A Jorge Ignacio Domínguez, a quien mucho le debe este artículo. Pronto sabrán por qué
El anexionismo,
(a los Estados Unidos, por supuesto aunque alguna vez se mencionó en relación
con México o la Colombia bolivariana) sigue siendo un estigma para la
historiografía cubana actual. Señalar a una personalidad como anexionista es
sacarla definitivamente del juego patriótico del pasado cubano. O del presente.
Se expulsa a Narciso López (de quien Cirilo Villaverde, una vez su secretario
personal insistía en que no era anexionista) pero se acepta la bandera diseñada
por él, aunque esta fuera, en casi cada uno de sus detalles, empezando por la
estrella, una solicitud simbólica de anexión. Y sin embargo José Martí, el gran
fustigador de la idea de la anexión en su tiempo, trataba con deferencia y
admiración a José Ignacio Rodríguez, el gran defensor de la idea de la anexión
a finales del siglo XIX (“Ama a su patria con tanto fervor como el que más, y
la sirve según su entender, que en todo es singularmente claro”). Y es que esa
línea fronteriza que hoy se traza entre independencia y anexión era en aquellos
días mucho más tenue de lo que hoy se pretende.
Un ejemplo
señalado sería el del propio novelista Cirilo Villaverde, partidario de las
expediciones de Narciso López en 1850 y 1851, polemista de José Antonio Saco a
favor de la idea de anexión en esos mismos años y defensor franco de la
independencia a partir del estallido de la Demajagua en 1868. ¿Qué hacer con el
novelista, aparentemente tan voluble en cuestiones patrióticas? Porque cuando
la disyuntiva oscila entre lo sagrado y lo sacrílego no caben las medias tintas
ni las sutilezas evolutivas. No obstante, siendo Villaverde el autor de Cecilia
Valdés, la novela cubana más importante del siglo XIX, se le perdonan esos
pecados de juventud (en sus años de partidario de López se acercaba a los
cuarenta) o preferiblemente se olvidan, como a la bandera.
Más complicado, pero no menos ilustrativo es el caso de Carlos Manuel de Céspedes y
el resto de los revolucionarios de 1868. Porque apenas iniciado el alzamiento
ya se habían solicitado el apoyo del gobierno norteamericano ofreciendo como
moneda de cambio la anexión. ¿Era totalmente sincero el ofrecimiento de Céspedes
o apenas un amago táctico para atraer la ayuda que tan desesperadamente
necesitaba? Quizás se trataba de lo segundo pero igual disculpa podría
extenderse a Narciso López, que en su momento emplearon desde Cirilo Villaverde
al historiador Herminio Portell Vilá. Pero esas no son preguntas admisibles en
el estricto campo de la historiografía oficial cubana. Las opciones son tan
elementales como las de un plebiscito: independencia o anexión. Patriota o
traidor.
Pero sucede que en el 2009 la Universidad de Camagüey publica el libro Guáimaro
Alborada en la historia constitucional cubana, de Andry Matilla Correa y
Carlos Manuel Villabella Armengol. Sucede que en Camagüey, donde Joaquín de
Agüero y Agüero se alzara el 4 de julio de 1851, o Ignacio Agramonte muriera
con una camiseta con el diseño de la bandera estadounidense (Moreno Fraginals
dixit), el anexionismo es asunto menos ortodoxo que para los señores del
Instituto de Historia en La Habana. Y si hay que hablar de la constitución de
la república en armas celebrada en Guáimaro, ciudad todavía dentro de los
actuales límites provinciales de Camagüey el tema del anexionismo es
inevitable. Porque por mucho que les incomode a los empleados de la Oficina de
Asuntos históricos del Consejo de Estado actual el asunto de la anexión está
estrechamente entretejido con la primera constitución de la república en armas.
Cualquier historia, por oficial que sea, reside en los detalles y el detalle
fundamental de aquella asamblea era la necesidad de constituirse en gobierno al
que le fuera reconocida la beligerancia por el de Washington. Y ofrecerle algo
a cambio. Y ahí está el acuerdo de la Cámara d el 29 de abril de 1869:
1o. Comunicar al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que ha recibido
una petición suscrita por un gran número de ciudadanos en que se suplica a la
Cámara manifieste a la Gran República los vivos deseos que animan a nuestro
pueblo de ver colocada esta Isla entre todos los Estados de la Federación
Norteamericana.
