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sábado, 8 de marzo de 2025

El totalitarismo como musa

 

En su libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt dividía a la humanidad entre quienes “creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin)” y “aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Dicho de otro modo: entre los que piensan que el totalitarismo es una de las tantas ficciones de la Guerra Fría (basada en hechos reales, pero ficción al fin) y los que han sentido su presión en las costillas o el cuello. La musa política, del español José María Herrera (Bokeh, 2025), libro de ensayos sobre totalitarismos y ficciones, viene a resultar un asalto en toda regla sobre esa barrera que separa la experiencia humana. De ahí que para quienes sabemos que las tiranías absolutas no son cuestión imaginaria La musa política se haga sentir como un abrazo inesperado.

Hannah Arendt, al trazar la frontera entre omnipotencia e impotencia, no se detuvo a considerar la incomprensión de Occidente hacia el poder totalitario, asunto esencialmente exótico. Han sido necesarias ficciones como las de George Orwell para ver en el totalitarismo una posibilidad latente urbi et orbi con independencia de las distinciones culturales o históricas. En especial cuando, según Ortega y Gasset, “la masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento” y la política se encarga de vaciar “al hombre de soledad e intimidad”. Al elegir la política –en su variante más autoritaria– como musa de las novelas que estudia, Herrera no ignora los escrúpulos que existen sobre ese apareamiento: de primar lo político sobre lo literario siempre se corre el peligro de descender a la propaganda o la pedagogía. Un peligro que Herrera intenta conjurar al inicio de su libro advirtiendo que “cuando un novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político”.

En La musa política, José María Herrera indaga cómo la novela contemporánea ha enfrentado –puede tomarse este verbo en sentido bélico, pero sin exagerar– la política como absoluto. De Giorgio Bassani le interesa su descripción del desamparo social de los judíos italianos tras el ascenso del fascismo; de Ismail Kadaré y Milan Kundera, sus estrategias literarias para aprehender al totalitarismo comunista, desde la fantasía hasta el humor; de Leonardo Sciascia, el concienzudo coraje para diseccionar la mafia en medio de una sociedad entre acobardada y cómplice –coraje no muy distinto al que necesitó Philip Roth para desertar de sus obligaciones literarias como miembro y representante de la comunidad judía–; de Salman Rushdie, la imaginación irreverente atrapada entre dos fuegos, el del fanatismo islamista y el del buenismo occidental; de Peter Esterházy, su cuestionable capacidad para superar la traición póstuma de su padre –el mismo que le había servido como modelo a su literatura y su vida–, al descubrir que este había sido informante de la policía secreta húngara durante años; de David Foster Wallace, la defensa del hastío frente a la tiranía del entretenimiento. En el caso de las novelas, de Coetzee y Richard Powers, Herrera explora cómo la humanidad ocupa el puesto de verdugo, ya sea de los animales –en el caso del Nobel sudafricano– o de la naturaleza en las novelas ecologistas de Powers. Si entendemos, como Kant, que la dignidad del hombre consiste en no ser utilizado por ningún hombre como medio sino ser tratado como fin, La musa política es un libro sobre la dignidad del hombre y de todo lo que lo rodea. Una dignidad descrita y defendida con las armas de la ficción.

No se esperaría tanto interés por estos asuntos en alguien que escriba desde la Europa del Oeste, donde el totalitarismo apenas se asoma en la sección internacional, ajena, de los periódicos. Intuyo La musa política como reacción al imperio de la corrección política. Como respuesta a la extendida noción de que “el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón”. Ese triunfo del sentimentalismo político, que Kundera denunciaba como kitsch medio siglo atrás, parece servirle a la mente perspicaz de Herrera como adelanto de la experiencia totalitaria. Eso y la ubicua pérdida del sentido del humor –y hasta del ridículo– que hace imposible distinguir entre una novela y un manifiesto, o que permite a cualquier influencer exigir la cancelación de obras con la misma firmeza con que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie. Cierto que la diferencia entre una muerte virtual y otra una más bien literal no es poca cosa. Sin embargo, al autor de La musa política la ineptitud de los ayatolas digitales para captar las sutilezas de la literatura le resulta tanto o más preocupantes que la del ayatola original. Porque cuando Occidente reniega de sus libertades renuncia a lo mejor de sí mismo. Y no basta el consuelo de que tales circunstancias ayudan a algunos a entender mejor los horrores del totalitarismo cuando vuelven la realidad menos habitable para todos.

Más que las relaciones entre política y novela, lo que le interesa a Herrera es la política que aspira a abarcar toda la vida humana y la capacidad de la novela para abarcar tanta desmesura. De un lado, está la certeza de que lo más cerca que han estado los humanos de alcanzar el mal absoluto se ubica en el entregarse al “afán de doblegar la realidad a las ideas”. “Sabemos que el mal existe”, nos instruye Herrera, “y que este es fruto del esfuerzo por organizar las cosas de forma que nada, ni siquiera las conciencias, quede fuera de su organización”. Y claro, con regímenes tan pretenciosos como los totalitarios es inevitable que su cotidianidad se vea convertida en un carnaval de simulaciones. Nada como un sistema tan monstruoso como ridículo para poner a prueba la vocación de la novela por la ambigüedad, la sutileza y el humor. Y las obras de las que Herrera da cuenta han entregado testimonio cabal del absurdo totalitario y su impacto en la vida de los individuos.

Herrera a veces se contradice, como cuando atribuye el esfuerzo por “abolir la libertad” y el “desdén hacia la persona singular” a un “deseo que no parece europeo sino asiático”, pero al mismo tiempo reconoce que la historia del comunismo “con independencia de la variedad de pueblos donde se haya implantado, es de una inquietante uniformidad”. Sospecho que el motivo de su inquietud es la intuición, confirmada en los últimos tiempos, de que ninguna sociedad está exenta de tentaciones totalitarias del signo que sean. Y que ceder o no a ellas depende menos de la naturaleza de determinado pueblo que de coyunturas históricas impredecibles. Al fin y al cabo, “[e]l principio de la superioridad de las ideas frente a la realidad” que guía a los totalitarismos le sirve lo mismo a un fundamentalista religioso, a un nostálgico de épocas pasadas, que a un creyente en la infalibilidad del progreso.

Herrera reconoce el horror de la política como absoluto al punto de afirmar que “el verdadero y último fin del sistema totalitario es destruir los lazos familiares, personales y sociales de los individuos de modo que la sociedad quede tan atomizada que no quepa resistencia al poder instituido”. Sin embargo, visto así, no se entiende cómo las utopías totalitarias han resultado tan tentadoras a seres de cualquier latitud, sin necesariamente mediar algún tipo de psicopatía. Su atractivo o su demoledora eficacia no se explica solo por la alevosa maldad de sus partidarios. Si algo han demostrado tales regímenes es que la perversión de sus ideales, más que consciente y malintencionada, es ineludible y fatal. Cuando un partido o líder se cree lo bastante iluminado como para adaptar la realidad a sus ideas empieza violentando el sentido común y termina queriendo trasmutar la naturaleza humana. Las disquisiciones del Che Guevara sobre la creación del hombre nuevo y sus metáforas de injertos de perales en olmos son una buena ilustración del voluntarismo que ve la naturaleza humana al principio como obstáculo y luego como enemigo.

Lo anterior no impide que las observaciones que aparecen en La musa política sobre el ejercicio total del poder resulten iluminadoras. Como cuando Herrera afirma –destilando la obra de Bassani– que “el fascismo logró el respaldo de la ciudadanía no defendiendo los intereses de una parte, sino explotando la mediocridad del conjunto”. Eso invita a suponer que cada ideología que reclama “sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo mejor” encubre y estimula alguna bajeza de preferencia. La del fascismo, al hablar de la superioridad y pureza nacionales, sería el egoísmo puro y duro, mientras que los llamados comunistas a la igualdad apelarían más bien a la envidia.


