sábado, 30 de noviembre de 2024

El bodeguero de la calle Ocho


Uno quiere pensar que muertes como la de Juan Manuel Salvat deben doler menos. Que cuando se ha cumplido el ciclo vital a plenitud como fue su caso la muerte es menos desgracia que trámite inevitable. Porque el Gordo Salvat, como le llamaban desde joven, cumplió con todos los requisitos que se le imponían a un hombre de su tiempo. Rebelde connotado contra las tiranías que le tocaron en macabra suerte supo ser empresario exitoso, padre de familia, patriota y promotor de cultura, casi todo al mismo tiempo.

Cuando conocí a Salvat era ya una leyenda miamense. Había leído su edición de El color del verano, la arrebatada novela de Reinaldo Arenas con ese fervor que solo se puede encontrar en una Habana hambrienta, entre tantas cosas, de lecturas así. Era Salvat la tabla de salvación de libros que por aquel entonces no podían encontrar acomodo en ningún otro sitio. Libros gusanos, quiero decir. Libros que, independientemente de su valor literario, histórico o antropológico, cargaban con el estigma de que sus autores transitaban por el lado equivocado de la historia cuando el rumbo correcto de esta lo marcaban abominaciones como la llamada Revolución Cubana.

Acudí a Salvat para publicar una colección de artículos humorísticos gusanos que en principio pensaba llamar La política cómica pero que, enterado de que en aquellos tiempos existía un periodiquito en Miami de igual título cambié por el de El Comandante ya tiene quien le escriba. Salvat fue todo lo amable que se puede ser en aquellas circunstancias: yo llegaba con el que iba a ser mi primer libro en Estados Unidos, o en Miami, si es que eso es compatible. Con todo el desparpajo que cabe suponer, con toda la torpeza. Pensando que hasta algún dinero le podría sacar a aquel librillo. Pero ¿iba a sacar de paso a alguien que había tratado a Lydia Cabrera, a Carlos Montenegro, a toda la generación de Mariel?

Hasta donde sé en Universal había dos categorías de autores: los que pagaban para publicar y los que no. Nunca escuché que hubiese autores que pertenecieran a una tercera categoría, la de los que recibían dinero por los libros, aunque tampoco lo descarto. Salvat comentaba, riéndose, que Lydia Cabrera lo más cerca que tuvimos los cubanos de una aristocracia intelectual, lo llamaba El Bodeguero de la calle Ocho. Hijo de un bodeguero literal de Sagua la Grande a quien había ayudado siendo niño, el mote, lejos de ofenderlo, debía reportarle no poco orgullo. Los libros pueden ser una mercadería tan digna o tan indigna como otra cualquiera. Que otros vieran su tránsito de luchador clandestino a editor y librero como dos fases de una misma batalla contra la opresión o la insignificancia. Salvat entendía que al final lo que importaba era que cuadraran las cuentas con las cuales mantener a su familia y hacer que Universal siguiera funcionando. Cumplía con sus autores imprimiendo sus libros, poniéndolos a la venta y cumpliendo con el ritual de invitarlos a comer a Casa Juancho en donde te conminaba a que probaras el cordero, lo mejor del menú. No cabía espacio para otra misión de beneficencia que no fuera convertir en libros manuscritos que de otra manera se hubieran perdido en el reciclaje perpetuo de los basureros del exilio.


Durante años cultivamos una relación distendida, con o sin libros por medio. Nuestras familias coincidían en Miami Beach donde Salvat tenía un apartamento y nosotros usábamos el que nos prestaba otra librera y editora, Teresa Mlawer, cubana que, con tesón parecido, se había abierto camino en Nueva York principalmente con la edición y venta de literatura infantil. Una amistad de arena y sol del verano permanente de Miami y de las visitas obligadas a Universal para encontrar con libros y amigos inesperados. O encuentros en la feria del libro de la ciudad donde en las mesas correspondientes a la librería permanecía, inagotable, El comandante ya tiene quien le escriba. Entre nosotros el dinero por la venta de los libros nunca fue un problema: nunca le reclamé un centavo, ni me lo pagó.

Pero de todas las conversaciones que tuve Salvat la que mejor recuerdo fue una de las primeras. Supongo que fue el día en que acordamos que publicaría mi libro. Todavía estábamos conociéndonos. Hablamos de la historia cubana reciente que era también la de su vida. De sus misiones clandestinas bajo el ojo implacable del castrismo, del cañoneo desde una lancha del edificio Rosita (reconvertido en el Sierra Maestra) donde se suponía que un grupo de jerarcas soviéticos celebraban algo. Me mencionó las penalidades increíbles que tuvieron que pasar en los primeros años del castrismo: las prisiones, los compañeros fusilados. “Nada de lo que vino después se compara con lo que pasamos nosotros”, concluyó. Con toda mi arrogancia de aquella edad lo contradije. Le comenté que peor debió haber sido para la generación del Mariel, gente continuamente acosada por un régimen ya totalmente constituido, donde hasta la familia les retiraba el saludo. Luego, el escarnio horroroso contra los que se atrevían a irse para llegar a Estados Unidos y ser asolados por la alienación de los inadaptados y la epidemia del SIDA. Lo lógico era que en ese momento Salvat se hubiera aferrado a sus propias desventuras e imponerlas sobre las ajenas frente a uno que no había conocido de primera mano ni unas ni otras pero aquellos ojos claros en su cara redonda tuvieron un momento reflexivo para concluir:

-Sí, es posible.

En esa concesión nada trivial -Dios sabe lo celosos que somos los cubanos con la importancia de nuestros sufrimientos- Salvat me reveló una de las claves de su incansable gestión. Esa paciencia, esa falta de arrogancia, tan rara entre compatriotas, tuvo que ser decisiva para conservar ese refugio de libros clavado en una arteria -la calle 8- por la que circulaba con mucha más fluidez la yuca y la carne de puerco. Por noble que pudiera parecer su trasiego con libros no habría podido sostenerlo por tanto tiempo de faltarle su humildad y tesón de bodeguero.


Con el escritor Luis Aguilar León

Decía al principio que una muerte como la de Salvat nos debía doler menos sabiendo que faltaba a la verdad. Porque, para un ser limpio y empecinado como Salvat, todos los honores y agradecimientos que recibió en vida debieron parecerles pocos comparados con la conciencia de que el país que tantos desvelos le causó sigue asfixiado por el mismo yugo contra el que luchó desde su juventud por todos los medios a su alcance. El dolor que debió sentir hasta el último minuto ante ese fracaso esencial, más que todos sus éxitos, nos da la verdadera dimensión de valor de gente como Salvat.

martes, 26 de noviembre de 2024

Prólogo monstruoso


Aquí les comparto el prólogo de El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez que escribí como introducción a decenas de testimonios sobre las virtudes y hazañas de nuestro amigo común:

Prólogo monstruoso

Los que hacen el bien lo hacen a lo grande; en cuanto han experimentado esa satisfacción, ya tienen bastante y no piensan en fastidiarse y seguir todas las consecuencias; pero los aficionados a hacer el mal ponen más diligencia, lo persiguen hasta el final, nunca se toman una tregua, porque tienen ese gusanillo que los roe.

Alessandro Manzoni

 

Por Enrique Del Risco

Este es el libro más sencillo del mundo. Se trata de homenajear a quien todos los que lo conocemos le debemos algún favor. Favores de los que te cambian la vida empezando por el más elemental que es el de conocerlo. Se podría decir que es el libro de una pandilla de abusadores de la bondad de un buen hombre, pero no es cierto, porque todavía nadie ha encontrado el fondo de la bondad de Armando Álvarez que parece ser infinita. Y porque Armando es bastante más que su bondad sin fondo. Armandito es un ser con unas ganas de vivir y de divertirse casi tan grandes como la de servir al prójimo y ahí es donde muchos se confunden. ¿Es que se puede hacer las dos cosas a la vez? Ya lo sabemos porque Armandito es un ejemplo viviente de ello, no porque tengamos idea de cómo lo logra. De dónde sale esa energía para practicar la decencia y la generosidad a una escala inhumana y al mismo tiempo para evitar la santurronería y el engreimiento tomando como pedestal sus virtudes o el agradecimiento del prójimo.

Por lo que conozco a Armandito me llevo la idea de que él no practica sus virtudes para ser mejor que nadie sino simplemente para sentirse bien: se trata de alguien que extrañamente ha conectado su muy humano sentido del placer al del deber. Y lo hace tanto con la gente que conoce como con perfectos desconocidos que a los minutos de encontrárselo empiezan a entender de que se trata de alguien fuera de lo común, con una generosidad tan increíble que te hace pensar que está a punto de secuestrarte, de extraerte tus órganos para venderlos en E-bay o devenderle tu carne a una fonda del barrio, lo cual explica que ciertos restaurantes sigan siendo tan baratos. Luego de esos minutos o semanas de dudas sobre las verdaderas intenciones de Armandito, dudas que él no tiene prisa por despejar, vámonos dando cuenta poco a poco de la grandísima suerte que tenemos de habérnoslo encontrado, de que su presencia bendiga el sitio en que vivimos o cualquier lugar por donde pase.