2o. Hacer presente al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que éste es
realmente, en su entender, el voto casi unánime de los cubanos, y que si la
guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de
que la anexión legítimamente se verificaría, ésta se reali zaría sin demora.
3o. Al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, para que no retarde la
realización de las bellas esperanzas que acerca de la suerte de Cuba este
anhelo de sus hijos hace concebir. Y en cumplimiento del acuerdo, la Cámara de
Representantes de la Isla de Cuba, dirige la presente manifestación al
Presidente de la Gran República de los Estados Unidos. Guáimaro, Abril 30 de
1869.
El Presidente.—Salvador Cisneros y B.— Lucas Castillo.—Miguel C.
Gutiérrez.—José Mª Izaguirre.—Arcadio J. García.—F. Fornaris y
Céspedes.—Tranquilino Valdés.—Miguel Betancourt.—Dr. A. Lorda.—Pedro M. A.
Agüero.—Tomás Estrada.— Manuel de J. de Peña.—Pío Rosado.—Francisco Sánchez
Betancourt.— Eduardo Machado.—El Secretario. Antonio Zambrana. Sancionó el
presente acuerdo.—El Presidente de la República.—C. M. de Céspedes.
Tan importante como el texto del mensaje son las firmas que lo calzan, que
incluyen la del todavía sacrosanto Padre de la Patria. Y convencido o no en su
momento de la anexión, lo que sí debió tener claro Céspedes era la
imposibilidad de derrotar al ejército colonial español sin ayuda externa.
¿Acaso los rebeldes de las Trece Colonias no habían solicitado ayuda de Francia
y España en su guerra contra Inglaterra? Y ninguna ayuda le resultaría más afín
que la que le pudiera dar la primera república surgida en el continente y la
más poderosa de todas. Curiosamente, quien con más claridad se manifestó contra
estos ofrecimientos fue Cirilo Villaverde. Aleccionado por la falta de ayuda a
los proyectos emancipadores de la década anterior Villaverde -uno de los que
había defendido contra José Antonio Saco sobre la necesidad de la anexión a los
Estados Unidos- quiso alertar a los revolucionarios del 68.
En su artículo “La revolución de Cuba vista desde Nueva York” Villaverde les
advierte sobre el peligro que entraña confiar en aliado tan voluble y
contingente como el gobierno y el pueblo norteamericanos pues estos “siempre ha
subordinado nuestros deseos a su conveniencia, sacrificando nuestras más caras
y legítimas esperanzas a sus miras egoístas e inhumanas”. Y añade
-complementando las ideas de su antiguo antagonista, Saco- que “a la
satisfacción de ese deseo [el de “poseer la isla de Cuba”] no tendrá el
gobierno americano el menor escrúpulo en todos tiempos [sic] de prescindir de
la personalidad y aun de la existencia del pueblo cubano”. El Villaverde de
1869 dice entender los impulsos anexionistas de los generales del ejército
independentista pero no los comparte. Al pragmatismo norteamericano deberá
anteponérsele un mínimo de realismo criollo:
No se nos esconde que la mayor parte de los caudillos cubanos, en sus horas
de melancolía, vuelven los ojos hacia la gran República, esperan refuerzos de
todas clases, y hablan de anexión como para mejor congraciarse con ella, e
interesar las simpatías del pueblo americano. Eso se comprende fácilmente; lo
que no comprendemos es que los cubanos hoy en los Estados Unidos abriguen la
esperanza de que halagada la codicia de los americanos por la adquisición de
Cuba […] se logrará no solo interesar las simpatías, sino obtener la ayuda del
pueblo y cuando menos la aquiescencia del gobierno de Washington.
La apatía oficial del gobierno de Washington hacia los independentistas cubanos
durante los meses siguientes a la incauta declaración de Guáimaro fue
suficiente para conseguir entender los consejos de Villaverde. Ya en la
correspondencia posterior de Céspedes con las autoridades norteamericanas hay
claras señales de su aprendizaje. Como en la carta que le envía al entonces
presidente Grant el 12 de enero de 1872 en la que apela, más que al
sentimentalismo ético del mandatario norteamericano, al cálculo económico de
cuánto le estaba costando a su país la guerra en Cuba, sin mencionar el ya
inoperante asunto de la anexión:
El gasto en que incurre Estados Unidos debido a la actual situación anormal
quizás, a la larga, equivalga al gasto de una guerra. Además, estos desembolsos
no aportan ningún beneficio al país y, en cierta medida, comprometen su honor y
dignidad.
