sábado, 8 de marzo de 2025

El totalitarismo como musa

 

En su libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt dividía a la humanidad entre quienes “creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin)” y “aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Dicho de otro modo: entre los que piensan que el totalitarismo es una de las tantas ficciones de la Guerra Fría (basada en hechos reales, pero ficción al fin) y los que han sentido su presión en las costillas o el cuello. La musa política, del español José María Herrera (Bokeh, 2025), libro de ensayos sobre totalitarismos y ficciones, viene a resultar un asalto en toda regla sobre esa barrera que separa la experiencia humana. De ahí que para quienes sabemos que las tiranías absolutas no son cuestión imaginaria La musa política se haga sentir como un abrazo inesperado.

Hannah Arendt, al trazar la frontera entre omnipotencia e impotencia, no se detuvo a considerar la incomprensión de Occidente hacia el poder totalitario, asunto esencialmente exótico. Han sido necesarias ficciones como las de George Orwell para ver en el totalitarismo una posibilidad latente urbi et orbi con independencia de las distinciones culturales o históricas. En especial cuando, según Ortega y Gasset, “la masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento” y la política se encarga de vaciar “al hombre de soledad e intimidad”. Al elegir la política –en su variante más autoritaria– como musa de las novelas que estudia, Herrera no ignora los escrúpulos que existen sobre ese apareamiento: de primar lo político sobre lo literario siempre se corre el peligro de descender a la propaganda o la pedagogía. Un peligro que Herrera intenta conjurar al inicio de su libro advirtiendo que “cuando un novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político”.

En La musa política, José María Herrera indaga cómo la novela contemporánea ha enfrentado –puede tomarse este verbo en sentido bélico, pero sin exagerar– la política como absoluto. De Giorgio Bassani le interesa su descripción del desamparo social de los judíos italianos tras el ascenso del fascismo; de Ismail Kadaré y Milan Kundera, sus estrategias literarias para aprehender al totalitarismo comunista, desde la fantasía hasta el humor; de Leonardo Sciascia, el concienzudo coraje para diseccionar la mafia en medio de una sociedad entre acobardada y cómplice –coraje no muy distinto al que necesitó Philip Roth para desertar de sus obligaciones literarias como miembro y representante de la comunidad judía–; de Salman Rushdie, la imaginación irreverente atrapada entre dos fuegos, el del fanatismo islamista y el del buenismo occidental; de Peter Esterházy, su cuestionable capacidad para superar la traición póstuma de su padre –el mismo que le había servido como modelo a su literatura y su vida–, al descubrir que este había sido informante de la policía secreta húngara durante años; de David Foster Wallace, la defensa del hastío frente a la tiranía del entretenimiento. En el caso de las novelas, de Coetzee y Richard Powers, Herrera explora cómo la humanidad ocupa el puesto de verdugo, ya sea de los animales –en el caso del Nobel sudafricano– o de la naturaleza en las novelas ecologistas de Powers. Si entendemos, como Kant, que la dignidad del hombre consiste en no ser utilizado por ningún hombre como medio sino ser tratado como fin, La musa política es un libro sobre la dignidad del hombre y de todo lo que lo rodea. Una dignidad descrita y defendida con las armas de la ficción.

No se esperaría tanto interés por estos asuntos en alguien que escriba desde la Europa del Oeste, donde el totalitarismo apenas se asoma en la sección internacional, ajena, de los periódicos. Intuyo La musa política como reacción al imperio de la corrección política. Como respuesta a la extendida noción de que “el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón”. Ese triunfo del sentimentalismo político, que Kundera denunciaba como kitsch medio siglo atrás, parece servirle a la mente perspicaz de Herrera como adelanto de la experiencia totalitaria. Eso y la ubicua pérdida del sentido del humor –y hasta del ridículo– que hace imposible distinguir entre una novela y un manifiesto, o que permite a cualquier influencer exigir la cancelación de obras con la misma firmeza con que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie. Cierto que la diferencia entre una muerte virtual y otra una más bien literal no es poca cosa. Sin embargo, al autor de La musa política la ineptitud de los ayatolas digitales para captar las sutilezas de la literatura le resulta tanto o más preocupantes que la del ayatola original. Porque cuando Occidente reniega de sus libertades renuncia a lo mejor de sí mismo. Y no basta el consuelo de que tales circunstancias ayudan a algunos a entender mejor los horrores del totalitarismo cuando vuelven la realidad menos habitable para todos.

Más que las relaciones entre política y novela, lo que le interesa a Herrera es la política que aspira a abarcar toda la vida humana y la capacidad de la novela para abarcar tanta desmesura. De un lado, está la certeza de que lo más cerca que han estado los humanos de alcanzar el mal absoluto se ubica en el entregarse al “afán de doblegar la realidad a las ideas”. “Sabemos que el mal existe”, nos instruye Herrera, “y que este es fruto del esfuerzo por organizar las cosas de forma que nada, ni siquiera las conciencias, quede fuera de su organización”. Y claro, con regímenes tan pretenciosos como los totalitarios es inevitable que su cotidianidad se vea convertida en un carnaval de simulaciones. Nada como un sistema tan monstruoso como ridículo para poner a prueba la vocación de la novela por la ambigüedad, la sutileza y el humor. Y las obras de las que Herrera da cuenta han entregado testimonio cabal del absurdo totalitario y su impacto en la vida de los individuos.

Herrera a veces se contradice, como cuando atribuye el esfuerzo por “abolir la libertad” y el “desdén hacia la persona singular” a un “deseo que no parece europeo sino asiático”, pero al mismo tiempo reconoce que la historia del comunismo “con independencia de la variedad de pueblos donde se haya implantado, es de una inquietante uniformidad”. Sospecho que el motivo de su inquietud es la intuición, confirmada en los últimos tiempos, de que ninguna sociedad está exenta de tentaciones totalitarias del signo que sean. Y que ceder o no a ellas depende menos de la naturaleza de determinado pueblo que de coyunturas históricas impredecibles. Al fin y al cabo, “[e]l principio de la superioridad de las ideas frente a la realidad” que guía a los totalitarismos le sirve lo mismo a un fundamentalista religioso, a un nostálgico de épocas pasadas, que a un creyente en la infalibilidad del progreso.