Convengamos en que cualquiera que sea el origen de tan extraño personaje, Armandito ejerce su bondad y su maldad con la misma naturalidad con que se toma una cerveza con un amigo. Solo que aunque su bondad es auténtica sus maldades son falsas, pero se divierte muchísimo armándolas durante días, semanas y hasta años. Armandito es mañoso y eficaz como un villano de películas pero sus esfuerzos están encaminados a beneficiar a alguien cuando no se trata de reírse a costa de él. Y a veces hasta consigue hacer las dos cosas al mismo tiempo. De ahí el título de este libro. Su explicación de alguna manera la sugiere la cita de Alessandro Manzoni con que encabezo este prólogo. Y es que el bien generalmente se ejerce con distracción, inconstancia y ciertos melindres mientras el mal, alimentado por el egoísmo y las bajas pasiones suele actuar sin escrúpulos, hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, Armandito ejerce el bien con la constancia y el empuje con que un Pablo Escobar se empeñaba en expandir su imperio solo que la única ganancia que a Armandito le reportan sus acciones es el agradecimiento y el respeto ajenos y la satisfacción propia.

Armandito es un tipo más complicado de lo que parece. Si no, díganmelo a mí que lo he hecho protagonista de un cuento y de la cuarta parte de una novela de más de cuatrocientas páginas y siento que todavía no he empezado a dar una imagen auténtica de quién es él. El problema de meter a todo Armandito en un libro de ficción es que resultaría un personaje demasiado increíble. Hay entonces que cortarlo por partes e irlo distribuyendo por todos lados como cuando se trata de un cadáver demasiado grande del que queremos deshacernos del modo más discreto posible. Esto me recuerda la que, según Armandito, es la perfecta definición de amistad. Un amigo es alguien a quien te le apareces en la casa con la ropa ensangrentada diciéndole que acabas de matar a alguien y te pregunta: “¿Dónde están las palas para enterrar al muerto?”. Solo que Armandito no es así. Cuando te le apareces en la casa con la ropa llena de sangre ya tiene las palas listas y conoce el sitio perfecto para enterrar el cadáver sin levantar sospechas.

Armandito vive en una realidad aparte que sin embargo le funciona bastante bien. A poco tiempo de haberlo conocido lo invité a comer a la casa. Recuerdo hasta que era una receta de pescado en salas verde con la que estaba experimentando. Apenas terminábamos la comida y le entró una llamada al teléfono. Cuando terminó de contestar me preguntó si podía acompañarlo a una gestión. Hablo de un sábado, tarde en la noche. Dije que sí, por supuesto y me llevó en su camioneta hasta la zona más oscura del parqueo de un mall para encontrarse con unos chinos. Tras un breve intercambio en inglés, Armandito le pasó un sobre con dinero a uno de sus interlocutores y a continuación me vi cargando cajas desde el vehículo de los chinos al de Armandito. Cuando nos sentamos de nuevo en el carro y Armandito se disponía a arrancar le pregunté: “Monstruo, solo por curiosidad, ¿por qué es por lo que vamos a caer presos?”. No es que imaginara que Armandito anduviera en algo ilegal pero sí quería hacerle notar lo raro que todo ese trasiego le podía resultar a alguien que no fuera de la estirpe de Pablo Escobar. O de Armandito. (Aquella historia se pone más interesante a partir de ese punto porque lo que Armandito acababa de comprar eran mil unidades de un aparato que supuestamente servía para recibir llamadas y detectar su origen pero no para contestarlas. Algo así como el eslabón perdido en la evolución que va desde el bíper hasta el teléfono celular, un aparato que los meses siguientes demostraron que no tenían ningún futuro. Armandito los había comprado a cinco dólares la unidad y esperaba venderlos por veinte. Ganancia redonda en caso de que hubiera podido realizar la venta, pero lo cierto es que, pese a su capacidad de convicción y su insistencia, los comercios minoristas no querían aquellos aparatos ni regalados. Deshacerse de las cajas que contenían aquellos aparatos tampoco fue fácil. Primero intentó dejarlas en uno de esos barrios donde te roban el jamón del sándwich mientras te lo estás comiendo. En efecto al poco rato las cajas desaparecieron pero, para sorpresa de Armandito, volvieron a dejárselas donde mismo las había puesto: ¡Ni los delincuentes del barrio sabían qué hacer con aquellos aparatos con los que Armandito había pensado hacer un gran negocio!) Lo que quiero establecer con esta historia: Armandito El Monstruo no vive en la misma realidad que tú y que yo. Eso sí, no deja de visitar la nuestra para asegurarse de hacernos la vida un poco más fácil.  

Vivir fuera de la realidad donde habitamos el resto de los mortales le viene a Armandito prácticamente desde nacimiento. Al poco tiempo de venir al mundo su padre Armando, capitán rebelde antibatistiano, cayó en prisión por conspirar contra la nueva dictadura que acababa de surgir en la isla, la de Fidel Castro. Los primeros años de Armandito transcurrieron acompañando a su madre a visitar a su padre preso en el Presidio Modelo de la Isla de Pinos. Tan mal encontró Hilda a su esposo en la prisión que, convencida de que le quedaba poco tiempo de vida, se alojó cerca del presidio para esperar a que se produjera un desenlace que creía inminente. Así fue hasta que Hilda, al descubrir que su hijo pequeño había convertido a sus soldaditos en presos y guardias se dio cuenta que tenía que sacar al muchacho de un entorno que podía terminar traumatizándolo.

Ser profesor de Armandito debió haber sido una tortura. Para eso me atengo a sus propias anécdotas y las de sus amigos de aquellos años. Avispado e hiperkinético Armandito en clase debió haber sido una versión desaforada de Pepito el de los cuentos. Un día una de sus bromas exasperó al profesor hasta hacerlo maldecir la madre de todos los presentes. Fue entonces que Armandito se paró y le dijo: “Con mi madre no se meta que está bajo tierra”. “Lo siento, no sabía que tu madre murió” intentó disculparse el pobre profesor antes de que Armandito le aclarara. “No, mi madre no está muerta. Ella trabaja en las minas de Matahambre”. Y era cierto que Hilda, su madre, había nacido en el pueblo aledaño a las minas, pero nunca se había metido en una de ellas.

Esa tromba humana fue lo que encontró el viejo y severo Armando al salir de prisión. No debió haber sido fácil para alguien que había sobrevivido al presidio político anticastrista tener que sobrevivir a un hijo tan rebelde como él mismo, pero bastante más ocurrente. Un muchacho que cuando sus profesores, frustrados por sus bromas y carácter indómito, lo mandaron a buscar a sus padres contrató al primer borrachito que se encontró en la esquina para hacer su papel de padre en la reunión con el director. No fue hasta tiempo después que el propio director descubrió que el verdadero padre de su alumno no era el borracho que había ido a verlo sino un señor que trabajaba en la barbería vecina.

De alguna manera aquel terremoto con brazos, piernas y cerebro agilísimo se graduó de educación media e ingresó en la universidad. Pero no sería por demasiado tiempo. Transcurría el año del señor 1980 y tratándose de Cuba fue el año en que la embajada de Perú en La Habana fue invadida por más de diez mil personas deseosas de escapar del país. La conmoción que este evento causó en el régimen fue tal que este, aparte de la infame campaña de acoso y vejaciones que desencadenó contra los que intentaban escapar, promovió el mayor éxodo masivo que había conocido la isla hasta entonces a través del puerto de Mariel. En medio de aquella conmoción el 2 de mayo de ese año, preocupados por definir su situación ante los nuevos acontecimientos, unos setecientos expresos políticos se reunieron frente a la entonces Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Fue entonces que agentes de las tropas especiales cubanas vestidos de civil agredieron con palos y cabillas a los ahí reunidos, un ataque que, recogido en cámaras de diversos periodistas luego ha aparecido en diversas películas como muestra de violencia extrema (ahí está en las imágenes iniciales de The Experiment de 2010). ¿Dónde estaba nuestro aguerrido protagonista en esos terribles momentos? Fiel a su naturaleza osada y pícara Armandito había envuelto por la retaguardia a un enemigo superior en número y armamento con un movimiento en pinzas que el mismísimo Napoleón hubiera envidiado y a continuación los acribilló por la retaguardia a pedradas y botellazos. Luego de aquella hazaña a Armandito no le quedaba mucho por hacer en Cuba excepto competir con su padre en años de prisión. Comprensiblemente decidió emigrar a Estados Unidos a donde llegó como un marielito más aunque fiel a su costumbre excéntrica sus pies nunca pisaron los muelles del puerto de Mariel.

Una vez en la república independiente de Nueva Jersey las calles del condado de Hudson supieron de las buenas artes de uno de los hijos más ilustres de Arroyo Naranjo. Fue allí donde Armandito descubrió su talento para los negocios no siempre felices, pero invariablemente osados. Pero ni siquiera esta vocación lo distrajo de sus obligaciones patrióticas o asuntos parecidos. Como cuando se hizo un llamado a realizar una misión de internacionalismo antiñángara en la hermana república de Nicaragua, para aquel entonces en manos más o menos de los mismos que ahora. Armandito se ofreció junto a un grupo de compatriotas para combatir en Nicaragua, el nuevo escenario del imperialismo castrista en aquel entonces. A medida que iban pasando los días y los niveles de exigencia y compromiso iban aumentando los voluntarios abandonaban el grupo inicial hasta que a la hora de entrar en combate —es un decir— los voluntarios que quedaban podían contarse con una mano y sobraban varios dedos. El asunto es que entre los que persistieron estaba Armandito y, aunque nunca entró en combate real —aunque corrió riesgos de variada especie—, ya eso nos dice de la persistencia de nuestro personaje a la hora honrar su palabra.

