martes, 18 de febrero de 2020

Recordando a Raúl Ciro

Rondando el primer aniversario de su muerte reproduzco acá un texto de Raúl Ciro que publica Magazine AM:PM con la introducción de Humberto Manduley. Se trata de una suerte de memorias del músico sobre cómo llegó a la música incluyendo su experiencia con la peña de 13 y 8 que redactó Raúl a petición de Manduley y que recogen bastante bien la voz de ese gran tipo que fue Raúl Ciro: 

"Hace ya un año Raúl Ciro decidió—por su cuenta y riesgo— partir hacia la eternidad, en la desesperada búsqueda de todo lo que soñaba haber extraviado. Quizás olvidó que “elegir nunca asegura acertar”, como él mismo había escrito y cantado antes. No puedo —ni quiero— calcular con exactitud cuánto perdió la cultura cubana (la misma que, a nivel institucional, le hizo tan poco swing en vida), pero sí sé lo que significó su muerte para unos cuantos amigos y seguidores. Pienso que una buena (otra) manera de tenerlo presente es convocando sus memorias. Siguiendo el rescate iniciado en una entrega anterior, aquí habla sobre sus tempranos escarceos con la guitarra, su contexto formativo, y la etapa en la peña de 13 y 8, desde su génesis hasta el final. Estas son sus palabras. Así era él, sin ideas de pacotilla ni medias tintas, sin edulcorarse ni edulcorar. Incluso en sus devaneos siempre terminaba yendo directo al pulmón"  (Humberto Manduley)