Herrera reconoce el horror de la política como absoluto al punto de afirmar que “el verdadero y último fin del sistema totalitario es destruir los lazos familiares, personales y sociales de los individuos de modo que la sociedad quede tan atomizada que no quepa resistencia al poder instituido”. Sin embargo, visto así, no se entiende cómo las utopías totalitarias han resultado tan tentadoras a seres de cualquier latitud, sin necesariamente mediar algún tipo de psicopatía. Su atractivo o su demoledora eficacia no se explica solo por la alevosa maldad de sus partidarios. Si algo han demostrado tales regímenes es que la perversión de sus ideales, más que consciente y malintencionada, es ineludible y fatal. Cuando un partido o líder se cree lo bastante iluminado como para adaptar la realidad a sus ideas empieza violentando el sentido común y termina queriendo trasmutar la naturaleza humana. Las disquisiciones del Che Guevara sobre la creación del hombre nuevo y sus metáforas de injertos de perales en olmos son una buena ilustración del voluntarismo que ve la naturaleza humana al principio como obstáculo y luego como enemigo.

Lo anterior no impide que las observaciones que aparecen en La musa política sobre el ejercicio total del poder resulten iluminadoras. Como cuando Herrera afirma –destilando la obra de Bassani– que “el fascismo logró el respaldo de la ciudadanía no defendiendo los intereses de una parte, sino explotando la mediocridad del conjunto”. Eso invita a suponer que cada ideología que reclama “sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo mejor” encubre y estimula alguna bajeza de preferencia. La del fascismo, al hablar de la superioridad y pureza nacionales, sería el egoísmo puro y duro, mientras que los llamados comunistas a la igualdad apelarían más bien a la envidia.


Sin que sea el centro de su análisis, La musa política hace una brillante caracterización del funcionamiento y las consecuencias de las políticas totalitarias. “Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los mayores logros del comunismo”, advierte Herrera en su estudio sobre el húngaro Esterházy. Y en su ensayo sobre las novelas de Kadaré explica que una de las peculiaridades de tales regímenes es que “los hechos quedan disueltos en el discurso ideológico, y este se endurece de tal modo que a la larga resulta impermeable a la realidad”: todo es “interpretado desde un marco previo que se identifica con lo verdadero” y el máximo líder y sus decisiones quedan “por encima de los hechos”.

No obstante, la mayor virtud de este libro está en su defensa inequívoca del valor de la literatura en estos días. Herrera desecha las insistentes actas de defunción de la novela para exaltar su imprescindible poderío. En esto continúa la ruta trazada por Kundera en sus sucesivos libros de ensayos sobre “el arte de la novela”. “El alma moderna”, declara Herrera, “es incomprensible sin la historia de la novela. A ella debemos […] si acaso más que a la filosofía, la ciencia y la religión”. Debo aclarar que la novela que el ensayista tiene en mente no es una que se proponga “satisfacer las exigencias formales de unos cuantos exquisitos”: frente al elitismo literario, Herrera prefiere novelas que impidan que lector común se vea “aplastado por verdades establecidas” y lo ayuden a “tomar distancia de la realidad sin prescindir de ella”.

En defensa de la ficción novelística, Herrera se arma con un arsenal de citas de escritores afines: Susan Sontag: los escritores “son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de una visión individual”; Leonardo Sciascia: “Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica” o “La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad”; Jorge Luis Borges: la novela policiaca “está salvando el orden en una época de desorden”; Kundera: la novela “es un territorio donde nadie posee la verdad, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos”.

La musa política no se conforma con argumentos conocidos, sino que ofrece otros ajustados a esta época de acoso político, moral y tecnológico. Lo que a primera vista parece una reconstrucción de las relaciones entre el poder y la novela resulta a la larga una exaltación del poder de la novela. De esta destaca, frente a las certezas indiscutibles, “su carácter hipotético, nunca pontificial o inequívoco”; su condición de antídoto “contra la falsedad y la impostura”; su defensa de la conciencia individual en circunstancias en que los seres humanos son tratados “como entes sin sustancia”. “Ser novelista”, insiste Herrera, “excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión” porque “supeditar los derechos de la ficción a las ideas […] es un error, o mejor, un contrasentido, pues quien crea desde sí mismo, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano acaba cuestionando los valores vigentes”. Sin pretender fundar un sistema de valores nuevos, vale añadir.

La defensa que hace La musa política de la importancia de la ficción novelesca resulta oportuna, y con oportuna quiero decir valiente: es de sospechar que no sea un libro bien recibido por los herederos de los intelectuales comprometidos de antaño, ahora “especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos de la revolución bajos en calorías”. Esos que juzgan el trabajo del artista imponiéndoles “el lugar común sentimental”, en lugar de establecer la profundidad y el detalle con que se sumergen en la experiencia humana. Si al principio aludí a la división de la humanidad establecida por Arendt, Herrera recoge una clasificación más actualizada y funcional propuesta por Salman Rushdie: la que existe “entre quienes poseen sentido del humor y los que no”. O, en términos de Christopher Hitchens, entre la “mente irónica” y la “mente literal”, porque alguien con sentido del humor, más que por su inclinación a reír y hacer reír, se distingue por la capacidad de tomar distancia incluso de sus convicciones más íntimas. El humor, ingrediente definitorio de la novela moderna, servirá tanto de antídoto del fanatismo como de contrapeso “a la prepotencia de las ideas y la razón” y “a la confianza ciega en el progreso”.

