De Javier Marías no mencionaré sus alabados libros, ni su exaltada prosa, ni siquiera los artículos que, enfrentado a la tontería mayoritaria de nuestro tiempo (que no por tonta es menos intimidante) publicaba semana tras otra en El País. Hablaré de un detalle que solo a mí me concierne y por eso solo yo debo dar cuenta de él.Llevaría una semana en Madrid -acabado de salir de Cuba como de un barco en llamas- cuando ya debí haberme dado cuenta de que la posibilidad de recibir asilo político en España era bastante más difícil de lo que pensaba. Recordé entonces un artículo que había leído de Javier Marías donde hablaba de un programa de asilo para escritores creado a partir de la creación de ciertas ciudades refugios. Por supuesto que era un programa pensado para los Salman Rushdies de este mundo, para figuras más o menos conocidas quiero decir y no para principiantes cuyos únicos dos librillos al menor descuido podían escurrirse entre los cojines del sofá donde se sienta la Historia de la literatura local y ni ella misma se daría cuenta de la pérdida.
El asunto es que de alguna manera conseguí la dirección personal de Javier Marías, escribí una enfebrecida petición de ayuda y como lo único que pude conseguir habrá sido la dirección del edificio en el que vivía cerca de la glorieta de Quevedo (Vallehermoso 34, lo compruebo ahora) fui hasta allí y ya en el edificio pude averiguar el número de su apartamento. De manera que, sin pensármelo mucho porque ¿qué se piensa con detenimiento a esa edad?, introduje el sobre con mi carta por debajo de la puerta de su apartamento.
Cualquiera pudo haberme explicado en detalle de la inutilidad de gestos así. Que un escritor de la estatura y la visibilidad de Marías debía recibir cada día una abultada correspondencia de gente bastante más atendible que yo mismo con la que sus secretarios apenas podrían dar abasto y a duras penas devolver respuestas de cajón en la que si acaso la acompañaría un cuño que llevara impresa la firma del autor para darle alguna autoridad a la respuesta. Eso, en el mejor de los casos porque lo lógico es que ni siquiera el último de ellos ayudantes del escritor respondiera mi pedido. Que si alguna reacción podía provocar mi carta era una llamada a la policía para advertirle que alguien con ínfulas de escritor lo acosaba con el preocupante detalle de que conocía su lugar de residencia. El hecho es que, en esos días por no tener, no tenía siquiera nadie que me hiciese entrar en razones. Igual sobraba cualquier explicación pues yo vivía aún en una edad donde lo normal era precisamente esquivar tanto la lógica como la realidad.
Pues contra esa lógica y realidad a los pocos días recibí una respuesta del mismísimo Javier Marías. Una carta que escrita a máquina por él mismo -luego me enteraría a través de sus propias columnas que lo de los secretarios era pura invención mía, que todos sus textos los encomendaba a la artesanía de su máquina de escribir- y que los errores de la carta como las correcciones eran tan suyos como la firma que calzaba su respuesta. Me decía, en resumen, que era poco lo que me podía ayudar dado el vago llamado de auxilio que le había enviado, que tenía bastante menos poder del que le había atribuido, pero si se me ocurría alguna manera concreta en que pudiera hacerlo que se lo hiciera saber.
Hasta allí recordaba mi intercambio con el escritor acabado de fallecer y eso me bastaba para dar testimonio de su calidad humana. Nunca llegamos a vernos, pero ni hizo falta. Aquella respuesta a un perfecto desconocido -desesperado e incoherente por más señas- se fue agrandando con el tiempo. Pero incluso entonces pude comprender que aquella nota certificaba la grandeza de alguien que acometía todo en su vida, ya fueran novelas o cartas a desconocidos con el mismo nivel de compromiso y gentileza. A esa carta debo que en sus más estridentes artículos de opinión me resonara la voz tranquila y delicada de aquella carta. La de alguien a quien estamos condenados a creerle por excéntrica que nos pareciera una ética que incluía el rechazo preventivo de todo premio, incluido el codiciado Cervantes.
Esa era la opinión que tenía al menos hasta esta mañana en que, al revolver mi minúsculo archivo para buscar la carta de Marías, me encuentro, junto a esta, la respuesta de rechazo de la editorial Alfaguara a Leve historia de Cuba, libro escrito a cuatro manos con Francisco García González. (El de los rechazos editoriales en aquellos tiempos en España ocupaban una parte considerable de mi archivo de la época. De hecho, en eso consistía toda mi correspondencia con las editoriales españolas: en cartas de rechazo. Así fue hasta encontrar refugio en la lamentablemente desaparecida colección Calembé de Cádiz que me publicó mi primer libro en España cuando ya residía en Estados Unidos). Lo relevante en aquella extrañamente amable carta de rechazo es que se referían a mi libro como “la recopilación de cuentos llegados a nuestras manos a través de Javier Marías”. De haber sido aceptado aquel libro Marías se habría convertido en una suerte de padrino literario mío pero como no fue así hasta yo mismo había olvidado ese detalle.
Al parecer, luego de aquella primera carta de Marías, y ante su ofrecimiento de ayuda concreta, le habré pedido que intercediera ante una de las editoriales españolas más importantes y evidentemente lo hizo. Luego perdí contacto con el escritor. Para qué abusar -habré pensado- de alguien que había sido tan amable conmigo. Luego, en fechas más recientes, cuando leía sus artículos en donde alegremente se quejaba de los desconocidos que lo importunaban con las peticiones más inverosímiles me decía que alguna vez debía buscar aquella carta, hacerle una copia y enviársela. Agradecerle nuevamente aquel gesto que ahora entendía mucho mejor ahora, que leía sus artículos de un ser angustiado por fallarle a cualquier desconocido, por desconectado con la realidad que pareciera. Ya es demasiado tarde para agradecérselo por los medios habituales de que disponemos los que no tienen a su disposición un sistema de comunicación ultrasensorial, pero es justo en situaciones así en que uno echa de menos no haberse provisto de algún dios a quien encomendarle tales recados.