De mi libro inédito Nuestra hambre en La Habana les comparto este fragmento que recoge parte de mis recuerdos trabajando en el archivo del cementerio de 1990 a 1991 y de 1993 a 1995.
Los muertos inquietos
Trabajaba en el archivo del cementerio, un sitio en
el que no me veía trabajando el resto de la vida pero donde me sentía
extrañamente a gusto. Un refugio de la idiotez de Guarina y de aquellos días
atroces, un lugar donde alimentar mi curiosidad mientras parecía muy ocupado
con aquellos libros en los que se habían asentado los entierros de buena parte
de la ciudad en los últimos ciento veinte años. Libros y mapas oxidados que
confirmaban sospechas entrevistas en otros libros y papeles viejos o en ciertas
inconsistencias de la historia oficial que nos embutían en las clases. La
sospecha era simple: que aquel régimen había cometido los mismos crímenes de
los que acusaba a los que lo antecedieron. Y peores. Porque a diferencia de los
anteriores —aquejados de un aire de improvisación, de provisionalidad— los de
ahora contaban con la Idea, el Orden y el Tiempo. Una Idea tan sublime que ante
ella cualquier crimen se volvía pequeño, insignificante; un Orden que le
permitía consumar sus fechorías sin dejar apenas huellas visibles; y Tiempo
suficiente para que aquello pareciera obra no ya de un sistema político sino de
la naturaleza misma. Tiempo para cubrir cada crimen con capas geológicas de
amnesia. Pues allí estaba yo: en el lugar donde se registraba uno de los
subproductos más recurrentes de cualquier Historia. Me refiero a los muertos,
claro.
Husmeando en aquellos libros y mapas descubrí toda
una zona del cementerio destinada a enterrar aquellos residuos de la Historia.
“Panteones de administración” le llamaban y ocupaban una parte considerable del
cuartel sureste del cementerio. Llegué a ellos revisando los libros de
enterramiento correspondientes a fechas clave, como los días de la famosa
invasión de Bahía de Cochinos. Días en que se acumulaban muertes por hemorragia
interna. Ese era el código para decir “fusilados”. Porque no se trataba de los
muertos en combate sino de prisioneros ejecutados aprovechando la distracción
de batallas que se celebraban a cientos de kilómetros de distancia.
Las fechas clave del régimen anterior también
abundaban en muertes por “choque traumático/ hemorragia interna”, solo que esos
muertos aparecían en los libros de Historia, en las tarjas de los monumentos
que mis excondiscípulos debían censar, en nombres de fábricas y escuelas. Se
les recordaba cada año al celebrarse otro aniversario de su muerte. Estos, en
cambio, era como si nunca hubiesen existido. Ni siquiera en el cementerio. Los
panteones de administración eran todos iguales: unas paredes formando un
rectángulo pintado de amarillo cubierto con una tapa de granito falso y sin
lápida. Sin jardinera o inscripción que indicara quiénes estaban enterrados
allí.
De aquellos muertos el más célebre era un general
fusilado el año anterior. No mucho antes del fusilamiento había sido
condecorado como Héroe de la República por el mismo Comandante en Jefe que lo
mandó a fusilar. Tanto la condecoración como el juicio habían sido televisados.
Un juicio excesivamente público en un sitio en el que todo lo verdaderamente
interesante solía hacerse en secreto. En esos días apenas entendimos lo que
ocurría pero, ya entrados de lleno en la crisis, todo se volvió transparente.
Se trataba, ni más ni menos, de una lección pública y gratuita dirigida a la
plana mayor del ejército y al resto del país de que ante los tiempos que se
avecinaban no se toleraría la más mínima veleidad. Que, en caso de desliz,
nadie quedaría a salvo de las represalias. Que no habría hazaña pasada tras la
que te pudieras refugiar. Una lección utilísima cuando se estaba a las puertas
de la mayor catástrofe que sacudiría al país desde su independencia.
Conocía la fecha exacta del fusilamiento y el nombre
del general y sus tres acompañantes de modo que no fue difícil dar con sus
tumbas. La del general era la única que se hallaba en los “panteones de
administración”. En medio de aquella estepa de panteones de ejecutados la suya
sobresalía por ser la única a la que habían permitido ponerle una jardinera con
una inscripción. No daba demasiados datos. Decía algo así como “A Nenín de sus
familiares”.
Para entonces no se registraba la causa de la muerte
en los libros de enterramientos pero en las boletas que se guardaban en el
archivo y que recogía la información del acta de defunción como causa de muerte
habían escrito “anemia aguda”. En algún momento el tecnicismo que traducía los
fusilamientos como muertes por hemorragia interna se había trocado por el mucho
más disimulado de anemia aguda. Como si la causa de muerte fuera la falta de
hierro en vez del exceso de plomo.