Sin hacerse ilusiones excesivas, José María Herrera hace una defensa de la novela al final de La musa política con el mismo coraje discreto que atraviesa todo su libro: “La ficción literaria carece de poder para cambiar el mundo, pero posee en cambio el poder de iluminar el alma y la sensibilidad de las personas y, por tanto, hacer posible ese cambio”. El coraje, en fin, que se requiere para hablar sin miedo al ridículo de almas y de luz en tiempos tan oscuros y ruines como estos.

martes, 25 de febrero de 2025

La otra culpa del hombre blanco*


Me lo explicaba no hace mucho una amiga familiarizada con el sistema editorial norteamericano: si hay algo que no aceptan los editores de acá —y por extensión los lectores— es que un escritor hispano los trate como a iguales. Y, al mismo tiempo, como ese otro distinto que es.

Entendí que, más que asunto comercial, es casi existencial: la resistencia a que un integrante de las llamadas minorías no enfrente la sociedad norteamericana, su historia y su existencia actual, como una voz menor, domesticada para ocupar el nicho que le corresponde en el cosmos.

Porque, antes de ser editor (o productor de cine, o corporativo de los medios), este entiende que es sobre todo un hombre blanco. Y entiéndase aquí como hombre blanco un mero comodín para cierto sentido de superioridad cultural, civilizatoria, antropológica.

Una señora de origen asiático asentada en Connecticut sirve a un hombre blanco siempre y cuando comparta con este su visión del mundo. Una visión formada en un ambiente de bienestar económico, estabilidad política y respetabilidad social: el hombre blanco es ni más ni menos que lo que el sintético Marx llamaba en el siglo XIX un burgués.

Tal perspectiva entraña cierta idea de decoro y la convicción firme, aunque nunca expresada, de que solo ellos son capaces de elegir entre el bien y el mal, de ser libres. El resto de la humanidad, en cambio, deberá conformarse con ocupar su escaño inferior en la existencia mientras se queja sin descanso de ello.

Una cosa es que el establishment anglosajón celebre la inclusividad, y proclame su deseo de escuchar a las minorías, de empoderarlas —ese vocablo tan entusiasta como hipócrita—, y otra muy distinta es permitirles que se manifiesten con toda la complejidad humana que parece solo reservada a los blancos. Que contaminen su visión burguesa del mundo con intuiciones surgidas bajo circunstancias que les resultan demasiado ajenas.

Las apelaciones a la diversidad —racial, étnica, de género— están muy bien siempre que cumplan con las expectativas ideológicas y sentimentales que se les asignen. Expectativas que se acatan con la misma resignación con que una estrella de la televisión hispana acepta el papel de jardinero, sirvienta o narco en una producción de Hollywood o Netflix.

Ha pasado mucho tiempo —sesenta años para ser exactos— desde que James Baldwin publicara su breve ensayo “The White Man’s Guilt”, en el que confrontaba al hombre blanco con su incapacidad de confrontar sus culpas colectivas.

Seis décadas en las que la élite blanca ha ido entrenando su tolerancia a la crítica. En estos días, no solo acepta sus culpas sino hasta revuelve los archivos para descubrir otras que nadie sospechaba.

El hombre blanco de las costas —al que también podría clasificarse como burgués americano— ha descubierto que la admisión de sus pecados, lejos de ser síntoma de debilidad, lo confirma en la cúspide de la pirámide social y moral.

Lo sitúa incluso por encima del resto de sus hermanos de raza tierra adentro, esos que se esfuerzan en confirmar la vigencia de las palabras de Baldwin con un racismo mucho más franco y grosero, que tan bien representa el actual presidente. Porque no todos los blancos son iguales: unos lo son más que otros.

De las minorías, la élite cultural blanca espera —y hasta solicita— que le recuerden su culpa infinita. O que se quejen de los infinitos sinsabores que les suministra su condición subalterna.

Y, si son lo bastante creativos, hasta los autoriza a que confirmen los mitos fundacionales norteamericanos con acento refrescantemente étnico, como lo demostró el éxito arrollador del musical Hamilton. O que observen el mundo con los mismos ojos de hombre blanco, respetando puntualmente las jerarquías sociales e intelectuales, aplaudiendo que lo hagan con agudeza y estilo, y con el añadido exótico de apellidarse Adebayo o González.

Not that there’s anything wrong with that” como se excusaba Jerry Seinfeld al aclarar, en escenas de su famoso sitcom, que no era homosexual. Inquietante es la ausencia de obras y discursos visibles que se distancien de ese guion, que incorporen perspectivas ajenas a la distribución de papeles en el ámbito subalterno: jardinero, sirvienta o narco conceptuales (o literales).

El muy parcial enfoque que se alienta desde los olimpos culturales no solo hace dudar de la sinceridad del remordimiento blanco. También parecería diseñado para reforzar tanto su superioridad civilizatoria como la inferioridad de minorías esforzadas en complacer el narcisismo de una vieja élite, rejuvenecida por el bótox de la corrección política.

Tal estado de cosas no sería posible, por supuesto, sin un esforzado colaboracionismo de los que se encuentran en la base de la pirámide. Esos que aceptan con alegría su condición de víctimas, como si de un emblema de rebeldía se tratara. En el terreno que me resulta más cercano, el de la cultura y los estudios hispánicos, la sumisión a dicho esquema es casi absoluta.

Hablo de quienes un amigo me describió hace décadas como “latinos dóciles”. Esos que, mientras recitan los crímenes del hombre blanco en Hispanoamérica —como si arriesgaran algo con ello—, adoptan cada una de las nuevas tendencias que dictan las academias imperiales, acomodando a empujones en la casilla que corresponda la compleja realidad de su cultura. Esos que hacen estudios de género y raza en el imperio Inca sin enterarse a derechas cómo funcionaba un ayllu.

La condición de Uncle Tom, por más sofisticada que se haya vuelto, parece hoy más masiva y entusiasta que nunca.

El ejemplo más evidente y penoso de este sometimiento a la norma imperial es la creciente adopción del llamado lenguaje inclusivo en el ámbito académico de habla española. Poco importa que al desechar pronombres y adjetivos masculinos del plural por otros artificialmente neutros transformen el español en jerigonza ininteligible.

