lunes, 15 de septiembre de 2025

Discurso de Abraham Lincoln de 1838

Discurso que pronunciara Abraham Lincoln en el Liceo de Jóvenes de Springfield, Illinois en 1838, a la edad de 29 años en medio de un ambiente de linchamientos y violencia de las turbas que habían llevado al asesinato del impresor abolicionista Elijah Lovejoy el año anterior.

Como tema de los comentarios de la velada, se ha seleccionado la perpetuación de nuestras instituciones políticas... Nos encontramos bajo el gobierno de un sistema de instituciones políticas que contribuye de forma más esencial a los fines de la libertad civil y religiosa que cualquier otro que nos cuente la historia anterior. Al ascender al escenario de la existencia, nos encontramos como herederos legales de estas bendiciones fundamentales. No nos esforzamos en adquirirlas ni establecerlas; son un legado que nos legó una raza de antepasados, antaño resistentes, valientes y patriotas, pero ahora lamentados y difuntos. Su tarea fue (y la cumplieron noblemente) apropiarse de esta buena tierra, y a través de ellos, de nosotros; y erigir sobre sus colinas y valles un edificio político de libertad e igualdad de derechos; es solo nuestro deber transmitir esos principios sin que sean profanados por el pie de un invasor... Esta tarea de gratitud a nuestros padres, justicia hacia nosotros mismos, deber hacia la posteridad y amor por nuestra especie en general, exige imperativamente que la cumplamos fielmente.

¿Cómo, entonces, la cumpliremos? ¿En qué momento debemos esperar la llegada del peligro? ¿Con qué medios nos fortificaremos contra él? ¿Esperaremos que algún gigante militar transatlántico cruce el océano y nos aplaste de un golpe? ¡Jamás! Todos los ejércitos de Europa, Asia y África juntos, con todo el tesoro de la tierra (excepto el nuestro) en sus arcas militares; con un Bonaparte como comandante, no podrían, por la fuerza, beber un trago del Ohio ni abrirse paso en las Montañas Azules, ni siquiera en un intento de mil años.

¿En qué momento, entonces, debemos esperar la llegada del peligro? Respondo: si alguna vez nos alcanza, debe surgir entre nosotros. No puede venir del exterior. Si la destrucción es nuestro destino, nosotros mismos debemos ser su autor y consumador. Como nación de hombres libres, debemos sobrevivir a la eternidad o morir por suicidio. Espero ser demasiado cauteloso; pero si no lo soy, incluso ahora hay algo de mal agüero entre nosotros. Me refiero al creciente desprecio por la ley que impregna el país; la creciente disposición a sustituir las pasiones salvajes y furiosas por el juicio sereno de los tribunales... Los relatos de atropellos cometidos por turbas forman parte de las noticias cotidianas de la época. Han invadido el país, desde Nueva Inglaterra hasta Luisiana... Sea cual sea su causa, es común a todo el país...

Pero quizás estén listos para preguntar: "¿Qué tiene esto que ver con la perpetuación de nuestras instituciones políticas?"... Cuando hoy se les ocurra ahorcar a apostadores o quemar a asesinos, deberían recordar que, en la confusión que suele acompañar a tales transacciones, es tan probable que ahorquen o quemen a alguien que no sea ni apostador ni asesino como a alguien que lo sea; y que, siguiendo el ejemplo que dan, la turba del mañana podría, y probablemente lo hará, ahorcar o quemar a algunos de ellos por el mismo error... Y así continúa, paso a paso, hasta que todos los muros erigidos para la defensa de las personas y los bienes de los individuos sean derribados e ignorados. Pero ni siquiera esto es la magnitud del mal. Con tales ejemplos, con ejemplos de autores de tales actos que quedan impunes, los de espíritu rebelde se ven alentados a volverse delincuentes en la práctica; y, acostumbrados a no tener más restricción que el temor al castigo, se vuelven así absolutamente desenfrenados. Habiendo considerado siempre al Gobierno como su peor azote, celebran la suspensión de sus operaciones; y nada anhelan tanto como su aniquilación total. Mientras que, por otro lado, los hombres de bien, hombres que aman la tranquilidad, que desean acatar las leyes y disfrutar de sus beneficios, que con gusto derramarían su sangre en defensa de su país, viendo su propiedad destruida, sus familias insultadas y sus vidas en peligro, sus personas perjudicadas, y al no ver nada en perspectiva que presagie un cambio positivo, se cansan y disgustan con un gobierno que no les ofrece protección; y no se oponen a un cambio en el que creen no tener nada que perder. Así, pues, mediante la influencia de este espíritu de masas, que todos deben admitir, ahora está extendido por el país, el baluarte más fuerte de cualquier gobierno, y en particular de aquellos constituidos como el nuestro, puede ser efectivamente derribado y destruido: me refiero al apoyo del pueblo...

La pregunta se repite: "¿Cómo nos fortificaremos contra ella?". La respuesta es sencilla. Que todo estadounidense, todo amante de la libertad, todo bienhechor de su posteridad, jure por la sangre de la Revolución no violar jamás, en lo más mínimo, las leyes del país, ni tolerar jamás su violación por otros. Como hicieron los patriotas de 1776 en apoyo de la Declaración de Independencia, así también en apoyo de la Constitución y las leyes, que todo estadounidense comprometa su vida, sus bienes y su sagrado honor; que todo hombre recuerde que violar la ley es pisotear la sangre de su padre y desgarrar el carácter de su libertad y la de sus hijos. Que la reverencia por las leyes sea inculcada por cada madre estadounidense, hasta por el bebé que balbucea en su regazo; que se enseñe en las escuelas, seminarios y universidades. Que se escriba en cartillas, libros de ortografía y almanaques; que se predique desde el púlpito, se proclame en las salas legislativas y se aplique en los tribunales de justicia. En resumen, que se convierta en la religión política de la nación; y que ancianos y jóvenes, ricos y pobres, serios y alegres, de todos los sexos, lenguas, colores y condiciones, venere incesantemente sus altares...

Cuando insto con tanta insistencia a la estricta observancia de todas las leyes, que no se entienda que no existen leyes malas, ni que no pueden surgir agravios para cuya reparación no se han promulgado disposiciones legales. No pretendo decir tal cosa. Pero sí quiero decir que, aunque las leyes malas, si las hay, deben derogarse cuanto antes, mientras sigan vigentes, para dar ejemplo, deben observarse religiosamente. Lo mismo ocurre en los casos en que no se han previsto. Si surgen tales situaciones, que se adopten las disposiciones legales pertinentes lo antes posible; pero, hasta entonces, que, si no son demasiado intolerables, se toleren.

No hay agravio que pueda ser objeto de reparación mediante la ley de las turbas...

Pero, cabe preguntarse, ¿por qué suponer un peligro para nuestras instituciones políticas? ¿Acaso no las hemos preservado durante más de cincuenta años? ¿Y por qué no podemos hacerlo durante cincuenta veces más?...

Que nuestro gobierno se haya mantenido en su forma original desde su establecimiento hasta ahora no es de extrañar. Contaba con muchos apoyos que lo sustentaron durante ese período, que ahora están deteriorados y desmoronados. Durante ese período, todos lo percibieron como un experimento incierto; ahora, se entiende que ha sido un éxito. Entonces, todos los que buscaban celebridad, fama y distinción esperaban encontrarlas en el éxito de ese experimento... Si triunfaban, serían inmortalizados... Si fracasaban, serían llamados bribones, necios y fanáticos por un instante; luego, hundirían y serían olvidados. Lo lograron. El experimento es un éxito; y miles han ganado sus nombres inmortales al lograrlo. Pero la presa está atrapada; y creo que es cierto que, con la captura, terminan los placeres de la caza. Este campo de gloria está cosechado, y la cosecha ya está apropiada. Pero surgirán nuevos segadores, y ellos también buscarán un campo. Es negar lo que la historia del mundo nos dice que es cierto, suponer que no seguirán surgiendo hombres ambiciosos y talentosos entre nosotros. Y, cuando lo hagan, buscarán con la misma naturalidad la satisfacción de su pasión dominante, como otros lo han hecho antes. La pregunta, entonces, es: ¿puede esa satisfacción encontrarse en apoyar y mantener un edificio erigido por otros? Ciertamente no. Podrán encontrarse muchos hombres grandes y buenos, suficientemente capacitados para cualquier tarea que emprendan, cuya ambición no les inspire más que un escaño en el Congreso, una gobernación o una presidencia; pero estos no pertenecen a la familia del león ni a la tribu del águila. ¡Cómo! ¿Creen que estos puestos satisfarían a un Alejandro, un César o un Napoleón? ¡Jamás! El genio sobresaliente desdeña el camino trillado... ¿Es irrazonable entonces esperar que algún día surja entre nosotros un hombre dotado del genio más elevado, junto con la ambición suficiente para llevarlo al límite? Y cuando así suceda, se requerirá que el pueblo esté unido, apegado al gobierno y a las leyes, y generalmente inteligente, para frustrar con éxito sus designios.