Sin que sea el centro de su análisis, La musa política hace una brillante caracterización del funcionamiento y las consecuencias de las políticas totalitarias. “Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los mayores logros del comunismo”, advierte Herrera en su estudio sobre el húngaro Esterházy. Y en su ensayo sobre las novelas de Kadaré explica que una de las peculiaridades de tales regímenes es que “los hechos quedan disueltos en el discurso ideológico, y este se endurece de tal modo que a la larga resulta impermeable a la realidad”: todo es “interpretado desde un marco previo que se identifica con lo verdadero” y el máximo líder y sus decisiones quedan “por encima de los hechos”.

No obstante, la mayor virtud de este libro está en su defensa inequívoca del valor de la literatura en estos días. Herrera desecha las insistentes actas de defunción de la novela para exaltar su imprescindible poderío. En esto continúa la ruta trazada por Kundera en sus sucesivos libros de ensayos sobre “el arte de la novela”. “El alma moderna”, declara Herrera, “es incomprensible sin la historia de la novela. A ella debemos […] si acaso más que a la filosofía, la ciencia y la religión”. Debo aclarar que la novela que el ensayista tiene en mente no es una que se proponga “satisfacer las exigencias formales de unos cuantos exquisitos”: frente al elitismo literario, Herrera prefiere novelas que impidan que lector común se vea “aplastado por verdades establecidas” y lo ayuden a “tomar distancia de la realidad sin prescindir de ella”.

En defensa de la ficción novelística, Herrera se arma con un arsenal de citas de escritores afines: Susan Sontag: los escritores “son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de una visión individual”; Leonardo Sciascia: “Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica” o “La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad”; Jorge Luis Borges: la novela policiaca “está salvando el orden en una época de desorden”; Kundera: la novela “es un territorio donde nadie posee la verdad, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos”.

La musa política no se conforma con argumentos conocidos, sino que ofrece otros ajustados a esta época de acoso político, moral y tecnológico. Lo que a primera vista parece una reconstrucción de las relaciones entre el poder y la novela resulta a la larga una exaltación del poder de la novela. De esta destaca, frente a las certezas indiscutibles, “su carácter hipotético, nunca pontificial o inequívoco”; su condición de antídoto “contra la falsedad y la impostura”; su defensa de la conciencia individual en circunstancias en que los seres humanos son tratados “como entes sin sustancia”. “Ser novelista”, insiste Herrera, “excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión” porque “supeditar los derechos de la ficción a las ideas […] es un error, o mejor, un contrasentido, pues quien crea desde sí mismo, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano acaba cuestionando los valores vigentes”. Sin pretender fundar un sistema de valores nuevos, vale añadir.

La defensa que hace La musa política de la importancia de la ficción novelesca resulta oportuna, y con oportuna quiero decir valiente: es de sospechar que no sea un libro bien recibido por los herederos de los intelectuales comprometidos de antaño, ahora “especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos de la revolución bajos en calorías”. Esos que juzgan el trabajo del artista imponiéndoles “el lugar común sentimental”, en lugar de establecer la profundidad y el detalle con que se sumergen en la experiencia humana. Si al principio aludí a la división de la humanidad establecida por Arendt, Herrera recoge una clasificación más actualizada y funcional propuesta por Salman Rushdie: la que existe “entre quienes poseen sentido del humor y los que no”. O, en términos de Christopher Hitchens, entre la “mente irónica” y la “mente literal”, porque alguien con sentido del humor, más que por su inclinación a reír y hacer reír, se distingue por la capacidad de tomar distancia incluso de sus convicciones más íntimas. El humor, ingrediente definitorio de la novela moderna, servirá tanto de antídoto del fanatismo como de contrapeso “a la prepotencia de las ideas y la razón” y “a la confianza ciega en el progreso”.

Sin hacerse ilusiones excesivas, José María Herrera hace una defensa de la novela al final de La musa política con el mismo coraje discreto que atraviesa todo su libro: “La ficción literaria carece de poder para cambiar el mundo, pero posee en cambio el poder de iluminar el alma y la sensibilidad de las personas y, por tanto, hacer posible ese cambio”. El coraje, en fin, que se requiere para hablar sin miedo al ridículo de almas y de luz en tiempos tan oscuros y ruines como estos.

martes, 12 de noviembre de 2024

Neoclasicismo asere o Lope de Vega en tiempos del Taiger*



La pura casualidad hizo coincidir el luto por la muerte del cantante conocido como El Táiger con la publicación de la tragicomedia en tres actos La capital del sol (Bokeh, 2024) del recién estrenado autor César Pérez. 

Que se trate de una coincidencia no impide buscarle sentido. Si en los alrededores de la muerte del reguetonero chocaron frontalmente el dolor popular con los escrúpulos clasistas, el populismo intelectual con los pujos de alta cultura, el exhibicionismo sin frenos con la perfecta indiferencia —dejando al descubierto las brechas que separan a la tribu cubana más allá de la política—, la tragicomedia de César Pérez, ambientada en Miami, convoca y representa multitud semejante de sentimientos contradictorios: pobreza de espíritu, frustraciones, deseos insatisfechos, celos, ambiciones insaciables y un desajuste radical con la realidad cotidiana de una sociedad más o menos normal. 

Entre la reacción en cadena ante la muerte del cantante y La capital del sol hay muchos temas comunes. Con ambas se podría armar un retrato robot del alma cubana a la altura del primer cuarto de siglo del segundo milenio, contando desde Cristo a esta parte.

Parecería una decisión extraña que, en su estreno dramatúrgico, César Pérez eligiera el recurso anacrónico de la obra en verso —desde el octosílabo hasta el alejandrino— para representar el presente cubano en Miami. Sin embargo, este reparo se conjura desde la entrada en escena de Larisa, la protagonista, presentando biografía, conflicto, filosofía y estética en solo ocho versos:

Fui jinetera en La Habana
Y aquí vendo 
rial estei   
Traje a mi madre y mi hermana 
Y a Lorencito también.
Muchas veces me pregunto
Por qué traje a ese cabrón
Es que no pueden ir juntos
Billetera y corazón.

Así, el ritmo antinatural de la poesía, con su filosofía callejera y su Spanglish recién adquirido, naturaliza lo que parecería incompatible y deja que el instrumento llevado por Lope de Vega a su máxima expresión teatral fluya por las autopistas y eficiencis de Miami, con la misma desenvoltura que por las calles del Madrid del Siglo de Oro. 

Basta con esa tranquila audacia de César Pérez para atar mundos que se enemistaron a muerte durante la agonía y fallecimiento del Taiger, donde, si a unos les molestaba el llanto de los otros, a estos últimos les mortificaba que su desolación no fuera unánime. 

Pérez escribe como si la vieja brecha entre alta cultura y cultura popular no existiera. O como si apenas fuera un estímulo para saltársela. El ritmo de su verso no se enemista con la realidad mayamesa, pareciendo tan natural como el de cualquier reguetón. ¿Acaso el género no ha conseguido, además de generar fanatismo y dinero, devolverle a la gente de a pie el gusto por el ritmo verbal y la rima? 

César va más allá y, para advertirle al siniestro Pepe Martí sobre los peligros de cortejar la mujer del prójimo, uno de sus secuaces resume el primer gran clásico de la literatura occidental, La Ilíada, de esta forma:

Acuérdese de que Homero
Nos cuenta que Troya ardió
Porque Paris le tumbó
La jevita a Menelao:
La calentona de Helena
Que aunque se partía de buena
Le puso malo el picao
A Héctor y su pandilla
Por ser tan guaricandilla.

(Enseguida se aclarará que el matón no leyó Homero, pero sí vio Troya, la película de “Brad Pí” interpretando al “pendenciero / Aquiles de pies ligeros”).