Se parte de la convicción implícita, aunque nunca admitida, de que el “atraso” de la cultura hispana en cuestiones de género tiene su origen en la gramática castellana. Esa misma convicción ha creado el término “latinx” que intenta igualarse al aséptico “American” en neutralidad genérica).

Que, en pleno esplendor de los estudios decoloniales, las llamadas culturas subalternas imiten de manera tan servil el modelo imperial puede resultar paradójico, pero no incongruente.

No se trata en estos párrafos de lamentar la homogenización cultural en un planeta sacudido como una coctelera por la globalización de la economía, las sucesivas olas migratorias y los saltos tecnológicos de los últimos años. Para eso basta con asomarse a Netflix.

Me interesa sobre todo llamar la atención sobre una consecuencia menos visible, pero a la larga más perversa. Pienso en la alentada autovictimización del universo subalterno, como si las opresiones previas no hubiesen bastado.

“Los hombres se convierten en humanos gracias a su capacidad de elección tanto del bien como del mal”, dijo alguna vez el pensador Isaiah Berlin. De ahí que el fatalismo de las minorías-víctimas, a diferencia del libre ejercicio del mal de la raza opresora, humanice a esta última mientras condena a las primeras a ser objetos más o menos decorativos de la historia.

Y todo empeora cuando se llega al irreductible reino de la individualidad, donde solo unos tienen derecho a manifestarse como individuos, con sus humanas obsesiones y neurosis. Mientras los otros se ven obligados a representar a alguna entidad colectiva. El corolario forzoso es que solo los blancos son humanos. Algo que ni los supremacistas más feroces se atreven ya a defender en público.

Pero lo anterior es apenas el efecto secundario de un estado de cosas destinado a garantizar que el hombre blanco —whatever it means— siga ocupando el centro del universo, aunque sea como único culpable de las desdichas de este. Y ser la única voz autorizada para exhibir los rincones más recónditos de su humanidad, demonios incluidos. A solas, en un monólogo interminable.

Las otras voces solo parecerán existir para, si acaso, armonizar la del solista blanco. Como un coro que, cuando parece responderle, más bien lo arrulla, convenciéndolo de su tolerancia esencial.

Entonces se cae en cuenta de que los únicos interlocutores que le quedan al hombre blanco son los otros hombres blancos —esos a quienes no les avergüenza proclamar que son lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad.

Al fin y al cabo, lo que los separa son meras cuestiones de forma.


*Publicado en Hypermedia Magazine

jueves, 20 de febrero de 2025

La dialéctica artificial stalinista según Isaiah Berlin

La dinámica de las crisis artificiales creadas por el castrismo fue descrita por el pensador Isaiah Berlin al estudiar el caso de Stalin (de quien Fidel aprendió mucho más de lo que reconocía). Para este sistema de marchas y contramarchas Berlin creó el concepto de “dialéctica artificial” que explicó en un ensayo del mismo título escrito en 1951. Tal sistema de crisis controladas fue creado por Stalin para sortear los dos grandes peligros que acechan a todo régimen establecido mediante una revolución: que vaya demasiado lejos o que se estanque. En el primer caso:


“Pocas revoluciones, por no decir ninguna, conllevan los fines que sus seguidores más fervientes esperan, puesto que las mismas cualidades que dan forma a los revolucionarios mejores y de mayor éxito tienden a simplificar en exceso la historia. Una vez amaina la borrachera del triunfo, se apodera de los vencedores una sensación de desencanto, frustración e indignación sin paliativos: algunos de los objetivos más sagrados no se han conseguido; el diablo sigue hostigando a la Tierra, y alguien ha de ser culpable de falta de celo, indiferencia, tal vez de sabotaje e incluso de traición. De este modo se acusa y se condena y se castiga a individuos por no conseguir cumplir algo que, con toda probabilidad, nadie en las circunstancias del momento podría haber realizado, y se juzga y ejecuta a hombres por provocar una situación de la que nadie es realmente responsable, una situación inevitable y que los observadores más lúcidos y sobrios (como más tarde se demuestra) habían anticipado en mayor o menor medida”

El segundo gran peligro que señala Berlin, el del estancamiento, suele ser consecuencia de los excesos:

“Una vez que el impulso original de la revolución se ha consumido, el entusiasmo (y la energía física) decae, los motivos se tornan menos apasionantes y menos puros, se instala una repugnancia hacia el heroísmo, el martirio, la destrucción de la vida y la propiedad, las costumbres cotidianas se reafirman, y lo que comenzó siendo un experimento audaz y espléndido se va apagando y finalmente desemboca en corrupción y miseria”

De ahí que, de acuerdo con Berlin, Stalin descubriera la necesidad de crear crisis controladas para contrarrestar ambos peligros:

“Mientras otros elaboraban caucho artificial o cerebros mecánicos, [Stalin] engendraba una dialéctica artificial, cuyos resultados el propio experimentador podía controlar y predecir en gran medida. En lugar de permitir que fuera la historia la que originara la oscilación de la espiral dialéctica, Stalin depositó esta tarea en manos humanas. El problema era encontrar un punto de equilibrio entre los «opuestos dialécticos» de la apatía y el fanatismo. Una vez establecido este planteamiento, la esencia de la política estalinista consistió en un cronometraje preciso y en el cálculo del grado de fuerza adecuado para hacer oscilar el péndulo social y político con vistas a obtener el resultado deseado en función de las circunstancias determinadas”.

