martes, 25 de febrero de 2025

La otra culpa del hombre blanco*


Me lo explicaba no hace mucho una amiga familiarizada con el sistema editorial norteamericano: si hay algo que no aceptan los editores de acá —y por extensión los lectores— es que un escritor hispano los trate como a iguales. Y, al mismo tiempo, como ese otro distinto que es.

Entendí que, más que asunto comercial, es casi existencial: la resistencia a que un integrante de las llamadas minorías no enfrente la sociedad norteamericana, su historia y su existencia actual, como una voz menor, domesticada para ocupar el nicho que le corresponde en el cosmos.

Porque, antes de ser editor (o productor de cine, o corporativo de los medios), este entiende que es sobre todo un hombre blanco. Y entiéndase aquí como hombre blanco un mero comodín para cierto sentido de superioridad cultural, civilizatoria, antropológica.

Una señora de origen asiático asentada en Connecticut sirve a un hombre blanco siempre y cuando comparta con este su visión del mundo. Una visión formada en un ambiente de bienestar económico, estabilidad política y respetabilidad social: el hombre blanco es ni más ni menos que lo que el sintético Marx llamaba en el siglo XIX un burgués.

Tal perspectiva entraña cierta idea de decoro y la convicción firme, aunque nunca expresada, de que solo ellos son capaces de elegir entre el bien y el mal, de ser libres. El resto de la humanidad, en cambio, deberá conformarse con ocupar su escaño inferior en la existencia mientras se queja sin descanso de ello.

Una cosa es que el establishment anglosajón celebre la inclusividad, y proclame su deseo de escuchar a las minorías, de empoderarlas —ese vocablo tan entusiasta como hipócrita—, y otra muy distinta es permitirles que se manifiesten con toda la complejidad humana que parece solo reservada a los blancos. Que contaminen su visión burguesa del mundo con intuiciones surgidas bajo circunstancias que les resultan demasiado ajenas.

Las apelaciones a la diversidad —racial, étnica, de género— están muy bien siempre que cumplan con las expectativas ideológicas y sentimentales que se les asignen. Expectativas que se acatan con la misma resignación con que una estrella de la televisión hispana acepta el papel de jardinero, sirvienta o narco en una producción de Hollywood o Netflix.

Ha pasado mucho tiempo —sesenta años para ser exactos— desde que James Baldwin publicara su breve ensayo “The White Man’s Guilt”, en el que confrontaba al hombre blanco con su incapacidad de confrontar sus culpas colectivas.

Seis décadas en las que la élite blanca ha ido entrenando su tolerancia a la crítica. En estos días, no solo acepta sus culpas sino hasta revuelve los archivos para descubrir otras que nadie sospechaba.

El hombre blanco de las costas —al que también podría clasificarse como burgués americano— ha descubierto que la admisión de sus pecados, lejos de ser síntoma de debilidad, lo confirma en la cúspide de la pirámide social y moral.

Lo sitúa incluso por encima del resto de sus hermanos de raza tierra adentro, esos que se esfuerzan en confirmar la vigencia de las palabras de Baldwin con un racismo mucho más franco y grosero, que tan bien representa el actual presidente. Porque no todos los blancos son iguales: unos lo son más que otros.

De las minorías, la élite cultural blanca espera —y hasta solicita— que le recuerden su culpa infinita. O que se quejen de los infinitos sinsabores que les suministra su condición subalterna.

Y, si son lo bastante creativos, hasta los autoriza a que confirmen los mitos fundacionales norteamericanos con acento refrescantemente étnico, como lo demostró el éxito arrollador del musical Hamilton. O que observen el mundo con los mismos ojos de hombre blanco, respetando puntualmente las jerarquías sociales e intelectuales, aplaudiendo que lo hagan con agudeza y estilo, y con el añadido exótico de apellidarse Adebayo o González.