SI MIRO ATRÁS…

Por Raúl Ciro

Desde 1983 tenía un amigo, realmente un hermano, Alejandro Werthein, que era hijo de unos médicos argentinos radicados en Cuba desde el triunfo mismo de la Revolución. En nuestras tropelías de adolescentes, un día encontré un casete titulado 20 años de rock argentino, cosa extraña entonces allí, entre tantos discos de Julio Iglesias, Gardel y Vikki Carr. Como estaba manuscrito, no entendí que entre otros decía “Serú Girán”, “Moris”, “Spinetta”, “Porchetto” y más. No puedes imaginar cuánto aprendí al escuchar, devorando casi, ese casete.
Entre 1986 y 1987 me habían robado la guitarra rusa en la unidad militar al pasar el Servicio Militar Obligatorio. Toqué el contrabajo y el bajo en un grupo que participó en un festival y alguna que otra actividad horrorosa de la unidad. Tocábamos piezas de Santana, Silvio y Pablo, hasta el típico “Aprendimos a quererte…” de Carlos Puebla y sus Tradicionales. Al terminar el Servicio no podía soportar los estudios de alemán en la Facultad de Lenguas, y me iba a orillas del río Almendares a mirar la corriente, los árboles, las ardillas, los pájaros, y a llorar el(los) amor(res) de turno. 
Mis primeros temas eran infames; había uno de tres acordes y que decía algo así: “Hace ya un mes del siglo de tu partida y aún en mi cuarto tu olor es vida”. Cantaba entonces en mi recurrente falsete y nadie me soportaba. Cantaba Muchacha ojos de papelDios y el diablo en el taller o algún tema de Santiago Feliú. Ya sé que nadie me cree, pero “aprendí” a cantar con Raphael, con Mirtha y Raúl, y un poco de Julio Iglesias. Con muchos así, hasta que aparecieron los argentinos maravillosos, Spinetta, Serú, Porchetto, y luego Fito; allí encontré muchas más motivaciones, sí, pero también Silvio, algo de Pablo, y mucho de Santiaguito.
El panorama de la canción cubana no era un tema que me preocupara entonces. Yo solo intentaba vivir lo que “el verde” me había impedido: escuchaba mucha música gracias a que mis padres se despojaron de sus pocas joyas y compraron un radiocasete doble Sony. Pasado un tiempo entendí que lo importante era pasársela bien y componer lo que te motivara realmente; lo otro dejó de obsesionarme.
Por entonces, yo no sabía quién era, no me reconocía, estaba muy afectado por todo. Me evadía creyéndome Silvio Rodríguez, con rostro de Paul McCartney. En fin, que nunca pasé por El Patio de María, ni vi tocar en directo a los Almas Vertiginosas. Cuando un día oí hablar de la Casa del Joven Creador pensé que era el sitio menos adecuado para mostrar mis cosas: “todos me robarían”. Pero un día pasó algo que cambió mi vida. Acompañé a unos amigos de entonces a un concierto en la Casa de Cultura de Plaza. Sería el año 1985, casi 86, y pasábamos el último año del “verde” para intentar entrar en la Universidad. Esa noche vi cosas geniales, y lo que con más cariño recuerdo fue ver tocar a unos muchachos vestidos de manera muy cómoda y apropiada según mis más idolatrados estilos; llevaban el pelo por donde querían y hacían unos temas en solitario y en conjunto maravillosos. Después me enteré de que eran Los Pelos. Pero entre ese grupo me había parecido ver a Santiago Feliú, el antiguo compañero de Donato Poveda. 
Una vez, unos amigos míos del Servicio Militar (Jorge Molina y Basilio García) lograron entrar en el ISA en la facultad de actuación después de superar unas pruebas muy difíciles, según contaban. Un día vinieron a casa, y me trajeron diez juegos de cuerdas de acero alemanas. Cuando coloqué uno de ellos en mi guitarra de entonces, las cosas cambiaron mucho. Por primera vez sentí lo que era afinar perfectamente un instrumento, aunque se les viera a algunas un poco oxidadas. Las habían tirado a la basura en un almacén del ISA, o las iban a tirar porque nadie las usaba. Después me pidieron compartiera el tesoro con otro conocido de ellos, un alumno de un curso superior, tal vez un año. Me dijeron “Carlos necesita cuerdas”. Pues les di un juego, no más, creo, o tal vez dos, no sé. Pasado el tiempo, en una sesión de cine en la Cinemateca, estos amigos me presentaron a Carlos. Claro que sabía quién era Carlos, sí, Carlos Varela, el que cantaba La PalancaIndia, junto a aquellos monstruos: Santiago, Gerardo Alfonso y Frank Delgado. Donato Poveda por entonces, creo que eran años 85, 86 u 87, no más, estaba enrolado en unas cosas impresionantes, creo recordar. 
En la Casa de Cultura de Plaza los vi cantar juntos, no los conocía, solo había oído y visto en televisión a Donato y Santiago, que eran geniales. Pero estos Pelos, junto a Gunilla incluso cuando colaboraban Tosca o Xiomara Laugart, me marcaron aquellas noches. Mi motivación se ramificó de un modo tal que empecé a buscar más disciplinadamente estas presentaciones. Ese día no imaginas qué expectativa deposité en aquel encuentro, que se repitió varias veces por mi obsesión y también por esperar a mis amigos en el ISA. Entonces un día, no sé exactamente por qué, coincidimos bajo uno de los tremendos árboles Carlos y yo, y estuvimos hablando mucho. Para mí fue muy importante porque como que me abría un mundo que solo me era accesible a través de discos, casetes y leyendas. Por entonces yo estaba arreglándole a un amigo una guitarra de doce cuerdas muy mala, y como la tenía allí y sonaba bastante bien compartimos temas. Fue importante para mí ese momento. Yo realmente tenía algunos temas, pero nunca me había adentrado en esta zona más allá de haber tocado en el patio de la Facultad de Psicología una vez y otra en su teatro. Cuando Carlos escuchó Elefantes me dijo “pero Raúl, tienes que tocar más”. Me contó que una vez hablando con Donato se decían “seguro no somos los únicos, habrá otros por ahí haciendo canciones tremendas”. Por esos días él estaba muy impresionado y pendiente de su nueva relación con Amaury Pérez y no dejaba de comentar lo bien que se escuchaban las cosas en CD. 