Esa lealtad a sí mismo, a sus amigos y a desconocidos con los que se compromete con un simple estrechón de manos ha marcado la vida de Armando Álvarez desde siempre. No importa lo poco prometedor o directamente peligroso que pueda parecer un empeño para que Armandito lo acometa hasta las últimas consecuencias. (Sus aventuras como administrador de un supermercado en el peor barrio de Baltimore da para una serie de Netflix: si vendiera los derechos va y recupera todo el dinero que perdió en esa ocasión). En el Norte revuelto y brutal que nos soporta Armandito ha tenido un hijo, seguramente sembró unos cuántos árboles y ha protagonizado hazañas que darían para escribir unos cuántos libros de los cuáles El patrón del bien sería apenas un punto de partida. Acá cuidó de sus padres Armando e Hilda mientras vivieron y sigue honrando su memoria. Pero la acción y la fama de Armandito no se limita al condado de Hudson: se extiende a la Florida donde creció su hijo y tiene innumerables amigos, a Centroamérica donde desarrolló todo tipo de labores y cultivó amistades para toda la vida. Porque si de algo es incapaz Armandito es dejar indiferente a alguien que lo conozca. Pero su impacto mayor sin dudas ha sido en nuestra comunidad, donde tenemos el privilegio de verlo desenvolverse cada día cuando no se embarca en uno de esos viajes repentinos a lugares previsibles o esos que se inventa como si estuviera pasando un curso de geografía acelerada. Ha sido acá, a orillas del Hudson donde hemos disfrutado el privilegio de tener a alguien que nos respalda, nos guía y nos orienta sin esfuerzo enseñándonos de paso que cumplir ciertos deberes con respecto a los demás no es sacrificio sino el más perfecto de los placeres. Armandito es sin proponérselo —porque algo así para que funcione debe ser no admite premeditación— un maestro zen a la cubana. A golpe de ejemplo nos enseña, sin que parezca que lo esté haciendo, a querernos mejor entre nosotros y a que la palabra comunidad tenga un sentido más cabal y profundo. Si hemos aprendido a ser más unidos y solidarios entre nosotros eso se debe en buena medida a la generosidad y el ejemplo de Armando Álvarez.

Hay otra razón por la que este libro haya sido tan fácil de componer. Y no solo porque es una idea concebida por quien más cercana se encuentra a él, su compañera Isabel Milanés que junto a su inseparable amiga… imaginó el libro y se ha encargado de hacerlo realidad. Isabel ha sido quien, con su sentido de la organización y un tesón envidiables, ha acarreado a los múltiples autores de este libro a que ofrezcan el fiel testimonio de la personalidad de su protagonista. Tiene Isabel otro mérito tremendo y es que con su la profunda complicidad que uno ve en las parejas de muchos años ha enseñado a alguien que parece saberlo todo, alguien tan generoso como desconfiado, a entregarse de una manera que no le había conocido hasta ahora.

Puede que El patrón del bien no sea recibido por su protagonista con el mismo entusiasmo con que hemos acometido su escritura. En este libro Armandito no aparece escudado en la ficción. Aquí, como diría el propio homenajeado, “le hemos cantado jugada”. Hemos desnudado su bondad, desvelado el mecanismo minucioso con que funciona su generosidad, hemos sido indiscretos con un accionar que siempre ha evitado las exhibiciones, convencido, como todo hombre verdaderamente bueno, que el exhibicionismo es el enemigo más perverso del bien. Deseamos por eso que Armandito nos perdone todo el exceso de entusiasmo en que hemos incurrido mientras describíamos los actos y virtudes de alguien a quien usualmente le estamos agradecidos de maneras más discretas. Todo esto no es más que una manera de desearle —y agradecer— que Armandito siga siendo Armandito por muchos años más.

lunes, 25 de noviembre de 2024

A las (Anas de) Armas valientes corred!



-Dime algo.
-¿Qué quieres que te diga?
-No te hagas el ministro cuando le hablan de apagones. Tú sabes de qué te estoy hablando.
-Pues no sé.
-De lo único que hablan los cubanos en estos días.
-¿De qué? ¿Del hambre, de la falta de agua de electricidad, de los ciclones, los terremotos, de los presos?
-No, de un tema más imperioso aún…
-¿El fin del parole?
-No, de Ana de Armas.
-Ah, ya…
-Sí, y de su nuevo novio, de la decisión de la muchacha de entrar en la familia Díaz-Canel-Cuesta-Singaos.
-¿Qué quieres que te diga? Es un problema suyo.
-Ese es el problema, que no es suyo. Esa rubia es todo lo que nos queda, ahora que no tenemos zafra, ni turismo, ni equipo de pelota que le gane a nadie.
-Yo no creo que debamos reclamarle nada. La que logró llegar en tiempo récord de Santa Cruz del Norte a Hollywood, la que saltó de pionerita a Marilyn Monroe fue ella, no nosotros.
-Sí pero una vez que lo logras eso te conviertes en símbolo de algo más grande. De todo un país, por ejemplo.
-O de una famiglia. Los Díaz...
-Ese es el problema. La manera en que Anita está despilfarrando las oportunidades que le ha dado la vida. Ya bastante tenemos con el despilfarro de la nuestra.
--¿Y qué? Ella es libre de elegir a quien le dé la gana.
-Y si es tan libre ¿por qué en lugar de elegir al hijastro del Singao no elige a un friegaplatos de Ray’s Pizza?
-Eso sería caer muy bajo.
-¿Más bajo que el comité central?
-Ella está en otra liga: Ben Affleck, el ejecutivo ese de Tinder. Para eso están sus asesores de imagen, para decirle con quién se puede enredar y con quién no.
-Entonces no es tan libre nada. Parece que su asesor de imagen se graduó de la Ñico López.
-No tengas la mente tan cerrada. Ana no es una simple mortal. Esa muchacha pertenece al Olimpo. Al Olimpo de Hollywood y de Hola! Un Olimpo poblado de estrellas que si las miras de frente te dejan ciego.
-Y si pertenece al Olimpo ¿qué hace restregándose con un pichon de singao?
-Hasta los dioses olimpicos tenian sus patinazos con simples mortales. Zeus se cepilló medio Peloponeso y Afrodita podia revolcarse con un pastor.
-Si fuera con un pastor lo entendería. Pero esto es como tirarse al hijastro de Polifemo con conjuntivitis y gonorrea juntas. Ese tipo es parte del mismo clan que quita la luz, que hace pasar hambre a su gente...
-Ahí te equivocas. Hace mucho que su gente es la misma que sale en las revistas donde aparece ella. Y si esa gente pasa hambre es por las dietas.
-Pero ahora Anita se codea con los que de niña la tenían desnutrida.
-Esa es cosa del pasado y para avanzar en este mundo hay que dajar atras los malos recuerdos. Como los quilos prietos en la puerta del cementerio.
-Coño, pero nadar tanto para ahogarse en la orilla. Es como si la niña mas linda del barrio en vez de irse con el mejor bailador o con el hijo del maceta, se fuera con el hijo del presidente del comité.
-Nadie es más libre que cuando se equivoca.
-Ahí está el detalle. Anita actúa como si siguiera viviendo en el mismo CDR y tuviera miedo a que le encontraran un bistec en el refrigerador. Y no tuviera más remedio que empatarse con el jefe de sector.
-Mamársela al jefe de sector de verdad o al Kennedy de mentiritas ¿dónde está la diferencia?
-Va y se está preparando para un nuevo papel.
-Ya hizo de mujer de un chiva en la pantalla. ¿Qué tiene que ver que lo haga ahora en la vida real?
-Me vas a convencer…
-¿De que es más arrastrá que la capa de Drácula?
-No, de que es un símbolo patrio.
-¿Como el escudo, la palma y el tocororo?
-No, más bien como la libreta, la cola y el jineteo.

jueves, 21 de noviembre de 2024

Discurso en el 65 aniversario del natalicio de Armando Alvarez:



El motivo que nos convoca aquí a tantas personas no podría ser más trascendental. Se trata de conmemorar el aniversario 65 del natalicio del gran Armandito Álvarez, el máximo orgullo del norte de New Jersey. Si los parisinos pueden mostrar orgullosos la torre Eiffel, los romanos el Coliseo, los neoyorquinos la Estatua de la Libertad, nosotros, habitantes del condado de Hudson y alrededores, podemos mostrar con orgullo a Armandito Álvarez, esa figura que se alza, imponente, al lado de la rubia de ojos azules, orgullo de Bayamo, que responde al nombre de Isabel Milanés.

Porque Armandito es más que un amigo. O que un agente de real estate. Armandito es un refugio de los desamparados, consuelo de los desterrados, amigo de sus amigos y hasta de los desconocidos que deambulan por las calles del condado, ajenos a la suerte que les va a caer encima una vez que conozcan a Armandito. Y si Armandito no encuentra desconocidos en la calle para convertirlos en amigos, entonces te roba los tuyos: al instante de presentárselos, con pérfida generosidad te los roba, sobornándolos con una invitación a almorzar o con un paseo a bordo de esa palangana con motor que él orgullosamente llama “mi yate”.