Not that there’s anything wrong with that” como se excusaba Jerry Seinfeld al aclarar, en escenas de su famoso sitcom, que no era homosexual. Inquietante es la ausencia de obras y discursos visibles que se distancien de ese guion, que incorporen perspectivas ajenas a la distribución de papeles en el ámbito subalterno: jardinero, sirvienta o narco conceptuales (o literales).

El muy parcial enfoque que se alienta desde los olimpos culturales no solo hace dudar de la sinceridad del remordimiento blanco. También parecería diseñado para reforzar tanto su superioridad civilizatoria como la inferioridad de minorías esforzadas en complacer el narcisismo de una vieja élite, rejuvenecida por el bótox de la corrección política.

Tal estado de cosas no sería posible, por supuesto, sin un esforzado colaboracionismo de los que se encuentran en la base de la pirámide. Esos que aceptan con alegría su condición de víctimas, como si de un emblema de rebeldía se tratara. En el terreno que me resulta más cercano, el de la cultura y los estudios hispánicos, la sumisión a dicho esquema es casi absoluta.

Hablo de quienes un amigo me describió hace décadas como “latinos dóciles”. Esos que, mientras recitan los crímenes del hombre blanco en Hispanoamérica —como si arriesgaran algo con ello—, adoptan cada una de las nuevas tendencias que dictan las academias imperiales, acomodando a empujones en la casilla que corresponda la compleja realidad de su cultura. Esos que hacen estudios de género y raza en el imperio Inca sin enterarse a derechas cómo funcionaba un ayllu.

La condición de Uncle Tom, por más sofisticada que se haya vuelto, parece hoy más masiva y entusiasta que nunca.

El ejemplo más evidente y penoso de este sometimiento a la norma imperial es la creciente adopción del llamado lenguaje inclusivo en el ámbito académico de habla española. Poco importa que al desechar pronombres y adjetivos masculinos del plural por otros artificialmente neutros transformen el español en jerigonza ininteligible.

Se parte de la convicción implícita, aunque nunca admitida, de que el “atraso” de la cultura hispana en cuestiones de género tiene su origen en la gramática castellana. Esa misma convicción ha creado el término “latinx” que intenta igualarse al aséptico “American” en neutralidad genérica).

Que, en pleno esplendor de los estudios decoloniales, las llamadas culturas subalternas imiten de manera tan servil el modelo imperial puede resultar paradójico, pero no incongruente.

No se trata en estos párrafos de lamentar la homogenización cultural en un planeta sacudido como una coctelera por la globalización de la economía, las sucesivas olas migratorias y los saltos tecnológicos de los últimos años. Para eso basta con asomarse a Netflix.

Me interesa sobre todo llamar la atención sobre una consecuencia menos visible, pero a la larga más perversa. Pienso en la alentada autovictimización del universo subalterno, como si las opresiones previas no hubiesen bastado.

“Los hombres se convierten en humanos gracias a su capacidad de elección tanto del bien como del mal”, dijo alguna vez el pensador Isaiah Berlin. De ahí que el fatalismo de las minorías-víctimas, a diferencia del libre ejercicio del mal de la raza opresora, humanice a esta última mientras condena a las primeras a ser objetos más o menos decorativos de la historia.

Y todo empeora cuando se llega al irreductible reino de la individualidad, donde solo unos tienen derecho a manifestarse como individuos, con sus humanas obsesiones y neurosis. Mientras los otros se ven obligados a representar a alguna entidad colectiva. El corolario forzoso es que solo los blancos son humanos. Algo que ni los supremacistas más feroces se atreven ya a defender en público.

Pero lo anterior es apenas el efecto secundario de un estado de cosas destinado a garantizar que el hombre blanco —whatever it means— siga ocupando el centro del universo, aunque sea como único culpable de las desdichas de este. Y ser la única voz autorizada para exhibir los rincones más recónditos de su humanidad, demonios incluidos. A solas, en un monólogo interminable.

Las otras voces solo parecerán existir para, si acaso, armonizar la del solista blanco. Como un coro que, cuando parece responderle, más bien lo arrulla, convenciéndolo de su tolerancia esencial.