La capital del sol muestra el Miami cubano de ahora mismo, con sus jineteras reconvertidas en agentes inmobiliarias, sus chulos “degradados” a camioneros y sus chivatos ascendidos a testaferros de los negocios sucios del régimen cubano en el corazón del exilio cubano. 

No es la clásica capital del exilio gobernada por viejos periodistas republicanos atrincherados en emisoras AM, sino el Miami por donde se pasea como un príncipe Pepe Martí, encargado de lavarle el dinero sucio al régimen instalado desde siempre al otro lado del estrecho. 

Si tiene un baro ilegal
Escondido por ahí,
Tintorerías Martí
Le resuelve en un minuto,
Entra sucio por aquí,
Por allá sale impoluto.

Como antes los espías infiltrados en Langley, Pepe Martí es el nuevo héroe de un régimen que antes exaltaba la austeridad y ahora descubre placeres, como el caviar y las anguilas que, por cuestiones técnicas, nunca llegarán a la famélica libreta de abastecimiento. 

El nuevo héroe, además de lavarle el dinero en paraísos fiscales, conoce lo suyo de buenas marcas y artículos suntuarios. Así, Pepe Martí da órdenes a su ayudante:

Sácame los Ferragamos
Y el traje de Valentino
azul que me va de muerte
Con el Rolex de platino
Que esta noche me combino
Mejor que una caja fuerte.

Otro personaje esencial en la trama es la propia ciudad de Miami que le da título a la obra, escenario de la trama y sin la que no pudiera explicarse buena parte de los conflictos. Ciudad en que dos de cada tres habitantes han nacido en otro país, en la que se reinventan vidas a diario y, junto con el viejo sueño americano, se vende el de las segundas oportunidades. 

Pero, ante la ingente esperanza de dejar atrás el pasado de una buena vez, termina llegándose a la conclusión fatal de que “todo el futuro es incierto / y el pasado no caduca / el aliento de tus muertos / siempre te eriza la nuca”. 

No es este el Miami de las postales, ni siquiera el de las cartas triunfales al país natal. En La capital del sol se representa lo que la sociología decimonónica llamaría “los bajos fondos”: criminales, traficantes de casi cualquier cosa, hampones o gente que trata de escapar de ese ambiente sin conseguirlo. 

César Pérez lo retrata con rima esdrújula:

Aquí hay que andar con un látigo
Con tanto sapingo eléctrico
Choferes de Uber erráticos
Y mormones evangélicos
Dealers que venden orgánico
Adictos que compran vértigo
Kioskos de tacos asiáticos
Y de tamales transgénicos
Boarding homes esquizofrénicos
Y hospitales post-psiquiátricos
Llenos de
 homeless famélicos
Con modelos fotofóbicas
Y millonarios excéntricos
Con sus guardaespaldas sádicos
Y abogados energúmenos.

En este Miami se desarrolla una trama sencilla y al mismo tiempo rocambolesca. Lorencito, antiguo chulo de Larisa, intenta recuperar el control sobre esta cuando su viejo compinche, Roli, le propone el negocio que lo liberará del timón del camión que maneja y lo volverá irresistible nuevamente ante Larisa. El negocio consiste en secuestrar a la hija de Pepe Martí y pedir por ella un rescate millonario. 

Una salida aparentemente mágica, para quien cree en las propiedades milagrosas del dinero, cualquiera sea su procedencia. Trasplantados a la patria del capitalismo, tanto a Lorencito como al resto de los personajes les parece lógico y necesario adscribirse al evangelio del dinero. 

Así declama Lorencito: “En Cuba éramos esclavos / de gorilas con fusiles / aquí nos comen los biles / hasta el último centavo”. Y más adelante confunde, muy marxistamente, dinero con libertad: “Lo que quiero es muy sencillo / hemos llegado a una edad / en que no hay libertad / sin dinero en el bolsillo”. Así, bajo la convicción casi romántica de que “vivir es meterse en líos”, Lorencito acepta la propuesta de su compinche. 

La capital del sol, divertidísima en casi toda su extensión, tiene en cambio un resabio amargo que hace pertinente su subtítulo de tragicomedia. Es la amargura y el resentimiento de los forzados a abandonar su país sin entender muy bien por qué. De quienes intentan resanar viejas heridas e impotencias a golpe del siempre elusivo billete. De los que han renunciado a casi nada, que es todo lo que tenían, e intentan resarcirse del tiempo y la fe perdidos. 

César Pérez cumple con la obligación de todo autor hacia sus personajes: al hablar por ellos, trata de entenderlos, de hurgar en sus razones más profundas y dejar el juicio para sus lectores y espectadores. 

La política parece pesar poco en las decisiones de los personajes. Y con razón. Aquello que parece decisivo, a nivel de nación o de grupo, suele ser en la vida de los individuos un factor secundario, opacado por los demonios personales. 

Por eso cuando, en medio del secuestro, los extorsionadores pretenden aducir motivaciones políticas, Pepe Martí responde:

Pero, dime, ¿qué cojones
Tienen en la cabeza?
Suelten a Yumi, cabrones,
Y déjense de bajeza
Dándoselas de patriotas
Mientras secuestran mujeres…
Mira, tú, si lo que quieres 
Es llevar esto hasta el fin
Para hacerte el paladín
De la justicia, ¿por qué
En vez de este paripé
No me secuestraste a mí
al mismo Pepe Martí?
Ahí sí ibas a hacer historia
Y hasta cubrirte de gloria.

Con todo lo deslumbrante y magnífica que resulta La capital del sol, no es seguro que complazca a todos. El contraste entre la bastedad de los personajes y sus conflictos vitales, y la exquisitez de la factura de los versos con que se expresan, puede espantar a muchos. 

Como el belicoso luto por la muerte de El Taiger ha demostrado, las trincheras cubanas no pasan solo por lo político. Sobre todo, porque La capital del sol no intenta la síntesis populista que algunos proponen, sublimando lo grosero, sino que parte de la convicción de que no hay temas menores, como no hay estratos inferiores de cultura, sino maneras más o menos torpes o superficiales o frívolas al aproximarse a ellos. 

Ahí quedan las preguntas esenciales para este tiempo, o cualquier otro, que nos deja la obra. Preguntas tales como: ¿Qué sentido tiene la vida (o la muerte) más allá de acumular dinero?  ¿Qué hacemos con el pasado? ¿Es posible enfrentar una nueva vida sin sanar las heridas de la anterior? ¿Hasta qué punto podemos justificar nuestras acciones? 

Sería una lástima que La capital del sol no fuera bien entendida pues, como todo buen teatro, esta obra —junto a su gracia indiscutible— tiene mucho de la catarsis curativa que solo se puede experimentar a plenitud una vez llevada a escena. 

Allí se podría comprobar cómo nuestra ridícula tragicomedia vital, la del pasado que no cesa de insistir en ser presente —en Miami o cualquier otro sitio donde nos agarre el naufragio—, puede ser cantada con versos que no envidiarían a los del teatro del Siglo de Oro:

Se me reseca la boca
Y el agua del mar es poca
Para arrasar el pasado.
Y aunque levantes un muro
Y sea un búnker tu casa,
El pasado nunca pasa
Y te espera en el futuro
Para tirarte a la lona
Preguntando: ¿A dónde vas
Que yo no vaya detrás 
Como una sombra burlona?

*Publicado originalmente en Hypermedia Magazine

martes, 30 de abril de 2024

Tres escritores de Miami, tres libros

Presentación en NYU el pasado 26 de abril. De izquierda a derecha: Alfredo Triff, Rosie Inguanzo, Ernesto G y Enrique Del Risco

¿Cómo explicar y darle sentido a esta súbita invasión literaria mayamense al corazón de Nueva York más allá de la amistad?”, me preguntaba alguien el otro día. O puede ser que ese alguien fuera mi propia conciencia, tan impertinente.