La distinción será su objetivo primordial, y aunque con la misma disposición, o quizás más, a adquirirla haciendo el bien que el mal; Sin embargo, habiendo pasado esa oportunidad y sin nada que hacer para reconstruir, se dedicaría con valentía a la tarea de derribar...

Hay otra razón que una vez existió, pero que, en la misma medida, ya no existe, ha contribuido mucho a mantener nuestras instituciones hasta ahora. Me refiero a la poderosa influencia que las interesantes escenas de la revolución tuvieron en las pasiones del pueblo, distintas de su juicio...

No pretendo decir que las escenas de la revolución sean ahora o serán olvidadas por completo; sino que, como todo lo demás, deben desvanecerse en la memoria del mundo y volverse cada vez más borrosas con el paso del tiempo...

Fueron los pilares del templo de la libertad; y ahora que se han derrumbado, ese templo debe caer, a menos que nosotros, sus descendientes, sustituyamos su lugar con otros pilares, excavados en la sólida cantera de la razón sobria. La pasión nos ha ayudado, pero ya no puede. En el futuro será nuestra enemiga. La razón, fría, calculadora e impasible, debe proporcionar todos los materiales para nuestro futuro apoyo y defensa. Que esos materiales se transformen en inteligencia general, moralidad sólida y, en particular, en reverencia por la constitución y las leyes; y que mejoremos hasta el final; que permanezcamos libres hasta el final; que veneremos su nombre hasta el final; Que, durante su largo sueño, no permitimos que ningún pie hostil pasara por encima ni profanara su lugar de descanso; será lo que, al aprender la última trompeta, despertará a nuestro WASHINGTON.

Que sobre estas cosas descanse el orgulloso tejido de la libertad, como la roca de su fundamento; y tan cierto como se ha dicho de la única institución mayor, «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».

sábado, 13 de septiembre de 2025

El lado correcto de la historia


El pasado jueves se cumplían 24 años de la mañana en que vi elevarse sobre la punta de Manhattan una nube de humo, pétrea, oscura, inmóvil donde antes se alzaban las llamadas Torres Gemelas. Pero, por supuesto, nadie hablaba de ello. Preferían comentar, por supuesto, la muerte el día anterior del activista Charlie Kirk, asesinado de un balazo en el cuello en el campus de una universidad de Utah. Los comentaristas, por supuesto, no se ponían de acuerdo. Cada cual buscaba en el hecho la confirmación de sus ideas previas: “¡La izquierda es asesina!” tronaban desde la derecha. “¡La asesina es la Segunda Enmienda!” respondían desde la izquierda. Como si el asesino de la representante demócrata de Minnesota Melissa Hortman y de su esposo fuera precisamente de izquierda. Como si al atacante de la casa de Nancy Pelosi no le hubiera bastado un martillo. O si para asesinar a la inmigrante ucraniana Iryna Zarutska un cuchillo no hubiera sido suficiente. La memoria, usualmente selectiva, cuando se trata de conformar, confirmar nuestra idea (política) del mundo, lo es todavía más.

¿Por qué mencionar en el mismo párrafo la tragedia del 2001 y el asesinato de Charlie Kirk? ¿Acaso no se trata de muertes distintas, motivaciones distintas, efectos distintos, países distintos? Porque habrá que reconocer que los Estados Unidos del 2001 son muy diferentes de este del 2025. Y que si el ataque ejecutado por Al Qaeda tendió a cohesionarnos como nación el que acabó con la vida de Kirk es un ejemplo extremo del cotidiano antagonismo que vive hoy el país. Esa por supuesto es una imagen sesgada. La misma noche del 11 de septiembre del 2001 escuché decir al que atendía la parrilla de un restaurante del barrio que los Estados Unidos se merecían semejante ataque. Y estoy convencido que no era el único que pensaba así. Pero eran definitivamente otros tiempos.

Hace veinticuatro años el debate interno estaba menos crispado. Si antes los epítetos de fascista y comunista se dispensaban con cierto cuidado ahora es difícil encontrar a alguien que alguna vez haya participado en un debate público al que no se le haya dirigido uno de ellos. Cuando no los dos. Etiquetas para odiarse mejor. El país, dividido en supuestos fascistas y comunistas está más cerca de una Guerra Civil de lo que quiere reconocer. De hecho, de un tiempo a esta parte podría decirse que venimos viviendo una Guerra Fría Civil que acontecimientos como el asesinato de Charlie Kirk solo contribuyen a calentarla cada vez más.

El antagonismo rebasa la política aunque se afinque en ella. Aventuro dos motivos para este quiebre social social. De un lado la ampliación de la brecha económica, educativa y cultural entre urbanitas con títulos universitarios y la clase trabajadora y rural, brecha que es resultado de un proceso dual: por un lado el mayor acceso a la enseñanza universitaria de parte de la población norteamericana y al empobrecimiento y desfase de la otra parte como efecto secundario de la globalización. Del otro está el surgimiento de las redes sociales que han llevado a un máximo de exposición las opiniones de todos y con ello la vulnerabilidad a las opiniones contrarias. Ahora las diferencias educativas y de clases se hacen cada vez más visibles y contrastables. Nunca el snob y el plebeyo la han tenido tan fácil para decirse sus verdades a la cara.

No ayuda el ambiente de terror intelectual que hoy se vive en las universidades. No es una impresión personal. En una investigación realizada entre 2023 y 2025 a través de 1,452 entrevistas confidenciales entre estudiantes de la Northwestern University y la University of Michigan a la pregunta de si alguna vez habían fingido puntos de vista más progresistas que los que realmente tenían para tener éxito social y académico en la universidad un sorprendente 88% de los entrevistados dijo que sí. Menos ayuda aún que el presidente del país, sea un multimillonario que ha convencido a la clase obrera y campesina -digámoslo en términos marxistas para que se aprecie mejor la ironía- que es el representante que esta necesita. Y que este, apropiándose del discurso victimista y racializado de la izquierda, haya convencido a los blancos pobres de ser víctimas de las élites culturales y atice el fuego del enfrentamiento cultural e ideológico para reforzar su visión autoritaria del poder. La reacción de Trump al asesinato de Charlie Kirk antes de tener idea de la identidad y las motivaciones de su asesino se aviene a su práctica habitual: culpó a la izquierda de causar la muerte del activista y prometió castigarla. Juzgar y condenar antes de conocer los detalles, (y los detalles, como sabemos, son el escondrijo predilecto del diablo) parece ser la marca de la época, sin distinción de ideologías.