Sobre los peligros de la parálisis social dice Berlin:

“Ahora bien, algunas cosas dependen de la fuerza con la que se impulse el péndulo: una de las consecuencias de llevar el terror demasiado lejos […] es que la población se acobarde y se suma en un silencio casi sepulcral. Nadie departe con nadie sobre asuntos ni siquiera remotamente conectados con los temas «peligrosos», salvo esgrimiendo las fórmulas más estereotipadas y leales, e incluso así lo hacen con moderación, puesto que nadie conoce a ciencia cierta cuál es el santo y seña de cada día. Este silencio atemorizado encierra sus propios peligros para el régimen. En primer lugar, mientras que el terror a gran escala garantiza una obediencia generalizada y la ejecución de las órdenes, es posible que también asuste en exceso a la población: si se mantiene a un nivel alto, la represión violenta acaba enervando y entumeciendo a las personas. Se instala entonces la parálisis de la voluntad y una especie de desespero cansino que aplaca los procesos vitales y disminuye la productividad económica. Más aún, si las personas no hablan, el amplio ejército de agentes de la inteligencia a cargo del Gobierno no será capaz de informar con la claridad pertinente de qué pasa por sus cabezas o de cómo responderían a tal o cual política gubernamental[…] El Gobierno no puede funcionar sin conocer mínimamente qué piensan los ciudadanos […] De ahí que sea imprescindible adoptar medidas para estimular a la población a expresarse: se eliminan las prohibiciones y se incita con insistencia a la «autocrítica comunista» y al «debate entre camaradas», algo levemente similar a un debate público. Una vez que los individuos y los colectivos desvelan su baza (y algunos de ellos inevitablemente se traicionan a sí mismos), los líderes saben mejor qué posición ocupan y, en concreto, a quién deberían eliminar en aras a salvaguardar la «línea general» de idas y venidas descontroladas. La guillotina vuelve a ponerse en marcha y se silencia a quienes hablaban”

¿Les suena conocido?

martes, 18 de febrero de 2025

Francisco López Sacha (1950-2025)

Ha muerto Francisco López Sacha, funcionario vitalicio de la UNEAC y escritor en sus escasos ratos libres. La última vez que nos vimos fue hace menos de un año, durante la discutida Feria del Libro de Tampa, cuando su mera presencia junto a un grupo de compañeros de armas de la burocracia cultural de la isla le dio un giro a un evento más bien apacible. El Granma, el mismo libelo que en su momento calló la muerte de Reinaldo Arenas o el Cervantes de Cabrera Infante llama a López Sacha "una de las figuras más relevantes de la literatura cubana contemporánea". Días después de nuestro fugaz avistamiento en Tampa lo reconstruí así:


El único detalle que disonante en los días de la feria fue justo la presencia de Francisco López Sacha, otrora presidente de la sección de literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Nunca fui miembro de la UNEAC, porque cada cual se cuida el hígado como cree conveniente, pero a Sacha sí lo conocí en persona, cuando el jurado del premio Pinos Nuevos de 1993 lo eligió como intermediario para censurarme el libro que yo había presentado a concurso.

Sacha en aquel entonces me confesó que no había leído mi libro, al tiempo que comentaba el argumento íntegro de los cuentos “conflictivos” y me recitaba fragmentos de memoria. Pese a lo incómodo de la situación, Sacha evitó ser desagradable: era la versión letrada del policía bueno.

Para que se entiendan sus prioridades, debo recordar que, al presentarme en su oficina para hablar de mi libro, le anunció a otro escritor en la antesala que debía esperar a que terminara de atender mi caso, aclarándole: “Pero no te preocupes: los problemas de tu libro no son políticos, solo literarios”.

Y ahí estaba Sacha, sentado en medio del patio del Hillsborough Community College, hablando sin parar por teléfono mientras a su alrededor se sucedían presentaciones de libros. Su presencia allí desentonaba, pero no me sorprendía: más que por sus artes de intermediario de censores, Sacha es reconocido por su habilidad para montarse en un avión.

Al terminar la presentación del libro
Nostalgia represiva de Francisco García González (que incluyó una deliciosa coda de sus tribulaciones con la Seguridad del Estado, como museólogo del Presidio Modelo), Sacha seguía hablando por su teléfono, incansable, como si de un general dirigiendo sus tropas se tratara… O como Sacha planificando sus próximas movidas.

Me bastó con estrecharle la mano sin que abandonara su perorata. Quiero pensar que fue un gesto cortés pero, conociendo mi naturaleza socarrona, sospecho que apenas quería dejarle saber que estaba allí, en tierra de viejos gusanos.

jueves, 23 de enero de 2025

Joker mirando al sudeste

 


El grunge -esa ola que nos trajo a Nirvana, Soundgarden, Pearl Jam, Alice in Chains, Stone Temple Pilots y unos cuantos más a inicios de los noventa- fue la última versión del rock que escuché con asombro y alborozo. Y aunque ya el rock en Cuba no gozaba del aire clandestino que lo rodeaba en los 70 de entrada teníamos que resignarnos a grabaciones casi siempre infames y a unos pocos minutos en un programa televisivo cuyo nombre -Colorama- exhibía de cuerpo entero el desfase que lo había originado, el de una época en que el color en la pantalla chica todavía era noticia.

Ya uno estaba resignado a no escuchar grunge en vivo -todavía faltaba una larga década para que Audioslave tocara en La Habana como si fuera lo más natural del mundo mientras yo tenía la descortesía de no quedarme a esperarlos- y de pronto, un domingo por la tarde nos encontramos con Joker en el patio de la Casa de la Cultura de Plaza. (Sí, el mismo edificio que en su avatar anterior de Lyceum and Lawn Tennis Club había sido testigo de la batalla a pedradas entre Lezama Lima y Virgilio Piñera, entre otros eventos culturales no tan reseñables).

Joker era una banda, que al fin, que nos ponía a bailar y dar brincos -por si se notaba la diferencia- a los pelúos locales como mismo las otras, las que cantaban en inglés, lo hacían con los pelúos que salían en Colorama con aquellas melenas a las que incluso en la bruma de los televisores en blanco y negro se les adivinaba mayor intimidad con el champú que las nuestras. Brincar sobre el cemento calcinado del extinto Lyceum and Lawn Tennis Club era -como en aquel chiste soviético en que un pobre diablo le aclara a la KGB que a quien están buscando es al vecino de arriba- nuestra idea habanera de la felicidad y hasta de la libertad.

