —sesenta años para ser exactos— desde que James Baldwin publicara su breve ensayo “The White Man’s Guilt”, en el que confrontaba al hombre blanco con su incapacidad de confrontar sus culpas colectivas.

Seis décadas en las que la élite blanca ha ido entrenando su tolerancia a la crítica. En estos días, no solo acepta sus culpas sino hasta revuelve los archivos para descubrir otras que nadie sospechaba.

El hombre blanco de las costas —al que también podría clasificarse como burgués americano— ha descubierto que la admisión de sus pecados, lejos de ser síntoma de debilidad, lo confirma en la cúspide de la pirámide social y moral.

Lo sitúa incluso por encima del resto de sus hermanos de raza tierra adentro, esos que se esfuerzan en confirmar la vigencia de las palabras de Baldwin con un racismo mucho más franco y grosero, que tan bien representa el actual presidente. Porque no todos los blancos son iguales: unos lo son más que otros.

De las minorías, la élite cultural blanca espera —y hasta solicita— que le recuerden su culpa infinita. O que se quejen de los infinitos sinsabores que les suministra su condición subalterna.

Y, si son lo bastante creativos, hasta los autoriza a que confirmen los mitos fundacionales norteamericanos con acento refrescantemente étnico, como lo demostró el éxito arrollador del musical Hamilton. O que observen el mundo con los mismos ojos de hombre blanco, respetando puntualmente las jerarquías sociales e intelectuales, aplaudiendo que lo hagan con agudeza y estilo, y con el añadido exótico de apellidarse Adebayo o González.

Not that there’s anything wrong with that” como se excusaba Jerry Seinfeld al aclarar, en escenas de su famoso sitcom, que no era homosexual. Inquietante es la ausencia de obras y discursos visibles que se distancien de ese guion, que incorporen perspectivas ajenas a la distribución de papeles en el ámbito subalterno: jardinero, sirvienta o narco conceptuales (o literales).

El muy parcial enfoque que se alienta desde los olimpos culturales no solo hace dudar de la sinceridad del remordimiento blanco. También parecería diseñado para reforzar tanto su superioridad civilizatoria como la inferioridad de minorías esforzadas en complacer el narcisismo de una vieja élite, rejuvenecida por el bótox de la corrección política.

Tal estado de cosas no sería posible, por supuesto, sin un esforzado colaboracionismo de los que se encuentran en la base de la pirámide. Esos que aceptan con alegría su condición de víctimas, como si de un emblema de rebeldía se tratara. En el terreno que me resulta más cercano, el de la cultura y los estudios hispánicos, la sumisión a dicho esquema es casi absoluta.

Hablo de quienes un amigo me describió hace décadas como “latinos dóciles”. Esos que, mientras recitan los crímenes del hombre blanco en Hispanoamérica —como si arriesgaran algo con ello—, adoptan cada una de las nuevas tendencias que dictan las academias imperiales, acomodando a empujones en la casilla que corresponda la compleja realidad de su cultura. Esos que hacen estudios de género y raza en el imperio Inca sin enterarse a derechas cómo funcionaba un ayllu.

La condición de Uncle Tom, por más sofisticada que se haya vuelto, parece hoy más masiva y entusiasta que nunca.

El ejemplo más evidente y penoso de este sometimiento a la norma imperial es la creciente adopción del llamado lenguaje inclusivo en el ámbito académico de habla española. Poco importa que al desechar pronombres y adjetivos masculinos del plural por otros artificialmente neutros transformen el español en jerigonza ininteligible.

Se parte de la convicción implícita, aunque nunca admitida, de que el “atraso” de la cultura hispana en cuestiones de género tiene su origen en la gramática castellana. Esa misma convicción ha creado el término “latinx” que intenta igualarse al aséptico “American” en neutralidad genérica).

Que, en pleno esplendor de los estudios decoloniales, las llamadas culturas subalternas imiten de manera tan servil el modelo imperial puede resultar paradójico, pero no incongruente.

No se trata en estos párrafos de lamentar la homogenización cultural en un planeta sacudido como una coctelera por la globalización de la economía, las sucesivas olas migratorias y los saltos tecnológicos de los últimos años. Para eso basta con asomarse a Netflix.