Como si la amistad de por sí —y más siendo una amistad que pasa por la literatura— no acarreara un montón de afinidades que la ortopédica división en géneros literarios no consigue alienar.

Procedamos entonces a repasar un libro de crónicas, otro de ensayos y un poemario como la expresión de seres afines, por más que luego los destierren a extremos distantes de la librería, ese lugar que parece condenado a la extinción. Examinemos estos libros pues, bajo la categoría de “Producción espiritual del exilio cubano en Miami” o la menos académica de “gente que se quiere entre sí”.

El Premio Nobel de Literatura y máximo exponente de la antropología de los campos de concentración, Alexandr Solzhenitsyn, en algún rincón de su Archipiélago Gulag, intenta explicar la producción literaria universal a partir de la división básica de la sociedad entre capas superiores e inferiores, y el mundo que estas se proponen describir.

Según Solzhenitsyn, de esta división y de los mundos que tratan de representar, emergen cuatro esferas principales.

Primera esfera: los superiores describen (representan, teorizan) a los superiores, es decir, a sí mismos, a los de su mundo. Segunda esfera: los superiores representan, teorizan, a los inferiores, a sus hermanos menores. Tercera esfera: los inferiores representan a los superiores. Cuarta esfera: los inferiores a los inferiores, a sí mismos.

De acuerdo con esta tesis, cada una de las esferas tendría su talón de Aquiles: a los superiores que se describen a sí mismos, si bien les sobra cultura y preparación, los limita la vida acomodada y satisfecha que viven o “la incapacidad de comprender realmente” a los más desfavorecidos. De igual manera, estos últimos tienen la desventaja de la falta de preparación, de oportunidades y hasta de tiempo, cuando se trata de representarse a sí mismos, y el lastre de la envidia y el rencor cuando se trata de representar a las castas superiores.

Solzhenitsyn decía esto a propósito de las nuevas oportunidades literarias que ofrecía la existencia de una supuesta sociedad sin clases como la soviética: la democrática represión contra toda la sociedad hacía que, aquellos con la preparación y los intereses que podrían identificarse con las clases superiores, se vieran, en los campos de concentración estalinistas, forzados a sufrir una experiencia que en cualquier otra sociedad estaría destinada únicamente a las clases más bajas.

En el caso cubano, la vida miserable de la casi totalidad de la sociedad debería hacernos entender cualquier experiencia humana, empezando por las de los más menesterosos. Nuestra paupérrima vida cubana de hambre y apagones, de indigencia moral, legal y textil, de internados cuasi carcelarios y ruralismo forzado, de robos, falsificaciones y fugas innumerables, debería acercarnos lo mismo al peón agrícola que al preso; al espalda-mojada y a la prostituta que al mendigo o el ladrón en su desnuda humanidad.

Pero sabemos que no es así.

Cuando la vida nos da una oportunidad, reaccionamos como cualquier otro ser humano: tratamos de aprovecharnos al máximo de ella sin mirar atrás y, si lo hacemos, es para observar con asombro y altanería a esos seres que nos resultan tan ajenos.

Libros como Crónicas de La Pequeña Habana son una notoria excepción a esta costumbre, una alternativa generosa a nuestro insistente egoísmo.

Lo primero que se puede notar en el libro de Ernesto G es su parentesco con dos clásicos de la literatura cubana exiliada: Boarding Home de Guillermo Rosales y el Curso para estafadores de Eddy Campa.

En el retrato que hace Ernesto G de ese antiguo campo de batalla en vías de gentrificación que es La Pequeña Habana, encontramos prácticamente los mismos personajes de Rosales y Campa, solo que envejecidos, acusando el desgaste que produce el tiempo y esa derrota interminable que es la historia del exilio cubano y de Cuba entera.

La diferencia fundamental entre el libro de Ernesto G y los que lo precedieron —además del tiempo transcurrido— es que ha sido escrito desde afuera. En un acto de honestidad literaria, Ernesto G no trata de imitar la indigente interioridad del desclasado.


La Pequeña Habana es para Ernesto G un coto al que va a cazar historias antes que estas se extingan junto al mundo en que surgieron. Lo que convierte a estas crónicas en otro pequeño clásico cubano es la sensibilidad con que Ernesto G observa a su objeto de estudio, la profunda complicidad y ternura con que se acerca a quienes otros usarían como pretexto para sentirse superiores.

Esa sensibilidad ante el dolor ajeno, pero más aún, hacia el saber ajeno, la sabiduría del que ha sufrido incontables derrotas, es la manera que ha encontrado Ernesto G de comprender a seres que solemos ver como parte del mobiliario urbano y comunicarnos la humanidad que nos une.

En pocos libros como en Crónicas de La Pequeña Habana las palabras “cubano” y “humano” se acercan tanto, más allá de la rima consonante.

En cuanto al libro ¿Por qué el pueblo cubano (aún) apoya el castrismo? de Alfredo Triff lo primero que debe notarse es su título tramposo.

Si algo lo salva de una demanda por publicidad engañosa es que el libro ofrece mucho más de lo que anuncia su título, y no menos.

Esta vez no se trata de analizar un hábitat urbano específico con las subespecies que produce, sino de estudiar fenómenos que afectan por un lado a Estados Unidos y por otro a Cuba. O, dicho en términos cubanos, al universo.

En realidad, el libro se divide en dos partes casi idénticas en número de páginas. “La invasión de los woke” se titula la primera, como si se tratara de un nuevo capítulo de la Guerra de las galaxias, cuando en realidad nos habla de algo mucho más peligroso: allí Triff analiza la aparición de una secta neopuritana que, bajo la benevolente consigna de la justicia social, vuelve a dividir el mundo en opresores y oprimidos. Pero esta vez, en lugar de las clases sociales centrales al marxismo, la división opera en base a la raza, el género y cualquier otra condición involuntaria.

Una secta de cruzados de la justicia social que le parecerían extremistas de izquierda al mismísimo Mao Zedong. Una secta que, en vez de dedicarse a destruir nuestro planeta como cualquier invasión galáctica, se conforma con achicharrarnos las neuronas.

“Castrismo nuestro de cada día” se titula la segunda sección del libro, en posible referencia al pan que se produce en la Isla, casi tan repulsivo como el propio castrismo.

Además de intentar explicar la persistencia del poder castrista, su modus operandi y la lógica que hay tras su concienzuda vocación destructiva, Triff nos da claves esenciales sobre su funcionamiento.

Una de ellas es la igualación en el punto más bajo de la sociedad, el más infortunado. Un magnífico ejemplo de esto es el antológico ensayo “La ruralización (castrista) de La Habana”, que nos explica cómo la sistemática destrucción de La Habana, por medio del abandono y la obstrucción de toda iniciativa privada de reparación, obedece a una lógica de culpabilidad y castigo.

Según Triff, para el castrismo inicial “El ‘lujo’ citadino (lo que otros llamarían simplemente arquitectura y urbanismo coherentes) es el reflejo de una debilidad moral”. Eso explica por qué cuando el castrismo trata de crear su propia versión del lujo, el resultado sea tan feo: así al menos no podrá acusársele de inmoral.

El de Triff es un libro pendenciero, nacido para la polémica. Al autor le interesa más detectar los síntomas de las diferentes enfermedades que diagnostica antes que recetar una cura. Más que las respuestas que buscan sus ensayos, son las preguntas que plantea lo que le otorga su carácter inquietante y vital.


¿Cuáles son los peligros que entraña querer convertir —como insiste el wokismo— los derechos humanos en privilegios? ¿Cuáles los de presentar la libertad de expresión como un peligro para la diversidad? ¿Por qué los woke son incapaces de detectar en nuestro siglo, y hasta en su propia actitud, aquellas mismas perversiones que con tanto furor abominan en el pasado? O, hablando de genética contranatura, ¿cómo llega a ser woke un cubano?