Usted sabe, señor Presidente, por experiencia, que los cubanos nada pueden
esperar de la promesa de España, y que es en vano esperar que ese país se
convenza de las ventajas que obtendría al reconocer nuestra independencia.
Nuestra lucha, como todas las de su tipo, será larga, pero el acto que la
justicia le exige, señor Presidente, es decir, el reconocimiento de nuestra
beligerancia e independencia, la acortaría considerablemente.
Ya parecía haberse
comprendido en el campo insurrecto la inutilidad de apelar al cebo de la
anexión para atraer la necesitada ayuda norteamericana. Resignados a que poca o
ninguna ayuda recibirían de la potencia del norte el independentismo cubano
alcanzó su forma definitiva gracias a las decepciones que sufriera su inicial
impulso anexionista. No pienso que ese impulso fuera ni profundo ni convencido
sino algo así como “Salgamos primero de España con la ayuda que podamos
conseguir y luego ya veremos” sin considerar que el “ya veremos” ha sido la
perdición de naciones completas. Lo cierto es que ninguna ayuda efectiva
consiguieron los insurrectos durante la guerra de 1868 y al final de esta, diez
años después, apenas aparecería alguien que la invocara… a excepción del propio
régimen colonial español que se ofrecía como salvaguarda de la isla y sus
habitantes frente a los voraces intereses del vecino norteño.
Pocas manifestaciones concretas tuvo la idea de la anexión desde entonces.
Cierto que a principios de la última década del siglo XIX algunas voces en el
exilio norteamericano se levantaron para defenderla como el escritor, abogado y
diplomático José Ignacio Rodríguez, quien en 1900 publicaría su interesantísimo Estudio
histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la
idea de la anexión de la isla de Cuba á los Estados Unidos de América. O
Juan Bellido de Luna, quien sostuviera una larguísima aunque respetuosa
polémica con el periodista independentista Enrique Trujillo.
Sin embargo, las más de las veces el anexionismo se manifestaba menos como
corriente política que como recurso estratégico para conseguir el apoyo a
terceras partes tanto al mantenimiento del orden colonial como a su
destrucción. Como amenaza o como señuelo. Ese es el caso de la famosa carta de
José Martí al mexicano Manuel Mercado quien -no debe olvidarse- más que su
“hermano queridísimo” era por entonces Ministro de Gobernación del gobierno de
Porfirio Díaz: era el apoyo de este último lo que buscaba Martí azuzando el
temor -perfectamente justificado- a la expansión estadounidense por el
continente. Advertirle que con el apoyo a los insurrectos cubanos podría
contribuir a “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan
por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre
nuestras tierras de América”. No se entiende del todo la famosa carta
inconclusa a Mercado si se ignora que en esos mismos días Martí notificaba
al New York Herald que el objetivo de la guerra que entonces
los cubanos libraban contra España era “la conquista de la libertad que ha de
abrir a los Estados Unidos la Isla que hoy le cierra el interés español”. La
aparente contradicción entre ambos documentos la salva el sentido político,
táctico y contingente de ambos.
Pero retrocedamos unos años, a 1889. En octubre de ese año se celebró la Conferencia Panamericana en la capital de Estados Unidos a la que asiste Martí. Allí conoció de primera mano los manejos de James G. Blaine, Secretario de Estado del entonces presidente Benjamin Harrison, para avanzar la vieja aunque intermitente ambición norteamericana de anexarse a Cuba. Una comunicación privada de Martí a su seguidor y confidente Gonzalo de Quesada del 29 de octubre retrata su criterio sobre la anexión de Cuba a Estados Unidos con más precisión que la carta de 1895 a Manuel Mercado, donde el interés táctico particular -obtener el apoyo del gobierno de Porfirio Díaz- se disfraza de estrategia continental. En la misiva a Gonzalo de Quesada Martí rechaza y teme la anexión pues para “que la Isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún esfuerzo, porque, si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda para impedir que lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera este país, y a eso debemos oponernos nosotros”. Las razones de su rechazo no se limitarían a la pérdida de soberanía política sino de su propio sentido como nación: "Y una vez en Cuba los Estados Unidos ¿quién los saca de ella? Ni ¿por qué ha de quedar Cuba en América, como según este precedente quedaría, a manera, -no del pueblo que es, propio y capaz- sino como una nacionalidad artificial, creada por razones estratégicas? Base más segura quiero para mi pueblo".