Me interesa sobre todo llamar la atención sobre una consecuencia menos visible, pero a la larga más perversa. Pienso en la alentada autovictimización del universo subalterno, como si las opresiones previas no hubiesen bastado.

“Los hombres se convierten en humanos gracias a su capacidad de elección tanto del bien como del mal”, dijo alguna vez el pensador Isaiah Berlin. De ahí que el fatalismo de las minorías-víctimas, a diferencia del libre ejercicio del mal de la raza opresora, humanice a esta última mientras condena a las primeras a ser objetos más o menos decorativos de la historia.

Y todo empeora cuando se llega al irreductible reino de la individualidad, donde solo unos tienen derecho a manifestarse como individuos, con sus humanas obsesiones y neurosis. Mientras los otros se ven obligados a representar a alguna entidad colectiva. El corolario forzoso es que solo los blancos son humanos. Algo que ni los supremacistas más feroces se atreven ya a defender en público.

Pero lo anterior es apenas el efecto secundario de un estado de cosas destinado a garantizar que el hombre blanco —whatever it means— siga ocupando el centro del universo, aunque sea como único culpable de las desdichas de este. Y ser la única voz autorizada para exhibir los rincones más recónditos de su humanidad, demonios incluidos. A solas, en un monólogo interminable.

Las otras voces solo parecerán existir para, si acaso, armonizar la del solista blanco. Como un coro que, cuando parece responderle, más bien lo arrulla, convenciéndolo de su tolerancia esencial.

Entonces se cae en cuenta de que los únicos interlocutores que le quedan al hombre blanco son los otros hombres blancos —esos a quienes no les avergüenza proclamar que son lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad.

Al fin y al cabo, lo que los separa son meras cuestiones de forma.


*Publicado en Hypermedia Magazine

jueves, 20 de febrero de 2025

La dialéctica artificial stalinista según Isaiah Berlin

La dinámica de las crisis artificiales creadas por el castrismo fue descrita por el pensador Isaiah Berlin al estudiar el caso de Stalin (de quien Fidel aprendió mucho más de lo que reconocía). Para este sistema de marchas y contramarchas Berlin creó el concepto de “dialéctica artificial” que explicó en un ensayo del mismo título escrito en 1951. Tal sistema de crisis controladas fue creado por Stalin para sortear los dos grandes peligros que acechan a todo régimen establecido mediante una revolución: que vaya demasiado lejos o que se estanque. En el primer caso:


“Pocas revoluciones, por no decir ninguna, conllevan los fines que sus seguidores más fervientes esperan, puesto que las mismas cualidades que dan forma a los revolucionarios mejores y de mayor éxito tienden a simplificar en exceso la historia. Una vez amaina la borrachera del triunfo, se apodera de los vencedores una sensación de desencanto, frustración e indignación sin paliativos: algunos de los objetivos más sagrados no se han conseguido; el diablo sigue hostigando a la Tierra, y alguien ha de ser culpable de falta de celo, indiferencia, tal vez de sabotaje e incluso de traición. De este modo se acusa y se condena y se castiga a individuos por no conseguir cumplir algo que, con toda probabilidad, nadie en las circunstancias del momento podría haber realizado, y se juzga y ejecuta a hombres por provocar una situación de la que nadie es realmente responsable, una situación inevitable y que los observadores más lúcidos y sobrios (como más tarde se demuestra) habían anticipado en mayor o menor medida”

El segundo gran peligro que señala Berlin, el del estancamiento, suele ser consecuencia de los excesos:

“Una vez que el impulso original de la revolución se ha consumido, el entusiasmo (y la energía física) decae, los motivos se tornan menos apasionantes y menos puros, se instala una repugnancia hacia el heroísmo, el martirio, la destrucción de la vida y la propiedad, las costumbres cotidianas se reafirman, y lo que comenzó siendo un experimento audaz y espléndido se va apagando y finalmente desemboca en corrupción y miseria”