Por su parte, las Baladas crueles de Rosie Inguanzo, en lugar de ocuparse del universo como hace su compañero de viaje Alfredo Triff, no se ocupan más que de sí misma y de sus alrededores. Ni falta que hace.

Rosie Inguanzo viene a desnudarse ante nosotros, verso a verso, y ya no es posible mirar para otro sitio. Rosie no tiene que hablar del mundo para hacer suyas todas sus desdichas. Su cuerpo y su espíritu lo contienen todo.

Desde los primeros versos de Baladas crueles, escuchamos el memorial de agravios contra la familia, el Estado y la biología:

Soy una niña de Henry Darger y tengo genitales masculinos
soy una niña monstruo
una niña esclava en la isla-cárcel y en la casa de los
gritos y de los golpes
soy una pequeña niña con un pequeño pene


Aquí no hay propaganda engañosa. Baladas crueles es un título justo, ajustado a su contenido, quiero decir. Solo que la crueldad de la que se habla desde la portada, ha sido ejercida contra el yo de la poeta, incluso antes de nacer:

Tengo los pulmones débiles
me faltó gestación porque mi madre-monstruo quiso
abortarme
hizo fuerzas y pujaba
en la isla-cárcel fue castigada con la agricultura


En el departamento de horrores, Rosie Inguanzo compite, desde el arranque, con Solzhenitsyn. Sin ser victimista. No es la queja interminable del que sufre su dolor, sino el grito de quien entiende al verdugo. Sin perdonarlo.

De quien entiende que la vida es una infinita cadena de violencias que ejercemos sobre el más débil, los que hemos sido débiles, en cuanto conseguimos algo de poder.

El niño que es maltratado por el profesor de piano, de adulto golpeará a sus hijos mientras tararea tangos. El asesino (metafórico o real) de la amiga que “había sido violado en la cárcel castrista / siendo adolescente / luego tiene una causa pendiente con la vida / esto lo hace altamente peligroso”.

“Esas cosas no se hablan”, dicen todas nuestras madres en nuestras cabezas, como lo dice la madre de la poeta en la suya.

Pero Rosie tiene otros planes. A la crueldad no se la derrota con el silencio, su mejor aliado. A la crueldad se la arrastra por la oreja y se la planta bajo el farol de la poesía, para que la conozcan en su retorcida lógica. En vez de disimular bajo metáforas o ingeniosidades, Rosie ha decidido llevar el dolor por fuera y de paso recordarnos, como el cronista del Gulag, que toda creación es hija declarada o bastarda de algún agravio profundo y sin cura.

lunes, 29 de enero de 2024

Pioneros en Manhattan*

Poster de la expo de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto

A mediados de los años setentas el recientemente fallecido periodista mexicano Jacobo Zabludovsky decidió hacer un experimento. Entrevistaría a los hijos de los funcionarios de la embajada cubana en México DF. Nada complicado. Preguntas elementales como “¿A quién quieres más?”, “¿Qué quieres hacer cuando seas grande?”. Nada que alarmara a los funcionarios que debían autorizar la entrevista. La segunda parte del experimento era -al parecer- igualmente inofensiva, y consistía en hacerle las mismas preguntas a niños mexicanos. Lo verdaderamente revelador fue presentar en televisión en conjunto el resultado de ambas encuestas. Así mientras los niños locales afirmaban amar más a su mamá o a su abuela y de grandes querer ser como cierto futbolista o personaje de comic los cubanitos decían querer más a Fidel o a la Revolución y cuando crecieran serían como el Che o sacrificarían su vida por la Patria. Zabludovsky trascendió por sus entrevistas a gente famosa en todo el mundo, por su conducción durante décadas de programas noticiosos en su país, pero la noche de aquella emisión le cambió la vida al menos a una persona. “Me sentí como un robot” me contó muchos años después uno de aquellos niños cubanos. Verse soltando aquellos lugares comunes de la propaganda oficial uno tras otro cuando resultaba bastante más natural querer más a la abuela que al gobernante del país. Como resultado de esa experiencia aquel niño decidió que en lo adelante dedicaría todos sus esfuerzos a escapar de aquel país al que su padre representaba.

Por supuesto que fue esa una experiencia bastante rara para los niños cubanos de aquella generación. Para la casi totalidad de los niños cubanos, aquellas consignas, aquellos lugares comunes fueron lo más normal del mundo. La exposición “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” que acaba de clausurarse en Nueva York al cuidado de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto es un intento de reconstruir aquella “normalidad” aunque la colección de juguetes, uniformes, diplomas, expedientes escolares, libros etc. expuesta en una sala en medio de la Quinta avenida neoyorquina resultara una suerte de naufragio doble. Por una parte el naufragio de un proyecto abandonado hace bastante tiempo (aunque sus efectos sigan vigentes) y por otra el desamparo intraducible que enfrentan esos mismos objetos en una ciudad tan ajena como es el Nueva York de 2015. Aunque puede que me equivoque en lo segundo y no haya ciudad más afín a tal exhibición que esa, obsesionada con el reciclaje de modas y exotismos.

El milagro puro de que haya sobrevivido esa muestra de objetos que en casi cualquier parte del mundo hubiesen ido a parar al más allá de los tarecos inservibles es parte de la historia que cuenta esta exposición. La historia de generaciones aferradas a cuanta cosa les pasara por delante, tarecos insignificantes que de pura escasez se volvían únicos, irremplazables. La historia de generaciones educadas en el materialismo dialectico e histórico por un sistema que al mismo tiempo llevaba a cabo una guerra a muerte contra la materia misma. La historia de familias individuales y concretas cuyo coleccionismo, voluntario o forzoso, encuentra sentido en una exhibición como esta. En cualquier caso una historia muy poco excepcional si se tiene en cuenta que hubo una época en que un tercio de la población mundial estaba sometido a experiencias similares. En una conferencia complementaria a “Pioneros…” un grupo de especialistas se encargó de compartir sus experiencias en diferentes partes del antiguo bloque comunista, experiencias que resultaron muy afines en lo esencial, incluyendo ese sentimiento compartido de “normalidad”.


Tan complejo como necesario es intentar reconstruir el pasado reciente no solo desde los textos constitucionales, declaraciones, leyes, estadísticas o reconstrucción documental de episodios famosos sino también desde la más elemental y rutinaria materialidad. Sobre todo en un caso como el de la sociedad cubana de las últimas cinco décadas y media en que los archivos donde se deberían reconstruir el pasado del país son usualmente inaccesibles, las estadísticas falsas, y abismal la distancia que separa las descripciones periodísticas de la realidad y la realidad misma.

Una reconstrucción material de la vida cotidiana bajo el castrismo en su etapa clásica revela sin esfuerzo la esquizofrenia de aquella normalidad. No sólo por la desoladora pobreza de un régimen establecido para “satisfacer las necesidades siempre crecientes de la población” sino por la contradicción entre las declaraciones de principios sobre sus intenciones de “garantizar la formación multifacética de la niñez y la juventud” y un “desarrollo pleno de las nuevas generaciones” y las muy escasas opciones que ofrecía fuera de la “moral comunista”, la “fidelidad a la Revolución”, “el odio al imperialismo” y “el amor”, “a las instituciones armadas” y “a la clase obrera y a su partido de vanguardia”.

La inmediata identificación que se produjo entre buena parte de los visitantes cubanos con los objetos que exhibía “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” revela que, pese a la inevitable brevedad de la muestra, esta era lo suficientemente representativa. Eso dice no poco de lo uniforme de una sociedad con un repertorio material –y espiritual- tan escaso. Y es que pese al extremo cuidado de las curadoras en diversificar la muestra, en extenderla no solo al plano escolar estatal sino al familiar y privado, pese a su insistencia en los modos alternos de quienes sentían la necesidad continua de defender su individualidad frente a las imposiciones estatales lo que queda patente era el carácter ubicuo de una ideología pero también de una ética y una estética que apenas dejaba espacio a la inocencia simbólica.