Dividida en bandos antagónicos los norteamericanos parecemos más interesados en el triunfo dialéctico -o literal- sobre el bando contrario que en la convivencia democrática. El impulso de tener la razón a toda costa que ha arruinado tantas fiestas familiares prima sobre cualquier noción de tolerancia. Pero lo que en una familia se remedia -o no- con una conversación íntima y un abrazo, en una sociedad que cada vez descree más de los procedimientos democráticos en instancias que van de la cultura de la cancelación al no reconocimiento del resultado de las elecciones lleva al imperio de la violencia y la destrucción de la coexistencia. Querer tener la razón a toda costa antes de ponerla en funcionamiento es hacerle muy poco favor a la razón y convertirla en una forma de violencia. Porque la tentación de creerse en el lado correcto de la Historia -esa señora que se contorsiona todo el tiempo- abre el camino a negarle todo, incluso la condición humana a quien esté en el lado contrario. Y una patente de corso para renunciar a cualquier obligación moral como seres humanos empezando por la de la compasión y renunciar a los deberes elementales de la decencia.

Charlie Kirk era un provocador, sin dudas, algo que debería ser bienvenido en los centros de enseñanza si el instrumento de la provocación es el debate público. Sospecho que, como los woke, Kirk no estaba especialmente interesado en buscar la verdad que emana de una discusión libre como no lo está ningún apóstol de cualquier religión: se sentaba en esa pose de gurú en que lo sorprendió la muerte para convencer al resto de su verdad. Pero el método elegido, el del debate público debería ser sagrado en cualquier sociedad democrática. Sean cuales quieran las motivaciones de su asesino la muerte de Kirk debe ser un evento alarmante para toda la sociedad estadounidense y para todo el que todavía crea en la viabilidad de la democracia en el mundo.

Debe guiarnos el ejemplo de Trump, aunque sea por inversión. En su breve discurso por la muerte de su aliado el presidente, con su habitual falta de nobleza, se ocupó de enumerar los nombres de las víctimas de la violencia política de su propio partido, ignorando las del partido opositor en estos mismos años y haciendo evidente una vez más que es el presidente solo de los que lo apoyan y reverencian. A Voltaire se atribuye una frase esencial para el pacto democrático: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". En tiempos de tanta frivolidad y tan poca empatía hacia el que piense distinto quizás sea exagerado pedirle a nadie defender hasta la muerte nada, menos a un contrario ideológico. Pero si lo que nos interesa es este país y nuestra mera convivencia en un espacio común debería preocuparnos por igual cada instancia en que la violencia sustituye al libre intercambio de ideas y lamentar a todas las víctimas de la barbarie por igual. Como con aquellos muertos del 11 de septiembre del 2001: no nos preguntamos cuál era su ideología o sus opiniones sobre el aborto o las armas a la hora de lamentar su muerte. Al final todos de una forma u otra nos corresponden.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Presentación de El túnel al final de la luz en NYU


 

Sobre Nuestra hambre en La Habana


Fragmento de artículo de Elizabeth Mirabal publicado en la revista académica Cuban Studies (No. 54, 2025) en el que junto a los libros Community and Culture in Post-Soviet Cuba de Guillermina De Ferrari y Saber de ausencia: Lecturas de poetas cubanos (y algo más) de Gustavo Pérez Firmat la autora analiza mi libro Nuestra hambre en La Habana. Le agradezco a la autora haberse ocupado de mi libro con tanta sensibilidad.


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Del Risco irrumpe en la tríada que nos ocupa con la única obra que no se adscribe de manera formal al discurso crítico, pero como De Ferrari, perpetúa el entendimiento del Período Especial como un ciclo pasado, pasto de la historia. Conocido como narrador y humorista, el autor nos entrega unas memorias cuyo título—Nuestra hambre en La Habana—establece un juego intertextual con la conocida novela de Graham Greene Our Man in Havana (1958), siguiendo una tradición lúdica a la que ya había sucumbido Pedro Juan Gutiérrez con Nuestro GG en La Habana (2004). Del Risco se suma a otros intelectuales cubanos que han escrito sus memorias, ensayos biográficos o autobiografías en el exilio, como Hugo Consuegra, Lorenzo García Vega, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y Reinaldo García Ramos. Si García Vega concentraba su propuesta en los años origenistas y García Ramos se orientaba en su salida de Cuba por el puerto del Mariel, Del Risco cuenta y evalúa sus remembranzas del "Período Especial", es decir, desde sus inicios laborales como recién egresado universitario de la carrera de Historia hasta su petición de asilo político en España en 1995.

Desde la perspectiva de su madurez, Del Risco revisita su despertar intelectual, el cual coincidió con la crisis de esta etapa, manteniendo una llamativa voluntad de no nombrar a muchas de las personas a las que alude (en especial, las de carácter negativo), pero dejando suficientes pistas para que un lector enterado las reconozca. Su detallado repaso por las transformaciones en una miríada de aspectos como el transporte público, la nutrición, el pasaje urbano, la moral cívica, el campo cultural, la economía familiar, la inmigración, la educación, la legalidad y la política, nos acerca a una incisiva descripción—por momentos rayana en el costumbrismo—de los modos de vida y la psicología social que los cubanos desarrollamos en esos años. Siguiendo la estela de la literatura ficcional de los noventa en Cuba, Del Risco continúa reparando el cráter de silencio dejado por el pálido o muchas veces inexistente registro de esos acontecimientos en los medios de prensa nacionales. En medio de un recuento donde predominan las mezquindades, las traiciones y la vigilancia, Del Risco ilumina instantes de bondad, solidaridad y complicidad. De esta manera, ofrece una historia más comprensiva y matizada que deja la sensación en el lector de haber entendido mejor la época e introduce al debate lo padecido por los humoristas, un grupo artístico muchas veces soslayado en los acercamientos críticos.

De haberse publicado antes, este libro bien pudiera haber integrado el archivo de De Ferrari, pues, aunque acompañado de una continua voz reflexiva que lo diferencia de lo que la estudiosa llama "Cuban hyperralism", Nuestra hambre exhibe la inclinación por colocarnos frente a elementos de "blunt factuality" y "sensorial overload" (165). Como Pérez Firmat, Del Risco reitera su deseo de distanciarse de Martí cuando en las primeras páginas relata cómo, ante la disyuntiva de escoger entre un empleo en el Centro de Estudios Martianos y otro en el Cementerio de Colón, decidió optar por este último. Entre Martí y la muerte, Del Risco prefirió lo segundo. El hecho de que el camposanto sea su primer trabajo—el mismo que le permite adentrarse en los archivos funerarios y descubrir las ubicaciones de las tumbas de los fusilados—, establece una metáfora entre la muerte física y literal de los que no lograron sobrevivir con la amenaza de la muerte social y simbólica de la que él, su esposa Cleo y sus amigos tratan de distanciarse organizando exposiciones, escribiendo, asistiendo al cine en medio de los sacrificios involuntarios impuestos por la pobreza.

Lo revelador de las memorias de Del Risco no es el balance de las censuras de sus proyectos artísticos o libros, ni su aprendizaje con aliento de bildungsroman, ni siquiera su redefinición del concepto guevariano de Hombre Nuevo, sino su sinceridad al presentarse despojado de credenciales heroicas y su honestidad al admitir su cuota de responsabilidad individual en acontecimientos nada edificantes como los actos del repudio contra quienes se marcharon de la isla por el Mariel. Si bien Nuestra hambre nos presenta a un joven graduado que parece decepcionado del proceso político circundante (Aquello) y que protagoniza o participa en una serie de actos de "comedida audacia", "guapería de baja intensidad" y "heroísmo de bolsillo" (291–3) — nótense los oxímoron—, Del Risco reserva para el epílogo la revelación de ese momento adolescente de una creencia lo suficientemente poderosa como para lanzar huevos contra las casas de las familias denostadas. Esa mea culpa lo coloca de cierta manera en la tradición de un libro como Informe contra mí mismo (1997) de Eliseo Alberto, pero sin la nostalgia afectiva que asoma en este.