Ahora descubro que Joker no solo me alegró aquella tarde dominical sino que además se tomó el trabajo de dejar atrás unas cuantas grabaciones antes de desaparecer sin penas ni glorias, como le correspondía a cualquier banda de rock patrio no subvencionada por el prestigio oficial. Y yo, que he sufrido tantos chascos revisitando placeres de aquellos años, descubro que incluso sin el doping del calor el hambre y la desesperanza de aquellos años los de Joker no suenan tan mal. Si no están a la altura de aquel recuerdo glorioso al menos suenan mejor que aquellos diálogos de Eliseo Subiela con sus lados oscuros del corazón y sus hombres mirando hacia algún punto cardinal que alguna vez creímos profundos y que, vueltos a escuchar, descubrimos que, si alguna profundidad revelaban, era la de nuestra idiotez de entonces. 

Gracias Joker.

sábado, 18 de enero de 2025

El enano y el cake




Terrible amanecer con la muerte. Con la noticia de la muerte de un amigo quiero decir. Hacía treinta años que no veía a José Tellez, El Enano, pero a falta de una ofensa imperdonable, El Jose, sin acento, es de esa gente a la que tienes por amigo hasta el fin de los días.
Lo conocí como parte de Los Hepáticos ese grupo fantástico donde estaban Omar Franco, Otto Ortiz, Luis Simpson, Carlos Vázquez (Rikimbili) y El Jose. En medio de la sofisticación que imperaba entre los grupos teatrales de humor de la época (La Seña, La Leña, Nos-Y-Otros, Salamanca, Onondivepa, La Piña, Lengua Viva etc) Los Hepáticos preferían un humor más popular, más directo pero igual de inteligente. El sketch de “Los guapos” de Otto y Omar hizo época en aquellos espectáculos en el Carlos Marx a finales de los ochenta a donde los humoristas acudían a entretener al público pero también a ponerse a prueba y deslumbrar a sus colegas.

Luego de la marcha de Omar y Otto del grupo Los Hepáticos se mantuvieron en esa élite del humor teatral cuyo escalafón no aparecía publicado en ningún sitio pero todos los que pertenecíamos al mundillo revisábamos con celo. Un gesto, una exclamación después de cada presentación, la elocuente telegrafía de las cejas, equivalía a un pulgar hacia arriba o hacia abajo en el coliseo romano: “Estos sí”, “estos no”. Los Hepáticos siempre fueron “sí”. Todavía recuerdo de esa época un chiste de Carlos que ya no lo es: “Cuba pertenece al Tercer Mundo con grandes posibilidades de pasar al Cuarto”.

En un principio las apariciones de El Jose en escena eran menores (no pun intended) pero efectivas. A la corrección de las maneras le faltaba décadas por llegar al teatro pero las rígidas reglas del ICRT censuraban la aparición de un enano en pantalla porque supuestamente promovería la burla a los defectos físicos. Jose debía conformarse con exhibir su talento en los escenarios y Los Hepáticos no se cortaban para usar a un enano que le bastaba pararse en el escenario para arrancarle carcajadas al público. Hasta que un día en el teatro Mella El Jose salió solo a escena para soltar un monólogo que nadie esperaba, el de la tragicómica existencia de alguien como él. Alguien a quien la mayor parte de las veces veían más como un protecto de persona. Todas las carcajadas que desató aquel monólogo no bastaron para disimular el estremecimiento de entender que, chistes aparte, El Jose nos hablaba con el corazón en la mano de heridas y humillaciones reales. Ni impidieron que nos metiéramos en su piel de enano negro. No creo que luego de ver ese monólogo con aire shakespereano -como el de Shylock en El mercader de Venecia en versión de enano habanero- alguien siguiera viendo a El Jose -o a los enanos en general, fueran actores o no- del mismo modo.

Ya en mis últimos años habaneros entablamos una relación más cercana. Carlos y Jose buscaban renovar el repertorio del grupo y fueron a visitarme a La Víbora donde vivía con Eida. O alguna vez los fui a ver a una termoeléctrica donde trabajaban como técnicos con uniforme y una seriedad que no haría sospechar que su verdadera vocación era hacer reír. 

No perteneciendo a la plantilla de ningún grupo no era extraño que buena parte de estos en algún momento me pidieran algún texto para representar. Lo distinto fue el tremendo agradecimiento que me mostraron Carlos y Jose cuando les escribí un par de sketchs (creo que uno iba sobre un circo romano y otro sobre un juego de pelota ¿o eran uno los dos?) ese agradecimiento que distingue a la gente bien nacida y bien criada -disculpen el anacrcronismo- del resto. Carlos, al notar que colábamos el café con un calcetín viejo al rato nos trajo una cafetera italiana. Hablo de la época más oscura de la república de Cuba hasta que la de ahora mismo le ganara en oscuridad, cuando la entrega de una cafetera era el equivalente medieval de regalar medio reino.

Pero El Jose subió la parada. Se apareció nada menos que con un cake hecho por su madre cuyos ingredientes bien podían equivaler a meses de racionamiento. Solo que El Jose no contaba con una cosa: hacía semanas que Eida y yo llevábamos separados. “Cuando se lo dije se puso más chiquito de lo que era” me contó Eida por teléfono. Hacía rato que yo había aprendido a medir a la gente más allá de su estatura. Gestos como ese, un cake en medio del apocalipsis, son el mejor epitafio de cualquiera.

No volví a ver a Jose desde aquellos días y ahora es tarde para agradecerle de nuevo lo mucho que me conmovió su regalo. Ahora, cuando la muerte debe haberlo encogido más que cuando se apareció en La Víbora con un cake en las manos, sobra todo lo que no sea el agradecimiento de haberlo tenido entre nosotros. Sobra incluso la última pregunta que tenía pendiente: Coño Jose, ¿por qué no contestas mis mensajes?