No obstante, además de excelente ladrón de amigos, Armandito es un firme defensor de su patria esclavizada, incesante maquinador de las bromas más sofisticadas que se han tramado en esta parte del planeta y, sobre todo, un monumento a la libertad tan imponente como esa señora que recibe a los navegantes a la entrada de Nueva York con un libro en una mano y una antorcha en la otra. Porque Armandito fue el hombre más libre del mundo hasta ser pescado en las revueltas aguas del Vesubio por la bayamesa de ojos azules. (Una aclaración geográfica: aunque para el resto de la humanidad el Vesubio es un famoso volcán italiano, para los habitantes de esta zona el Vesubio es un magnífico, aunque modesto restaurante, donde puede ocurrir cualquier cosa, incluso que una aparentemente inofensiva bayamesa pesque a un ejemplar de la talla de Armandito).



Sin embargo, por jubiloso que pueda parecer el motivo que hoy nos reúne, permítanme recordarles que el aniversario que le celebramos hoy al gran Armandito Álvarez es el número 65. Y el 65 es un número terrible en el mundo laboral porque indica el momento del retiro. Y la pregunta alarmada que nos surge es ¿de qué se va a retirar Armandito? ¿De agente de bienes raíces o de bromista incansable? ¿De rey del doble parking a este lado del Hudson (que es el oeste)? ¿De organizador de patrióticas comelatas? ¿Dejará Armandito de aspirar a derrocar a la Madre Teresa de Calcuta como campeona de los necesitados y de los perseguidos por los “biles”? ¿Se privará Armandito de estimular la economía local perdiendo dinero en los negocios más estrafalarios que quepa imaginar? ¿Se retirará como bateador de croquetas metafóricas en la liga del ibuprofeno o de croquetas literales en las fiestas de sus amigos? ¿Renunciará a acosarnos para convertirnos en marineros a la fuerza en ese botecito que no sin cierto orgullo llama “su yate”? ¿Desistirá de robarle amigos a sus amigos por medio de perversos sobornos? ¿Dejará de pescar (o ser pescado) a orillas del Vesubio?

Si renuncia a todo eso, ¿a qué se dedicará entonces este inquieto hijo de Arroyo Naranjo? ¿En qué empleará sus días nuestra Madre Teresa del Hudson? ¿Se imaginan a Armandito sentado todo el día viendo series de Netflix o sacando a pasear al perro que no tiene? No, no pueden imaginárselo, por muchos años que cumpla, este híbrido de mono con ardilla no está hecho para el retiro. Quizás aprenda música y organice una orquesta para que, generoso como siempre, logre que sus amigos hagan algo que él nunca consiguió hacer: bailar. O quizás inicie una carrera política para destronar a Albio Sires como alcalde de West New York y hacer realidad un viejo sueño de sus habitantes. No, no me refiero a crear un centro cultural sino a fundar un casino, que es más entretenido y genera mucho más dinero. Pero todos sabemos que Armandito se mantendrá alejado de la política local porque ese sería el momento en que su rival aprovecharía para cobrarle todas las multas por doble parking que le debe y en ese caso estamos hablando de una deuda que dejaría en la bancarrota al propio Jeff Bezos.

Si me imagino a Armandito retirado será escribiendo pacientemente sus memorias: allí contaría la historia de sus bromas macabras, de sus actos de caridad, de negocios tan desastrosos que también parecen actos de caridad. En sus memorias, Armandito revelaría las claves de por qué a pesar de tener amigos que le cuestan más que un Ferrari se las arregla para mantenerse eternamente alegre. Aunque pensándolo bien, no sería buena idea que Armandito publique sus memorias. Y no solo por la competencia que le hará a nuestro libro El patrón del bien contando sus hazañas y aventuras. Imagínense que Armandito, además de sus secretos, publicara los nuestros. Porque estoy seguro que nuestro homenajeado le sabe a cada uno de nosotros secretos que, de publicarlos, merecerían un baño en las aguas del Hudson con una llanta de camión colgada al cuello.
Pero la revelación de los secretos de nuestro héroe puede traer un resultado peor aún. Imaginemos que toda la incomprensible generosidad que Armandito ha desplegado durante años tuviera una explicación siniestra: imaginemos que en sus memorias confiese que es un agente de la seguridad del estado cubana infiltrado en nuestro exilio para torpedear los planes que los desterrados fraguan a la sombra de El Vesubio. Imagínense que todo el dinero donado para los presos políticos en Cuba haya sido usado para comprar tonfas y gases lacrimógenos para la policía cubana. Definitivamente el exilio, que ha soportado todo tipo de reveses durante años, no podría soportar que uno de sus pilares más importantes se dedique a airear sus memorias.



De manera que creo que expreso el sentir de todos si le ruego a nuestro homenajeado que, a pesar de cumplir 65 añitos, no se retire nunca. Armandito, sigue siendo como eres todos los años que puedas junto a tu bayamesa de ojos azules. Poco importa si tu inagotable bondad obedece a una predisposición genética o a un pacto con el diablo o con la seguridad del estado, que es más o menos la misma cosa. Nosotros te seguiremos venerando como la Santa Teresa del Hudson que eres, nuestro patrón del bien y una de las mejores cosas que nos ha pasado en nuestra vida luego de nacer y salir de Cuba.
¡Viva San Armandito!
¡Viva el patrón del bien!

El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez

Como parte de una fiesta sorpresa que le preparamos a Armando Alvarez, el mejor amigo que cualquiera pueda tener, compilamos y editamos los testimonios reunidos en el libro El patrón del bien. El libro incluye ochenta testimonios -la mayoría de ellos tan divertidos e increíbles como el personaje que homenajea- firmados por autores como Ramón Saúl Sánchez, Joaquin Badajoz, Francisco García González, Anamely Ramos, Cesar Pérez, Armando Tejuca, Eliecer Jiménez, Meyken Barreto, Geandy Geandy Pavon, Ivan Acosta, Maria Antonia Cabrera Aruz, Jorge Ignacio Domínguez, Paquito D'Rivera, Brenda Feliciano, Orlando Gutierrez Borbonat, María Perez, Vicent Bloch, Janisset Rivero, Ricardo Quiza y el prólogo de un servidor. Se aclara que las ganancias de este libro serán destinadas a los presos políticos en Cuba y sus familiares. 

Al inicio del libro se dice: 

Este es el libro más sencillo del mundo. Se trata de homenajear a quien todos los que lo conocemos le debemos algún favor. Favores de los que te cambian la vida, empezando por el más elemental que es el de conocerlo. Se podría decir que es el libro de una pandilla de abusadores de la bondad de un buen hombre, pero no es cierto, porque todavía nadie ha encontrado el fondo de la bondad de Armando Álvarez, que parece ser infinita. Y porque Armando es bastante más que su bondad sin fondo. Armandito es un ser con unas ganas de vivir y de divertirse casi tan grandes como las de servir al prójimo, y ahí es donde muchos se confunden. ¿Es que se pueden hacer las dos cosas a la vez? Ya sabemos que sí, porque Armandito es un ejemplo viviente de ello, no porque tengamos idea de cómo lo logra. O de dónde sale esa energía para practicar la decencia y la generosidad a una escala inhumana y, al mismo tiempo, para evitar la santurronería y el engreimiento tomando como pedestal sus virtudes o el agradecimiento del prójimo.

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miércoles, 13 de noviembre de 2024

Cultura, comida y poder: un adelanto en forma de entrevista

Como adelanto del libro Cultura, comida y poder de la investigadora Claudia González Marrero, ahí les va de adelanto la entrevista que me hizo su autora y que incluye en su libro.

 

Nuestra hambre en La Habana: Una conversación con Enrique del Risco sobre memoria nacional y cultura alimentaria

Claudia González Marrero

Investigadora, Food Monitor Program

EPITAFIO

Enrique del Risco Arrocha (La Habana, 1967) es uno de esos escritores que te muestra con humor lo que deberías considerar lamento, no sin antes invitarte a reflexiones a veces incómodas. Su experiencia como historiador le ha permitido revisitar, o rescatar, el pasado de la isla en Leve historia de Cuba (con Francisco García González, 2007). Como Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York (NYU), donde es profesor actualmente, ha trabajado los vínculos entre la literatura y el poder, en obras como Los que van a escribir te saludan (2021). Sin embargo, la primera condición de Enrique, se podría decir, es la de cubano. Aunque sale de Cuba en 1995 y, tras un breve periplo en España, se asienta en Nueva Jersey desde 1997, la mayor parte de su obra, que abarca cuento, novela, ensayo, memorias, antologías, reflexiona sobre una Cuba de la que es parte importante; sobre todo si pensamos en una intelectualidad nacional allende fronteras. La escritura de Enrique marca siempre una pauta a analizar, entre lo institucional y lo individual, entre la dominación y lo humano, entre lo público y lo privado. En Nuestra hambre en La Habana (2022) Enrique vuelve a ubicarse en este balance, esta vez desde una perspectiva quizás inédita para muchos, pero desgarradoramente familiar para cualquier cubano que haya vivido la década de los noventa en Cuba.