Quien vaya a buscar en Del Risco una versión noventera de lo que Mañach acuñó como "choteo cubano", debe estar prevenido de que la suya no es una versión humorística actualizada de las desgracias cubanas, aunque habrá momentos de amarga hilaridad. Nuestra hambre pertenece al reino de la tristeza cáustica, como cuando el joven Del Risco le pregunta a la camarera del restaurante Siete Mares si los tiburones que sirven en el menú son "de balseros", a lo que ella presta anuncia que esos no llegan hasta dentro de tres meses. El autor funda aquí una alegoría antropófaga que sobrepasa a la de Saturno devorando a sus hijos, para presentarnos la idea de hijos que se devoran entre ellos.

martes, 9 de septiembre de 2025

La lápida de Cirilo Villaverde


A Ponte, que me acompañó ese día

A Tejuca, que consiguió la foto


Era 1994, Año 4 de la Gran Hambruna de los 90, y trabajaba yo como historiador del cementerio de La Habana. Uno de los tantos puestos sin sentido creados por la maquinaria del Estado al que yo intentaba darle alguno escribiendo cuentecillos en mi horario laboral al dorso de impresos amarillentos producidos por esa misma maquinaria. Eramos mis cuentos y yo mismo un subproducto de un subproducto, en el mejor de los casos. A veces sin embargo intentaba justificar mis funciones de historiador averiguando sobre tumbas en peligro de extinción de muertos ilustres para priorizar su reparación con los escasos medios disponibles. Algo así como la fama literaria literaria como plan de retiro póstumo.

El caso de la tumba del escritor Cirilo Villaverde, el más ilustre novelista local del siglo XIX, era ligeramente distinto al de otras destrozadas por el tiempo y la desgana estatal. El panteón perteneciente a su suegro, Inocencio Casanova, uno de los hombres más ricos del país en su época, se conservaba en bastante buen estado. Solo que no había señal visible de que allí estuviera enterrado el novelista. Ni lápida, ni una pobre jardinera que indicara lo que sí constaba en los libros de enterramientos. Que en diciembre de 1894 allí había sido enterrado el cadáver momificado del escritor, muerto en Nueva York en octubre de aquel año y trasladado al cementerio Colón. Tal olvido ya había sido señalado en 1912 por el historiador Emeterio Santovenia lamentándose de que en el centenario del nacimiento del escritor pinareño no hubiera en su tumba una inscripción que lo recordara. En el cuarto año de la hambruna de los Noventa, al cumplirse un siglo de la muerte de Villaverde, este seguía siendo un muerto anónimo en su propia tumba.

Quise subsanar tantos años de abandono, pero sin acudir al Estado que me pagaba el equivalente a dos dólares en salario mensual. Apelé a los mismos métodos manigüeros con los que se conseguía todo en aquellos tiempos. Los arquitectos del equipo técnico del cementerio Rafael Artime y Marcial Díaz me ofrecieron un viejo cojín de mármol ya sin tumba. Un viejo tallador de lápidas confinado al taller de construcción de tapas de sepulcros próximo a emigrar con su familia talló en la lápida reciclada el nombre del escritor, los años y lugares de nacimiento y muerte y una breve frase que le dedicara José Martí en su panegírico. La cuestión material del asunto, esa que en esa época resultaba insuperable, fue resuelta de modo más fácil del que suponía.

La cuestión simbólica resultó algo más complicada. Porque por muy underground que fuera mi homenaje no quería que quedara en cuestión personal pero en aquellos días si quería evitar el estamento oficial de la intelectualidad cubana quedaba muy poco a lo que acudir. ¿A quién le iba a interesar celebrar un lunes a mediodía el centenario de la muerte de un escritor reverenciado por pura inercia escolar pero al que nadie leía a derechas? Fui a casa de Antonio José Ponte, siempre dispuesto a echar una mano en menesteres heterodoxos. Me advirtió, no obstante, al mencionarle al principal investigador de la obra de Cirilo Villaverde en aquellos años, que el poeta Roberto Friol no estaría dispuesto a participar en nada que le propusiera.

Desoí a Ponte y me aparecí en el apartamento del poeta para proponerle que encabezara la inauguración de la lápida. En lugar de responderme Friol me condujo primero a su habitación para mostrarme el colchón con la mitad totalmente hundida en el que dormía su hermana y el techo desde donde habían caído unos cascotes de concreto que estuvieron a punto de matarla. El poeta también me mostró el sillón donde él mismo dormía sentado ante la falta de colchón sano. Más desgarrador aún fue sacarme al balcón donde había una gran bolsa de plástico transparente llena hasta el tope con papeles rotos.  

-Esa era mi investigación sobre Cirilo Villaverde.

Entonces me dijo que tras tanto abandono había decidido romper con todo -literalmente- y no estaba dispuesto a participar en ningún acto oficial. De nada valió que le insistiera en que en el homenaje que le proponía no estaba involucrada ninguna organización oficial. Su “no” fue tajante, inapelable, sin ser brusco. Años después supe que Friol se había reintegrado a los actos oficiales luego de que su amigo Cintio Vitier movilizara sus conexiones para conseguirle al desencantado poeta un apartamento oficial, bastante más que lo que yo pude ofrecerle cuando lo visité.

Finalmente, el lunes de octubre de 1994 nos reunimos Antonio José Ponte, Antón Arrufat, alguien más que creo que era Ismael González Castañer y yo para inaugurar la lápida. No fuimos muy ceremoniosos como tampoco era la lápida que se limitaba a consignar

Cirilo Villaverde  

San Diego de Núñez 1812

New York, 1894

Y más abajo:

“Aprovechó para bien de su país el don de imaginar”

La frase era, qué remedio, de José Martí, el panegirista universal de aquellos años. Me faltaba bastante para descubrir que Villaverde y Martí habían tenido una agria discusión por cuestiones organizativas en 1882 y presumiblemente no se dirigieron la palabra desde entonces. Lo cierto es que el Apóstol no escribiría sobre el novelista hasta asegurarse de que este había muerto en un texto que le aseguraba la condición de “patriota entero y escritor útil”.

Aquel soleado mediodía en que nos reunimos junto al panteón de los Casanova. No recuerdo que fueramos muy ceremoniosos. Apenas se trataba de cuatro escritores desgastados por el hambre y el sol, tratando de añadirle un mármol más a aquel barrio enchapado en mármoles. Si acaso Ponte dijo unas palabras y yo leería algo que tenía preparado pero acudo aquí más a la fuerza de la costumbre que a la de la memoria. Sí recuerdo que Arrufat soltó algún que otro sarcasmo como quien complace una vieja tradición. Luego, como para justificar el viaje hasta el cementerio algún miembro de aquella breve comitiva sugirió visitar una tumba con una lápida que anunciaba guardar los restos de una tal Cecilia Valdés tocaya del personaje creado por Villaverde. Los conduje allí no sin advertirles que por los datos que había consultado en el archivo del cementerio no parecía creíble que aquella Cecilia fuera la de la novela. Pero nada seduce más a los lectores que sorprender algo de materia en un texto imaginario. Como si eso bastara para hacer al escritor menos creador, más humano.



Hace tiempo estaba por contar esta anécdota sobre la única huella concreta que dejé a mi paso por el cementerio habanero pero no me decidí a hacerlo hasta el sábado pasado. Interrogado por una amiga sobre mi intervención en la colocación de la tarja, mencionada por Ponte en un ensayo publicado por aquellos días, me encontré este texto de un historiador local en Facebook. Allí, junto a varias fotos del panteón Casanova el historiador dice que Villaverde "tiene un monumento funerario con columna conmemorativa, con una urna cineraria en su cima, símbolo de la muerte en su frente se puede leer la inscripción, “Propiedad de Inocencio Casanova 1879” y en su parte baja una almohadilla de mármol dice Cirilo Villaverde a manera de dedicatoria y nada para Emilia la gran poetisa y patriota en un segundo plano por las prácticas machistas de la época donde no eran reconocidos los valores propios de las mujeres como escritoras".