COOPERE CON EL ARTISTA CUBANO

Después de conocer a Carlos Varela, se me ocurrió un día, seguir su consejo de tocar en la peña de Adrián Morales y José Raúl García en el Museo de Artes Decorativas, y así conocer a más gente. Otra vez, tocando en la Facultad de Psicología, persiguiendo a Natalia o más bien a su fantasma, alguien me invitó a pasar por la Casa del Joven Creador. Fui y toqué lo que podía por entonces junto a mi armónica y el perchero del que colgaba. Al terminar se me acercó un muchacho, Mario Incháustegui, que estaba sentado en una mesa junto con otro que tenía cruzadas las piernas y una cara y actitud de saberlo todo o casi; se llamaba Alejandro Gutiérrez. El primero insistió en que me pasara por las descargas de la Finca de los Monos. Yo no tenía idea de qué era aquello ni dónde estaba, pero investigué y llegado el día me di una vuelta, aunque no me animaba a pasar. Me daba un poco de vergüenza llegar allí, no tenía idea de lo que me iba a encontrar. Por suerte, al rato se apareció Incháustegui y con su bondad acostumbrada me invitó a un refresco y me acompañó a pasar. Una vez dentro, todo fue más simple. Claro, era una descarga entre amigos y conocidos; no éramos muchos, pero sí el núcleo de lo que más tarde se reiteró. Estaban allí Alejandro Frómeta, creo que Elenita del Valle; Arsenio Rodríguez, Pablo Herrera, Alejandro Gutiérrez, Carlos Santos y otros nombres o apodos que no recuerdo, pero sí recuerdo que todos me miraron como diciendo “¿y este quién es?”.
No sé cómo fue, pero otro día conocí a Carlos “el mariposa”, un amigo de Werthein, y me habló muchísimo de un amigo suyo llamado Vanito que tenía una peña en El Vedado, y que por qué no me pasaba por allá. El siguiente sábado los de la Finca de los Monos acordamos “desembarcar” allí todos juntos. No sé por qué teníamos la impresión de que íbamos a subirles la parada. Encontrado el lugar, entre las calles 13 y 8, así hicimos, y poco a poco, no sé por cuál extraña razón, nos apropiamos de aquel sitio. Realmente no retengo otra cosa que lo que pensé al ver y escuchar tocar a Vanito: “Esta noche ella va a salir conmigo, ay amor, qué nos está pasando”, “si no hubiera cuñados, si muriera el abuelo”. Aquel tema, con la sexta de la guitarra afinada en re, me dejó loco. Recuerdo muy bien que me dije: “esto sí es una canción, aquí está pasando algo”. 
Foto tomada del blog de Arsenio Rodríguez Quintana
Aquella visita se hizo costumbre y desde entonces nunca más dejé de ir y soñar con caprichos y proyectos. Era como encontrar hermanos. Al principio nos caímos a cancionazos y la gente aguantaba mucho. Teníamos un piano de cola, a veces Frómeta lo usaba y hacíamos cosas juntos; nos divertíamos, descargábamos. Cada sábado era un maratón, casi siempre los temas de José Luis Estrada cerraban, la gente se divertía. Aquello era como una iglesia. “Chucusú sé, ah…”, “Hagamos el amor como gatos salvajes… Felina”. Cantábamos, casi siempre desde donde estuviéramos, las canciones de todos. 
Algo que creo nos unió muchísimo fue la experiencia de “asaltar” la vocacional Lenin junto al Boris, Vanito, Incháustegui, Alejandro Gutiérrez, Carlos Santos y Enrisco. No nos dejaban entrar a la escuela, pero nos colamos a escondidas, y descargamos para los alumnos que quisieron burlar el “silencio”. Aquella noche yo improvisé una armonía simple y le fui agregando texto: “cuidado no te vean…”. Alejandro Frómeta se incorporó y fue tremendo ver la reacción de los pocos que allí estaban. Hasta Enrisco perdió sus gafas graduadas. Nos marchamos contentísimos. Incluso, conseguimos que otro día, por la insistencia de algunos de los alumnos, pasáramos y tocáramos. Terminamos cantando un tema de Raúl Porchetto, Algo de paz, mezclado con Cooperen con el artista cubano y alguna otra. Salimos todos cantando por el pasillo hasta la misma posta de entrada y nos fuimos. 
También se la aplicamos un día a Polito. Nos aparecimos con insignias y todo como si fuéramos unos fanáticos. Llevábamos cada uno en la espalda un papel cogido con alfileres que tenía dibujado el mojón de 13 y 8. Repartimos, entre los presentes, la definición de cristal polarizado y yo me subí y le puse, mientras él cantaba, un espejo frente a sí. Se nos fue la mano, éramos muy agresivos a veces.
Una vez, pasando por la peña del Caimán Barbudo, o una de esas discusiones de entonces, acordamos personalizar las presentaciones, una vez terminada aquella velada. Creo que el primer concierto fue de José Luis Estrada o, como era de esperar, mío. Después, las cosas fueron por otro rumbo. Cada cual se tomó en serio buscar la manera de conseguir que la gente no se aburriera con nuestros típicos maratones. Los hubo también infames. Era impresionante ver cómo en cada ocasión iba más gente por allí. Hiciéramos lo que se nos ocurriera, que cada vez era más retorcido y raro, la gente no dejaba de entrar a 13 y 8. Habría que averiguar qué les atraía.
Un día de 1989 nunca más pudimos descargar allí. Sencillamente, Vanito (siempre fue él quien mediaba entre la dirección del museo y nosotros, era un tipo muy listo y responsable) no pudo negociar más nuestra estancia y tuvimos que hacer una despedida en el jardín. Recuerdo haber hecho grabaciones entonces y en otras ocasiones, pero esas cintas se perdieron, no sé qué pasó con ellas. Seguro me obstiné y las borré, no sé. Casi siempre andaba con una pequeña grabadora mono Sony, de cintas pequeñitas. Si así fue, siento mucho haberlo hecho. Me gustaría volver a escuchar aquellas maravillosas reuniones. 

