Tiempo atrás un estudiante se rebeló contra mi mala ocurrencia de darle a estudiar hombres blancos. El hombre blanco en cuestión era mujer y española, María Zambrano, cuya condición de blanca le parecería inaceptable a los racistas de ambos extremos del espectro político: desde el Klu Klux Klan a Hollywood, donde consideran al español Antonio Banderas “persona de color”. El pecado de la Zambrano era, a los ojos azules de mi estudiante rubio, referirse en repetidas ocasiones al filósofo griego Platón. Rechazo aterrador si se tiene en cuenta que Platón —que a los inquisitivos ojos del KKK y Hollywood tampoco pasaría por blanco— más que por el color de la piel se distinguió por ser uno de los más profundos pensadores de la historia de la humanidad. Privarse de conversar con el autor de los “Diálogos”, ya sea por su género o color de piel, me pareció, además de una grosería, una forma de automutilación.
Prefiero pensar que mi estudiante, hombre blanco él mismo, en el fondo no renegaba de Platón por compartir su mismo género y raza. Bastante más plausible era que rechazara al filósofo griego por su condición de clásico, de cosa vieja cuya veneración apenas se entiende. Si el estudiante le echaba mano a un prejuicio aceptable en nuestra época, ese que va contra el color y el género de los opresores tradicionales, era por pura comodidad mental. El rechazo a la cultura clásica ya se había convertido en costumbre desde que, tras la crisis de la vieja tradición escolástica, en el siglo XIX se extendió el repudio primero por la educación transmitida en latín y luego por la cultura grecolatina que iluminó el tránsito del medioevo al renacimiento. Fue entonces que al latín, la lengua culta en la que se redactaron los revolucionarios tratados de Copérnico y Newton, se le arrinconó en los currículums escolares hasta convertirla en tortura sofisticada de profesores sádicos.
De la idea del clasicismo se ha abusado hasta el punto en que el rock que se escuchaba en mi infancia y juventud ha adquirido la condición de “clásico” como también lo son ciertas variantes de coca cola o nescafé. (¿Debo recordar que para que la coca cola adquiriera la condición de clásica tendría que recuperar la coca que se le añadía a su fórmula original de la que tomó el nombre?). Como se sabe, “clásico” se deriva de la palabra latina classicus, término que se aplicaba a los reclutas de la «primera clase», la infantería pesada del ejército romano. “Lo «clásico», pues, es «lo de primera clase», aunque no lleve ya una armadura pesada” dice el historiador Robin Lane Fox en su revelador libro El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma.
Cabe preguntarse ¿a qué se debe la extendida repulsa actual contra los productos culturales de primera clase? ¿Acaso resultan demasiado intimidantes o repelentes para un mundo contemporáneo concentrado en la destrucción de las jerarquías? ¿Serán las obras clásicas un obstáculo al sueño de una sociedad más igualitaria y justa? No debe descartarse esa posibilidad. Después de todo Platón era un orgulloso aristócrata que abominaba la democracia: la veía inclinada a caer en el populismo más abyecto, como cuando condenó a su amado maestro Sócrates. Todo lo contrario de la república soñada por el propio Platón, donde reinarían los filósofos y en la que sospecho que ni él mismo tendría cabida.
No hace mucho fue eliminado el departamento de estudios clásicos en la famosa universidad afroamericana de Howard. No es poca cosa si se tiene en cuenta que allí estudiaron la Nobel de Literatura Toni Morrison o al eminente juez Thurgood Marshall. El pretexto para tal decisión fueron las dificultades financieras que sufre la universidad, pero los intelectuales afroamericanos Cornel West y Jeremy Tate se la tomaron, más que como asunto administrativo, como preocupante signo de los tiempos. Según escribieron en un artículo, con el cierre del departamento de estudios clásicos, se prefirió “la escolarización utilitaria a expensas de la educación formadora del alma”. Tomando como ejemplo a las figuras de Frederic Douglass y Martin Luther King Jr. y su interés por los estudios clásicos, West y Tate defienden los estudios clásicos insistiendo en que estos ayudan a “prestar atención a las cosas que importan y desviar nuestra atención de lo superficial”.
Aparte de la anterior, existen para mí un par de razones que hace imprescindibles a los llamados clásicos. Una es su demostrada grandeza a lo largo de siglos. Su capacidad de superar tantos cambios de contexto histórico, de creencias, de convenciones, nos deberían alertar sobre la manera especial en que estas obras fueron construidas y de que, a pesar de los muchos prejuicios con las que cargan, han sido capaces de comunicarse y estremecer a cada nueva generación que ha salido a su encuentro. La otra razón es precisamente la distancia a la que contemplamos estas obras. Esa perspectiva de siglos nos permite analizar a fondo nuestra propia realidad. Son estas obras, que han sabido hurgar a fondo en la esencia de lo humano, las que mejor idea nos dan de cuán poco justificada está la pretensión actual de haber alcanzado un estadio superior como género humano. Reflejados en ese espejo que nos llega desde el pasado la imagen que nos devuelve no es precisamente alentadora.
Dudo, no obstante, que estas razones sean tenidas en cuenta. El espíritu distintivo de nuestra época es la creencia en la absoluta superioridad moral de las nuevas generaciones. Generaciones que viven convencidas de que todas las nociones políticas, estéticas o éticas del pasado están fatalmente intoxicadas por sus visiones sobre la raza o el género y de que no existe creación humana precedente que esté a la altura de la pureza de espíritu que se acaba de alcanzar.
Solo una vez Occidente se permitió un desprecio tan radical por la cultura que la precedió: fue justo durante la emergencia del cristianismo, cuando este dictaminó que los creadores clásicos compartían el pecado imperdonable de ignorar las futuras enseñanzas de los evangelios. Ese desprecio por la cultura grecorromana fue lo que hizo aceptable el retroceso cultural que representó la Edad Media. Cuando otro poeta ahora considerado clásico, el gran Dante Alighieri, emprendió su recorrido imaginario por el infierno, no por gusto se hizo acompañar por el poeta Virgilio: lo que parecía una aceptación del castigo impuesto a su maestro resultaba más bien el reconocimiento implícito de su grandeza.
Hoy, cuando Homero, Platón, Dante, Cervantes, Shakespeare o Tolstoy son arrinconados por la descalificación universal de ser hombres blancos, más que a la misoginia o al racismo se está renunciando a lo mejor de la tradición occidental igualándola a lo peor, de la Santa Inquisición, a Hitler o Stalin. De alguna manera se confía en que con ese rechazo la humanidad se permitirá un nuevo comienzo sin el lastre de culpas pasadas. Como advierten West y Tate en su artículo, lejos de establecerse una distinción “entre la civilización y la filosofía occidentales, por un lado, y los crímenes occidentales por otro” estos se convierten en sinónimos.
No se trata, como añaden West y Tate “de si vas a trabajar en una tradición sino de cuál” porque “la elección de no tener tradición deja a las personas ignorantes a merced de un lenguaje que no crearon y marcos que no entienden”. Y afincados en tal ignorancia la aparente liberación de viejos vicios se convertiría sin remedio en la garantía de opresiones aún mayores.