Enrique, tu más reciente libro Nuestra hambre en La Habana es uno de los productos más esmerados que ha dado la narrativa testimonial respecto a la memoria de crisis alimentaria en nuestro país. No ubicas tu relato únicamente en la falta de comida, sino que repasas cada carencia tras la caída del campo socialista, y las contrastas desde la perspectiva de un hombre joven, recién graduado, entusiasta de la cultura. Pero también das la sensación de retratar un sentimiento colectivo, de replicarte en las vivencias de tus congéneres. ¿Cuánto hay en esta obra de experiencia personal y cuánto de imaginario popular? ¿Cómo fue su proceso de redacción?

Nuestra hambre en La Habana es estrictamente una obra de no ficción. Allí, como dices, relato mi experiencia personal como recién graduado empeñado en llevar una vida normal y hasta feliz en la medida de lo posible en medio de aquella crisis espantosa que fue paralizando el país. Si entra el imaginario popular en forma de chistes y rumores es porque creo que aquellos chistes y aquellos rumores captan el espíritu de la época de una manera que yo no lo podría hacer pero tengo el cuidado siempre de deslindar lo que experimentaba yo de primera mano de lo que me llegaba por diferentes vías. Nuestra hambre empezó por un artículo que me pidieron sobre la precariedad en Cuba y en cuanto terminé de escribirlo ya sabía que allí había material para un libro. Fue un libro relativamente fácil de construir a partir de dos líneas narrativas. De un lado mi experiencia personal como historiador del cementerio de La Habana, como profesor en una escuela totalmente disfuncional y como museólogo en un museo olvidado en la Habana Vieja. Esa línea tenía un sentido cronológico, ordenado. La otra línea narrativa es la del país: cómo se fue gestando la debacle y cómo a través de los años nos habían preparado para soportarla obedientemente y los diferentes aspectos en que afectó nuestra vida colectiva y nuestra percepción del régimen. Porque el hambre es apenas una sinécdoque de unas carencias bastante más profundas.

Durante toda la narración de Nuestra hambre… registras todo tipo de carencias y privaciones, materiales y simbólicas, a las que el cubano ha debido ‘rendirse’ o resistir. ¿Cuáles son las significantes y los límites de esa Hambre de la Cuba que viviste?

El hambre es eso que te decía antes: una sinécdoque del sistema que la engendra, de las carencias materiales, pero también de las espirituales y la más decisiva y tangible es la falta de libertad. El hambre es un subproducto del monopolio del Estado sobre los medios de producción y de su tremendísima ineficiencia. Y al mismo tiempo el hambre es parte del sistema represivo, de una eficiencia increíble, sobre todo si se compara con la ineptitud del sistema productivo. El régimen primero llevó a casi toda la sociedad a vivir en nivel de supervivencia pura y a eso se le llamó “igualdad”, “austeridad”, “sacrificios por un futuro mejor”. Luego al que se portaba muy bien, o sea, el que contribuía activamente al sistema, se le premiaba con algunos privilegios y al que se portaba mal, sin siquiera ser abiertamente opositor, se le marginaba sin que pudiera siquiera buscarse la vida por sí mismo pues el Estado se convirtió virtualmente en el único empleador del país.

En el campo, donde a los campesinos no se les podía amenazar con el hambre pues se bastaban a sí mismos para alimentarse, se les negaba el acceso a servicios como la electricidad y el agua corriente para, por ejemplo, obligarlos a integrarse a las cooperativas. O sea, para someterse al control del Estado. Y no hablo de los noventas. Eso ocurría ya en lo que le llamo el período clásico de la revolución allá por los setentas. En los años del primer congreso del partido comunista y la adopción de la constitución socialista. Recomiendo leer una suerte de diario que Juan Abreu escribió por aquellos días y que luego publicó con el título de A la sombra del mar. Impresionante.

Durante los noventa fueron tantos los productos contrahechos que el Estado impuso como alternativa a la escasez, que aún hoy conviven en el imaginario cubano, allí donde se encuentre, alimentos tabúes en forma de “comidas de pobres”. ¿Puedes hablarnos de algunos de estos alimentos, antes parte de la cocina cubana y luego relegados por el rechazo a esos tiempos? ¿Cómo los re-negociaste fuera de Cuba? Entonces ¿crees que Cuba, como territorio físico, ha perdido sus referencias culinarias, de lo que significan diferentes alimentos, sus formas de elaborarlos, los rituales alrededor de la comida?

El hambre es innegociable. Al menos el hambre de los 90. Los 80, esos a los que ahora se les ve con una aureola de abundancia fue mi época de las comidas de pobre: arroz, chícharo, huevos y no he renunciado a ninguno de ellos. Los 90 fue una caída a un nivel más bajo aun: el picadillo de cáscara de plátano, el bistec de cascos de toronja, un pescado inmundo llamado chicharro, la llamada pasta de oca y el siempre socorrido vaso de agua con azúcar. Confieso que desde entonces no he sentido ninguna necesidad de regresar a ellos. ¿Quién lo haría a menos que fuera un masoquista irredento?

Por otro lado de niño tuve mucha suerte pues mi abuela hija de canarios se desvelaba por mantener la mayor cantidad de referencias culinarias posibles: su arroz con pollo y sus moros con cristianos, sus platos preferidos de los domingos, eran sublimes. O aquellas ocasiones excepcionales en que aparecían unos cangrejos y toda la familia se ponía en función de preparar una harina con cangrejos, un plato explosivo que comíamos en el patio para evitar que al romper las muelas de cangrejo a golpes de maza la harina saltara por todo el comedor. Entre semana mi abuela se encargaba de regalarnos con platos como la sopa de plátano, la sopa de ajo, la de quimbombó, escabeches de pescado, bacalao a las vizcaína, pollo con papas, fricasé de guanajo. Cuando no pedía que le dieran falda en la carnicería en lugar de bistec, la salaba, la colgaba en la cocina y al mes estábamos comiendo tasajo, esa comida de piratas y esclavos que a mí me encanta. Ella era una verdadera conspiradora contra la monotonía culinaria del castrismo. El único día que no cocinaba era el de las madres cuando comprábamos una paella de mariscos que vendía exclusivamente ese día la cafetería de mi barrio, El Becerra.

Luego estaba mi abuela paterna, la camagüeyana, de platos más simples pero con la enjundia guajira de lo que cultivas y crías en el patio de su casa. Uno de los platos que mejor recuerdo por su rareza en el contexto cubano era el llamado queso de puerco que se elaboraba con todo lo de aprovechable que tenía la cabeza del puerco, sesos incluidos. Se hervía, luego se prensaba y se convertía en una especie de carne fría, en forma de queso. También dominaba un repertorio de repostería impresionante: desde las yemitas y las cremitas de leche hasta el llamado pan patato a base de diferentes viandas. Pero eso, ya te digo era un privilegio que no creo que abundara entre los cubanos en esos tiempos.

Encima, con la cruzada antirreligiosa se barrió con un calendario de festividades y tradiciones siempre asociados a algún tipo de comida. Casi todos los viví vicariamente a través de los cuentos de mi abuela materna que viniendo de una familia muy pobre y siendo ella misma razonablemente fidelista -si es que eso existe- no cesaba de contarme: me refiero a esos festines que a mí se me antojaban infinitos que uno se podía dar por unos cuantos centavos en una fonda china o en el famoso Mercado Único. O un “pan polaco” del que no cesaba de hablar y que supongo venía de alguna tradición judía. A muchos niños de mi generación ni los cuentos les llegaban y en los malhadados noventas había niños que crecían sin saber lo que era un sándwich o desconociendo el humildísimo gofio de harina tostada con que se mataban el hambre nuestros ancestros.

Comentas que en los noventa era recurrente la evasión a nombrar a Fidel, pero que esta no respondía a miedo sino a hastío, porque: “La conciencia colectiva de la nación concluyó que aquel nombre había sido mencionado demasiadas veces para añadir una más”. También relatas varias frases populares que nombraban productos barrocos como los “perros calientes sin tripa” o mecanismos de distribución normada como “los cosmonautas”, para nombrar huevos que desaparecían en cuenta regresiva. Este lenguaje críptico pervive hoy día en otras variantes ¿Cómo interpretas estas expresiones? ¿Crees que pueden ser consideradas expresiones con un trasfondo político?

Quiero hacer una distinción. De un lado estaba la imaginación popular y del otro la imaginación estatal que no se quedaba a la zaga y fue la que engendró denominaciones tales como “picadillo de soya”, “pasta de oca”, “picadillo texturizado”, “picadillo enriquecido”, “perro sin tripa”, “fricandel”, el “cerelac” y la más imaginativa de todas que fue llamarle “período especial en tiempos de paz” a lo que no era otra cosa que una crisis terrible. Compárese eso con “la Gran Depresión” que da una idea más clara de lo ocurrido en los treintas en medio mundo. El pueblo se defendía como podía, se resistía a ese bombardeo semántico con sus propias invenciones dando testimonio, a pesar de no rebelarse abiertamente, de su descontento, su inteligencia, su vitalidad. Y claro que tenían un trasfondo político, aunque fuera porque un sistema totalitario tiene la virtud de politizarlo todo y en medio de la imbecilización colectiva cualquier muestra de inteligencia es directa o indirectamente un acto de resistencia.