La cita anterior me obliga a aclarar que la ausencia del nombre de Emilia Casanova no refleja el machismo de una época en que nadie se ocupó de dejar memoria en mármol: ni del nombre de ella ni el de su marido. Si acaso la ausencia de Emilia refleja el machismo de mi época y el mío propio. Solo que cualquier alarde de autocrítica debe ser atenuado por el detalle de que por entonces la única manera que tenía de asegurarme que los restos de Emilia reposaban en el panteón familiar era contrastando su fecha de muerte con los libros de enterramiento y cualquier pesquisa tuvo que arrojar resultados negativos. Al morir el 4 de marzo de 1897 en Nueva York Emilia fue enterrada en un cementerio en el Bronx. No fue hasta hace unos años que supe que medio siglo después de la muerte de la patriota su hijo Narciso Villaverde llevaría sus restos al panteón familiar en el cementerio Colón.  

  

viernes, 5 de septiembre de 2025

El túnel al final de la luz en Madrid

Presentación del libro El túnel al final de la luz el pasado 11 de julio en Madrid:




martes, 2 de septiembre de 2025

Dos nadas


En estos días se cumplen 40 años que entraba en la Universidad de La Habana, en la facultad de Filosofía e Historia. Para mí en lo esencial es la fecha de inicio de cuatro décadas de amistades, unas más constantes que otras, todas entrañables, extrañables. La más persistente de ellas ha sido que he mantenido con Francisco García González, caimiteño de pro, montrealés de adopción, ahora convertido en uno de los grandes narradores cubanos de todos los tiempos con una docena de libros a sus espaldas. Y un puñado de guiones que han sido llevados a la pantalla grande y en los que, no importa lo que los directores hayan hecho con ellos, siempre laten la imaginación desbordada de Franki y la gracia con que la expresa.

Pero en aquel inicio de septiembre de 1985 no habia nadie que nos leyera el futuro. Que nos dijera que tendríamos una criatura juntos (el libro Leve historia de Cuba), que daríamos tumbos por el mundo o que nos haríamos una foto como esta en Kingston, Canadá, en 2009 durante la penúltima escapada de Franki de la isla. (De mis años universitarios no conservo la más miserable foto, si es que alguna vez tuve alguna). Daba igual lo que nos hubiera advertido el oráculo más preciso. No lo íbamos a creer. Y aunque lo hubiéramos creído no habríamos entendido nada. ¿Quién a los 17 años míos o a los 21 de Francisco entiende lo que va a ser su futuro? Todo lo que hubo ese día fue suspicacia de mi parte (“qué cara de asesino tiene ese tipo”) y generosidad de la suya. Y eso, sospecho, es lo que hay siempre en los inicios de una buena amistad: sentimientos encontrados hasta que en algún punto sentimos alinearse los afectos como los pernos de una cerradura que abre cierta puerta que no se cerrará nunca más.

P.D: La foto es de Ana Belén Martín Sevillano.

sábado, 30 de agosto de 2025

Arsenio en salsa



Parto de un post de DjAugusto Felibertt para hacer una lista nada exhaustiva de canciones del gran Arsenio Rodríguez versionadas por salseros y me encuentro más de medio centenar de composiciones. O sea, una cuarta parte del catálogo de 200 canciones conocidas del genial matancero. Como para llevarse una idea de la influencia nunca lo bastante valorada del Ciego Maravilloso en la revolución salsera del pasado siglo. (Eso sin contar las versiones rockeras (Marc Ribot) o hasta en ska que le han hecho). Que sirva de homenaje a su cumpleaños, este 30 de agosto. Aquí un playlist que me hice: Arsenio en salsa.

—72 hacheros pa un palo (v) Sonora Ponceña
—Buena Vista en guaguancó (v) Ralphy Santi; Larry Harlow
—Bruca Manigua (v) Ray Barreto
—Cachito Pa’ Huele (v) Eddie Palmieri
—Caminante y Laborí (v) Louie Ramirez
—Con un solo pie (v) Rafael Cortijo
—Dundunbanza (v) Orquesta Harlow
—El divorcio (v) Charlie Rodríguez y Rey Reyes
—El dolorcito de mi china (v) Orquesta Harlow
—El reloj de Pastora (v) Tito Rojas
—El Rincón Caliente (v) Sonora Ponceña
—Errante y bohemio (v) Ray Barreto
—La fonda de Bienvenido (v) Louie Cruz
—La vida es un sueño (v) Charlie Palmieri
—Lo que dice Justi (v) Wayne Gorbea
—Lo que dice usted (v) Larry Harlow
—Lo que le pasó a Luisita (v) La Salsa Mayor
—Mami me gustó (v) La Conquistadora
—Me boté de guaño (v) Federico y su Combo
—Meta y guaguancó (v) Orquesta Harlow
—Mi chinita me botó (v) El Gran Combo
—Mulence (v) Ismael Miranda
—Necesito una mujer cocinera (v) Larry Harlow
—No hace na’ la mujer (v) Wlindimir Y Su Constelacion
—No hay yaya sin guayacan (v) Gran Combo
—Oiga mi guaguancó (v) Orquesta Harlow
—Papaupa (v) Orq. La Renovación; Gran Combo (“Falsaria”)
—Sin tu querer (v) El Gran Combo
—Soy el terror (v) Larry Harlow
—Sueltame (v) Larry Harlow
—Tintorera ya llegó (v) Tipica 73
—Te mantengo y no me quieres (v) Roberto Roena
—Tres Marías (v) Andy Montañez
—Un amor borra a otro amor (v) Willie Rosario; Oscar D’Leon
—Yeyey (v) Sonora Ponceña
—Yo soy chambelón (v) Roberto Roena
—No quiero (v) Larry Harlow
—La cartera (v) Larry Harlow
—Popo pa mí (originalmente titulada Guaraguí) (v) Larry Harlow
—Tumba y bongó (originalmente titulada Kila, Kike y Chocolate) (v) Larry Harlow
—Llora timbero (v) Manny Oquendo
—El guayo de Catalina (v) Charlie Palmieri
—Yo no engaño a las nenas (v) Bobby Valentín
—Tumba palo cocuyé (v) Wayne Gorbea
—Jaguey Orquesta (v) Harlow con Ismael Miranda
—Como se goza en el Barrio (v) Orquesta del solar
—Juégame limpio (v) Johnny El Bravo
—Cambia el paso (v) Andy Harlow
—Se formó el bochinche (v) Johnny El Bravo
—Swing y son (v) Charlie Palmieri/ Luisito Rosario
—No me llores (v) Orquesta Harlow
—Saludo a todos los barrios (v) Orquesta Harlow
—A Belén le toca ahora (v) Yimbola combo

lunes, 25 de agosto de 2025

martes, 12 de agosto de 2025

Recordando a Pánfilo



¿Recuerdan a Pánfilo? ¿El borrachito que en el 2009 se hizo viral diciendo en un video que en Cuba había hambre? Ahora lo entrevistan y recuerda los días en que lo metieron preso y la campaña que se hizo por su liberación. Da gusto verlo, libre y deslenguado. Ese borrachito que en los cuentos le dice la verdad en la cara a los poderosos y se queda tan tranquilo. Lo triste es que lo que se ha hecho viral es el hambre de la Pánfilo hablaba en solitario en ese 2009: “pollo viejo, picadillo de soya”.

En la campaña de la que habla Pánfilo, “Jama y Libertad”, participamos muchos de muchas maneras posibles (recuerdo con especial cariño los posters de Lauzán y el jingle de Boris Larramendi) y llegamos a reunir más de cinco mil firmas, una monstruosidad para la época. Entre los firmantes, muchos de ellos muy renombrados, copio el comentario de Fernando Savater: "naturalmente, cuenta usted con mi firma para esa buena causa. Si no bastase la defensa de la libertad de expresión, saber que se trata de un borracho en apuros me hace inmediatamente simpatizar con él". “Jama y Libertad” rompió con muchísimos tabúes y su éxito impulsó otros proyectos como OZT#, la campaña que al año siguiente exigiera -también con éxito- la liberación de los presos de la Primavera Negra del 2003.

