domingo, 5 de septiembre de 2021

La historia como sorpresa

 


Por Enrique Del Risco


Estudiar, reconstruir y analizar el pasado siempre ha sido tarea complicada. Cuentan que cuando a Zhou Enlai, primer ministro de Mao Zhedong le preguntaron en 1972 sobre la revolución francesa respondió que todavía era muy pronto para opinar. De poco valió que luego el político aclarara que se refería a las revueltas estudiantiles -entonces recientes- de mayo de 1968 en Francia y no a la ya distante revolución de 1789. Desde entonces la anécdota equívoca quedó como otro ejemplo de sabiduría oriental a la hora de enfrentarse al pasado. Como lección de que el pasado nunca nos queda lo bastante lejos como para analizarlo con imparcialidad y desapasionamiento. El pasado, por distante que parezca siempre encuentra un modo de hacerse relevante, presente. No hay pasado inocente, como tampoco hay pasado aburrido: solo hay profesores aburridos.

La importancia del pasado la entendieron desde un principio los regímenes totalitarios como el comunista o el fascista que hicieron de la Historia, con mayúsculas, su nueva religión. No por gusto tanto Adolf Hitler como Fidel Castro apelaron al final de sus respectivos alegatos de defensa al juicio de la Historia. Cuando Castro anunció que la historia lo absolvería no hacía más que resumir la grandilocuencia retórica del líder nacionalsocialista: “Aun cuando los jueces de este Estado puedan condenar nuestra acción, la historia, diosa de la verdad y de la ley, habrá de sonreír cuando anule el veredicto de este juicio y me declare libre de culpas” dijo Hitler. Pero, como todo aspirante a tirano debe saber, para controlar por completo el pasado hay primero que hacerse del poder. “Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro” enunció con precisa ironía el escritor George Orwell en su novela 1984. Con no menor ironía los soviéticos resumían la continua manipulación del pasado con vista a ajustarlo a las necesidades del presente totalitario diciendo que nadie puede predecir el pasado que le espera.

Todo lo anterior debe darnos una idea de lo arduo de la tarea que nos ocupa a nosotros, miembros de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio, preocupados por reconstruir el pasado cubano. A las naturales adulteraciones que el tiempo, la distancia o la falta de documentos se añade la labor de una maquinaria estatal que cada día acumula toneladas de falsificaciones sobre la realidad cubana de manera que no podamos conocer el pasado, comprender el presente, ni imaginarnos el futuro. El mismo Estado que monopoliza los archivos, la educación, las imprentas y hasta la opinión pública se encarga de sobornar o amenazar de diferentes maneras a los investigadores nacionales y extranjeros. Es cierto que no consigue construir una narración convincente del pasado y el presente del país, pero los enturbia lo bastante como para que generaciones de cubanos no sepan a qué atenerse cuando se trata de conocer y razonar su realidad.

Podemos repetirnos una vez y otra que la verdad está de nuestro lado pero nunca será suficiente. Tarea de los historiadores no es creerse poseedores de la verdad sino demostrar cada centímetro de esta con evidencias concretas, documentos, datos. Obligación de historiadores es no esperar a que el pasado nos venga a dar la razón sino escuchar, con toda la modestia posible, las lecciones que nos pueda dar. Porque la Historia es ante todo una gran lección de humildad. Al mostrarnos, sin mistificaciones, lo inconmensurables que son las tareas que cada época le pone a los seres humanos, nos ayuda a entender mejor la grandeza ajena y la pequeñez propia. La Historia es una lección de humildad también porque pese a todo lo que podamos saber de ella nunca será suficiente para entender el presente o predecir el futuro. Si acaso servirá para que los nuevos hechos nos sorprendan un poco menos.

Sin embargo, existe un peligro para la reconstrucción del pasado histórico igual o mayor que las falsificaciones creadas por el Estado totalitario y ese peligro es nuestro propio deseo de justicia. El peligro de que, queriendo compensar el dolor y la impotencia acumulados por tantos años, justifiquemos cualquier intento de compensar unas falsificaciones con otras de signo contrario. Una manera equivocada de entender la justicia, debo decir. Nada más justo con el sufrimiento de las víctimas que no exagerarlo. Si queremos que nos asista la razón esta debe nacer del apego estricto a la verdad. De eso y del convencimiento de que alguna conexión intocable debe existir entre la verdad y nuestra profesión. Por mucho que se defienda hoy el reemplazo de los hechos por los sentimientos y de la verdad por la postverdad —el nuevo nombre elegante de la mentira— debemos resistir esas tentaciones. Ser humildemente fieles a los hechos, sobre todo a aquellos que más le incomodan a nuestra idea del mundo, es el mejor modo de honrar a un tiempo la verdad y la vocación que alguna vez nos llevó a interesarnos por nuestro pasado común.