Hay un chiste que no incluyo en el libro y que acabo de recordar. Cuando la neuritis óptica se hizo epidémica y empezó a provocar ceguera en la gente el gobierno -sin aludir directamente al problema, porque a la hora de referirse a los desastres cubanos el gobierno es más discreto que Sherezada- empezó a repartir unas pastillitas amarillas de complejo vitamínico B. La gente le puso a las pastillas “la caperucita Roja” porque eran “Para verte mejor”. Pues Daniel Torres, el director de cine, me contó que a Carlos Lage se le ocurrió hacerle el chiste a Quintusabes porque le habrá parecido inocuo, supongo, y el asunto fue que por mucho que se lo explicó Quientusabes nunca entendió el chiste y Lage, amoscado desistió de explicárselo. No me consta si la anécdota es real o inventada, pero ahí tienes un buen resumen de las relaciones entre el humor popular y el poder.

En esta misma idea, ¿cuánto crees que ha estremecido el humor, en forma de lenguaje o de memes, al monolito de la narrativa institucional cubana? ¿Algunas diferencias sustanciales entre los noventa y los dos mil?

El humor no puede derrocar un poder que se asienta por la fuerza, no debe pedírsele tanto, pero puede erosionar el discurso del poder, hacerlo cada vez más ridículo, menos convincente. De ahí que el discurso del Poder en la actualidad se haya vuelto cada vez más cínico porque luego de tanta burla no se cree ni a sí mismo. Y una vez que el ejercicio del Poder se vuelve más descarnado al menos se va quebrando esa intimidad entre opresores y oprimidos que hace del totalitarismo un sistema tan perversamente eficaz. Pero el humor no solo ha cambiado la relación con el poder. La misma oposición se ha vuelto más desenfadada, menos hierática.

Afirmas que, en su precariedad, a los cubanos se les ha escamoteado incluso la posibilidad de denunciar el hambre frente a mayores hambrunas de la Historia: “Nuestra hambre era un hambre con baja autoestima. Lo sigue siendo. Todavía mucha gente no se atreve a llamarla por su nombre.” Ante hambrunas históricas como la del Holocausto “(…) debemos retroceder, humildes, reconociendo que nuestra hambreada condición no llegaba a esos extremos.” Como intelectual crítico al régimen cubano dentro de la academia norteamericana seguramente has debido tener encuentros con personas que desde sus posiciones ‘ajenas’ han relativizado o ‘romantizado’ las experiencias que relatas en tus memorias. ¿Puedes contarnos alguna anécdota y la reacción habitual del Enrique crítico, humorista e historiador a estas circunstancias?

La primera persona que me encontré en mi primer día en una universidad norteamericana, un estudiante graduado igual que yo en esos momentos, me preguntó si era “cubano o gusano” y mi respuesta no fue amable ni ingeniosa sino lo suficientemente disuasoria como para que no insistiera en esa vía. Desde entonces me propuse no entrar en debates sobre la cuestión cubana. Lo que hay en Cuba es una tiranía insoportable y eso es tan poco debatible como mi condición humana y la del resto de los cubanos. Tan poco debatible como lo era la injusticia de la esclavitud en el siglo XIX si se me permite la comparación. En cualquier intento de debate le preguntaba a mi interlocutor cuánto tiempo había vivido en Cuba y la respuesta en el mejor de los casos era dos semanas y a continuación les decía que yo había vivido en Cuba veintiocho años: si en dos semanas pretendía saber más sobre mi país que yo en 28 años me estaba diciendo estúpido y no aceptaba discutir con gente que me insultara. Luego parece que la voz se fue corriendo entre los colegas y desde hace mucho ninguno viene a tratar de convencerme de que aquello es ni siquiera regular. No obstante, el libro está dedicado precisamente a una colega mía, boricua por más señas, quien me dijo que estaba planificando un número sobre la precariedad para la revista del departamento y que pensaba que no podía hablar del asunto sin mencionar el caso cubano. Luego, el artículo resultante, se convirtió como dije antes, en el primer capítulo del libro. No ando por ahí predicando el evangelio de la maldad castrista pero si me preguntan y los veo genuinamente interesados, respondo. Pero desde el inicio, para evitarles a la gente de otras nacionalidades la tentación de asumirme tranquilamente dentro de su sistema de expectativas me presento diciendo “Soy cubano, pero nadie es perfecto”. Y entienden.

En Nuestra hambre… abordas un tema para mí esencial cuando hablamos de teoría totalitaria según Hannah Arendt: “Cuando la indigencia resulta lo bastante abrumadora como para aplastar el instinto de resistencia, se está a las puertas del sometimiento absoluto. (…) Es rara la vez que el hambre haya incitado al desacato, la sublevación. Sobre todo cuando el hambre se convierte en sistema, y la supervivencia, en el objetivo esencial de los sometidos”. Incluso sin llegar a esa hambre física que describes, en Geopolítica del hambre de Castro afirma: “El comer siempre lo mismo explica la pérdida de ambición, falta de iniciativa, tristeza de las poblaciones en situación de socio-segregación alimentaria.” ¿Qué conclusión saca el Enrique protagonista de tu texto? ¿Ha sido el hambre en Cuba un mecanismo premeditado de dominación; finalidad o efecto?

Primero debo decir que no creo que el hambre en los sistemas comunistas sea premeditada. Más bien el hambre es una consecuencia lógica de privar a la gente concreta de sus medios de producción y entregárselos al Estado que, además de torpe y chapucero, tiene menos interés en producir comida que en conservarse a sí mismo como sistema. Una vez producida el hambre de manera más o menos “natural” el Estado sí la sabe aprovechar muy bien para manipular con ella a la gente. La mejor muestra de ello es que ante las situaciones límites sus soluciones temporales consisten casi siempre en conceder un poquito de libertad económica para luego quitarla en cuanto la situación mejora. No es nada nuevo. De ese tipo de control ya sabían los incas cuando prohibían a sus súbditos crear recetas nuevas para que pudiera alcanzar la cantidad estricta de alimentos que le asignaban a cada comunidad.

Pero las tácticas de la escasez no solo se ejercen contra la población interna. Además esa población hambreada es usada como rehén para conseguir tanto concesiones políticas de los gobiernos extranjeros como remesas y mansedumbre en general por parte de la emigración.

Al relatar los pasajes de la crisis de los balseros afirmas: “Ante tal panorama, si algo hacía que mereciera la pena arriesgarse, si algo podía cambiar al menos el destino individual, era escapar de allí, un propósito al que se han consagrado generaciones de cubanos cuando todavía están en edad de soñar, de ejercer su esperanza.” Hoy día vemos una migración tan persistente y diría con mayor masividad que la de los noventa. Como joven intelectual que logró sus aspiraciones en el exilio, ¿cómo asumes la emigración en tu generación, y ahora?

Al margen de que hay gente que prácticamente nace con el impulso de irse de Cuba lo normal es que la emigración sea el plan B en la vida de cualquier persona. Yo mismo no me planteé irme hasta los noventas, ya graduado de la universidad. De otra manera no hubiera estudiado Historia de Cuba y en lugar de eso habría estudiado inglés u otra carrera con más visión de futuro. Pero cuando decidí irme, cuando descubrí que no tenía posibilidades de llevar una vida decente y que me cerraban todas las vías para hacer algo que me permitiera trabajar por mi propio país, ayudarlo de cualquier manera a sacarlo de la situación en que estaba, ya se había convertido en el plan A de buena parte de mi generación. La gente no daba explicaciones de por qué se iba sino por qué se quedaba.

Que treinta años después se repita la misma situación para las nuevas generaciones es una denuncia contra los que siguen dirigiendo el país de manera tan desastrosa. Y así se sigue privando al país de la gente más creativa y emprendedora de cada generación. En cuanto a mí si de algún éxito me siento orgulloso es de no haber dejado de hacer lo que me gusta y en lo que creo, con plena libertad. Y de haber creado un entorno de gente querida -empezando por mi familia- en el que sentirme a salvo del chantaje de la nostalgia.

En el libro relatas el descalabro de todas las normas establecidas debido a la crisis: el robo, los asaltos a los autobuses por divertimento, la falta de solidaridad. Con estas normas me refiero, según Hannah Arendt, a las reglas de comportamiento que frente a una crisis de estas dimensiones revela un colapso del sentido común, porque no se tienen a disposición otras categorías morales independientes de la experiencia autoritaria. Sin embargo, tu relato personal nos recuerda que algo que se debe defender a toda costa es la facultad personal del juicio. ¿Cuánto crees que las carencias prolongadas en el tiempo, las ramificaciones de esa Hambre en sentido general, han calado en el patrimonio, en la memoria y en la identidad nacional? ¿Cómo resguardar el juicio y la ética personal ante la precariedad extendida por generaciones?