Entonces se cae en cuenta de que los únicos interlocutores que le quedan al hombre blanco son los otros hombres blancos —esos a quienes no les avergüenza proclamar que son lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad.

Al fin y al cabo, lo que los separa son meras cuestiones de forma.


*Publicado en Hypermedia Magazine

jueves, 20 de febrero de 2025

La dialéctica artificial stalinista según Isaiah Berlin

La dinámica de las crisis artificiales creadas por el castrismo fue descrita por el pensador Isaiah Berlin al estudiar el caso de Stalin (de quien Fidel aprendió mucho más de lo que reconocía). Para este sistema de marchas y contramarchas Berlin creó el concepto de “dialéctica artificial” que explicó en un ensayo del mismo título escrito en 1951. Tal sistema de crisis controladas fue creado por Stalin para sortear los dos grandes peligros que acechan a todo régimen establecido mediante una revolución: que vaya demasiado lejos o que se estanque. En el primer caso:


“Pocas revoluciones, por no decir ninguna, conllevan los fines que sus seguidores más fervientes esperan, puesto que las mismas cualidades que dan forma a los revolucionarios mejores y de mayor éxito tienden a simplificar en exceso la historia. Una vez amaina la borrachera del triunfo, se apodera de los vencedores una sensación de desencanto, frustración e indignación sin paliativos: algunos de los objetivos más sagrados no se han conseguido; el diablo sigue hostigando a la Tierra, y alguien ha de ser culpable de falta de celo, indiferencia, tal vez de sabotaje e incluso de traición. De este modo se acusa y se condena y se castiga a individuos por no conseguir cumplir algo que, con toda probabilidad, nadie en las circunstancias del momento podría haber realizado, y se juzga y ejecuta a hombres por provocar una situación de la que nadie es realmente responsable, una situación inevitable y que los observadores más lúcidos y sobrios (como más tarde se demuestra) habían anticipado en mayor o menor medida”

El segundo gran peligro que señala Berlin, el del estancamiento, suele ser consecuencia de los excesos:

“Una vez que el impulso original de la revolución se ha consumido, el entusiasmo (y la energía física) decae, los motivos se tornan menos apasionantes y menos puros, se instala una repugnancia hacia el heroísmo, el martirio, la destrucción de la vida y la propiedad, las costumbres cotidianas se reafirman, y lo que comenzó siendo un experimento audaz y espléndido se va apagando y finalmente desemboca en corrupción y miseria”

De ahí que, de acuerdo con Berlin, Stalin descubriera la necesidad de crear crisis controladas para contrarrestar ambos peligros:

“Mientras otros elaboraban caucho artificial o cerebros mecánicos, [Stalin] engendraba una dialéctica artificial, cuyos resultados el propio experimentador podía controlar y predecir en gran medida. En lugar de permitir que fuera la historia la que originara la oscilación de la espiral dialéctica, Stalin depositó esta tarea en manos humanas. El problema era encontrar un punto de equilibrio entre los «opuestos dialécticos» de la apatía y el fanatismo. Una vez establecido este planteamiento, la esencia de la política estalinista consistió en un cronometraje preciso y en el cálculo del grado de fuerza adecuado para hacer oscilar el péndulo social y político con vistas a obtener el resultado deseado en función de las circunstancias determinadas”.

Sobre los peligros de la parálisis social dice Berlin:

