jueves, 28 de diciembre de 2023

Redo nuestro que estás en los cielos*

Foto tomada del blog de Arsenio Rodriguez Quintana


Cuando la antología Los últimos serán los primeros apareció en 1993 –año en el que Cuba rompió sus anteriores marcas de hambre y apagones– fue una suerte de milagro. Y me refiero no solo al milagro simple de ver un libro publicado en aquellos días, sino a que surgiera como de la nada toda una generación de escritores con el flamante nombre de “novísimos”. Porque, después de la contracción inaudita de la vida cultural que supuso la crisis conocida como Período Especial, la aparición de una nueva generación literaria en un país sin existencias de papel para asuntos mucho más elementales solo se podía deber a la visión y la perseverancia de alguien tan especial como su antologador. Porque, si bien los escritores contemporáneos conocíamos de nuestra mutua existencia a través de peñas, eventos o por pura amistad, esa comunicación y estímulo tan típico en grupos literarios que se van conociendo a través de sus publicaciones en revistas cómplices nos era prácticamente desconocido.

No se busque mi nombre en la antología Los últimos serán los primeros. No aparecí allí, pero al mismo tiempo no me sentí excluido. Era lógico pues nunca había sido parte del principal criadero de escritores por aquellos años, que eran los talleres literarios. Mi llegada a la literatura fue lo bastante estrambótica y casual como para escapar incluso al sensible radar de Redonet. Ajeno al circuito de talleres y coloquios, nunca había visto a Redonet y me lo imaginaba en una suerte de olimpo literario de aire acondicionado y solícitas secretarias. Por mi parte, luego de dispersar un puñado de textos en la sección humorística de diferentes publicaciones y publicar una plaquette minúscula, el máximo premio que había ganado, como muchos en medio de aquella inopia absoluta, no incluía publicación del libro de cuentos galardonado.

Estaba yo en mi oficina de historiador del cementerio Colón a inicios de 1994 cuando entró un negro flaco, de camisa a cuadros y un diente de oro incrustado en medio de su amplia sonrisa que me anunció:

—Yo soy Salvador Redonet.

Con eso bastaba en aquella Habana para alguien que escribiera cuentos. El nombre de Redonet sonaba a una suerte de redención. A mí no se me ocurrió otra cosa que decirle:

—Coño, y yo que te imaginaba como un blanquito con guayabera.

A Redonet el diente de oro le brilló más aún. Sospecho que disfrutaba con la sorpresa que producía su aspecto de guapo de barrio, de chofer de guaguas, en contraste con su fama de padrino de la última novedad en lo que concernía a generaciones literarias. Pero al mismo tiempo tenía perfecto sentido que el “descubridor” de una generación como la nuestra fuera alguien tan poco previsible como Redonet. Después de tanto esfuerzo del Estado durante décadas por espulgar y deshacerse del más mínimo rastro de disidencia literaria que apareciera un crítico interesado en encontrar en nuestra generación lo más provocador que tenía que ofrecer era una verdadera rareza confirmada por su aspecto. El blanquito de guayabera que imaginaba yo solo podía estar a la caza de cuentos tan previsibles como él mismo. La mayor evidencia personal que tengo de que a Redonet no le bastaba con la celebridad instantánea que le había procurado su antología fue tenerlo frente a mí en la oficina del cementerio atraído por un par de cuentos mal mecanografiados que le pasara una amiga común.

El cariño y la complicidad entre Redonet y yo fueron instantáneos y en eso no debo ser muy original. Con Redo lo verdaderamente difícil era no quererlo de inmediato y sentirlo como amigo de toda la vida. Encima descubrimos que vivíamos a apenas siete cuadras de distancia. Él en el corazón de Buenavista, en 60 entre 27 y 29.

—La casa la encuentras fácil. Afuera tiene un carro sin ruedas montado en burros.

Aquel Moskvitch ya inservible en cuestiones de transportación (recuerdo del punto más alto de reconocimiento institucional que alguna vez recibiera el Redo) debió ser el principal punto de referencia de La Habana literaria de entonces. No el Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto del Libro, ni mucho menos la sede de la UNEAC. A esos lugares se iba como K. al Castillo, esperando ser humillado de alguna manera. A casa del Redo se iba a gozar de la pura alegría de verlo, a encontrarse con su dulcísima madre, a subir a su barbacoa, a tomar algún ron infame y verse involucrado en el nuevo proyecto que se traía entre manos. O simplemente a disfrutar de la desaforada calidez de ese asere de Buenavista.

No presumiré que nuestra amistad fue más cercana que la que tuvo con otros escritores, pero sospecho que a todos nos hacía sentir como los buenos padres a todos sus hijos: queridos y especiales. Algo de eso entreví cuando tras una crisis de su enfermedad andábamos un montón de escritores dando vueltas alrededor del hospital Manuel Fajardo, asustados por la posibilidad de quedarnos huérfanos del Redo, que era la mayor orfandad literaria que podía concebir entonces una generación que creció sin un modelo vivo al cual respetar o ni siquiera odiar sin desprecio. Y, cuando por fin conseguíamos subir a su presencia en medio del tráfico intenso que las enfermeras debieron soportar en aquellos días, nos recibía con su sonrisa de oro barato, acompañado por su novio de entonces, intentando quitarnos el susto con su aspecto apacible, mientras le hacíamos prometer que se cuidaría más en lo adelante. Aunque supiéramos que las promesas eran inútiles y que cualquiera de nosotros sería cómplice de su próxima borrachera. O de la siguiente. Y claro, el último de nuestros encuentros que recuerdo ahora fue en casa de la novia de nuestro amigo común, el Yoyi Brioso, donde una botella de whisky J&B nos dejó revolcados por el piso a los tres sin que por ello dejáramos de reírnos como niños.

Ya fuera de Cuba la amistad del Redo me siguió protegiendo. Su nombre fue la contraseña para hacer mi primera amistad en España, la de la crítica Ana Belén Martín Sevillano, a su vez gran amiga suya. De todas las sectas a las que he pertenecido la de los amigos del Redo ha sido de las más reconfortantes. Incluso en un gremio tan insincero como el literario, el Redo logró crear un clima de confianza y respeto mutuos que persiste hasta hoy. De ahí que su muerte la recibiéramos como una desgracia personal y como la mayor tragedia colectiva que sufriéramos como generación literaria. Pero así y todo confiamos en que su espíritu mataperro nos siga acompañando y que cada vez que la suerte nos sonría lo haga con el diente de oro del Redo.

*Parte de un homenaje colectivo aparecido en Rialta Magazine

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