El jefe del archivo, el conocedor de todas sus
intimidades y secretos, era Jaime, empleado del cementerio desde hacía más de
treinta años y una de las cuatro o cinco figuras clave en el cementerio. Muy
blanco, rechoncho, bajo y sudoroso a pesar de que el archivo, por rarísima
deferencia a la conservación de los papeles que alojaba, era refrescado por un
sistema de aire acondicionado. Jaime era de los que —con independencia de su
rango oficial— hacían funcionar aquel cementerio en medio del caos que era
cualquier institución cubana. De los pocos que entendían la función de cada una
de las rutinas administrativas que se habían establecido desde antes del
triunfo de Aquello. Siendo el jefe del archivo Jaime vería con recelo cómo un
grupo de universitarios ignorantes habían sido asignados, al menos
nominalmente, como sus superiores. Amanerado y ceceante, con su consistencia de
jabón mojado hacía gala de un servilismo muy poco creíble. Su socarronería era
tan diáfana como la idiotez de Guarina. De ahí lo gracioso que me resultaba que
sus órdenes las encabezara con la frase “Perdone que moleste a quien debo
servir”.
[...]
Una de las pocas cosas que hacía detener la cháchara
de los empleados del archivo era verme hurgar los mapas correspondientes a los panteones de
fusilados. Conocían demasiado bien el cementerio y sus zonas prohibidas. Yo
intentaba aplacar su alarma insinuando que mi búsqueda se debía a órdenes
superiores, no a mi insana curiosidad. Pero ni Jaime ni Octavio eran fáciles de
tranquilizar. Tenían buenos motivos. Cierta vez un grupo de disidentes había
venido a conmemorar un aniversario de la muerte de Pedro Luis Boitel, un
prisionero político muerto durante una huelga de hambre en 1972. Preguntaron
por la ubicación de la tumba y Jaime se la dio. Todos cayeron presos: los
disidentes por su buena memoria y a Jaime por cumplir con su trabajo. Desde
entonces Jaime, alma de por sí asustadiza, temblaba más de lo común cuando
intuía la posibilidad de volver a caer preso por un desliz similar.
No lo culpo.
No era la única manera en que Jaime podía meterse en
problemas por cumplir con sus deberes laborales. Podía aparecérsele una viuda
quejándose de que Jaime le diera la dirección de su marido a una amante que no
lo dejaba tranquilo ni después de muerto. Una de ellas le advirtió que
cambiaría a su marido de tumba, pero como le revelara la nueva ubicación a esa
iba a tener problemas con ella. Un
terror que, aunque menos sistemático, no dejaba de ser temible.
No obstante, el entierro más notable entre los que
tuvieron lugar en aquellos días tuvo más implicaciones políticas que
sentimentales. Me llamó la atención el cortejo fúnebre. Extrañamente largo
cuando ya la gasolina se hacía de rogar. Más extraño aun es que, al bajarse los
integrantes del cortejo resultaran más bien pocos si se comparaba con lo
extensa que había sido la fila de carros. Como si no hubiera viajado más que
uno en cada vehículo, todo un desperdicio de combustible. Cuando supe el nombre
del muerto todo se aclaró: un ministro de interior caído en desgracia tras el
fusilamiento del general. Lo habían procesado en un juicio mucho más sigiloso.
Nada de transmisiones por televisión. Si acaso una breve nota en la que
anunciaban la sentencia: veinte años de privación de libertad. Por cargos de
corrupción creo recordar. Trascendía, no obstante, el rumor de que entre los
cargos que se le habían imputado estaba un viaje a México con una conocida
bailarina y especialista en ejercicios aeróbicos. Nuestra Jane Fonda local. Se
mencionaba como prueba del delito un video en el que aparecía untándose una
crema en el pene para darle mayor prestancia y capacidad sexual. Chismes
suculentos para alimentar el deseo popular de que fuera castigado supongo. Pero
de los veinte años de condena no llegó a cumplir ni dos. La versión oficial
atribuía su muerte a un infarto, pero dio motivo a mucha especulación la muerte
a los cincuenta y pocos años de alguien cuya salud al ingresar en la cárcel
parecía ser perfecta. Ahí estaba su cadáver, rodeado por un puñado de sus
fieles. Una —cautelosa— manifestación de desafío. Eso explicaba el contraste
entre la larga fila de coches y el número de sus ocupantes. No querrían
arriesgar a nadie más que a sí mismos. Ni, sospecho, habría muchos que se
ofrecieran a acompañarlos.
(Al morir el antiguo ministro del interior confirmó
ese sentido de la oportunidad tan común en países de economía planificada. Lo
hizo el 21 de enero de 1991, apenas a cuatro días de iniciada la Primera Guerra
del Golfo, asegurándole a su muerte la mayor discreción entre las noticias de
los constantes bombardeos norteamericanos a Iraq. No sería la única vez que los
acontecimientos cubanos se sincronizaran con incursiones norteamericanas en el
Medio Oriente. Las detenciones masivas de disidentes cubanos que terminaron
siendo conocidas como la Primavera Negra del 2003 coincidieron con el inicio de
la llamada Segunda Guerra del Golfo contra Iraq. Como para que los lectores de
noticias en todas partes del mundo tengan oportunidad de poner el acontecer
cubano en una perspectiva más amplia).