De ahí que, de acuerdo con Berlin, Stalin descubriera la necesidad de crear crisis controladas para contrarrestar ambos peligros:

“Mientras otros elaboraban caucho artificial o cerebros mecánicos, [Stalin] engendraba una dialéctica artificial, cuyos resultados el propio experimentador podía controlar y predecir en gran medida. En lugar de permitir que fuera la historia la que originara la oscilación de la espiral dialéctica, Stalin depositó esta tarea en manos humanas. El problema era encontrar un punto de equilibrio entre los «opuestos dialécticos» de la apatía y el fanatismo. Una vez establecido este planteamiento, la esencia de la política estalinista consistió en un cronometraje preciso y en el cálculo del grado de fuerza adecuado para hacer oscilar el péndulo social y político con vistas a obtener el resultado deseado en función de las circunstancias determinadas”.

Sobre los peligros de la parálisis social dice Berlin:

“Ahora bien, algunas cosas dependen de la fuerza con la que se impulse el péndulo: una de las consecuencias de llevar el terror demasiado lejos […] es que la población se acobarde y se suma en un silencio casi sepulcral. Nadie departe con nadie sobre asuntos ni siquiera remotamente conectados con los temas «peligrosos», salvo esgrimiendo las fórmulas más estereotipadas y leales, e incluso así lo hacen con moderación, puesto que nadie conoce a ciencia cierta cuál es el santo y seña de cada día. Este silencio atemorizado encierra sus propios peligros para el régimen. En primer lugar, mientras que el terror a gran escala garantiza una obediencia generalizada y la ejecución de las órdenes, es posible que también asuste en exceso a la población: si se mantiene a un nivel alto, la represión violenta acaba enervando y entumeciendo a las personas. Se instala entonces la parálisis de la voluntad y una especie de desespero cansino que aplaca los procesos vitales y disminuye la productividad económica. Más aún, si las personas no hablan, el amplio ejército de agentes de la inteligencia a cargo del Gobierno no será capaz de informar con la claridad pertinente de qué pasa por sus cabezas o de cómo responderían a tal o cual política gubernamental[…] El Gobierno no puede funcionar sin conocer mínimamente qué piensan los ciudadanos […] De ahí que sea imprescindible adoptar medidas para estimular a la población a expresarse: se eliminan las prohibiciones y se incita con insistencia a la «autocrítica comunista» y al «debate entre camaradas», algo levemente similar a un debate público. Una vez que los individuos y los colectivos desvelan su baza (y algunos de ellos inevitablemente se traicionan a sí mismos), los líderes saben mejor qué posición ocupan y, en concreto, a quién deberían eliminar en aras a salvaguardar la «línea general» de idas y venidas descontroladas. La guillotina vuelve a ponerse en marcha y se silencia a quienes hablaban”

¿Les suena conocido?

martes, 18 de febrero de 2025

Francisco López Sacha (1950-2025)

Ha muerto Francisco López Sacha, funcionario vitalicio de la UNEAC y escritor en sus escasos ratos libres. La última vez que nos vimos fue hace menos de un año, durante la discutida Feria del Libro de Tampa, cuando su mera presencia junto a un grupo de compañeros de armas de la burocracia cultural de la isla le dio un giro a un evento más bien apacible. El Granma, el mismo libelo que en su momento calló la muerte de Reinaldo Arenas o el Cervantes de Cabrera Infante llama a López Sacha "una de las figuras más relevantes de la literatura cubana contemporánea". Días después de nuestro fugaz avistamiento en Tampa lo reconstruí así:


El único detalle que disonante en los días de la feria fue justo la presencia de Francisco López Sacha, otrora presidente de la sección de literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Nunca fui miembro de la UNEAC, porque cada cual se cuida el hígado como cree conveniente, pero a Sacha sí lo conocí en persona, cuando el jurado del premio Pinos Nuevos de 1993 lo eligió como intermediario para censurarme el libro que yo había presentado a concurso.

Sacha en aquel entonces me confesó que no había leído mi libro, al tiempo que comentaba el argumento íntegro de los cuentos “conflictivos” y me recitaba fragmentos de memoria. Pese a lo incómodo de la situación, Sacha evitó ser desagradable: era la versión letrada del policía bueno.