El asunto de la anexión deja de ser mera cuestión política
para convertirse en existencial y responderse la pregunta: ¿serían capaces los
cubanos ya no de alcanzar la independencia sino de conservarla y hacerla respetar frente a un
vecino interesado y poderoso?:
[U]n pueblo en la angustia del nuestro necesita despejar el
enigma;-arrancar, de quien pudiera desconocerlos, la promesa de respetar los
derechos que supimos adquirir con nuestro empuje,-saber cuál es la posición de
este vecino codicioso, que confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una
guerra que parece inevitable, y pudiera ser inútil, por la determinación callada
del vecino de oponerse a ella otra vez, como medio de dejar la isla en estado
de traerla más tarde a sus manos, ya que sin un crimen político, a que sólo con
la intriga se atrevería, no podría echarse sobre ella cuando viviera ya
ordenada y libre.
La respuesta es inequívoca: “El sacrificio oportuno [la guerra de
independencia] es preferible a la aniquilación definitiva [la anexión]”. Y
añade a continuación: “Es posible la paz de Cuba independiente con los Estados
Unidos, y la existencia de Cuba independiente, sin la pérdida, o una transformación
que es como la pérdida, de nuestra nacionalidad”. No obstante, reconoce el sentido
y el peligro de la opción anexionista “un modo de pensar, que como todo lo que
lleva esperanza a los infelices, y libertad cómoda a los débiles, tendrá muchos
adeptos, aquí [en Estados Unidos] y en Cuba”.
Pero tratándose de Martí, nada es sencillo. Ese mismo 29 de octubre en que le escribe la carta a Gonzalo de Quesada firma un poema dedicado “A Néstor Ponce de León”, editor y librero exiliado en Nueva York desde 1869 y conocido anexionista con la intención de disipar el rumor de haber atacado a los “anexionistas viles” en su discurso por el alzamiento del 10 de octubre de 1868 que diera ese mismo mes. Si acaso lo de “anexionistas viles” sería una traducción muy elemental del llamado martiano a desechar “como funesta e indigna de hombres, la libertad ficticia y alevosa que pudiera venirnos, por arreglos o ventas, del comerciante extranjero, que con sus manos se conquistó la libertad, y no podría tratar como a iguales, ni como dignos- de ella, a los que no supiesen conquistarla. ¿Cuándo se ha levantado una nación con limosneros de derechos?”. Las veintisiete cuartetas del poema vienen a constituir una solución salomónica al dilema de la anexión: rechazo a la doctrina, aunque no a los que la profesen:
Donde no nos
puedan ver
Diré a mi hermano sincero:
«¿Quieres en lecho extranjero
A tu patria, a tu mujer?»
Pero enfrente del tirano
Y del extranjero enfrente.
Al que lo injurie: «¡Detente!»
Le he de gritar: «¡Es mi hermano!»
No obstante, como
me señala Jorge Ignacio Domínguez, uno de los más profundos conocedores del exilio
cubano de finales del siglo XIX en Nueva York, algo debió ocurrir entre ese
octubre de 1889 y la polémica entre Juan Bellido de Luna y Enrique Trujillo
para que el anexionismo se convirtiera de peccata minuta de la infancia
revolucionaria de muchos de los próceres cubanos en mancha imborrable de la que
todos se apresuraban a renegar. Y ese algo bien pudo ser la campaña sorda y
discreta de Martí contra el anexionismo que, unida a la más estentórea de
Trujillo, transformaron el anexionismo de gesto protoindependentista en
francamente antipatriótico. Es en medio de esa polémica que figuras tan
señaladas como Tomás Estrada Palma, Fernando Figueredo Socarrás, Cirilo
Villaverde, el boricua Ramón Emeterio Betances y Amalia Simoni, viuda de
Ignacio Agramonte, se ocuparon de despejar retrospectivamente cualquier sombra de
anexionismos pasados en ellos o en sus compañeros de armas pese a lo que
atestiguaban documentos oficiales de dos décadas atrás.