Llamaba la atención en la exposición que en medio de tanta pobreza material hubiese un muestrario tan amplio y variopinto de certificados, diplomas, medallas, bonos de trabajo voluntario. Se trata de eso que en la nomenclatura del régimen se conocía como “estímulos morales”, una palanca fundamental, aseguraban los teóricos (empezando por el Che Guevara) en el establecimiento de una sociedad comunista. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material –decía el Che- hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente”. Y estos papelitos impresos pueden servir de excelente ilustración de en qué consistía esa moneda “moral” que supuestamente servía para comprarte el ascenso en el escalafón de la nueva sociedad. Porque la normalidad en que debía transcurrir la vida de los niños cubanos no debía desconocer el hecho de que lo que en realidad se trataba de producir era un tipo diferente de ser humano que ayudara a construir una sociedad desconocida hasta entonces. Un espécimen que de acuerdo con los principales textos que delineaban su diseño sería mitad trabajador, mitad soldado y en general lo bastante infantil e inocente como para estar a salvo de cualquier influencia corruptora y, de paso, anular por completo su capacidad de decisión.


Y en esto hay que reconocer la transparente honestidad del régimen cubano cuando declaraba en sus Tesis y resoluciones en la formación de la niñez y la juventud al Primer Congreso del Partido Comunista que “Uno de los objetivos supremos que tiene ante sí el Partido Comunista de Cuba es la formación del hombre comunista, cuya acción social esté condicionada, desde las edades más tempranas, por un modo de vida que conduzca, indefectiblemente, a interiorizar en él los rasgos de carácter, convicciones y moral comunista”. Y no se trataba de una bravuconada al estilo de las tantas empresas faraónicas en que se enredó el régimen en aquellos años. A diferencia de esos otros casos, para este proyecto totalitario de fabricar “hombres nuevos” en serie le sobraban los medios. Así podía permitirse convocar a los “diferentes organismos del estado, las organizaciones políticas y de masas, los medios de difusión masiva, la familia y la sociedad toda” a “actuar al unísono y regidos por una misma política en este proceso formativo, complejo e integral”. Más oscura pero no menos disuasoria era la advertencia del régimen contra los intentos de “desviar” la “conciencia socialista y deteriorar sus valores políticos, morales, culturales y filosóficos” de las “nuevas generaciones”. Es en el acápite “Sobre la formación de la niñez y la juventud” de las “Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC” donde se llama a mantener “una política de firme rechazo a toda manifestación negativa, y aplicarse a un plan permanente que, junto a la política de persuasión, contemple las medidas adecuadas contra las manifestaciones antisociales que atenten contra las normas de convivencia social y de la moral comunista”. Y en artículo 8 del “Código de la Niñez y la Juventud” de 1978 (todavía vigente) se enuncia que “La sociedad y el Estado trabajan por la eficaz protección de los jóvenes ante toda influencia contraria a su formación comunista”.

No obstante un régimen que en las tareas de vigilar y castigar era tan constante como discreto ha dejado poca huella material de sus empeños represivos. Incluso así “Pioneros…” ofreció a la curiosidad del visitante uno de aquellos “expedientes acumulativos” que resumía el paso de cada estudiante por el sistema escolar y al que irían a parar las famosas “manchas” con que a cada rato amenazaban los profesores ante algún comportamiento considerado inaceptable. No sé hasta qué punto sea transmisible a un no iniciado el terror del estudiante ante la amenaza de que una “mancha en el expediente” le descarrilaría la vida en una sociedad que se consideraba a sí misma poco menos que perfecta. Hay ciertas modulaciones de aquella normalidad totalitaria que son intrasmisibles. Hubiera sido útil, sin embargo, haber creado algún dispositivo para acceder al interior de tal expediente, aunque solo fuera para apreciar el interés del sistema por informarse sobre la afiliación religiosa y política de los estudiantes y de sus padres y sobre su grado de “integración revolucionaria”. Quiero pensar que tales detalles no le pasarían desapercibidos a un público tan sensible a este tipo de curiosidad estatal por sus propias convicciones públicas y privadas.

Sobre el éxito –debatible- de este minucioso sistema de modelaje humano la exposición “Pioneros” fue menos explícita pero sin dejar de ser sugestiva. Como muestra de lo que se esperaba de un estudiante una vez que pasara por los niveles de enseñanza primaria y secundaria en “Pioneros” se exhibió el curioso pero no inusual juramento que se exigía en 1969 a los estudiantes del instituto tecnológico Julio Antonio Mella. Un juramento que lo mismo comprometía a “renuciar [sic] al ejercicio libre de nuestra profesión poniendo todos nuestros conocimientos al servicio de nuestro pueblo o de cualquier pueblo del mundo que lo necesite” que a “cambiar, si fuese necesario nuevamente las herramientas de trabajo por las armas para defender los logros de nuestra Revolución contra un ataque de nuestro más odiado enemigo; el imperialismo norteamericano”. Como aquellos pioneritos de la embajada cubana en México estos estudiantes juraban estar “dispuestos a legar por el porvenir de la humanidad nuestras vidas, si fuese necesario, para destruir a los enemigos de los pueblos y así hacer más patente lo que Cuba a diario ratifica ante Latinoamérica y el mundo, el lema de: PATRIA O MUERTE VENCEREMOS”. Más interesante aún es el acápite del juramento en que el estudiante rechazaría “erigirle un altar al Dios Dinero y postrarle a sus pies la conciencia de los hombres” en nombre del principio basado en “crear riquezas con la conciencia y no conciencias con la riqueza”. Interesante y hasta irónico si se ve cómo en estos días generaciones de cubanos educados en esos mismos principios se entregan al experimento capitalista con un entusiasmo imposible de hallar en casi ningún otro sitio del mundo.

Foto de Geandy Pavón

Pero no se puede decir que aquel otro experimento por el que pasaron los cubanos que crecieron en la Cuba post revolucionaria y que intentó reconstruir la muestra de “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” fuera un total fracaso. Sus efectos, duraderos, se pueden percibir en buena parte de aquellas generaciones, donde quiera que se encuentren. Si no en el entusiasmo por el antiguo proyecto para el que fueron formados, al menos en la desazón y la perplejidad que les ocasiona a aquellos viejos hombres nuevos el mundo ajeno a aquella “normalidad” en la que crecieron; en la incapacidad para entenderse a sí mismos como parte de un mundo para el que, después de todo, no fueron creados. De algo de esa perplejidad ante el mundo –ante esa normalidad capitalista dentro o fuera de Cuba- parecían hablarnos las fotografías del artista Geandy Pavón incluidas en la exhibición que muestran a una niña completamente uniformada como “pionera” frente a diferentes emblemas de esa otra realidad: una tienda de Target, el perfil de Nueva York, un viejo carro norteamericano o el ratón Mickey. El desamparo expresado en esas imágenes puede ser el reverso de la tendencia de sucesivas generaciones de cubanos a asociar ciertas experiencias, objetos o referencias culturales a esa forma de la felicidad que es no entender nada. De ejercer la nostalgia allí donde parece menos comprensible. O como diría la madre de un amigo de manera más elemental y diáfana: “Allí el que se salva queda bobo”.

Bibliografía

Guevara, Ernesto. “El socialismo y el hombre en Cuba”

“Ley No. 16 Código de la Niñez y la Juventud”

“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la formación de la niñez y la juventud”

“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la Plataforma Programática del Partido”

*Artículo aparecido en Diario de Cuba el 11 de octubre de 2015

 

martes, 23 de enero de 2024

Historia y masoquismo: un libro que desmonta las distintas facetas del castrismo


Por Luis de la Paz

El título resulta impactante, Historia y masoquismo (Ediciones Furtivas, 2023), libro del escritor cubano Enrique del Risco (La Habana, 1967). Sorprende por la aparentemente extraña relación entre la historia y el masoquismo. Parece una provocación, un gancho, una relación forzosa, pero la lectura permite entender el alcance del título.

