En Suburbano, una relectura del famoso viaje de Sartre a Cuba que acaban de publicarme:
Entre los subgéneros que la literatura del siglo XX le adeuda a la Revolución Cubana, sobresale el de los viajes a Cuba. El de viajes de los compañeros de viaje, valga tanto la redundancia como la precisión. O para ser todavía más exacto, llamémosle a este subgénero el de los Libros de Viajes a la Revolución Cubana Escritos por Compañeros de Viaje. Pero si algo llama la atención en el género, incluso más que la abundancia de títulos, es su estremecedora coherencia. Tanto es el parecido entre los textos que se pensaría que esto se debe a la fidelidad de los textos respecto al objeto que describen. Conclusión un tanto ingenua si se piensa en que la coherencia que otros géneros guardan entre sí no implica que aquello que describen sea más real. Como mismo la presencia de dragones en las novelas de caballería no nos haría suponer que tal especie abundaba en Europa tan sólo seis siglos atrás.
Una anárquica enumeración de las características de este subgénero, sobre todo en sus etapas romántica (1959- 1968) y clásica (1968-1989) podría resultar como sigue: un declarado rechazo a toda interpretación folclorista (para de inmediato sumergirse en lo que entienden como el nuevo folklor revolucionario); profesión de fe revolucionaria o al menos progresista (que luego es confirmada al final del texto); condición del viajero como invitado oficial de instituciones gubernamentales (algo prácticamente imprescindible para poder visitar la isla tras un progresivo cierre al exterior); recorridos dirigidos de forma prácticamente idéntica (Hotel Nacional, fábricas, instalaciones portuarias, escuelas, cooperativas agrícolas, Casa de las Américas, antigua casa del magnate Du Pont en la playa de Varadero, discursos de Fidel Castro); guías altamente calificados (y casi siempre entre lo más conocido de la cultura nacional); constantes citas de carteles políticos, artículos periodísticos, discursos de Castro, poemas de jóvenes poetas y posteriormente, canciones de la Nueva Trova; alusiones a las fuertes campañas de propaganda de las agencias capitalistas que intentarían desmentir lo que describen en sus textos; intercambios de anécdotas sobre el Ché; versiones resumidas e idénticas entre sí de la historia reciente del país; explicación del deterioro de la capital como castigo revolucionario a su antigua condición de prostíbulo yanki. Y así hasta el infinito.
El argumento de estos viajes en lo que he dado en llamar las etapas romántica y clásica resulta casi idéntico. Un escritor o periodista es invitado a participar como jurado en algún concurso literario (de preferencia el Casa de las Américas) o directamente a ser testigo de las transformaciones revolucionarias que se están operando en el país. Casi desde los inicios es enunciada tanto la militancia personal como el deseo de derribar la barrera de propaganda de las agencias de prensa capitalistas que impide conocer la verdadera realidad cubana. A su llegada el viajero es sorprendido por la falta de anuncios comerciales, reemplazados por consignas políticas, el deterioro de la ciudad y la escasez de la iluminación lo cual celebra como una victoria sobre el espíritu de consumo. A continuación el viajero es alojado en un hotel (de preferencia el hotel Nacional) donde entra en contacto con un mundo ya desaparecido cuyas comodidades a un tiempo disfrutan y lo hacen reflexionar sobre todo lo que carecía el pueblo en el régimen anterior. A esto le seguirá un intenso periplo por las obras de la revolución y un encuentro lejano o cercano con Fidel Castro (casi siempre ambos). El breve resumen de la historia cubana ya mencionado explicará la inevitabilidad de la revolución. La mayor parte de los libros estarán recorridos por conversaciones interminables con funcionarios, intelectuales y “gente de pueblo” sobre la revolución, sus logros y perspectivas y la aclaración sobre alguna que otra cuestión incómoda en la que insisten las agencias de prensa. Las respuestas serán casi invariablemente satisfactorias salvo cuando recuerden (por su dogmatismo) al sector más ortodoxo del partido, grupo o religión en el que milita el escritor. Al final del viaje, tras un breve diagnóstico positivo, el escritor terminará haciendo votos por la larga vida de la revolución y recalcará su significado para toda la humanidad.