Quizás la más llamativa de estas declaraciones fuera la del casi octogenario Cirilo Villaverde al asear la memoria del más notorio defensor del anexionismo en Cuba, Narciso López, al decir: “Yo fui, soy, y nunca seré otra cosa que independentista, y podría jurar que Gaspar Betancourt Cisneros y Narciso López lo fueron también”. Al finalizar la polémica Enrique Trujillo no solo rechaza tajantemente la posibilidad de la anexión de Cuba a los Estados Unidos como solución política porque “sería tan antipatriótica como inconveniente a sus intereses sociales”. También la excomulga de la historia nacional al decir que
Nada hay que pruebe
en esta discusión que la tendencia anexionista haya sido en nuestra patria un
sentimiento patriótico. Ha sido concebida y torpemente desarrollada por la
necesidad. Cuando aquellos del año 1823, porque supusieron que nunca serían fuertes
para combatir a España; cuando los proyectos de López, por satisfacer intereses
esclavistas: y aún así, el mismo López, por boca del ilustre Lugareño, queda
exonerado de esa mancha, pues la mayoría de los anexionistas de antaño
levantaron esa bandera como un pretexto.
(Una explicación amable de esta cañona histórica sería que Trujillo no pretendía ser historiador sino apenas era un influencer preparando a las masas para entrar en una nueva guerra. Y esta disculpa podría hacerse extensiva a la historiografía oficial cubana: lejos de interesarle un recuento fiel del pasado se esfuerza por justificar retrospectivamente al régimen presente).
En 1898, cuando estuvo más cerca que nunca la posibilidad de la anexión tras la
intervención de Estados Unidos en Cuba contra España el gobierno norteamericano
ya fuera por sentimentalismo, demagogia o cálculo evitó aprovecharla. Pese a la
rapacidad de unos cuantos políticos norteños la famosa Resolución
Conjunta con la que el congreso de Estados Unidos justificaba su
entrada en la guerra reconocía que “pueblo de Cuba es y de derecho debe ser
libre e independiente”, resolución aprobada con la abrumadora mayoría de 324
votos a favor y 19 en contra. Que este gesto fuera empañado por el Tratado de
París primero -al no darle cabida a una delegación que representara los
intereses cubanos- y la Enmienda Platt después -al reservarse Estados Unidos el
derecho a intervenir en Cuba cuando lo estimara conveniente hasta su derogación
en 1934-, confirmaría las advertencias de Villaverde pero no los deseos de los
nunca abundantes anexionistas cubanos.
En la actualidad no hay mayor valedor del anexionismo en Cuba -aparte de los
cubanos que, desprovistos de todo, verían con buenos ojos la anexión al imperio
Mongol- es el propio gobierno de la isla. Como el régimen colonial español en
el siglo XIX busca su justificación última en ser el único obstáculo existente
entre las ansias de conquista norteamericanas y la sobrevivencia de la nación
cubana. De ahí su insistencia en borrar de la historia nacional tanto a
aquellas figuras sobre las que recayera la sombra del anexionismo o expurgar
esta de aquellas a las que no puede renunciar. Reinventarse el peligro de la
anexión es un recurso extremo para darse alguna verosimilitud y sentido como
régimen. Y si acaso, halagar al patrioterismo local que se ufana de ser
pretendido por la todavía nación más poderosa del mundo.
Contra la insostenible amenaza de anexión no vale ningún contraejemplo. Como
los casos de Filipinas y Puerto Rico, ocupadas al mismo tiempo que Cuba y con
mucho menos respetos por su soberanía: ambos proyectos coloniales han
constituido de una manera o de otra un fracaso. Si Filipinas alcanzó su
independencia en 1946 Puerto Rico ha mantenido, desde ese oxímoron que es el
Estado Libre Asociado, una distintiva y heroica autonomía cultural y social
mientras la integración económica y política completa le es negada tras cada
plebiscito en que se ha votado mayoritariamente por la estadidad (2012, 2017,
2020 y 2024). Si eso ocurre con una isla de algo más de tres millones de
habitantes infinitamente más próspera que Cuba ¿en qué mundo cabría que a
Estados Unidos le interese asumir de golpe nueve millones viviendo en pobreza
extrema a los que habría que añadir de inmediato a las nóminas de la seguridad
social norteamericana? No en este mundo ciertamente, donde Estados Unidos sigue
siendo tan calculador como en tiempos de Villaverde. Si acaso esa necesidad de
sentirse pretendido, de justificar un régimen inexcusable es el único asidero
que le queda a lo que fue una vieja corriente histórica y hoy es apenas el
recuerdo de un tibio romance que nunca fructificó. Es por eso que, pasados dos
siglos de su momento de mayor intensidad valdría la pena hacer un recuento
mesurado y preciso de este.