De izquierda a derecha: Orestes Hurtado, Pío Serrano, un servidor, Víctor Batista y León de la Hoz en la librería Rafael Alberti, marzo de 2019. |
Acaba de morir
de coronavirus en La Habana Victor Batista Falla quien fue, para decirlo rápido una
especie de Schindler cultural cubano. Quiero decir que en medio de ese
interminable naufragio que ha sido el exilio cubano en las últimas seis décadas
nadie como Víctor Batista dedicó su fortuna a fomentar la cultura cubana ya fuera ayudando
personalmente a todo tipo de creadores o impulsando proyectos culturales
cubanos tenían en común la elegancia, el buen gusto y generosidad intelectual
de su mecenas: ya se tratara de las revistas Exilio, escandalar o
de la editorial Colibrí.
Hijo de banquero
y con inclinaciones artísticas sospecho que su persistente mecenazgo era en
parte un cálculo económico. Decidido a salvar lo que pudiera de lo que iba
quedando del país se enfrascó en su empezar y terminar por su cultura. No
porque los artistas fuesen mejores personas sino porque de alguna manera
concentraban más aquella nación que intentó ayudar a salvar. Aquel trozo de
tierra en que le había tocado nacer era -pensaría- igual a cualquier otro trozo
de tierra a no ser por las especiales modulaciones que los nacidos allí le
pudieran imprimir a su espíritu.
Se habla, al
evocársele, de esos tres grandes proyectos: dos revistas y una editorial pero lo
cierto es que nunca dejó de ayudar por cualquier vía a los hombres y mujeres de
letras que encontrara a su alcance con elegancia y discreción, virtudes tan
inusuales en nuestros predios. Decenas fueron los intelectuales cubanos
auxiliados personalmente por Víctor que siendo ajeno a cualquier tipo de
estrechez económica no ignoraba que no solo de poesía se vive. Cuando llegué a
España en 1995 ya celebraba desayunos dominicales que ofrecía a todo el que
quisiera asomarse. Si no me le acerqué entonces fue porque el único trabajo más
o menos fijo que conseguí en aquel Madrid me ocupaba precisamente todos los
domingos.
Con Víctor Batista y la vicedirectora de la editorial Colibrí Helen Díaz Arguelles en la Feria Internacional del Libro de Miami |
Si alguna vez
cruzamos palabras en mis años madrileños no lo recuerdo. Sí recuerdo hablar de
aquellos años mucho tiempo después cuando me hizo el honor de incluir mi libro Elogio
de la levedad en el magnífico catálogo de su editorial Colibrí. Fue en la Feria
Internacional del Libro de Miami en que al enterarse de que había vivido en el
Madrid de los 90s quiso saber por qué nunca me había asomado a los desayunos a
que convidaba en algún café de la ciudad. Tuve que contarle de mi empleo
dominical y espolvorearle la explicación con un relato fugaz de mis
tribulaciones madrileñas. Ni más ni menos que el infortunio promedio de
cualquier inmigrante cubano en la Europa de aquellos años. Víctor bajó la
cabeza e hizo silencio. Culpable. Como si de pronto se sintiera responsable por
no haberme evitado desventuras que ignoraba. A mí, que conocía su historial de
generosidades me dio pena con él e intenté consolarlo explicándole que en
aquellos días no tenía idea de mi existencia. Pero como al Schindler de la película
Víctor le importaba menos su extenso historial de favores que el detalle de que
se le hubiera quedado alguien sin socorrer. Y de eso me di cuenta justo al
sorprenderle ese gesto de repentina y silente vergüenza.
Vi a Víctor por última
vez hace un año, al final de mi presentación en Madrid de mi novela Turcos
en la niebla junto a viejos y queridísimos amigos. Allí estaba al fondo de
la librería sentado con la misma discreción y serenidad de siempre, con ese gesto
tranquilo con el que apoyaba a cualquier compatriota como si se tratara al
mismo tiempo de un deber y un placer. Como si fuera la encarnación de ese ideal
al que concordamos llamar “caballero”.