Hace tiempo que los estudios graduados se han convertido en algo tan normal como antes lo eran las licenciaturas. No siempre fue así. O no en todas partes. No en mi infancia, cuando un doctorado equivalía a que tu padre viajara a otro país a estudiar algo cuyo mero título ameritaba una visita larga al diccionario. Y al regreso, junto con lo más importante que salía de sus maletas —me refiero a los juguetes—, tu padre, demacrado por la dieta a la que se había sometido para poderte comprar esos juguetes y zapatos al resto de la familia, sacaba un diploma de un papel tan elegante que parecía casi de plástico escrito con letras góticas en idioma desconocido. Ese diploma lo acreditaba como especialista en algo incomprensible, aunque lo tradujeras a tu lengua materna. (Y hablando de madres, esas ni soñaban con hacer un doctorado. La mera posibilidad de que fuera el padre quien se quedara cuidando de los hijos mientras la madre se iba a estudiar a otro país por meses y años era tan inconcebible como que cualquier hijo de vecino llevara una computadora portátil en el bolsillo sin que le hiciera mucho bulto. Hoy las computadoras portátiles son esa realidad cotidiana a la que llamamos “teléfono inteligente”. En cambio, las madres, por muy inteligentes que sean les cuesta que los padres se encarguen de los hijos mientras hacen un doctorado).
¿Para qué servía ser un doctor que ni siquiera curaba? me preguntaba en mi infancia sin encontrar respuesta. Poco importaba que doctores como mi padre fueran tan escasos en mi país como los Ferraris. Porque ni para darme importancia ante mis amiguitos servía que mi padre fuera algo que yo mismo no sabía explicar bien. Menos si encima mi padre, con ese humor que se buscó en algún rincón de la Edad Media, me decía que no era cien-tífico sino veinticinco-tífico, grado que no me parecía especialmente prometedor.
Ahora, en un lugar y un tiempo muy diferente al de mi niñez la pregunta sigue siendo pertinente: ¿para qué un doctorado? Se me ocurren dos respuestas, las más obvias: para aprender y para hacer carrera. O sea, para formar parte del viejo proceso de adquisición, enriquecimiento y traspaso de conocimiento al nivel más elevado posible en determinada especialidad. O para participar en el proceso más antiguo aún de acumular méritos y ascensos en el escalafón de determinada especialidad al igual que se hace en la administración pública, la política o el ejército. O sea, dos procesos no necesariamente excluyentes pero que muchas veces la práctica los hace incompatibles.
Dependiendo de cual respuesta escojas así transcurrirán tus estudios graduados. O bien elegirás tus cursos guiado por la curiosidad, el ansia de saber y de rellenar los vacíos más urgentes en tu comprensión del mundo y por el deseo de avanzar en el tema que más te apasiona y sobre el que has decidido escribir tu disertación de diploma o, en caso contrario, te inclinarás por el método de los estudios estratégicos. Es decir, los estudios que harán avanzar tu carrera académica desde el mismo comienzo. Porque si tu interés principal, más que el saber, es hacer carrera académica, deberás analizar el campo de que se trate para determinar cuáles serán aquellos temas y áreas de conocimiento que estarán en su apogeo justo en el momento en que te gradúes y salgas a buscar trabajo.
Teniendo eso en mente seleccionarás los cursos entre aquellos temas que estén más a la moda o sean impartidos por los profesores que te puedan ayudar a impulsar tu carrera. (Un método infalible para elegir cursos en los estudios graduados: opta siempre por los de títulos más largos. Los títulos largos son los que mejor reflejan la capacidad del profesor por estar a la moda e impresionar a sus estudiantes y colegas. Los títulos cortos no solo denotan falta de imaginación sino también de audacia para adaptarse a la sensibilidad del momento. Puesto a escoger, ¿cuál curso preferirías? ¿Uno titulado simplemente “La historia de los vikingos” o “Trans-Thor: ecología de las sexualidades líquidas en la cultura escandinava de los siglos IX al XI”?). Una vez que tomes el curso pondrás cuidado en averiguar las opiniones de tus profesores a fin de no contradecirlas e incluso llegar a sus propias conclusiones antes que ellos mismos: por mucho que en la universidad se alabe la independencia de criterio nada hace avanzar más una carrera que la apariencia de capacidad intelectual envolviendo el más firme anhelo de no contradecir a tus profesores. En la academia, como en la física, a menor fricción, mayor velocidad. Luego, mucho cultivo de relaciones con los profesores mejor ubicados en el escalafón del poder universitario, mucha conversación obsequiosa y, si se tercia, ofrécete a cuidarles los hijos si tienen que ir al teatro. Y si te invitan a cenar en casa elógialos desvergonzadamente, como si se tratara del mismísimo Karlos Arguiñano aunque la paella esté medio cruda.
Pero no me hagas mucho caso. Soy de los que evitaba los cursos con títulos largos tanto como alabar paellas crudas. Así me va en la vida.
Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
1 comentario:
El peo de estar a la moda o "en onda" se comprende, al menos hasta cierto punto, en gente que necesita ser popular, pero la academia debe estar por encima de eso--aunque claramente no lo está, y mientras más "fashionista," menos respetable y confiable.
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