Al ser liberado Pánfilo escribió Jorge Salcedo, el coordinador de la campaña:
“No es cierta la leyenda de que a Juan Carlos González "lo sacaron de la cárcel para meterlo en Mazorra", como aún repiten algunos. A Juan Carlos González lo sacamos de la cárcel todos los que hicimos algo por su liberación (fuimos muchos) y hoy se encuentra en su casa. Habrá quien niegue cualquier relación de causalidad entre el aluvión solidario con Pánfilo desatado por esta campaña en vísperas del concierto de Juanes y la "rectificación" del gobierno cubano. Habrá quien siga repitiendo que lo sacaron de la cárcel para meterlo en Mazorra, implicando con ello que no importa lo que hagamos, que nuestra influencia en Cuba es prácticamente nula o, a lo más, contraproducente. Unos lo hacen por desconocimiento; otros, por mezquindad.
El desconocimiento es curable.
La campaña por la liberación de Pánfilo fue un éxito, y no fue un éxito aislado. Se inscribe en una tradición reciente de movilizaciones coordinadas por los cubanos en la red que ha dado resultados concretos y puede ponerse en función de metas más ambiciosas”

martes, 5 de agosto de 2025

A 31 años del Maleconazo: La memoria de un pueblo sin memoria


Porque antes de un 11 de julio hubo un 5 de agosto. Hace cuatro o 31 años, da igual. Cientos, si no miles, gritando en las calles de la Habana Vieja y Centro Habana “Libertad”. Solo que en 1994 no había redes sociales ni las cámaras andaban de mano en mano en forma de teléfonos. Tenemos que conformarnos año tras año con los mismos seis minutos y pico de imágenes tomadas por algún turista o periodista extranjero con gente escuálida y descamisada (literalmente, como dicen que son los que hacen las revueltas) que va de un lado a otro sin soltar la bicicleta de puro miedo a que se la roben. Imágenes incomprensibles si no se entiende el contexto: hambruna por años, desesperación, intentos de fuga del país que a veces terminan en masacre (como en hundimiento del remolcador 13 de marzo hacía apenas tres semanas) o con éxito (como el secuestro de la lanchita de Regla hacía apenas unos días). Gente que se reúne en la Avenida del Puerto a la espera de que un milagro la saque del país y de la miseria (que es más o menos lo mismo) y grupos paramilitares disfrazados de obreros de la construcción que los hostigan hasta que la furia estalla e invade media ciudad, la mitad más pobre. Tenemos esas pobres imágenes y los rumores de los cientos de presos, de algún muerto y de un karateca (o un policía), disfrazado de miembro del Contingente Blas Roca, al que le sacaron un ojo de un botellazo. (Los disfraces, aunque no engañen a nadie tienen un sentido teatral: no es la policía quien reprime al pueblo sino los obreros que se enfrentan a los delincuentes).

Fuera de esa pobreza de imágenes, de memoria, está la historia oficial. La de los antisociales que asaltaron tiendas para turistas (algo que también pasó), la de Fidel como Moisés abriéndose camino entre las masas airadas y convirtiendo los “Abajo Fidel” en puro “Fidel, Fidel” (aquí la historia oficiosa se contradice: si eran vulgares saqueadores ¿qué hacían gritando “Abajo Fidel”?). Como si las tropas especiales no hubieran llegado antes a preparar el terreno, a demoler la rabia desarmada. Luego, los pasos que dicta el Manual represivo del totalitarismo, tan bien descritos en la película rusa “¡Queridos camaradas!”: borrado de memoria, ocultamiento de los muertos y algo de comida en la forma de la apertura de los mercados campesinos unos días después. Lo otro fue el gran aporte del castrismo a la teoría marxista-leninista: el éxodo como arma de lucha. Como mismo se había empleado en los 60’s o el ochenta. Resolver el problema trasladándolo. Y entonces Fidel creó la llamada “Crisis de los balseros” y vio que era bueno. Los mismos que antes perseguían y mataban para impedir una fuga ahora la propiciaban y hasta ayudaban a los desesperados a subir a las balsas. A que se los comieran los tiburones o crearles problemas de logística al enemigo imperialista que no sabría dónde meter a tanta gente.

Luego, en el 2021, la historia se repitió, represión, control narrativo, comida anecdótica y ornamental y éxodo a través de Nicaragua. Antes el poeta Virgilio Piñera había cantado: “¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!/ ¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!/ Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro”. ¿Cómo va a tener rostro, cómo va a madurar, Virgilio, un pueblo al que cada día le roban la memoria, la voluntad y el tiempo?



jueves, 24 de julio de 2025

De luces y túneles: explicación de un libro*


 

El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika es pura arqueología de la memoria. Recuerdos desenterrados para explicar un momento de la evolución cubana y evitar que confundamos los huesos del cuello de una jirafa con los de una serpiente. No intenta ser un libro reflexivo sobre un fenómeno que apenas se reconoce como tal, aunque el mero acto de recordar constituya una reflexión en sí misma. La intención primaria de El túnel al final de la luz es señalar la existencia de ese momento que la desmemoria propia o los esfuerzos ajenos casi han conseguido borrar. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades. Ya vendrán otros a sacar sus propias conclusiones.

En la elaboración de este libro descubrí que uno de los momentos más luminosos en la historia cultural cubana apenas era recordado por muchos de sus protagonistas. O peor aún, lo confundían con los años que lo sucedieron, esa debacle que hoy se conoce como Periodo Especial. En la mente de muchos, la llegada de Gorbachov a La Habana en abril de 1989 convive con esos camiones ensamblados a la buena de Dios como transporte urbano que circulaban por las calles apocalípticas de los 90 con el sobrenombre de camellos. Y tiene su lógica. La cotidianidad ocupa demasiada atención como para estar conscientes del periodo en que un futuro historiador la enmarque. Por otra parte, la brevísima extensión de este periodo (no más de cuatro años) no contribuye a hacerle un espacio distintivo en la memoria de cada cual. No obstante, si se observa la cronología que acompaña a este libro, la fundación de grupos teatrales y humorísticos, de compañías de baile, la inauguración de exposiciones que terminaron en escándalo y censura, las intervenciones callejeras, el estreno de películas perturbadoramente críticas y la celebración de debates públicos ocurrieron a una escala desconocida hasta entonces y nunca vuelta a repetir.

Sin embargo, no debería a sorprender la falta de autoconciencia de aquel proceso. Al hablar de los 80 cubanos, los estudiosos apenas se detienen en las artes visuales cuando, como se verá en las páginas que siguen, ese súbito despertar trajo cambios permanentes en todos los ámbitos de la creación. Que luego ese impulso pareciera desaparecer con la catástrofe que llaman Periodo Especial no le quita significación ni importancia. Sí noté, a medida que recababa testimonios, que para muchos las reformas soviéticas eran, si acaso, mero ruido de fondo, que poco incidieron en lo que hicieron en aquellos días. Porque para sentir la necesidad de expresarse, de revolverse contra el estado de cosas existente, no era necesario acudir a las páginas de Novedades de Moscú o de Sputnik. Todos concuerdan, en cambio, en que tanto la perestroika como la ambigua respuesta del régimen cubano en la forma del llamado "Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas" sirvieron para crear las condiciones que nos permitieron expresarnos con una libertad que antes ni siquiera sospechábamos. Que lo hiciéramos principalmente a través del vago lenguaje del arte en lugar del más diáfano de la política sirve para hacerse una idea de los límites más bien estrechos de lo que podía ser dicho entonces.

No obstante, la poca autoconciencia de este proceso no se debe solo a la naturaleza tramposa del acto de recordar. No debemos subvalorar la manipulación consciente de la memoria colectiva por parte del castrismo. Una vez que desde el poder se identificaran las reformas en Europa del Este como "actividad enemiga", le resultaría contraproducente relacionar los efectos de la perestroika en Cuba con el momento de mayor libertad creativa en la ya larga existencia del totalitarismo cubano. En el discurso oficial a la perestroika se le asocia con el "desmerengamiento" del bloque soviético y el hambre cubana posterior, sin detenerse en el detalle de cuánto dependió el precario bienestar castrista de las subvenciones soviéticas y cuán poco le importaron al régimen las penurias subsiguientes en comparación con su supervivencia.