CANCIÓN PROPUESTA VS CANCIÓN PROTESTA

Tendrías que haber visto la reacción de Vanito un día que nos reunimos en casa del Boris para intentar darle forma a lo que desde un inicio se llamó Canción Propuesta. Dijo entonces: “Esto me da mucha luz…”. 
Inicialmente la idea de Canción Propuesta era una especie de trampa que terminaría con la destrucción de mi guitarra en la Casa de las Américas. La finalidad era llamar la atención al puro estilo de la plástica más radical de entonces y, de paso, dejar claras algunas cosas. Pero nunca fue aceptado nuestro proyecto de concierto, a pesar de ser presentado en un libro cancionero ilustrado a mano por nosotros y amigos plásticos, además de un casete con las canciones que usaríamos si fuera acogido. 
Como aquello no funcionó, terminamos llenando la ciudad de carteles, que en un principio hizo Pepe del Valle, pero como tuvimos diferencias, se salió de la jugada. Terminé haciendo más de cuarenta copias de la apropiación del mítico póster de Rostgaard y unos sellos que serían regalados al final del concierto en el Parque Almendares. Usamos dos faroles chinos, no teníamos amplificación y terminamos limpiando el anfiteatro hasta representar de manera inmolada aquella noche nuestro numerito. Ensayamos repetidamente Incháustegui, Boris, Vanito, Frómeta y yo, que llevábamos camisas de peloteros hechas para la ocasión, una roja y otra negra, pero las dos decían en tipografías diferentes Superávit, una tenía el número 8 y la otra el 13. Terminamos saliendo de allí bastante frustrados y orgullosos, aunque la ciudad no se enteró de nuestro grito desesperado: “We shall overcome”.


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