Dividido en dos partes, la primera se enfoca en el masoquismo y la de cierre en la historia. El libro, sin ser una selección de los artículos, ensayos y opiniones publicados por el autor en su blog Enrisco, acoge en sus páginas varios de esos textos. Sin embargo, al ponerlos en conjunto, los trabajos adquieren otra dimensión, una nueva proyección.

Del Risco es de esos escritores que sustenta sus argumentos de una manera contundente, con una proyección asequible, despojando su prosa de rebuscamientos, para que sus ideas fluyan con la simpleza/profundidad que requiere un análisis inteligente, documentado y culto. Otro factor que lo caracteriza, es el humor. A veces ácido, en otros momentos esos “ramalazos”, estremecen y hacen aún más evidente el trazado de la observación.

Desde la introducción ya el lector de Historia y masoquismo encuentra afirmaciones que inducen la exclamación: sí, así mismo es; sin embargo, se necesitaba leerlas: “El totalitarismo –en Cuba como en cualquier sitio–, más que un régimen político, es una cultura, una civilización, una costumbre”. Luego se lee que el totalitarismo introduce en las personas “una suerte de Alzheimer colectivo que obliga a los nietos a pasar por el mismo ciclo de encantamiento y desencanto que padecieron abuelos y padres”.

En toda la primera parte se va analizando y a la vez desmontando, las distintas facetas del castrismo. Algunos trabajos resaltan como La trampa de la ideología y Un domingo esclarecedor, este último sobre los sucesos del 11 de julio del 2021 en la Isla, apagado por la fuerza… fuerza brutal ejercida por las propias víctimas del régimen. Hay que recordar al gobernante Miguel Díaz Canel: “la orden de combate está dada”, llamando a una guerra entre su poder totalitario y los indefensos ciudadanos. Del Risco apunta: “El mérito de ese 11 de julio es, para mí, el de la claridad. Aclarar que el silencio de los cubanos no significa aprobación o resignación, sino miedo, y que la repulsa al régimen está tan extendida como sospechábamos”.

Otros ensayos desmontan la realidad cubana a través del arte y la literatura. Havana Stories, Las trampa de Padilla (para mí uno de los mejores), Una generación triste y Pablo Milanés como drama colectivo, textos que forman parte de una secuencia de varios trabajos convincentes y analíticos que corren hasta el final de la primera sección del libro.

Para enfocar la historia, la segunda parte de Historia y masoquismo, Enrique del Risco comienza analizando el humor ante la dictadura y en especial ese sentido tan necesario del que carecía el propio dictador Fidel Castro. “Una de las primeras víctimas de la intolerancia en cualquier época: el humor y el gremio que lo produce”. El artículo cuenta que desde el mismo año 1959, el régimen se enfocó en los humoristas, y citando al humorista Arístides Pumariega, explica la presión que recibió el caricaturista Antonio Prohías, que “hizo una caricatura que reflejaba al séquito [de Castro] como un grupo de bombines”. El dictador montó en cólera, obligando al humorista a tomar el camino del exilio.

Otro texto destacado en el libro es el titulado Brevísima historia del hambre en Cuba, seguido igualmente como en la primera parte, por una sucesión de ensayos muy precisos, entre ellos La caja negra de «los años duros»: Mariel reescribe la revolución cubana y Viaje al centro de la nada.

Cuando se intenta escribir sobre un libro como Historia y masoquismo, la mente se obnubila por la cantidad de información, de reflexiones que se leen y se agolpan. Es un libro del hombre, Enrique del Risco; de los hombres, los personajes que habitan en sus páginas, en su lucha incesante por sobrevivir frente al totalitarismo castrista, y su secuela de “somos continuidad”, que expresa el régimen, donde ante la desesperanza, lo único sensato, ahora que se puede, es tristemente, tomar el camino del exilio. 

martes, 19 de diciembre de 2023

Historia y Masoquismo: una visión descarnada del drama cubano


 Por Gery Vereau

Enrique del Risco, escritor y profesor universitario, residente en West New York, NJ, presenta su nuevo libro de ensayos, Historia y Masoquismo, donde desmenuza, muy seriamente, con talento e ironía, la historia de las ideas detrás del longevo régimen que gobierna la isla de Cuba. 

Del Risco responde, y se responde, a las más inquietantes preguntas que la humanidad se ha hecho sobre Cuba, la principal de ellas ¿Cómo se puede aguantar tanto?.

Para el mismo tanta docilidad frente a un régimen dictatorial de la naturaliza del cubano sigue siendo un misterio, pero habla desde la barriga de la ballena, donde ha vivido su infancia, juventud y parte de su vida adulta, y gracias a un estilo cautivador y a una audacia que no duda en abrirse el pecho para mostrar sus propias entrañas, logra desvelar el misterio. Que para que les cuento. 

Risco, entre los muchos temas que desarrolla en 204 páginas publicadas por Ediciones Furtivas, da cuenta que todos los movimientos del régimen, desde los más altruistas como la alfabetización, cuya cartilla de lectura enseña a leer con la F de Fidel y de Fusil, pasado por la reforestación de las altas montañas, con lo que pensaba impedir que se repitan situaciones guerrilleras como las de Sierra Maestra que llevaron al castrismo al poder, tenían como objetivo sostener al régimen hacia el futuro.

Se explaya en el uso del lenguaje por el régimen castrista para mantener el status quo. En el capítulo “Gusanos, bandidos y escoria” describe como en la Rusia estalinista y la Alemania de Hitler el lenguaje fue fundamental para sostenerlos en el poder, y cómo se han usado las palabras, en el baile sin alegría de las dictaduras a ambos lados del espectro político, para castigar o premiar la adhesión a la política al uso.

Y afirma que en el caso cubano “más importante que la difusión de las ideas del líder fue la deformación del vocabulario cubano hasta incapacitarlo para dar cuenta de su propia realidad”.

Historia y Masoquismo se debe entender mejor con su hermano gemelo “Nuestra hambre en La Habana” presentado por el autor en abril del 2022, donde, para el tema que nos precede, aborda a su propio estilo la manera de responder al lenguaje institucionalizado: Fidel Castro no era “el Comandante” sino “aquello”.

Allí hay una frase que anticipa lo que sería Historia y Masoquismo:  “Cuando la indigencia resulta lo bastante abrumadora como para aplastar el instinto de resistencia, se está a las puertas del sometimiento absoluto. De otra manera no se explicaría la existencia de la esclavitud o de los campos de exterminio”.

Para el próximo año, Del Risco, Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana y Doctor en Literatura Latinoamericana por New York University, anuncia que presentará una nueva publicación: Historia Latina de Nueva York.

martes, 31 de octubre de 2023

‘Historia y masoquismo’ de Enrique del Risco

Por Jorge Brioso

Todo libro de ensayos que valga la pena esconde al menos una revelación. Historia y masoquismo, de Enrique del Risco, nos regala dos y media, pues al libro lo atraviesa un espectro y estos nunca se develan por completo. La primera define al masoquismo como el lado invisible, ultravioleta, de la utopía. Hay que apresurarse a aclarar, de la mano de su autor, que “aquí el masoquismo no [se entiende] como conducta sexual, por supuesto, sino como «la satisfacción o placer que se experimenta a través del dolor propio, ya sea físico o psíquico, y de la humillación, la dominación y el sometimiento»”. Si la utopía no es otra cosa que la ideología cuando se disfraza de lo onírico, lo que viste a los dogmas –el costado férreo del deber ser– con el traje del anhelo, del delirio, del desenfreno; el masoquismo –tal y como se le define en este libro– es el rostro oculto del deseo que acecha detrás de toda aspiración utópica. Más allá de lo posible –esa tierra de nadie que tratan de cartografiar las utopías– solo existen formas de sujeción mucho más arduas que la realidad más opresiva pues en ellas resulta quimérico intentar discernir entre deseo y deber, entre libertad y necesidad. Enrique Del Risco nos invita a que hurguemos en la trastienda, aquello que solo se revela en negativo –las dosis de humillación que esconde el anhelo por lo perfecto– de los regímenes totalitarios.