Tanta uniformidad a través de decenas de textos de autores muy distantes entre sí resulta desconcertante. Si me tomo el trabajo de distinguir dos etapas es por una razón que no sé si considerar significativa. En los primeros momentos los autores provienen de un amplio rango de la izquierda occidental, el diagnóstico sobre el carácter de la revolución es tentativo, y conviven significativos símbolos del pasado que se pretende erradicar con una presencia simbólica relativamente débil de la revolución. En cambio, en la etapa que llamo clásica, los emblemas revolucionarios han hecho desaparecer casi toda competencia simbólica, el pasado puede exhibirse como definitivamente muerto, los recorridos son mucho más controlados y entre los escritores se ha producido un doble proceso de selección natural y artificial a través del que prácticamente sólo son admitidos aquellos cuya fidelidad está a toda prueba.
El fundador
Todos los estudiosos del subgénero cuyo nombre prefiero no repetir concuerdan en que el libro de Jean Paul Sartre Sartre visita Cuba marcará sus pautas básicas. Invitado por el periódico Revolución en 1960 para que diese cuenta de la realidad de la Revolución Cubana el Intelectual Estrella de Occidente acude entusiasmado con su esposa Simone de Beuvoir. Sin embargo en las primeras líneas del texto propiamente de viaje tropieza con un obstáculo desconcertante. Este es justamente el recuerdo de una visita anterior: “Esta ciudad, fácil en 1949 cuando la visité por primera vez, me ha desorientado. Esta vez estuve a punto de no comprender nada. ¿Qué ha confundido a esta mente privilegiada que antes pareció entender tan perfectamente a esa ciudad “fácil”? Después de describir la opulencia del barrio donde se aloja (no tarda en señalar que en su habitación del hotel Nacional “podría caber mi apartamento de París” y que pone el aire acondicionado al máximo “para disfrutar del frío de los ricos”(Ibid.58)) nos da una pista para descubrir el motivo de su desconcierto. Mientras busca la revolución por las calles de la ciudad encuentra que “no había cambiado nada en los últimos once años. O más bien sí: en los barrios populares la suerte de los pobres no me pareció mejor ni peor que antes; en los otros barrios, las señales visibles de la riqueza se habían multiplicado desde 1949. El número de los automóviles se había duplicado o triplicado (…) Cada noche vierte sobre la ciudad un torrente de luz eléctrica”.
Se trata de un desafío a sus teorías sobre las causas de una revolución tercermundista. La ciudad que observa parece mucho más próspera que aquella que conoció once años antes y no le queda otro remedio que atribuir esa aparente prosperidad al régimen anterior, aquel contra el cual se ha elevado esa revolución que ahora aplaude y que, de acuerdo al esquema marxista que Sartre subscribe, una revolución (tercermundista o no) no puede tener otras causas profundas que no sean económicas.
Afortunadamente para Sartre, un par de páginas después de su desconcierto original puede exclamar con alivio: “Empiezo a comprender”.
Hoy, sentado a mi mesa en una mañana sin nubes, veo por las ventanas el tumulto estático de los paralelípedos rectangulares (se refiere a los rascacielos erigidos en la década anterior) y me siento curado de la maligna afección que estuvo a punto de ocultarme la verdad de Cuba: la retinosis pigmentaria. No son palabras de mi vocabulario y hasta esta mañana yo ignoraba el mal que designan. Para decirlo todo, acabo de encontrarla leyendo el discurso que un funcionario cubano, Oscar Pino Santos, pronunció el 1o de julio de 1959.
El término médico, “una enfermedad de los ojos (…) que se manifiesta por la pérdida de la visión lateral” alude a la incapacidad del visitante de superar el deslumbramiento del esplendor habanero y comprender que Cuba es una nación enferma de subdesarrollo. Habiendo comprendido esto ya podrá Sartre desmarcarse de la limitada mirada del turista y reinterpretar la incómoda impresión de su llegada. Ha encontrado en las palabras que le facilita un economista nativo el instrumento para domesticar la realidad, para mordearla a su gusto. Ahora puede digerir el hecho de que, por ejemplo, en Cuba la posesión de automóviles estuviese mucho más extendida que en Europa. “Los cubanos imitaron a los yanquis sin tener sus recursos. Las marcas de autos más caras eran accesibles a bolsillo bastante escuálidos a condición de morir de hambre” (Ibid.66)
A partir de la solución del problema del esplendor del antiguo régimen Sartre podrá dedicarse con tranquilidad a dos tramas que ocuparán buena parte del texto. Una será el recuento de la historia cubana más reciente. La otra consistirá en describir el funcionamiento del subdesarrollo cubano (una economía dependiente de un solo producto, el azúcar; necesitada de importarlo todo de un único mercado, el norteamericano) y en exaltar el empeño del gobierno en llevar a cabo la industrialización prescindiendo de ese único producto. El viaje, en cuanto a testimonio directo de la mirada del visitante, se interrumpe.
