No sé ustedes pero yo hasta que salí de Cuba en 1995 no solo no tuve nunca una videocassetera sino que ni siquiera ninguno de mis amigos cercanos llegó a tenerla. Y no es que pretenda dármelas de pobre con dos padres profesionales y viviendo en un barrio que equivalía a la clase media de aquel socialismo tropical pero tener semejante aparato te incluía automáticamente en un grupo tan privilegiado como el de conductores de Ferraris acá afuera. No intento convertir esa carencia en tragedia aunque solo fuera porque favorecía las visitas a las cinematecas, el faranduleo desbordado y otras prácticas sociales que le permitían a uno abrirse al mundo. Además, recuerdo cuando hacia 1982, 1983 empezamos a descubrir algún que otro compañero de estudios –de la Lenin, a donde iba a parar parte de los vástagos de la élite capitalina- poseía un preciado ejemplar de Betamax no había otra cosa que ver que un catálogo bastante reducido y predecible: alguna de las entregas de “Viernes 13”, de “Rambo” o cualquier otra cosa que uno dificilmente vería con entusiasmo de no estar de por medio la novedad tecnológica del cine a escala reducida. Aunque sin llegar a la intimidad de la televisión porque de aquellas sesiones primigenias no recuerdo ninguna en la que no participaran menos de ocho personas. Indefectiblemente a los habitantes de la casa en cuestión se añadían miembros de la familia extendida, vecinos de confianza, amigos de la familia. No es extraño que ante esa complicidad forzada y básicamente falsa uno terminara prefiriendo el anonimato del cine, su piadosa oscuridad.
El conflicto surgía al caerte en las manos alguna película que sí querías ver pero no encontrabas dónde. Y cuando lo encontrabas solía ser en una casa en la que te sentías tan cómodo como un negro en un bar de rednecks: niños preguntando a gritos que a qué hora les iban a poner los muñes, señoras preguntándose en un silencio no menos escandaloso que a qué hora te pensabas ir. O simplemente se iba la electricidad y asumiendo que era apenas un apagón momentáneo –y sabiendo lo difícil que sería otra videocassetera disponible antes de la fecha en que debías devolver la película- decidías a esperar a que volviera la corriente. (No sé, pero vivo bajo la impresión que dos de cada tres veces que intentaba ver de favor una película prestada se iba la luz, como si algún sádico de la Empresa Eléctrica nada más verme caminar por el barrio con un cassette de video bajo el brazo ya empezaba a planear no sé qué oscura venganza).
Pero nada de eso era trágico. La tragedia sobrevino cuando un amigo se apareció con la que prometía ser la primera película porno que veríamos en la vida. “Cadenas calientes” creo que se llamaba y tanto por el título como por la carátula podíamos intuir el resto: mujeres en una prisión de atrezzo que estallaban en una orgía de culos y tetas bastante más reales en combinación con algún afortunado carcelero. El problema, como siempre, era dónde verla. Descartada la videocassetera de la novia del otro amigo que se había sumado a la empresa o la de mi vecino de Tropas Especiales por razones obvias recorrimos el barrio de una punta “pellejo” en mano desesperados ante la certeza de que esa tarde no conseguiríamos perder nuestra virginidad audiovisual. Las teclas de esta computadora son impotentes para describir la angustia con que fuimos asumiendo la certeza de que aquellas “Cadenas calientes” no estaban destinadas a encender nuestra imaginación adolescente. Angustia que sospecho repetida en los adolescentes contemporáneos en la isla ante el hecho de que el “paquete” –esa version medieval de internet que se han inventado unos avispados por allá- no contiene pornografía.
El conflicto surgía al caerte en las manos alguna película que sí querías ver pero no encontrabas dónde. Y cuando lo encontrabas solía ser en una casa en la que te sentías tan cómodo como un negro en un bar de rednecks: niños preguntando a gritos que a qué hora les iban a poner los muñes, señoras preguntándose en un silencio no menos escandaloso que a qué hora te pensabas ir. O simplemente se iba la electricidad y asumiendo que era apenas un apagón momentáneo –y sabiendo lo difícil que sería otra videocassetera disponible antes de la fecha en que debías devolver la película- decidías a esperar a que volviera la corriente. (No sé, pero vivo bajo la impresión que dos de cada tres veces que intentaba ver de favor una película prestada se iba la luz, como si algún sádico de la Empresa Eléctrica nada más verme caminar por el barrio con un cassette de video bajo el brazo ya empezaba a planear no sé qué oscura venganza).
Pero nada de eso era trágico. La tragedia sobrevino cuando un amigo se apareció con la que prometía ser la primera película porno que veríamos en la vida. “Cadenas calientes” creo que se llamaba y tanto por el título como por la carátula podíamos intuir el resto: mujeres en una prisión de atrezzo que estallaban en una orgía de culos y tetas bastante más reales en combinación con algún afortunado carcelero. El problema, como siempre, era dónde verla. Descartada la videocassetera de la novia del otro amigo que se había sumado a la empresa o la de mi vecino de Tropas Especiales por razones obvias recorrimos el barrio de una punta “pellejo” en mano desesperados ante la certeza de que esa tarde no conseguiríamos perder nuestra virginidad audiovisual. Las teclas de esta computadora son impotentes para describir la angustia con que fuimos asumiendo la certeza de que aquellas “Cadenas calientes” no estaban destinadas a encender nuestra imaginación adolescente. Angustia que sospecho repetida en los adolescentes contemporáneos en la isla ante el hecho de que el “paquete” –esa version medieval de internet que se han inventado unos avispados por allá- no contiene pornografía.