“Ahora bien, algunas cosas dependen de la fuerza con la que se impulse el péndulo: una de las consecuencias de llevar el terror demasiado lejos […] es que la población se acobarde y se suma en un silencio casi sepulcral. Nadie departe con nadie sobre asuntos ni siquiera remotamente conectados con los temas «peligrosos», salvo esgrimiendo las fórmulas más estereotipadas y leales, e incluso así lo hacen con moderación, puesto que nadie conoce a ciencia cierta cuál es el santo y seña de cada día. Este silencio atemorizado encierra sus propios peligros para el régimen. En primer lugar, mientras que el terror a gran escala garantiza una obediencia generalizada y la ejecución de las órdenes, es posible que también asuste en exceso a la población: si se mantiene a un nivel alto, la represión violenta acaba enervando y entumeciendo a las personas. Se instala entonces la parálisis de la voluntad y una especie de desespero cansino que aplaca los procesos vitales y disminuye la productividad económica. Más aún, si las personas no hablan, el amplio ejército de agentes de la inteligencia a cargo del Gobierno no será capaz de informar con la claridad pertinente de qué pasa por sus cabezas o de cómo responderían a tal o cual política gubernamental[…] El Gobierno no puede funcionar sin conocer mínimamente qué piensan los ciudadanos […] De ahí que sea imprescindible adoptar medidas para estimular a la población a expresarse: se eliminan las prohibiciones y se incita con insistencia a la «autocrítica comunista» y al «debate entre camaradas», algo levemente similar a un debate público. Una vez que los individuos y los colectivos desvelan su baza (y algunos de ellos inevitablemente se traicionan a sí mismos), los líderes saben mejor qué posición ocupan y, en concreto, a quién deberían eliminar en aras a salvaguardar la «línea general» de idas y venidas descontroladas. La guillotina vuelve a ponerse en marcha y se silencia a quienes hablaban”

¿Les suena conocido?

martes, 18 de febrero de 2025

Francisco López Sacha (1950-2025)

Ha muerto Francisco López Sacha, funcionario vitalicio de la UNEAC y escritor en sus escasos ratos libres. La última vez que nos vimos fue hace menos de un año, durante la discutida Feria del Libro de Tampa, cuando su mera presencia junto a un grupo de compañeros de armas de la burocracia cultural de la isla le dio un giro a un evento más bien apacible. El Granma, el mismo libelo que en su momento calló la muerte de Reinaldo Arenas o el Cervantes de Cabrera Infante llama a López Sacha "una de las figuras más relevantes de la literatura cubana contemporánea". Días después de nuestro fugaz avistamiento en Tampa lo reconstruí así:


El único detalle que disonante en los días de la feria fue justo la presencia de Francisco López Sacha, otrora presidente de la sección de literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Nunca fui miembro de la UNEAC, porque cada cual se cuida el hígado como cree conveniente, pero a Sacha sí lo conocí en persona, cuando el jurado del premio Pinos Nuevos de 1993 lo eligió como intermediario para censurarme el libro que yo había presentado a concurso.

Sacha en aquel entonces me confesó que no había leído mi libro, al tiempo que comentaba el argumento íntegro de los cuentos “conflictivos” y me recitaba fragmentos de memoria. Pese a lo incómodo de la situación, Sacha evitó ser desagradable: era la versión letrada del policía bueno.

Para que se entiendan sus prioridades, debo recordar que, al presentarme en su oficina para hablar de mi libro, le anunció a otro escritor en la antesala que debía esperar a que terminara de atender mi caso, aclarándole: “Pero no te preocupes: los problemas de tu libro no son políticos, solo literarios”.

Y ahí estaba Sacha, sentado en medio del patio del Hillsborough Community College, hablando sin parar por teléfono mientras a su alrededor se sucedían presentaciones de libros. Su presencia allí desentonaba, pero no me sorprendía: más que por sus artes de intermediario de censores, Sacha es reconocido por su habilidad para montarse en un avión.

Al terminar la presentación del libro
Nostalgia represiva de Francisco García González (que incluyó una deliciosa coda de sus tribulaciones con la Seguridad del Estado, como museólogo del Presidio Modelo), Sacha seguía hablando por su teléfono, incansable, como si de un general dirigiendo sus tropas se tratara… O como Sacha planificando sus próximas movidas.

Me bastó con estrecharle la mano sin que abandonara su perorata. Quiero pensar que fue un gesto cortés pero, conociendo mi naturaleza socarrona, sospecho que apenas quería dejarle saber que estaba allí, en tierra de viejos gusanos.