La suspensión del juicio crítico lleva a Sartre a caer en contradicciones abiertas e insolubles. Sobre el tema de la reforma agraria, por ejemplo, Sartre hace suyas las palabras del Che Guevara sobre la necesidad de repartir la tierra entre los campesinos. “Si la tierra pertenece a los campesinos hay que dársela. (…) ¿Con qué derecho los pequeños burgueses que no saben nada del trabajo en el campo adoptarían esas desdeñosas precauciones contra los rurales?”. Sin embargo, una lectura detenida de la ley promulgada al efecto le revela a Sartre que la anunciada repartición de tierras no tendrá lugar. (“Releemos el texto de la Reforma Agraria: se ve aparecer allí de pronto, sin ruido, subrepticiamente, la palabra ‘cooperativa’ y la ley no se preocupa en ningún momento por definirla y justificarla”). Para justificarlo ante los ojos del lector acude a uno de los recursos más socorridos en el género cuando se tropieza con un problema de difícil comprensión: se pregunta a una persona responsable y autorizada. Y de inmediato que será respondida con concisión sin que luego se vuelva a mencionar el tema. En este caso la pregunta es:
-¿No sienten [los campesinos] a veces el deseo de repartirse las tierras?
-¿Por qué habían de hacerlo? -me respondieron [sus “amigos cubanos”, intelectuales metidos a especialistas agrícolas]- (…) De padres a hijos, esos hombres nunca han poseído nada, salvo el machete que llevan en la cintura (…) la posesión de la tierra resulta para ellos una abstracción.
El silencio subsiguiente de Sartre aparece como aceptación total de la respuesta recibida. La mirada dócil del viajero frente a un mundo deseado y a la vez distante puede atribuirse tanto a una combinación de simpatía ideológica con la propia dialéctica de todo viaje. Esa distancia de las preocupaciones cotidianas, esa “impresión de abandono pasajero” donde el yo explora nuevas posibilidades provoca en Sartre, como en tantos otros autores una relajación, una distensión en la lógica del discurso que les permite aceptar explicaciones que en sus lugares de origen encontrarían falaces. El resultado es, en este y en otros textos del subgénero, una cadena de apreciaciones y conclusiones que difícilmente podríamos encontrar sobre fenómenos afines en la sociedad donde usualmente se desenvuelven. A esa inhibición de la suspicacia intelectual no escapa Sartre hasta el punto de limitar el despliegue de su nada escaso ego. El yo de Sartre, quizás ante el temor de interferir en la recepción del extraño fenómeno de una revolución tropical, prefiere retroceder, ocultarse. Y si da señales de vida es para notar su desventaja ante la “energía revolucionaria” que sacude el país: “me sentía más viejo que en París” confiesa quejándose a cada momento de su incapacidad física de seguir el ritmo que le imponía el prolijo plan de actividades.
Sartre no escapa a la tentación de viajeros más frívolos. Busca y encuentra exotismo por doquier aunque en su caso el exotismo adquiera una dimensión ideológica. La mayor concentración de esa extrañeza, de ese exotismo que emana del objeto descrito (la Revolución Cubana) la encontramos en la descripción que hace Sartre de Fidel Castro: “De todos los noctámbulos, Castro es el más despierto; de todos los ayunadores, es Castro el que puede comer más y ayunar más tiempo”. El misterio de la revolución justo encuentra su mayor condensación en quien más ayune o menos duerma. Castro ocupará una parte nada desdeñable del libro. Es con él con quien Sartre reanuda la trama del viaje luego de dedicar largas páginas a describir las causas y proyectos de la revolución.
A duras penas Sartre lo sigue en su vertiginoso recorrido por el país, salpicado de encuentros espontáneos llenos de pintoresquismo revolucionario. Cada ciudadano se siente con derecho a abordar al entonces primer ministro, tutearlo y plantearle sus problemas. Sartre anota su energía, la sencillez de sus alojamientos y su propio asombro como observador. Un detalle. Recordemos que Sartre no habla español y muchas veces el traductor no está disponible. Y sin embargo, le resultan suficientes los gestos del primer ministro o el tono de su voz para entender el significado esencial de lo que dice. Esto también vale para los discursos.
