Por ADN Cuba:Desde su hogar en West New York, Nueva Jersey, el autor de Turcos en la niebla conversa con ADN sobre las circunstancias actuales de su vida en cuarentena, no sin esa dosis de humor que pone en todo lo que hace. Enrique del Risco Arrocha conocido como Enrisco, además de haberse doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York en 2005, es un hombre fascinante que con su perspicacia siempre hilarante, mantiene a sus seguidores en las redes. Hace poco tuvo coronavirus, pero no perdió la sonrisa. Nos dice: exilio, sufrir… ¿qué es eso? Pero también recuerda que el exilio es la respuesta a una vida en dictadura.
—¿Cómo es el día a día de Enrisco?
—Gracias a la cuarentena (y a que mi universidad usualmente tiene sus vacaciones de mayo a septiembre) he experimentado por primera vez una rutina como las que cuentan los escritores de verdad en las entrevistas: me levanto desayuno escribo, almuerzo, escribo, leo, tomo una siesta, doy un paseo con mi mujer, compro algo en el mercado, preparo la cena, como con la familia oyendo música de tocadiscos, a la antigua. Luego mi mujer y yo vemos una película. O sea, el tipo de rutinas que siempre me pareció lo más aburrido del mundo pero entre la perspectiva que dan los años y que prácticamente todos en la familia tuvimos coronavirus (incluidos mis padres) y sobrevivimos me parece un regalo de la vida. Y como las normas se van relajando muchas veces vienen amigos a comer y estamos despiertos hasta tarde. Como ayer. Tienes que venir a probar mi sazón. He mejorado mucho desde la última vez. Yo y los ingredientes que uso.
— ¿Cómo influye en tu obra el exilio sufrido en España?
—¿Exilio? ¿Sufrir? Por Dios, que los escritores, sobre todo si escribimos en clave de humor, debemos mantener cierta compostura. A España llegué desde la Cuba del Período Especial y a pesar de que por entonces la cuarta parte de la población estaba desempleada, de que la capacidad del país de absorber inmigrantes era nula y de que no teníamos permiso de residencia ni de trabajo, Eida y yo vivimos esa etapa como la gran aventura de nuestras vidas. El transporte público era inmejorable, lo peor que podíamos comer era hígado de puerco y encima estaban los museos, las maravillosas bibliotecas municipales madrileñas con una sección circulante mucho mejor que la de nuestra biblioteca nacional. Y hasta conseguimos reunir una pequeña pero sólida comunidad de amigos. No nos vinimos a dar cuenta de lo mal que lo habíamos pasado hasta que llegamos a Estados Unidos con residencia y permiso de trabajo desde el primer día. Toda esa experiencia española la cuento en mi libro Siempre nos quedará Madrid que a la vez sirve de manual de instrucciones para emigrar a un país, la España de los noventa, que hace tiempo dejó de existir. Pero ese intermedio español me ayudó a ganar perspectiva y a apreciar las ventajas que teníamos los cubanos en Estados Unidos.
—¿Cuánto de político hay en el escritor que eres?
—Si tú supieras: con el tiempo he descubierto que no me interesa la política. Al menos como se entiende acá en Estados Unidos. Como ciudadano voto, participo en discusiones públicas (como ahora con los temas de la discriminación racial o la brutalidad policial) pero no alcanzan a interesarme como escritor, al menos no de la manera superficial e inconsecuente con que suele llevarse a cabo el debate político. Por lo demás la política es algo demasiado circunstancial para definirnos como seres humanos. Lo que sí me interesa como tema vital y creativo es la libertad, tan ligada a la condición de escritor y al mismo tiempo al ser humano en su acepción más plena. Esa libertad de la que la vida pública cubana carece y que muchas veces se trata allá como un simple capricho burgués. Amigos acabados de salir de Cuba han llegado a preguntarme “Pero, verdad ¿Alguna vez te has sentido verdaderamente libre?” Esa pregunta que se la hagan a alguien que siempre haya vivido en una sociedad democrática. Pero para mí, tras la experiencia de vivir en una dictadura, me es difícil no percibir esa libertad a cada paso. Salvando las distancias: pregúntenle eso mismo al que alguna vez haya estado preso para que vean lo que responde.
La política no, pero la libertad y su defensa sí está en el centro de mi obra. Como algo que se busca sin descanso, aunque nunca se alcance del todo. Aunque la libertad nunca se tiene del todo sí se puede perder del todo. No importa lo estable, próspera y libre que sea una sociedad, el peligro de perder sus libertades nunca puede descartarse. Los humanos somos demasiado asustadizos e impresionables como para que renunciemos a la tiranía para siempre.
—¿Cómo defines al mundo en la actualidad?
—Ya lo dice el tango “Cambalache”: “el mundo fue y será/ una porquería, ya lo sé./ En el quinientos seis/y en el dos mil, también”. Pero hagamos una distinción: con todo y lo optimista que soy, veo ahora en muchas sociedades una deriva peligrosa hacia los extremos del espectro político mientras el centro se vacía. Una situación parecida a la de hace un siglo, cuando la democracia tuvo una crisis de credibilidad tras la Primera Guerra Mundial y el Crack de 1929 y parecía que las únicas soluciones viables eran el comunismo y el fascismo. En los noticieros de cine de la época, mientras los norteamericanos hacían largas colas para recibir comida, alemanes y soviéticos iban felices a sus fábricas y hacían gimnasia todos a la vez. Era la época en que Hitler y Stalin fueron personajes del año de la revista Time. Me imagino que desde Cuba, con su tiranía de seis décadas, esta situación de caos e histeria se observe con cierta comodidad. Como decir “¿Tú ves? Teníamos razón. La democracia no funciona”. Y ante tanto extremismo no se me ocurre otra cosa que defender valores básicos pero imprescindibles como la honestidad, la decencia y el sentido común.
—Cuál es tu postura con respecto a lo ocurrido en Minneapolis?
—Si te refieres al asesinato de George Floyd a manos de un policía no soy muy original. Me parece un crimen alimentado por el racismo y la impunidad. No sé qué le estaría pasando al asesino por la cabeza pero lo más seguro es que pensara que la víctima no tendría un buen abogado que la defendiera y ya eso implica una mentalidad racista, darwiniana en el peor sentido: los débiles que se jodan. Ese policía habrá pensado que no sería condenado por lo que estaba haciendo, incluso aunque lo estuvieran filmando: eso implica una abominable sensación de impunidad. Y pienso que lo primero que hay que hacer es conseguir que crímenes así sean siempre castigados para que no se repitan.
Ahora, ver la indignación que se desata en Cuba por un hecho así por parte de funcionarios o figuras públicas mientras disimulan o hasta defienden las injusticias que sufren día a día la población negra y los cubanos en general me resulta cuando menos repugnante y ridículo. La carencia de derechos básicos de los cubanos es tan aplastante, carencia reforzada por los recientes decretos 349 y 370, que resulta hipócrita referirse a lo que ocurra en cualquier otro sitio mientras en Cuba se carece de los derechos más elementales.
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