P.S. de Armando Tejuca: "Hoy estaba recordando algo que quizás olvidaste. En tus últimos días en Cuba me pasaste varios amigos. Nos veíamos con algún amigo y como si se tratara de una herencia me decías "tu sigue la amistad con este que ya me voy". Un día me llamaste y me dijiste que tenías el compromiso de escribir un monólogo para Tellez, "el enano" y que ya no te daba tiempo, me dejabas su teléfono y su amistad y el compromiso de que yo le escribiera algo. Y en unos días te piraste. Lo llamé y nos vimos dos o tres veces en varios lugares y me lo encontraba a cada rato y lo primero que hacía era preguntar por tí. Siempre en bicicleta. Comencé a escribir algo, Tellez era Hitler. Odiaba a los hombres imperfectos y a los negros. Escribí dos o tres párrafos para darme cuenta que me había metido en tremendo rollo. Aquello del racismo y el poder se me fue de las manos y preferí quitarme del humor escrito. O sea, tus herencias fueron amigos y de frente contra el poder. Cada vez que vi a Tellez después en tv o las redes recordaba aquellos días de bicicletas y Aquelarres. Sé cuánto le apreciabas y lo siento mucho. Un abrazo".

lunes, 13 de enero de 2025

El wokismo como religión

 


Hace rato el wokismo dejó de ser ideología nebulosa para convertirse en religión hecha y derecha bajo la que vivimos todos. No como religión oficial de Estado pero sí de los medios de comunicación, centros de enseñanza y cualquier otro espacio de intercambio público. Una religión sin dios ni trascendencia, pero obsesionada, como los otros monoteísmos, con un absoluto, la inalcanzable justicia social, y empeñada en el diseño y edificación de un infierno bastante más accesible y real que su paraíso.

Independientemente de que estés convertido o no a la nueva fe debes dar cuenta de que no andas en pactos con el demonio de la incorrección. Dar todo el tiempo señales de beatitud para que no te confundan con los infieles practicantes del sexismo, el racismo, la homofobia o cualquier otro de los nuevos pecados capitales. Aunque no venga a cuento aludes esos pecados como antiguamente los católicos se santiguaban ante la mención del diablo.

Puede suceder que, por ejemplo, un periodista no encuentre mejor ejemplo para ilustrar una tendencia sociológica (como por ejemplo, cuando colisionan el mundo de tus amigos con el de tu pareja) con una comedia televisiva anterior a estos iluminados tiempos, una de esas que ahora sería inconcebible. Pues mencionamos la referencia pecaminosa, pero siempre advirtiendo nuestro horror ante los pecados que se cometían en la serie sin apenas pensárselo.

La serie es, por ejemplo, Seinfeld y entonces, para dar muestra de esa nueva conciencia a la que alude el término “woke” nos disculpamos de antemano como un monje de la Alta Edad Media se excusaría por mencionar a Aristóteles o cualquier otro filósofo o escritor surgido antes de las enseñanzas de Nuestro Salvador. O como los historiadores del castrismo temprano se sentían obligados, cada vez que en sus textos debían mencionar algún protagonista de los hechos que contaban que luego se había exiliado siempre hacían acompañar su nombre con un “(traidor)” o (“apátrida)” y así cubrirse las espaldas por haberse atrevido a mencionar a alguien borrado de la historia oficial.

En estos tiempos, en cambio, se hace notar que el material en cuestión está “dated”, que ha “envejecido mal”, que solo cabe en una conciencia entenebrecida por el oscurantismo pre-woke. Y se advierte de entrada: “Este capítulo se emitió en 1995 y se nota. La serie está plagada de chistes machistas, racistas y homófobos que es difícil que pasaran el filtro actual, pero también refleja situaciones cotidianas que siguen a la orden del día 30 años después”.

Y en esa nota -que se puede tomar como fórmula universal de disculpa ante el pecado de incorrección- brilla la conciencia woke en todo su esplendor. Por un lado aparece la conciencia de lo terriblemente viejo y ajeno que le resulta a la nueva religión todo lo producido antes de su advenimiento. Por otro, que por muy iluminadora que resulte la nueva religión en la consecución del Bien absoluto de la justicia social no sirve para explicarlo todo. O más bien no sirve para explicar nada que escape a los rígidos moldes en que el wokismo trata de ajustar el mundo, que es casi todo. Porque, a fin de cuentas, nuestra humanidad no ha cambiado tanto como pretendemos. Eso sí, ahora somos bastante más hipócritas que antes.

 

Enrisco, entre la libertad y el poder*


Por Jorge Fernández Era

Pérdida y recuperación de la inocencia es de esos libros que hacen cambiar la percepción de la literatura, el humor y la frontera que suele construirse entre ambos. Lo publicó en 1994 alguien que formó parte del movimiento humorístico surgido en los ochenta en las universidades cubanas. Hoy Enrique del Risco es el escritor que con más hondura e ironía analiza los entresijos de la política criolla en las últimas siete décadas. Así lo avalan, entre otros, su libro de artículos El comandante ya tiene quien le escriba (2003), el de memorias Nuestra hambre en La Habana, el de ensayos Historia y masoquismo (2023), así como las antologías El compañero que me atiende (2017) y otra en camino donde varios intelectuales ahondan en las influencias de la perestroika y la glasnost en el pensamiento cubano de finales del siglo XX.

¿Cómo funciona entre los humoristas el raro equilibrio entre ser gracioso y pesado?

Tú lo has dicho: es un equilibrio y los equilibrios siempre son complicados. No hay receta única ni permanente, pero para no caer en la pesadez hay que evitar los excesos y los lugares comunes. Hay que sorprender al espectador lo que te obliga a buscar la originalidad, incluso en los temas más manidos. Y sobre todo hay que respetar al público. Pensar que es tan inteligente o más que tú y tratarlo en consecuencia. Y saber usar la complicidad que tienes con tu público sin abusar de ella (el monólogo de El Bacán sobre Chipre es una demostración magistral de cómo usar esa complicidad). Siempre habrá público más tonto que uno, pero para ese no hacen falta los humoristas: se ríen con cualquier cosa.  

Después de tu icónico texto de hace más de treinta años "El humor entre la libertad y el poder", ¿quién de ellos tres ha cambiado? ¿Lo has hecho tú?