Para que se entiendan sus prioridades, debo recordar que, al presentarme en su oficina para hablar de mi libro, le anunció a otro escritor en la antesala que debía esperar a que terminara de atender mi caso, aclarándole: “Pero no te preocupes: los problemas de tu libro no son políticos, solo literarios”.

Y ahí estaba Sacha, sentado en medio del patio del Hillsborough Community College, hablando sin parar por teléfono mientras a su alrededor se sucedían presentaciones de libros. Su presencia allí desentonaba, pero no me sorprendía: más que por sus artes de intermediario de censores, Sacha es reconocido por su habilidad para montarse en un avión.

Al terminar la presentación del libro
Nostalgia represiva de Francisco García González (que incluyó una deliciosa coda de sus tribulaciones con la Seguridad del Estado, como museólogo del Presidio Modelo), Sacha seguía hablando por su teléfono, incansable, como si de un general dirigiendo sus tropas se tratara… O como Sacha planificando sus próximas movidas.

Me bastó con estrecharle la mano sin que abandonara su perorata. Quiero pensar que fue un gesto cortés pero, conociendo mi naturaleza socarrona, sospecho que apenas quería dejarle saber que estaba allí, en tierra de viejos gusanos.

jueves, 23 de enero de 2025

Joker mirando al sudeste

 


El grunge -esa ola que nos trajo a Nirvana, Soundgarden, Pearl Jam, Alice in Chains, Stone Temple Pilots y unos cuantos más a inicios de los noventa- fue la última versión del rock que escuché con asombro y alborozo. Y aunque ya el rock en Cuba no gozaba del aire clandestino que lo rodeaba en los 70 de entrada teníamos que resignarnos a grabaciones casi siempre infames y a unos pocos minutos en un programa televisivo cuyo nombre -Colorama- exhibía de cuerpo entero el desfase que lo había originado, el de una época en que el color en la pantalla chica todavía era noticia.

Ya uno estaba resignado a no escuchar grunge en vivo -todavía faltaba una larga década para que Audioslave tocara en La Habana como si fuera lo más natural del mundo mientras yo tenía la descortesía de no quedarme a esperarlos- y de pronto, un domingo por la tarde nos encontramos con Joker en el patio de la Casa de la Cultura de Plaza. (Sí, el mismo edificio que en su avatar anterior de Lyceum and Lawn Tennis Club había sido testigo de la batalla a pedradas entre Lezama Lima y Virgilio Piñera, entre otros eventos culturales no tan reseñables).

Joker era una banda, que al fin, que nos ponía a bailar y dar brincos -por si se notaba la diferencia- a los pelúos locales como mismo las otras, las que cantaban en inglés, lo hacían con los pelúos que salían en Colorama con aquellas melenas a las que incluso en la bruma de los televisores en blanco y negro se les adivinaba mayor intimidad con el champú que las nuestras. Brincar sobre el cemento calcinado del extinto Lyceum and Lawn Tennis Club era -como en aquel chiste soviético en que un pobre diablo le aclara a la KGB que a quien están buscando es al vecino de arriba- nuestra idea habanera de la felicidad y hasta de la libertad.

Ahora descubro que Joker no solo me alegró aquella tarde dominical sino que además se tomó el trabajo de dejar atrás unas cuantas grabaciones antes de desaparecer sin penas ni glorias, como le correspondía a cualquier banda de rock patrio no subvencionada por el prestigio oficial. Y yo, que he sufrido tantos chascos revisitando placeres de aquellos años, descubro que incluso sin el doping del calor el hambre y la desesperanza de aquellos años los de Joker no suenan tan mal. Si no están a la altura de aquel recuerdo glorioso al menos suenan mejor que aquellos diálogos de Eliseo Subiela con sus lados oscuros del corazón y sus hombres mirando hacia algún punto cardinal que alguna vez creímos profundos y que, vueltos a escuchar, descubrimos que, si alguna profundidad revelaban, era la de nuestra idiotez de entonces. 

Gracias Joker.