Perdonen que insista: los espacios de relativa autonomía aparecidos en la sociedad cubana a partir de los 90 no se deben ni a la natural evolución del sistema —como propugna el discurso oficial—, ni siquiera a ciertas medidas de emergencia, como afirman ciertos críticos. De hecho, la crisis de los 90 fue la coartada perfecta para reducir o eliminar instituciones y proyectos conflictivos en nombre de la política de austeridad redoblada que se impuso. Más allá de medidas estrictamente económicas adoptadas por el régimen —como la despenalización del dólar en 1993 o la reapertura del mercado libre campesino al año siguiente—, lo que continuó animando los proyectos más creativos y audaces de los 90 fue el impulso y las posibilidades abiertas en la década anterior. Ni las artes visuales, el teatro, la música, la danza, el humor o la literatura, aunque inmersos en una dinámica de mera subsistencia, pudieron ser devueltos al manso sosiego —desde la perspectiva del régimen— anterior a la "perestrunka".

Puesto a organizar el material de este libro deseché el orden cronológico, impracticable en periodo de tiempo tan reducido. También el narrativo —introducción, nudo y desenlace de la "perestrunka", por ejemplo— porque muchos de los relatos reunidos mezclan esas tres fases al mismo tiempo. De ahí que optara por agrupar las contribuciones en atención de las principales manifestaciones artísticas, los espacios sociales (la universidad, la iglesia, la calle) o los puntos de vista. Esto último me ha permitido presentar visiones tanto de extranjeros en Cuba como de cubanos en el bloque comunista.

En la sección "La lógica del aparato" se ofrecen atisbos de la mentalidad de un poder que, si bien contuvo levemente su habitual impulso represivo, nunca relajó su vigilancia sobre los elementos más díscolos de la sociedad. Una ausencia notable que lamento por razones ajenas a mi voluntad es la de testimonios de los fundadores del movimiento disidente. Por otro lado, sin querer convertir el libro en una colección de ensayos, incluyo al final los textos de Rafael Almanza, Habey Hechavarría y Jorge Brioso que, desde visiones muy distintas, repiensan la "perestrunka".

Se encontrará el lector a autores ubicados en manifestaciones diferentes a aquellas por las que son mejor conocidos y es que, más que su biografía, he considerado el tema central sobre el que giran sus textos. Para los que por los temas abordados cabrían en más de un sitio creé la sección "En el aire", que busca resumir la atmósfera social y personal de aquellos días. El túnel al final de la luz es, después de todo, un libro de acceso múltiple, donde ningún texto es necesario para entender los otros. Tampoco este prólogo. No obstante, todos ellos se entrelazan de las maneras más sutiles e insospechadas.

Mi tesis al concebir El túnel al final de la luz —con la que no necesariamente concuerdan los autores convocados— es que este movimiento se derivó, como otros, de una falla del sistema: como en el bienio 1959-1960, cuando el régimen recién se implantaba y no podía controlar todas las fuerzas e impulsos que había desatado; como en los años 1967-1968 en el que un enfriamiento en las relaciones con la URSS permitió una tímida aproximación a Occidente; o incluso en el bienio 2015-2016, durante el breve romance americano propiciado por la política de Obama. En cada una de esas instancias se produjeron tímidas primaveras o deshielos —según la metáfora climática que se prefirió—, inducidos por coyunturas ajenas a la voluntad expresa del poder imperante en la Isla, que luego fueron clausurados de manera explícita y tajante por Fidel Castro: en 1961 con las "Palabras a los intelectuales"; en 1968 con el apoyo de este a la invasión de Checoslovaquia y la condena de la primavera de Praga (y para rematar el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971); en 1991 con los famosos discursos sobre el "desmerengamiento soviético"; y tras la visita de Obama a Cuba con un artículo socarronamente titulado "El hermano Obama". Eso no ha impedido a los ideólogos oficiales y a no pocos estudiosos foráneos tomar las excepciones como regla y convertir la historia cultural de la Revolución cubana en un océano de tolerancia interrumpido por coyunturales islotes represivos.

Con El túnel al final de la luz no pretendo, como los manuales marxistas con los que nos enseñaban Historia del Arte, que el arte y la cultura sean meros subproductos de la economía y la política. Apenas me resigno a reconocer que un orden totalitario como el de Cuba termina consiguiendo que la realidad sea modelada en buena medida por la capacidad de control de este y de una manera torcida se termine confirmando lo estipulado por el manual (marxista) de instrucciones.

Antes hablé de la escultura de John Lennon en La Habana como monumento a la habilidad de un funcionario. Pero aquel Lennon de bronce, sentado distendidamente en el banco de un parque de El Vedado como si su música y su melena nunca hubieran sido perseguidas en ese mismo barrio, puede verse también como un monumento a todo lo que el totalitarismo cubano acosó para luego hacerlo parte de su fachada liberal. Ya se achacarán las persecuciones a algún funcionario intermedio que terminó sus días en Miami.

La Revolución o el castrismo, como quiera llamársele, ha durado lo suficiente como para ir reciclando sus víctimas de entonces en partidarios, reales o simbólicos. En parte por su naturaleza voraz y sus digestiones lentas. En parte porque la revuelta de los 80 ni se propuso ni intentó disputar el poder político vigente ni pretendió contrariarlo en exceso. Fue su mera presencia lo que el régimen cubano vio como un peligro existencial. Por eso lo desarticuló cuando apenas empezaba a tener conciencia de sí mismo en proyectos como Paideia.

El túnel al final de la luz trata de articular en un solo fenómeno otros muchos que, aun transcurriendo en el mismo tiempo y espacio y compartiendo origen, experiencias y destinos comunes, nunca llegaron a hacerse la típica foto de conjunto. Sirva este volumen como primera gran foto colectiva de un movimiento que, a pesar de su escasa conciencia de sí mismo, regeneró totalmente la vida cultural cubana y consiguió al menos que el totalitarismo local fuera en lo adelante algo menos opresivo, menos total. Y como conjuro contra los que son, junto al miedo y la estupidez, los mejores aliados de toda opresión: la desmemoria, la dispersión y el silencio.


*Publicado en Diario de Cuba


miércoles, 23 de julio de 2025

¿Quién le teme a Fernández Era?*


«El humor no tumba ningún sistema», ha dicho en estos días el actor y humorista Osvaldo Doimeadiós y no seré yo quien lo contradiga. No conozco ningún régimen que haya sido derrocado por un chiste aunque existan evidencias de caricaturas que iniciaron el declive de algunos políticos.

Está el caso del corrupto William «Boss» Tweed, al mando de la maquinaria electoral demócrata en Nueva York a mediados del siglo XIX, a quien las caricaturas de Thomas Nast terminaron sacándolo de sus cabales y de su aparentemente inamovible puesto. A Tweed, las sátiras de Nast lo hicieron exclamar: «¡Paren esas malditas caricaturas! Me da igual lo que digan los periódicos sobre mí. Mis electores no saben leer, pero no pueden evitar ver esas malditas caricaturas».

Entiendo lo que intenta hacer Doimeadiós: tratar de disipar la permanente sospecha de peligrosidad social que recae sobre los humoristas cubanos apelando al sentido común. ¿Qué pueden hacer los humoristas frente a un régimen armado hasta los dientes que, encima, controla los principales medios de difusión, la prensa, el sistema educativo y un infinito etcétera? Pero al régimen cubano, especialmente paranoico en cuanto a todo lo que pueda amenazar su poder, no se le puede hacer entrar en razones.

Puede que el totalitarismo cubano haya retrocedido un tanto con respecto a cuando monopolizaba toda la vida social, económica y política del país; pero su lógica de funcionamiento sigue siendo estrictamente totalitaria. Según esa lógica, incluso cuando el régimen no controle todo, hará lo posible por aparentarlo. Por hacerle creer a sus súbditos que todo lo sabe, todo lo ve, todo lo controla, de manera que aquello que lo contradiga también parezca obra suya.