Las carencias han calado muchísimo tanto a nivel material como espiritual: en la pérdida de tradiciones, de formas de convivencia, de la belleza elemental que se necesita para una vida digna pero también, y sobre todo, nos ha desacostumbrado a vivir en libertad, ha instalado una desconfianza y una mezquindad adicional en las relaciones entre los cubanos, la pérdida de un mínimo de cortesía que hace la vida más agradable. Al salir de Cuba me sorprendía que los desconocidos me saludaran al cruzarse conmigo en la escalera o en la calle. O para poner otro ejemplo cotidiano: en Cuba, cuando pasaban con una bandeja -en las extrañas situaciones en que eso sucedía- agarrabas con cuantas galletas o pasteles te cabían en las manos o si eras algún refresco observabas con cuidado antes de agarrar el vaso que tuviera algo más de líquido que los demás. El famoso hombre nuevo del Che Guevara resultó ser un chivato tremendamente miserable, alguien que le sirve a la perfección al Estado para mantenerse pero de quien nadie quiere ser amigo.

Por otro lado, la socialidad caribeña, como he podido comprobar en República Dominicana, Puerto Rico o en el Caribe colombiano es de una suavidad, largueza y espontaneidad envidiables pero el castrismo ha hecho de los cubanos unos seres ásperos, mezquinos y recelosos. Curarnos de eso será arduo y laborioso y debiéramos empezar desde ahora, donde quiera que estemos. Pero eso es lo que produce el totalitarismo por donde quiera que pasa. Lo asombroso -y eso quiero destacarlo- es la cantidad de gente joven decente y magnífica que sigue saliendo de Cuba pese a todo. El tipo de cosas que te devuelven la confianza en el ser humano.

Junto a la cuestión de la emigración creo que también nos hemos preguntado alguna vez por la sociedad que queda en la isla, sus formas de resistir, subvertir, y las consecuencias cada vez más aterradoras que estamos viendo luego del 11J. En tu libro afirmas: “Nada hacía más temible a ese entramado de vigilancia e intimidación que el hecho de que estuviera compuesto por gente. Cientos de miles. No robots a los que en algún momento se les puede desconectar o reprogramar, sino seres cuya capacidad operacional se multiplicaba ante el temor de que un cambio de régimen les hiciera perder sus privilegios. O desatara el rencor de sus víctimas. Digo «víctima» y ya me arrepiento. Si algo le cuesta producir a un régimen como el cubano (aparte de bienes de consumo), son víctimas puras (…) Resulta muy difícil apelar a la solidaridad entre víctimas cuando todos han sido un poco verdugos.” Entonces, ¿cómo podemos llamarnos, banalidad del mal o resistencia, víctimas o victimarios? ¿Cómo te imaginas un proceso de reconciliación nacional post-régimen?

Ese es el totalitarismo trabajando a plena capacidad. La ideología es el pretexto pero una coartada más persistente que lo que solemos reconocer. En la sociedad moderna, ante la pérdida de sistemas tradicionales que cohesionan la sociedad y le dan sentido como la religión, las estructuras familiares, etcétera, la ideología totalitaria es una tentación que no se debe despreciar. Lo vemos ahora mismo con los populismos de derecha o la ideología woke, de vocación totalitaria evidente. Luego está ese magnífico mecanismo de dominación que mezcla la esperanza, la envidia, la mezquindad y la violencia para crear un círculo vicioso en que casi todo el mundo es a la vez víctima y verdugo de otros. El mecanismo lo describe muy bien el cuentista Lino Novás Calvo en un cuento de 1932:

“Los celosos hablaban entonces en nombre de los esclavos y volvían a ser esclavos ellos mismos. Después si seguían eran ajusticiados y sus huesos se juntaban en aquella tierra con los de los otros. Otros esclavos pasaban entonces a su lugar, escogidos por Amiana o sus manfucas, por valientes o delatores. Estos eran los rebeldes de abajo, contra los de abajo. Al subir se cruzaban con los que bajaban. Esto sostenía a Amiana y le dio humos. Comenzó a sentir gusto en perseguir, como si se rascara un salpullido por dentro o se apretara un forúnculo. […] Las gentes de Amiana querían hacerse méritos con él y por eso inventaban complots y descubrían rebeldes donde no los había. Pero luego lo eran. Amiana los mandaba a los barracones y entonces se hacían resentidos y hablaban en nombre de los esclavos. Estos veían entonces la ocasión de dejar de serlo y delataban a los que venían de arriba, y así estos pasaban entonces al cementerio”.

El totalitarismo se alimenta de lo peor de nosotros mismos. La mejor manera de contrarrestarlo es ser lo mejor que podamos, pero sobre todo lo más generosos que podamos. Pero no hay que esperar a que se caiga el régimen, si es que alguna vez lo hace. Debemos empezar ahora mismo.

Tu libro pareciera una radiografía del malestar general de los años 90, pero también un inventario de cada aspecto o ejercicio en el que se ocupaban los cubanos como tú para resistir el infortunio. Si tuvieras que narrar el presente, signado por títulos tan abstractos como el del Periodo Especial en Tiempos de Paz: Coyuntura, Continuidad, que elementos crees deberías añadirle o sustraerle a tu texto original. En resumen, ¿cuánto dista la Cuba de tus memorias de la actual?

Decía el filósofo Richard Rorty -y yo no me canso de repetirlo- que aceptar el vocabulario heredado “es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos”. Por eso al inicio del libro propongo un cambio de vocabulario y empiezo por llamarle a la crisis de los noventa por su nombre real: Hambre. A las sucesivas crisis desde entonces les llamaría Hambre 2, Hambre 3. Porque en lo esencial el sistema no ha cambiado de naturaleza: las causas de las crisis son las mismas y los resultados son idénticos. Si algo ha cambiado es la gente: ahora es más descreída, mejor informada y si acaso más cínica. Excepto un grupo de gente increíblemente valiente, esperanzada y empeñada en cambiar el país el resto tiene claro que lo mejor que puede hacer con sus vidas es prepararse para marcharse en cuanto puedan.

Siento que la brecha que existe entre la Cuba de principios de los sesenta y la de los 80 es mayor que la que existe entre la de los noventa y la de ahora, aunque haya transcurrido más tiempo. Los noventa fueron un momento clave para lo que vino después. En ese momento comenzaron los fenómenos que ahora son la norma del país como el turismo y el jineterismo masivos, la fundación de la mafia hotelera de Estado, el cuentapropismo y el abandono de toda esperanza creíble de la utopía comunista. Luego han aparecido fenómenos que no alcancé a ver que van desde la exportación masiva de personal calificado, la sustitución de profesores por televisores, la introducción del internet o una circulación más fluida de la gente en ambas direcciones -en mi época la gente raramente usaba el pasaje de vuelta. También hay un mayor conocimiento desde afuera sobre lo que pasa adentro. Y a juzgar por lo que me cuentan los que salen y la facilidad con que nos comunicamos el meollo del régimen ha cambiado muy poco desde que me fui. Para decirlo de otro modo: puede haber ocurrido muchos cambios, pero las razones por las que me fui siguen intactas.

martes, 12 de noviembre de 2024

Cultura, comida y poder

 


En contextos políticos cerrados, la alimentación puede ser un arma de propaganda y control, mientras que, «desde abajo», es un sitio simbólico de adaptación y resistencia.

Conseguir alimentos, elaborarlos y comerlos son acciones repetidas y centrales en la vida de cada ser humano.

En espacios autoritarios, sumidos en crisis y desigualdad, donde el desinterés gubernamental es evidente, la comida más que una mera necesidad se vuelve fuente de incertidumbre, ansiedad y frustración.

El presente libro parte de la idea entre Food Monitor Program y la editorial Hypermedia de debatir las intersecciones entre cultura y poder que ofrece la idea de la comida en Cuba.

Para ello, se compilan doce conversaciones con artistas, escritores, intelectuales, e historiadores, que tienen como elemento en común pensar a Cuba. Son cubanos que de una manera u otra han referido la comida en sus obras, y el espacio que esta ocupa en la (de)construcción de la nación.

Neoclasicismo asere o Lope de Vega en tiempos del Taiger*



La pura casualidad hizo coincidir el luto por la muerte del cantante conocido como El Táiger con la publicación de la tragicomedia en tres actos La capital del sol (Bokeh, 2024) del recién estrenado autor César Pérez. 

Que se trate de una coincidencia no impide buscarle sentido. Si en los alrededores de la muerte del reguetonero chocaron frontalmente el dolor popular con los escrúpulos clasistas, el populismo intelectual con los pujos de alta cultura, el exhibicionismo sin frenos con la perfecta indiferencia —dejando al descubierto las brechas que separan a la tribu cubana más allá de la política—, la tragicomedia de César Pérez, ambientada en Miami, convoca y representa multitud semejante de sentimientos contradictorios: pobreza de espíritu, frustraciones, deseos insatisfechos, celos, ambiciones insaciables y un desajuste radical con la realidad cotidiana de una sociedad más o menos normal. 

Entre la reacción en cadena ante la muerte del cantante y La capital del sol hay muchos temas comunes. Con ambas se podría armar un retrato robot del alma cubana a la altura del primer cuarto de siglo del segundo milenio, contando desde Cristo a esta parte.

Parecería una decisión extraña que, en su estreno dramatúrgico, César Pérez eligiera el recurso anacrónico de la obra en verso —desde el octosílabo hasta el alejandrino— para representar el presente cubano en Miami. Sin embargo, este reparo se conjura desde la entrada en escena de Larisa, la protagonista, presentando biografía, conflicto, filosofía y estética en solo ocho versos:

Fui jinetera en La Habana
Y aquí vendo 
rial estei   
Traje a mi madre y mi hermana 
Y a Lorencito también.
Muchas veces me pregunto
Por qué traje a ese cabrón
Es que no pueden ir juntos
Billetera y corazón.

