jueves, 17 de junio de 2021

LASA y la búsqueda de la verdad*


La verdad, eso que se define como “coincidencia entre una afirmación y los hechos”, se va pareciendo cada vez más al Santo Grial: su búsqueda suena más a título de comedia de Monty Python que al de un ensayo con pretensiones más o menos serias. El relativismo cultural, preocupado por la imposición de visiones totalizantes desde algún centro de Poder, ha dictaminado no solo que es imposible alcanzar la verdad sino también inconveniente. (Pienso sobre todo en esa vulgarización del relativismo cultural devenida en relativismo moral). A la verdad como valor absoluto con frecuencia se le opone la idea de consenso. Como si alguna vez no hubiese existido el consenso de que la Tierra era plana. O inmóvil. O las dos cosas.

El consenso en la academia en el campo de las humanidades se alinea con la agenda progresista, lo que está muy bien. Es de esperar que aquellos estudios encargados del desarrollo humano se atengan a una idea cada vez más amplia y progresiva de cómo y quiénes deben ser amparados por derechos y libertades. Sin embargo, la letra pequeña de ese consenso, más que apoyar el progreso real en la esfera del bienestar y los derechos, suele asociarse con ciertos fetiches políticos e ideológicos que, en la práctica, terminan negando todo lo que teóricamente defienden.

Para que se me entienda mencionaré un ejemplo vulgar porque así de vulgar es la realidad. Sucedió que semanas atrás la Latin American Studies Association (LASA) fue emplazada por centenares de sus miembros a que se pronunciara sobre la reciente oleada represiva contra artistas y activistas en Cuba. Dicha asociación, que cuenta con unos 13 000 miembros y suele pronunciarse sobre violaciones de derechos humanos en diferentes países, esta vez prefirió ponerse de parte del victimario, el régimen cubano, recordando dos veces en la escueta declaración el embargo con que lo ha penalizado el gobierno de Estados Unidos durante décadas. Si en su declaración LASA apoyaba en abstracto “los valores de la libertad de expresión, la libertad académica y el respeto por los derechos humanos” en concreto le otorgaba al Estado cubano la exculpatoria condición de víctima. Con su acrobacia verbal convertía la represión en Cuba en consecuencia directa del embargo norteamericano. Así reproducía, punto por punto, las excusas esgrimidas por los victimarios para reprimir a los que exigen las mismas libertades y derechos que a LASA le parecen imprescindibles en otras sociedades.

La directiva de LASA, en su respuesta a la represión en Cuba, no difiere demasiado del consenso al que parece haber llegado la mayoría de sus miembros a lo largo de los años: este es la inconveniencia de denunciar las violaciones a los derechos humanos de regímenes que (nominalmente) se ubiquen a la izquierda del espectro político. Raramente se podrá encontrar en el sitio de LASA informes que denuncien actos represivos en Cuba, Nicaragua o Venezuela. Abundan en cambio, en cambio, los que denuncian el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la Colombia de Duque o el Brasil de Bolsonaro. Como si los golpes o las balas hicieran menos daño si se lanzan desde la ideología correcta. Como si más que entender la realidad esta solo interesara en la medida en que corrobore nuestros prejuicios ideológicos. Una institucion como LASA, que aspira segun sus propios estatutos a "fomentar la discusión intelectual, la investigación y la docencia sobre América Latina" dejar a un lado todo prejuicio de cualquier tipo que interfiera su cmprensión de la realidad del continente. Incluso un ideólogo purasangre como Vladimir I. Lenin insistía en la necesidad de lidiar con los hechos incómodos.

Y es aquí donde entra el viejo y desprestigiado asunto de la verdad. Porque si se acepta como verdad que los regímenes de Pinochet, Videla o Somoza fueron tiránicos y criminales habría de admitirse que la cubana es la dictadura más extensa de la historia del continente, que el chavismo ha destruido la democracia venezolana con la misma saña que la economía del país o que Daniel Ortega es un tirano que ha apelado al asesinato, la persecución política y el soborno para mantener su control sobre Nicaragua. Relativizar crímenes y abusos en atención a la declarada filiación ideológica de los gobiernos que los cometen no solo constituye una escandalosa injusticia contra sus víctimas. También sugiere a los nuevos aspirantes a tiranos a qué dogmas políticos afiliarse para que sus atrocidades sean justificadas o ignoradas.