Lo de icónico no sé para quién pero algo han cambiado la libertad y el humor aunque el poder siga en el mismo sitio. El aquel texto decía que era parte de la lógica del humor enfrentarse al poder y arrebatarle espacios de libertad sin la cual el humor no puede existir. Por supuesto que tenía en mente, por una parte, a un poder totalitario como el cubano y, por otra, el humor que se ejerce en el espacio público. Porque en privado el humor nunca dejó de ser libre. (Recuerdo el primer chiste político que escuché: “¿Si choca el avión de Fidel con el avión de Raúl quién se salva? Respuesta: el pueblo”. Eso es bastante libre ¿no? Aunque el niño fidelista que yo era entonces no le agarrara la gracia de inmediato). Desde 1994, cuando apareció publicado el texto, el humor cubano ha conquistado amplios espacios de libertad. Y lo consiguió dentro del país, donde el poder ha tenido que resignarse a ver pasar por la televisión a Mentepollo o Pánfilo con su “Vivir del cuento”: posiblemente el momento más dulce del humor en su relación con el poder fue cuando Obama, el primer presidente norteamericano que visitaba Cuba en casi un siglo prefirió ir al set de “Vivir del cuento” antes que ir a rendirle pleitesía a Fidel Castro en Punto Cero, el centro del poder simbólico del totalitarismo cubano por entonces.

Ese poder también han tenido que resignarse a que tú sigas escribiendo, aunque hayas sufrido en carne propia su poco sentido del humor. Otros, supongo que con menos vocación de héroes, hemos preferido buscarnos la libertad por fuera de la isla (pienso en la legión de humoristas que llevamos décadas haciendo humor como Ramón Fernández Larrea, Pepe Pelayo, Alexis Valdés. El Pible, Garrincha o Lauzán a los que se han ido sumando una legión en los últimos años). Y lo mejor que hemos podido hacer es no usar libertad como disculpa para caer en la pesadez que es en definitiva tanto o más peligrosa para un humorista como el poder.

Encima ha ayudado mucho que la tecnología digital nos liberara en buena medida de la condena que separaba a los humoristas cubanos en adentro y afuera. Recuerdo hace ya un par de décadas al ver a Jorge Bacallao leyendo su texto sobre La Habana pensar en lo bueno que hubiera sido dejar constancia de todos los espectáculos que se hicieron en el Carlos Marx y en el Mella a fines de los ochenta y principios de los 90. O de las lecturas que hacíamos en la peña “Esperando por Gutenberg” Eduardo del Llano, Pedro Lorenzo y yo en La Madriguera. Esas posibilidades de la era digital han cambiado mucho las cosas; lo mismo acá podemos acceder a lo que hacen adentro por ejemplo en el espacio “La risa por delante” (donde por cierto, vi un monólogo de El Capitán 10 que me pareció muy bien pensado),  o a los cortos de Otto Ortiz, que a los magníficos espectáculos de la nueva versión de La Leña del Humor. Y desde allá también pueden mantenerse al tanto de lo que hacemos acá.

"El Comandante no tiene quien le escriba", y sin embargo tú lo haces.

Llevaba años sin escribir humor cuando retomé mi nombre de guerra como Enrisco para publicar columnas semanales en Cubaencuentro hacia el año 2000. En ese tiempo hacer el humor con la política cubana no era muy bien visto. En parte porque en el exilio se había impuesto un tono solemne para hablar de “la pobre Cuba mártir del castrocomunismo” y esas lindezas y en parte porque los humoristas salidos de Cuba desde los inicios de la Revolución se habían impuesto un “humorismo combativo” que es una contradicción en sí mismo. Tú te puedes burlar de una dictadura y de paso hacer que la gente le pierda parte del miedo o el respeto que inspira, pero de ahí a creerte que eres un “soldado de la risa” o cualquier otra metáfora bélica que se te ocurra va un salto peligrosísimo. El mundo del enfrentamiento bélico y las metáforas que engendra está lleno de rigidez y la rigidez solo le puede servir a un humorista para burlarse de ella.

De ahí que, el mayor mérito que tuvieron aquellas columnas mías de Cubaencuentro -de las que una parte fue a dar al libro El comandante ya tiene quien le escriba- junto a las cartas de Ramón Fernández Larrea y la irrupción apoteósica de Lauzán con su Guamá, fue cambiar la percepción que se tenía de que el humor político del exilio debía ser tan acartonado como el que se hacía en Cuba solo que cambiando al Tío Sam por Fidel. Porque si en algo estaban de acuerdo el castrismo y el anticastrismo era en que la política era asunto serio. Sin embargo, como dice Woody Allen la comedia es tragedia más tiempo y nosotros habíamos vivido demasiado tiempo en Cuba como para darnos cuenta de que por muy macabro que fuera el sistema en el fondo era una farsa.

Los que empezamos a hacer humor con la política en aquellos años queríamos ser libres no solo como personas sino también como humoristas y esa libertad creativa que buscábamos se reflejó en lo que hacíamos. En mi caso también ayudó que yo no esperé a salir de Cuba para hacer humor político. Al menos en lo que al humor se refiere, al salir de Cuba ya era libre. La diferencia fue que en Cuba a Fidel me refería como “presidente” y ya fuera le pude llamar “comandante”.

Es un axioma el que un chiste no puede ni debe explicarse. ¿Puede explicarse Cuba?

Desde el punto de vista de la geografía es facilísimo. Pero si con “Cuba” no te refieres solo al archipiélago mayor de las Antillas sino al régimen que impera en allí Aquello es una broma pesada (recuérdese que en 1959 Fidel Castro tuvo la ocurrencia de ofrecer “libertad con pan”), un mal chiste que solo consigue que se le tome en serio por la vileza local y la estupidez extranjera. O también viceversa.

*Publicadas primero en 14ymedio presento aquí la versión íntegra de las respuestas que le enviara a mi colega y amigo Jorge Fernández Era.