Así, el ritmo antinatural de la poesía, con su filosofía callejera y su Spanglish recién adquirido, naturaliza lo que parecería incompatible y deja que el instrumento llevado por Lope de Vega a su máxima expresión teatral fluya por las autopistas y eficiencis de Miami, con la misma desenvoltura que por las calles del Madrid del Siglo de Oro. 

Basta con esa tranquila audacia de César Pérez para atar mundos que se enemistaron a muerte durante la agonía y fallecimiento del Taiger, donde, si a unos les molestaba el llanto de los otros, a estos últimos les mortificaba que su desolación no fuera unánime. 

Pérez escribe como si la vieja brecha entre alta cultura y cultura popular no existiera. O como si apenas fuera un estímulo para saltársela. El ritmo de su verso no se enemista con la realidad mayamesa, pareciendo tan natural como el de cualquier reguetón. ¿Acaso el género no ha conseguido, además de generar fanatismo y dinero, devolverle a la gente de a pie el gusto por el ritmo verbal y la rima? 

César va más allá y, para advertirle al siniestro Pepe Martí sobre los peligros de cortejar la mujer del prójimo, uno de sus secuaces resume el primer gran clásico de la literatura occidental, La Ilíada, de esta forma:

Acuérdese de que Homero
Nos cuenta que Troya ardió
Porque Paris le tumbó
La jevita a Menelao:
La calentona de Helena
Que aunque se partía de buena
Le puso malo el picao
A Héctor y su pandilla
Por ser tan guaricandilla.

(Enseguida se aclarará que el matón no leyó Homero, pero sí vio Troya, la película de “Brad Pí” interpretando al “pendenciero / Aquiles de pies ligeros”).

La capital del sol muestra el Miami cubano de ahora mismo, con sus jineteras reconvertidas en agentes inmobiliarias, sus chulos “degradados” a camioneros y sus chivatos ascendidos a testaferros de los negocios sucios del régimen cubano en el corazón del exilio cubano. 

No es la clásica capital del exilio gobernada por viejos periodistas republicanos atrincherados en emisoras AM, sino el Miami por donde se pasea como un príncipe Pepe Martí, encargado de lavarle el dinero sucio al régimen instalado desde siempre al otro lado del estrecho. 

Si tiene un baro ilegal
Escondido por ahí,
Tintorerías Martí
Le resuelve en un minuto,
Entra sucio por aquí,
Por allá sale impoluto.

Como antes los espías infiltrados en Langley, Pepe Martí es el nuevo héroe de un régimen que antes exaltaba la austeridad y ahora descubre placeres, como el caviar y las anguilas que, por cuestiones técnicas, nunca llegarán a la famélica libreta de abastecimiento. 

El nuevo héroe, además de lavarle el dinero en paraísos fiscales, conoce lo suyo de buenas marcas y artículos suntuarios. Así, Pepe Martí da órdenes a su ayudante:

Sácame los Ferragamos
Y el traje de Valentino
azul que me va de muerte
Con el Rolex de platino
Que esta noche me combino
Mejor que una caja fuerte.

Otro personaje esencial en la trama es la propia ciudad de Miami que le da título a la obra, escenario de la trama y sin la que no pudiera explicarse buena parte de los conflictos. Ciudad en que dos de cada tres habitantes han nacido en otro país, en la que se reinventan vidas a diario y, junto con el viejo sueño americano, se vende el de las segundas oportunidades. 

Pero, ante la ingente esperanza de dejar atrás el pasado de una buena vez, termina llegándose a la conclusión fatal de que “todo el futuro es incierto / y el pasado no caduca / el aliento de tus muertos / siempre te eriza la nuca”. 

No es este el Miami de las postales, ni siquiera el de las cartas triunfales al país natal. En La capital del sol se representa lo que la sociología decimonónica llamaría “los bajos fondos”: criminales, traficantes de casi cualquier cosa, hampones o gente que trata de escapar de ese ambiente sin conseguirlo. 

César Pérez lo retrata con rima esdrújula:

Aquí hay que andar con un látigo
Con tanto sapingo eléctrico
Choferes de Uber erráticos
Y mormones evangélicos
Dealers que venden orgánico
Adictos que compran vértigo
Kioskos de tacos asiáticos
Y de tamales transgénicos
Boarding homes esquizofrénicos
Y hospitales post-psiquiátricos
Llenos de
 homeless famélicos
Con modelos fotofóbicas
Y millonarios excéntricos
Con sus guardaespaldas sádicos
Y abogados energúmenos.

En este Miami se desarrolla una trama sencilla y al mismo tiempo rocambolesca. Lorencito, antiguo chulo de Larisa, intenta recuperar el control sobre esta cuando su viejo compinche, Roli, le propone el negocio que lo liberará del timón del camión que maneja y lo volverá irresistible nuevamente ante Larisa. El negocio consiste en secuestrar a la hija de Pepe Martí y pedir por ella un rescate millonario. 

Una salida aparentemente mágica, para quien cree en las propiedades milagrosas del dinero, cualquiera sea su procedencia. Trasplantados a la patria del capitalismo, tanto a Lorencito como al resto de los personajes les parece lógico y necesario adscribirse al evangelio del dinero. 

Así declama Lorencito: “En Cuba éramos esclavos / de gorilas con fusiles / aquí nos comen los biles / hasta el último centavo”. Y más adelante confunde, muy marxistamente, dinero con libertad: “Lo que quiero es muy sencillo / hemos llegado a una edad / en que no hay libertad / sin dinero en el bolsillo”. Así, bajo la convicción casi romántica de que “vivir es meterse en líos”, Lorencito acepta la propuesta de su compinche. 

La capital del sol, divertidísima en casi toda su extensión, tiene en cambio un resabio amargo que hace pertinente su subtítulo de tragicomedia. Es la amargura y el resentimiento de los forzados a abandonar su país sin entender muy bien por qué. De quienes intentan resanar viejas heridas e impotencias a golpe del siempre elusivo billete. De los que han renunciado a casi nada, que es todo lo que tenían, e intentan resarcirse del tiempo y la fe perdidos. 

César Pérez cumple con la obligación de todo autor hacia sus personajes: al hablar por ellos, trata de entenderlos, de hurgar en sus razones más profundas y dejar el juicio para sus lectores y espectadores. 

La política parece pesar poco en las decisiones de los personajes. Y con razón. Aquello que parece decisivo, a nivel de nación o de grupo, suele ser en la vida de los individuos un factor secundario, opacado por los demonios personales. 

Por eso cuando, en medio del secuestro, los extorsionadores pretenden aducir motivaciones políticas, Pepe Martí responde:

Pero, dime, ¿qué cojones
Tienen en la cabeza?
Suelten a Yumi, cabrones,
Y déjense de bajeza
Dándoselas de patriotas
Mientras secuestran mujeres…
Mira, tú, si lo que quieres 
Es llevar esto hasta el fin
Para hacerte el paladín
De la justicia, ¿por qué
En vez de este paripé
No me secuestraste a mí
al mismo Pepe Martí?
Ahí sí ibas a hacer historia
Y hasta cubrirte de gloria.

Con todo lo deslumbrante y magnífica que resulta La capital del sol, no es seguro que complazca a todos. El contraste entre la bastedad de los personajes y sus conflictos vitales, y la exquisitez de la factura de los versos con que se expresan, puede espantar a muchos. 

Como el belicoso luto por la muerte de El Taiger ha demostrado, las trincheras cubanas no pasan solo por lo político. Sobre todo, porque La capital del sol no intenta la síntesis populista que algunos proponen, sublimando lo grosero, sino que parte de la convicción de que no hay temas menores, como no hay estratos inferiores de cultura, sino maneras más o menos torpes o superficiales o frívolas al aproximarse a ellos. 

Ahí quedan las preguntas esenciales para este tiempo, o cualquier otro, que nos deja la obra. Preguntas tales como: ¿Qué sentido tiene la vida (o la muerte) más allá de acumular dinero?  ¿Qué hacemos con el pasado? ¿Es posible enfrentar una nueva vida sin sanar las heridas de la anterior? ¿Hasta qué punto podemos justificar nuestras acciones? 

Sería una lástima que La capital del sol no fuera bien entendida pues, como todo buen teatro, esta obra —junto a su gracia indiscutible— tiene mucho de la catarsis curativa que solo se puede experimentar a plenitud una vez llevada a escena. 

Allí se podría comprobar cómo nuestra ridícula tragicomedia vital, la del pasado que no cesa de insistir en ser presente —en Miami o cualquier otro sitio donde nos agarre el naufragio—, puede ser cantada con versos que no envidiarían a los del teatro del Siglo de Oro:

Se me reseca la boca
Y el agua del mar es poca
Para arrasar el pasado.
Y aunque levantes un muro
Y sea un búnker tu casa,
El pasado nunca pasa
Y te espera en el futuro
Para tirarte a la lona
Preguntando: ¿A dónde vas
Que yo no vaya detrás 
Como una sombra burlona?

*Publicado originalmente en Hypermedia Magazine