También existe el masoquismo por cuenta ajena y es cuando se vive atrapado en el sueño del otro y forzado a recrear en la vigilia, en el día a día, los desvaríos nocturnos de quien se va a la cama hastiado del prosaísmo que impone lo real, la existencia cotidiana. Quienes viajan a las antípodas de la isla de Jauja lo hacen para liberarse allí, aunque sea por unos días, del consumo –de la presión de tener el carro del último modelo, la ropa de marca, etc.–, o de esa conectividad con todos y con todo que agobia tanto. Nunca la ascesis fue más gozosa: se descubre en la miseria ajena lo fútil del lujo propio. Gracias a esa forma de sufrimiento vicario se accede a un goce cívico, edificador, otium cum dignitate, tal y como lo definían los viejos humanistas: el deleite de aprender cuán poco necesitan los otros para sobrevivir. E irse a casa, regresar del sueño, con proyectos de enmienda.

“El totalitarismo –en Cuba como en cualquier sitio– más que un régimen político es una cultura, una civilización, una costumbre”. La segunda revelación de este libro tiene que ver tanto con su novedosa manera de entender el fenómeno totalitario como con el tipo de relato histórico que exige esta forma de interpretarlo. La palabra clave para descifrar esta propuesta interpretativa es costumbre. ¿Qué forma adquiere lo consuetudinario en realidades que se definen por su ruptura radical con el pasado? ¿Cómo se narra la intrahistoria –todo lo que pasa mientras nada sucede, el antes y el después de la irrupción de lo nuevo– de los acontecimientos revolucionarios que marcaron, para bien o para mal, la historia del siglo XX y que siguen condicionando esta nueva centuria? Lo que se propone en la segunda parte del volumen –a través de pequeños relatos, de microhistorias– es una mirada caleidoscópica hacia el totalitarismo: una visión plural y desde lo minúsculo para descifrar un fenómeno al que suele asociársele con lo monolítico y lo ciclópeo. Se hace la historia del hambre, de la intolerancia. Se narra el dentro y el contra del espacio revolucionario; también su racismo y su homofobia. La historia de cómo todo, incluso una campaña de alfabetización, se puede convertir en otro medio para hacerle la guerra –Clausewitz con esteroides– a aquel que disiente ya sea con lápices, fusiles o, incluso, a voz en pelo.

El gran calvo de Vincennes-Saint-Denis, al escribir las microhistorias de la sexualidad, la locura, la prisión, la mirada médica, trataba de reventar el sensus communis. A la topografía que demarca lo que una época entiende como lo posible –eso y no otra cosa es el sensus communis— se le concibe únicamente como un espacio de coerción. Respecto a la verdad solo se reconoce su voluntad de dominio. Tanto el concepto de archivo, como el de genealogía –los dos grandes dispositivos retórico-epistemológicos que regían este estilo de trabajo historiográfico– buscaban desenterrar las voces, las formas de subjetividad que habían sido negadas, silenciadas, excluidas. Se historiaba los hospitales, la prisión, las fábricas, incluso las escuelas, como ejemplo de lugares donde se disciplinaban los cuerpos, se exorcizaba a la razón de sus demonios y se purgaba al espacio público de todo lo que se consideraba indeseable. Todo eso y mucho más también lo habían hecho las utopías totalitarias que se suponía iban a emancipar a los humanos de la sujeción de la propiedad y el capital y desterrar del espacio público la gris vulgaridad que las sociedades burguesas habían vertido sobre todo lo existente. Lo paradójico era que, para realizar esta labor, los demiurgos del totalitarismo necesitaban a su vez dinamitar el sensus comunis. Sus juglares se definían como cantores de lo imposible porque lo posible –aquello sobre lo que se sabe demasiado– era solo lo trillado, lo consabido, el peso muerto de la tradición. Se convertían las creencias que demarcaban el espacio de lo legítimo en simples prejuicios y rezagos del antiguo régimen. Lo imposible, además, solo le reconocía validez a la norma en su momento instituyente: aquel en el que el líder y las masas ocupan la calle y a golpe de decretos pavimentan el terreno desde el que se redefine lo lícito y lo ilícito. Así se crea un nuevo adentro cercado esta vez por antagonistas. Una norma que es hija de la excepción solo puede imaginar lo que vive fuera de sus lindes como una negación absoluta.

El tipo de microhistoria que practica el autor en este libro desmitifica el momento excepcional-instituyente al reconstruir su prehistoria: se relata todo lo que sucedió antes, en aquellos días anodinos que antecedieron al acontecimiento que hizo –al menos a ojos de la mayoría– que todo cambiara. Pongo un ejemplo. El ensayo “El humor y el canario en la mina” –que hace una historia de la censura y la intolerancia durante el periodo revolucionario, usando como ejemplo el humor– se estructura a partir de una regresión ad infinitum que termina por retrotraer el origen del veto a la libertad de expresión casi al mismo día del triunfo de la Revolución cubana. Fijar el “acta de nacimiento de la intolerancia hacia la creación en la Cuba post 1959 en junio de 1961”, cuando Fidel Castro pronuncia el célebre discurso “Palabras a los intelectuales”, no solo es una ilusión, sino que es un error de perspectiva histórica. El ensayo, de hecho, propone otra fecha –mucho menos conocida y de una supuesta menor trascendencia–: el 6 de febrero de 1959, cuando se ataca a un caricaturista por dibujar con bombines a los acompañantes de Castro en sus visitas a la Sierra Maestra.

El ensayista tampoco se conforma con esta corrección. Hay siempre una fecha anterior, menos conocida aún y en apariencia más intrascendente. A la espalda del acontecimiento excepcional se apilan los pequeños sucesos del día a día, lo imposible solo se entiende si se hunden los pies en el barro de lo real. “Cuando veas caricaturas arder, pon tu constitución en remojo”, nos alerta Enrique Del Risco. La suspensión de las garantías constitucionales, la construcción de un régimen a partir de un permanente estado de excepción, se inicia un día cualquiera y a partir de intentos de vetar lo que hasta ese momento resultaba nimio.

He hablado de las revelaciones, queda el espectro.

Un nuevo fantasma recorre el mundo y este libro: las revueltas. La que irrumpe en las páginas que me ocupan supone tanto la negación de esos dioscuros que son la utopía y el masoquismo, como de los hábitos que sedimentan el suelo totalitario. El fantasma del 11J, de ese día que permitió que nos asomáramos, aunque fuera solo por unas horas, a lo que vive fuera del miedo, a la intemperie del Estado totalitario. La forma en que se debe historiar ese evento no se ha revelado aún. Esperemos que no termine sepultado por ese falso superlativo, el –azo, que condena a una excepcionalidad estéril ya que no logra tejer una trama común con otros sucesos de la historia; como sucede en los casos del Bogotazo, Cordobazo, Caracazo, Maleconazo… La singularidad del nombre con el que se designa a esta rebelión, 11-J, lo distingue, al menos en un sentido, de las otras revueltas que se han mencionado. Que se le denote por una fecha ilustra el hecho de que fue un acontecimiento que abarcó todo el territorio nacional y que no se vio circunscrito a solo una ciudad o a un lugar específico. Sin embargo, si en la historia futura no se encuentran ecos de este evento, su anomalía y extrañeza podría ser aun mucho mayor que la de las rebeliones ceñidas a un solo punto en el espacio.

No hay forma de escapar de una cárcel hecha de tiempo.