Cuando Sartre se ve arrastrado por el líder de la Revolución hacia la playa de Varadero, intenta lo que luego repetirá cada cultivador del subgénero: desmarcarse de la masa turística: “¿Qué pueden importarme a mí esas playas?”, se pregunta. No obstante, la visita a la playa se convierte en una inspección del estado del turismo. Entonces comprende el juego: “haga lo que haga Castro (…) sólo puede ser por varios motivos a la vez”. El siguiente episodio de este tipo resulta igual de revelador. Dos turistas norteamericanos, dedicados a la pesca, los invitan a almorzar. Sartre no oculta su reticencia a hacerlo: “ninguno de nosotros deseaba pasar el día en su compañía”. Pero para sorpresa de Sartre, Castro accede. Le perturba que el Comandante conceda un buen rato de su preciado tiempo a unos gringos no especialmente notables hasta que por fin encuentra, aliviado la explicación: “fascinado, había seguido, no a los hombres, sino a sus cañas de pescar”. Durante las siguientes dos o tres horas Castro se dedica a tratar de aprender a manejar las cañas de pescar ante la impaciencia de los acompañantes que se retiran a esperarlo en otro lugar. Al regresar Castro exclama: “Creo que he hecho buena propaganda”. Donde cualquier otro hubiera visto puerilidad y capricho, Sartre cree captar resonancias de mucho más alcance:
He ahí el hombre. Como ya he dicho, su pensamiento se mueve en varios planos a la vez y lo que en tal o cual nivel es detalle, se convierte en otro nivel, en parte integrante de un todo. No deja de extraer algunas ventajas de ello, y con gran sinceridad, hace ver en las mentes superficiales que sus diversiones pasajeras son, en lo profundo, momentos políticos de la revolución nacional. Pensábamos que se divertía con una caña de pescar nueva, cuando lo que hacía era ganar una escaramuza en la guerra del turismo.
Sobre esta ansia totalizadora concluye un párrafo más tarde: “no es que él posea a Cuba como los grandes hacendados o Batista, no, sino es que él es la isla entera porque no se digna tomarla ni reservarse una parcela”.
Esta identificación entre país y líder facilitará muchísimo la tarea del escritor. Bastará conocer a uno para adentrarse en el otro. Retratándolo a él podrá describir toda la isla. El libro se detendrá en un momento climático, el discurso del Líder Máximo en el entierro de las víctimas de un sabotaje. Este momento coincide con el clímax de su simpatía: “descubrí la angustia cubana porque, de pronto, la compartí”. Entonces justo en las palabras finales del libro se da un curioso giro. Allí donde el autor parece haberse fundido a la realidad cubana, ésta adquiere una significación si no universal al menos europea (¿o son uno los dos?) cuando dice “Los cubanos deben triunfar o lo perderemos todo, hasta la esperanza”. Y en ese tránsito del “ellos” (los cubanos) al “nosotros” se da fe de lo englobador y trascendente de la experiencia. Y allí encontramos en buena parte la clave de la persistencia de la imagen romántica que la izquierda occidental se ha hecho de la llamada Revolución Cubana. Ser una imagen o una realidad (llegados a este punto ya importa poco) cuya materia prima principal es la esperanza ajena. Es difícil encontrar material tan resistente.
Epílogo
Tras el acercamiento norteamericano a Cuba y la muerte de Fidel Castro, releer estas páginas cubanas de Sartre hacen más clara la noción de cierre de una etapa y de un subgénero. A ambos los sostenía la rivalidad entre gobiernos y la habilidad fidelista para avivar esa rivalidad simbólica. ¿No fue Sartre quien dijo en aquel mismo libro que “Si Estados Unidos no existiera, Cuba debería inventarlo”? Estamos a las puertas si no de otro tiempo sí al menos de la aparición de otro subgénero. El de libros de viajes a la Cuba del pre-post-castrismo, un tiempo que empezó hace ya rato y no parece que vaya a terminar en un futuro cercano. Sobre los rasgos generales que ya se vislumbran en este género quizás valdría la pena extenderse en otro artículo que describiera un nuevo espacio de lo previsible. Sobre todo desde el lado norteamericano que ya cae con esa sed de exotismo más sobre nuestras tierras. (Como también es previsible que tras el advenimiento de Trump se le vuelva a atribuir a Cuba una condición de símbolo de resistencia frente al renacimiento del imperialismo norteamericano). Pero nadie espere que, incluso siendo un país incapaz de generar algo por y para sí mismo, Cuba renuncie a su habilidad de adoptar la forma del sueño que la contenga. ¿Y acaso hay mejor definición de paraíso turístico?