Los teóricos de la postmodernidad hacían bien en desconfiar de los grandes sistemas ideológicos que intentaban organizar nuestra comprensión del mundo, como mismo es saludable mantener cierta reserva ante las pretensiones de verdad de cualquier discurso. No obstante, el desprestigio de la verdad no ha conseguido mejorar nuestro entendimiento de lo real ni nuestra capacidad de reaccionar hacia este. Antes bien, los viejos sofismas descubren nuevos refinamientos. La desconfianza ante la pretensión de verdad más que reforzar nuestra capacidad crítica ha creado nuevos pretextos para entregarnos a la inercia ideológica. Nos mostramos más hábiles para acomodar la realidad a nuestros dogmas que dispuestos a obrar a la inversa. La memoria selectiva y la parcialidad sin complejos nos facilitan la labor de convertir a los victimarios en víctimas de males mayores y a las víctimas en seres invisibles, irrelevantes. Y, si bien no ayudamos a disminuir la cantidad de injusticia y dolor en el mundo, en cambio nos sentimos plenamente satisfechos con nosotros mismos. ¿O es que acaso las ideologías se inventaron para otra cosa?

*Publicado originalmente en Hispanic Outulook on Education Magazine

lunes, 7 de junio de 2021

La encrucijada de Diego Rivera

Hubo un tiempo en que la pintura mexicana fue el último grito de la moda. Lo mismo en París que en Londres que entre los pintores al servicio de Hitler o al de Stalin. Sobre todo, si se trataba de pintar obreros musculosos y campesinos robustos. Marchando hacia el futuro. Todos querían imitar los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros con sus resúmenes pintados de El capital de Marx y de las Obras Completas de Lenin.

La historia empezó en 1921, cuando la Revolución Mexicana se pacificó y apenas mataban a algún presidente. A José Vasconcelos lo designaron Secretario de Educación de un país con 90% de analfabetismo. Mientras intentaba alfabetizar a sus compatriotas Vasconcelos decidió explicarles los ideales de la Revolución por medio de imágenes. Ahora habría creado una serie de Netflix, usando los mismos actores de “Narcos: México”. Pero eran otros tiempos. Las imágenes serían fijas y ocuparían las fachadas de edificios públicos, las paredes, interiores, los techos. Comics de la historia mexicana y sus luchas pintados a escala de edificios completos.

Durante años los muralistas tatuaron alegremente cuanta pared le cayó en las manos: de palacios de gobierno, mercados, universidades o conventos convertidos en escuelas. Y los artistas de medio mundo envidiándoles los contratos, las paredes que les daban y la clientela gratuita y democrática. Eso y el estilo personal que le ponían al mismo desfile de personajes históricos y pueblo en general con la boca abierta y los puños crispados.

Pero la felicidad en casa del pobre dura poco. En uno de los frecuentes cambios de gobierno los muralistas quedaron sin contratos. El último que resistió fue Diego Rivera, a quien ahora conocemos como “el marido de Frida Kahlo”, pero también a él se le acabó el favor oficial. Y el extraoficial. Para 1930 Rivera ya había sido expulsado del Partido Comunista mexicano y divorciado de Guadalupe Marín. Y casado con Frida. Así que el pintor de obreros furibundos decidió probar suerte en el corazón del capitalismo: Nueva York. Ya por ahí había pasado Orozco quien, como todo el que se muda a la ciudad tuvo que reducirse: de pintar murales que cubrían edificios tuvo que conformarse con lo que le cupiera en el caballete.

Rivera tuvo más suerte. En 1931 inauguró una exposición retrospectiva en el recién creado MoMA con 149 obras y cinco murales transportables. Enseguida le llovieron contratos. Pintó murales en la California School of Fine Arts de San Francisco o en Detroit a mayor gloria de la Ford. Ese último tuvo una cálida recepción: los cristianos lo acusaron de blasfemo y los comunistas de vendido al capitalismo.

Cuando Rivera recibió el jugoso encargo de pintar un mural para los Rockefeller muchos comentaron que la venta de su alma al Mefistófeles capitalista era un hecho consumado. “El hombre en la encrucijada del universo” representaba a la humanidad ante la disyuntiva del capitalismo o el comunismo. Al colar a Lenin en el mural lo acusaron de hacerle propaganda al comunismo acusación que resultaba un poco redundante: del lado capitalista Rivera había puesto soldados con bayonetas y máscaras anti-gases, policías machacando manifestantes y burgueses jugando a las cartas o bailando tango mientras que el lado comunista lo llenó de obreros entusiastas desfilando con banderas. Quedaba claro: el comunismo era preferible a menos que te gustaran los bayonetazos y los porrazos de la policía. O bailar tango.

A Rivera le aplicaron la “cancel culture” de entonces. Ante la negativa del pintor de borrar a Lenin o cambiarlo por Mickey Mouse el mural fue destruido. El pintor, a quien ya le habían pagado, recogió sus matules y se fue a México. Allí pintó de nuevo el mural, esta vez añadiéndole las figuras de Marx, Engels y Trotsky. Si Stalin lo hubiera agarrado lo habría fusilado. Por incluir a Trotsky, claro. Y por dejar fuera a Stalin, conduciendo al proletariado, bigote en ristre.

¡Qué difícil es quedar bien con la gente!