Cierto que el humor nunca podrá derribar un sistema como el cubano, pero puede —aun si no se lo propone— ayudar a desinflarlo, a hacerlo aparecer menos poderoso y temible de lo que aparenta. La risa siempre ha sido un moderado instrumento de subversión, aunque sea como indicador de que le tememos menos a un régimen de lo que este pretende. Cuando un Estado totalitario no tiene más esperanzas que ofrecer, no cuenta con más sistema operativo que el miedo: ya sea el miedo directo y elemental a ser castigado por disentir o aquel bastante más difuso —pero eficaz— que lleva a los súbditos a justificar al sistema por pura inercia o por el recelo que le impone la posibilidad de cambios.

El humor, cuya mejor versión se dedica a desnudar los automatismos mentales y sociales, puede ser un instrumento para sacudirnos la herrumbre mental. No derriba ningún sistema, pero —y que Doimeadiós me perdone— aceita la mente oxidada por tantos años de automatismo totalitario.

No obstante lo anterior, la agresión que sufriera en días pasados el escritor humorístico Jorge Fernández Era excede el asunto de las relaciones entre el humor y el poder. Si en un principio el escritor fue perseguido y castigado exclusivamente por burlarse del régimen por escrito, desde el momento en que Fernández Era pasó a la protesta cívica exigiendo de manera pacífica y casi siempre en solitario «la liberación de todos los presos políticos, el cese del acoso contra los que disienten de las políticas oficiales, la convocatoria a una Asamblea Constituyente, y el no olvido por parte del Estado de aquellos que con los anunciados aumentos de pensión solo serán un tin menos pobres que ahora», se excedió en sus deberes como humorista aunque no en sus derechos como ciudadano.

Fernández Era posee el suficiente coraje intelectual para ver en la censura que trataba de coartarlo el mismo mecanismo que suprime los derechos de todos sus conciudadanos, envía cientos a prisión por expresar su opinión libremente y mantiene al país en una miseria espantosa —empezando por los menos favorecidos por las dádivas del poder—. Un pequeño paso para el humorista y un gran salto para la sociedad.

Conozco a Fernández Era hace casi cuatro décadas y me sorprendió que diera ese paso que lo convertía en enemigo predilecto del Estado y en paria social al punto de ser expulsado por la publicación —dizque independiente— en la que colaboró durante años. En cambio, no me sorprendió en absoluto la tranquila y risueña firmeza con que ha hecho frente desde entonces a la sistemática persecución a la que lo ha sometido la Seguridad del Estado y la persistencia con que cumple su promesa —junto con la profesora matancera Alina Bárbara López— de manifestarse el 18 de cada mes en defensa de los derechos de sus compatriotas. Un gesto, que por quijotesco y desesperado que parezca, tiene una resonancia inusual en calles desoladas por años de exilios, represión y miseria. 

La que sufrió Fernández Era el pasado 18 de julio de 2025 no es una agresión más. Que un teniente coronel con la ayuda de un acólito golpeara a una figura pública en el interior de una estación de Policía y que lo amenazara con asesinarlo con métodos subrepticios indica un salto en la escala represiva. Más, sabiendo que la víctima iba a ser liberada poco después y que —con su habitual osadía — no tardaría en difundir las agresiones de que fuera objeto.

En un país donde la violencia de Estado obedece a una calculada estrategia de amedrentamiento de la población, agresiones como la que sufrió Fernández Era no son asunto de rutina ni debe atribuirse a la iniciativa personal de un esbirro especialmente entusiasta. Si no cumplía instrucciones superiores, el oficial que agredió al escritor lo hizo con la firme convicción de que sería respaldado. Esta agresión no es una prueba más de la maldad intrínseca del régimen sino, sospecho, síntoma de que este ha alcanzado un estado de desesperación tal como para necesitar de esos actos públicos de intimidación. De que se siente débil y de que esa debilidad lo ha vuelto mucho más agresivo y peligroso.

La desproporción entre la amenaza que podría representar Fernández Era y el dispositivo represivo montado a su alrededor invita a considerar lo absurdo del asunto. Pero cuando sucede que un poder ha sido montado y sostenido con base en esas desproporciones, difícil será convencer a los represores de renunciar a lo que les ha dado tan buenos resultados; 66 años seguidos en el poder son la mejor publicidad de los métodos de un régimen cuya única prioridad es esa: controlar un país aun al precio de su misma existencia.

Se llega al punto vergonzoso y fatal, siendo cubano, de citar a Martí: «Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana». Porque de eso se trata, de dignidad.

No creo que Fernández Era se haga ilusiones sobre las posibilidades de que un sexagenario armado solo de la palabra —inteligente y cáustica, es cierto— pueda derrocar a una dictadura no menos sexagenaria. Si ha resistido el acoso, las detenciones, las golpizas, las amenazas contra él y el resto de su familia, no es porque crea que sus continuos actos de valor apacible alcancen resultados concretos. Simplemente, intenta defender su dignidad, ese pacto que ciertos humanos establecen consigo para respetarse mejor, para no ser instrumentos más que de sí mismos.

Ese es un lenguaje incomprensible para un régimen acostumbrado a usar a sus súbditos como medio para algo: carne de cañón, fuente de ingresos, combustible y hasta como mera escenografía. Contra ese señor físicamente endeble que persiste cada semana en escribir su columna de humor, en salir a protestar en silencio cada 18 y en contar por escrito y a detalle los maltratos y amenazas que recibe sin que lo abandone la sonrisa ni la inteligencia, el todopoderoso Estado totalitario se siente extrañamente indefenso, frágil, fuera de sí, incapaz de comprender la extraña lógica de un ser humano decidido a defender su dignidad hasta las últimas consecuencias.

Entiendo la desesperación de los represores que acosan a Fernández Era. Bastante más incluso que el tozudo coraje del escritor. Una desesperación que los puede llevar a cumplir las amenazas de muerte que le hicieron el pasado 18. De cualquier cosa que le pueda suceder a Fernández Era —por accidental que parezca— habrá que culpar en primerísimo lugar al Estado cubano que ha dirigido la represión contra él y al mismo tiempo desatendido sus meticulosos reclamos legales. Y en segundo lugar, deberá culparse a quienes siendo testigos de este circo represivo hemos sido incapaces de asociar la heroica defensa de su dignidad a nuestro propio decoro.  


*Publicado en El Toque

sábado, 19 de julio de 2025

Rumbo al aeropuerto



Rumbo al aeropuerto, el taxista con músculos de policía me pregunta por ICE. Es el latiguillo de casi todos los españoles con los que me encuentro. Los hace sentirse generosos con la inmigración, superiores espiritualmente a esos bárbaros americanos que deportan inmigrantes a punta de metralleta. El taxista se muestra ufano de casi todo: de su origen castizo, de las generaciones de madrileños que se acumulan en su ADN, de su novia venezolana que amenaza con contaminar tanta pureza, de la generosidad migratoria española en comparación con la reciente mezquindad norteamericana.

Dejo que el taxista se regodee con los argumentos previsibles: con quienes contará Trump para cosechar tomates; o quiénes trabajarán en las fábricas que pretende reabrir gracias a la guerra de aranceles. (“Aquí a los inmigrantes se les detiene pero no se les apunta con un fusil en la cabeza”, recalca). No le digo que hace décadas me marché a los Estados Unidos luego de que el país de mis bisabuelos se negara a ofrecerme cualquier viso de legalidad mientras ese donde ahora impera ICE me acogió con la generosidad de la que ahora reniega. Aquella época que terminó apenas hace unos meses parece tan lejana que no tiene sentido evocarla ahora que Trump ha convertido a la nación que preside en símbolo de mezquindad migratoria. En cambio los castizos taxistas madrileños le agradecerán al presidente estadounidense el poder ufanarse sobre la superioridad moral española como no lo hacían desde que la flota del almirante Cervera fuera hundida a la salida de la bahía de Santiago de Cuba.