De vuelta de esas vacaciones agotadoras y felices que suelo pasar en Miami trato de ponerme al día. Allá me sorprendió la muerte del obispo Pedro Meurice admirable en una dignidad que su gremio en estos tiempos esquiva amparádose en la eternidad de su misión. Un magnífico artículo de Tersites lo dice mucho mejor que yo.
Ha muerto monseñor Pedro Claro Meurice Estiú, arzobispo emérito de Santiago de Cuba. Meurice era un guajiro hosco, por timidez más que por orgullo, y un hombre que parecía sentirse siempre incómodo cuando estaba en público. Se dice que esa timidez guajira le impidió ser arzobispo de La Habana y cardenal, cosas que un día parecieron estar claramente escritas en su futuro. Me permito adelantar otra teoría. Meurice fue nombrado obispo por Pablo VI el 1 de julio de 1967. Al ser ordenado era el obispo más joven del mundo: tenía 35 años. Y era el hombre que Pérez Serantes quiso como sucesor en Santiago. Quien quiera entender la historia de la Iglesia en Cuba en los últimos 50 años debería concentrarse en los casi tres años que median entre el 28 de enero de 1979 y el 20 de noviembre de 1981. Y Pedro Meurice fue la pieza clave que se decidió el derrotero tras esos treinta meses. El 28 de enero de 1979, en Puebla de los Ángeles, México, Juan Pablo II pronuncia el discurso inaugural de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano. Allí dijo una frase que repetiría luego muchas veces durante su pontificado: "No me cansaré yo mismo de repetir, en cumplimiento de mi deber de evangelizador, a la humanidad entera: ¡No temáis!" Su discurso puso claramente las cartas sobre la mesa: el Papa consideraba la teología de la liberación como una moda peligrosa y falaz, más que como una legítima tendencia teológica. Para monseñor Francisco Oves, arzobispo de La Habana, el discurso del Papa fue una sentencia. Él había llegado a Puebla a proponer un entendimiento con el marxismo. El obispo cubano partía de la tesis de que el comunismo era indestructible y, por tanto, se debía aprender a convivir con él. El Obispo polaco de Roma partía de la tesis contraria: el comunismo podía —y debía— ser destruido. La historia le dio la razón al polaco. Oves, tras su debacle mexicana, pasaría varios años en las frías bibliotecas vaticanas para después ir a carenar a una parroquia de El Paso, Texas, donde predicó a los inmigrantes mexicanos y comenzó a escribir una historia de la Iglesia en Cuba que nadie sabe cuán adelantada estaba ni adónde fue a parar tras su muerte el 4 de diciembre, fiesta de Santa Bárbara, de 1990, con sólo 62 años de edad. Tras muchos meses de ausencia de monseñor Oves, el 20 de febrero de 1980, como un curioso regalo de cumpleaños, monseñor Meurice fue nombrado administrador apostólico de La Habana. Cuarenta y cinco días después, el 4 de abril de 1980, comenzó la crisis de la Embajada del Perú en La Habana, seguida por el éxodo del Mariel y la ola de pogromos organizada por la Seguridad del Estado y el Partido Comunista de Cuba con el fin de aterrorizar a los cientos de miles de ciudadanos que deseaban escapar del "paraíso" socialista. Meurice fue a ver a José Felipe Carneado, aquel estalinista de pura cepa encargado de los "asuntos religiosos" en el Comité Central del Partido. Meurice le dijo que era inaceptable que el gobierno cubano se comportara como una banda de delincuentes; que aterrorizar, patear y linchar a ciudadanos en plena calle por el simple deseo de abandonar el país era inaceptable. Carneado le repitió la versión oficial del gobierno: que ninguno de aquellos horrores estaba sucediendo realmente. La desfachatez con que mentía el viejo estalinista hizo explotar al obispo. Meurice, dando un puñetazo en el buró, le gritó: "Coño, tú sabes que es verdad todo lo que te estoy diciendo". Si es cierto ese cuento que escuché hace tiempo, mi teoría es que ese puñetazo y ese coñazo le costaron a Meurice el arzobispado de La Habana. El 1 de enero de 1981 yo tenía 16 años, pero aún recuerdo la homilía de Meurice esa noche en la Catedral de La Habana. Después de rememorar el horror del año que acababa de concluir, se refirió al deseo confeso del gobierno de expulsar del país a todo aquel no se plegara a sus planes. Dijo algo así como que "no se hagan ilusiones, nosotros hemos estado quinientos años en Cuba, y dentro de quinientos años seguiremos aquí". Las homilías de Meurice en aquella época duraban una hora, y uno podía oír una mosca volando en la Catedral. Y nada de lo que decía podía agradar a los mandantes. Quizás fue por eso que unos meses después, Meurice volvió a su arquidiócesis de Santiago. Finalmente, monseñor Jaime Ortega fue nombrado arzobispo de La Habana el 20 de noviembre de 1981. Hoy todos los medios de prensa han recordado las palabras de Meurice ante el papa Juan Pablo II en Santiago de Cuba el 24 de enero de 1998: "Le presento además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología" Los comunistas suelen ser rencorosos. A Meurice nunca le perdonaron ese discurso, la gallardía y la verdad de ese discurso. Los que estuvieron cerca de él en sus últimos años como arzobispo de Santiago saben bien lo tuvo que soportar por haber dicho públicamente aquellas palabras. Para terminar, les cuento una anécdota. Baste decir que quien me la contó tiene por qué saberla y es persona confiable. Poco después de la visita de Juan Pablo II a Cuba, los obispos cubanos acudieron a Roma para la habitual vista ad limina que hacen al papa los obispos cada cinco años. Juan Pablo II fue saludando a los cubanos uno a uno. Al llegar ante Meurice, le tomó las manos, se sonrió y se quedó mirándolo con aquellos implacables ojos polacos. "Pedro Meurice" —le dijo, y se quedó un momento en silencio, apretándole las manos—. "¡Así deben ser los arzobispos!" Descanse en paz, Pedro Meurice.