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martes, 19 de diciembre de 2023

La Coca Cola de la Historia*

 



Poco se puede comprender sobre lo que ha pasado en Cuba a partir de 1959 si no se le asume, en primer lugar, como una gran operación de mercadeo. Como el márquetin de un producto —en este caso de un sistema autocrático— con una etiqueta mágica («revolución») y una función no menos mágica, la de enfrentarse a Estados Unidos (función tan falsa, pero no menos eficaz, como la del falso nueve con que Guardiola conquistó un campeonato tras otro). Concentrémonos de momento en la etiqueta. Tocará en otro artículo hablar de la función, aunque adelanto dos preguntas elementales: en su enfrentamiento semi-centenario con Estados Unidos ¿cuántos estadounidenses han perdido la vida o caído presos? ¿Y cuántos cubanos? Mientras se comparan las cifras, regreso al asunto de la etiqueta.

Es cierto que no podemos atribuirle a Fidel Castro la marca «revolución», puesto que estaba en circulación en Cuba desde hacía más de un siglo. Habrá que recordar que, incluso antes de las guerras independentistas, el anexionismo hizo amplio uso de la palabreja. En 1855 una junta anexionista declaraba, desde Nueva York, tras reconocer el fracaso momentáneo de sus planes: «la Revolución cubana no ha muerto. Ni siquiera se ha detenido un sólo instante en el desarrollo sucesivo de todos los elementos que constituyen su totalidad, y le prometen el vencimiento en no muy lejano porvenir». Fulgencio Batista, un siglo después, se adjudicaba un par de revoluciones: la de septiembre de 1933 —tras el golpe que depuso al presidente provisional Carlos Manuel de Céspedes Junior— y la que luego llamó «revolución marcista» —tras su golpe de Estado en 1952—. «Marcista» con «c», por haber ocurrido en marzo.

Lo que distinguió a Fidel Castro de sus antecesores fue su insistencia. Tras comprender el valor de la marca «revolución», no la abandonó. Mientras los sucesores de las Revoluciones francesa, mexicana o rusa a partir de algún momento empezaron a ver la revolución como hecho fijado en el tiempo, Fidel Castro le dio a la «Revolución Cubana» una dimensión eterna. Entendió el valor de la marca como mismo un farmacéutico de Atlanta, Asa Griggs Candler, comprendió el del nombre de la Coca Cola. Candler, co-accionista del elíxir medicinal patentado por el excoronel confederado John Pemberton en 1885, descubrió que, más allá del secreto de la fórmula, lo esencial era retener el nombre que la designaba. El nombre que mantuvo tras el paso de producto medicinal a bebida refrescante. Incluso a partir de 1929, año en que oficialmente la Coca Cola dejó de contener cocaína, la primera mitad del nombre se ha considerado tan o más vital que la segunda.

Muchos han discutido la pertinencia sobre llamarle revolución o dictadura a lo ocurrido en Cuba desde enero de 1959; yo entre ellos. Como si fueran procesos excluyentes. Nos hemos aferrado a la famosa definición de Hanna Arendt de que «La revolución no es otra cosa que la fundación de la libertad, es decir, la fundación de un cuerpo político que garantice la existencia de un espacio donde pueda manifestarse la libertad» para negarle al producto castrista su condición revolucionaria. Porque, hay que reconocerlo, la libertad nunca ha sido el fuerte del castrismo. El entusiasmo por la palabra «libertad» a Fidel le duró apenas dos semanas luego de la huida del tirano anterior. Bastaron las primeras críticas a la aplicación indiscriminada de la pena de muerte —castigo no incluido en la Constitución vigente en ese entonces— para que fustigara sin piedad a sus críticos. A cuatro semanas de su entrada victoriosa en La Habana, ya había ordenado un boicot contra una revista humorística (Zigzag) que publicó una caricatura levemente burlona.

Si se excluye la libertad como compuesto esencial de la formula revolucionaria y nos atenemos a la definición no prescriptiva de «cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad» en «el ámbito social, económico o moral de una sociedad», lo ocurrido en Cuba en los diez años que siguieron a la llegada al poder de Fidel Castro clasifica, sin dudas, como revolución. Pero en lo que atañe a la cuestión de la libertad, definir el momento en que se completó el ciclo de cambios radicales —sea 1968 (fecha en que se estatizó por completo la economía) o 1976 (en el que se refrendaron los cambios con la adopción de una Constitución a la soviética)— importa menos que establecer los vínculos entre revolución y dictadura, entre cambio radical y dominación. ¿Revolución traicionada —como denunciaban los partidarios desencantados de los primeros años— o dictadura disfrazada de cambios? ¿Adulteró la Revolución su fórmula —cocacolescamente hablando— o esta siempre fue igual, con pequeñas adaptaciones al gusto del momento?

Ocurre algo curioso con los discursos del Fidel Castro. Su lenguaje puede ser acusado de sibilino o simplemente falaz, pero leídos a la distancia resultan bastante transparentes sobre lo que pensaba y pretendía en cada momento. Tomemos por ejemplo el más memorable de 1959. Aquel que pronunció justo a su llegada triunfal en La Habana el 8 de enero, recordado imperfectamente por la pregunta retórica «¿Armas para qué?». Si a partir de su título oficioso podría confundirse con un alegato contra la posesión de armas, queda claro que su objetivo central fue desarmar literal y figuradamente a la otra fuerza en pugna por el poder, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, ¡sin mencionarlo por su nombre ni una sola vez! Más que como «¿Armas para qué?», el discurso deberíamos titularlo «¿Armas para quién?» La respuesta, sin inequívoca, era que las armas pertenecían a quien hacía la pregunta.

Pero el famoso discurso del 8 de enero de 1959 no se trataba solo del monopolio de las armas, sino del copyright de la propiedad sobre la palabra «revolución». La palabra y sus derivados se repetirían 96 veces a lo largo del discurso del «¿Voy bien Camilo?» y las palomas del Espíritu Santo en el hombro del líder. Cuando Castro dice que «La Revolución tiene ya enfrente un ejército de zafarrancho de combate», está encarnándose como representación de la Revolución y refiriéndose a otra fuerza, que se llama a sí misma «revolucionaria», como enemiga potencial de la idea que Él encarna. Al Directorio en lo adelante no le quedaba otro remedio que someterse a la «Revolución» por la que había luchado por años o asumir el papel de «contrarrevolucionario». Igual disyuntiva que enfrentará el resto de los cubanos en lo adelante. Y se sometió.

A partir de entonces, Fidel Castro —dueño absoluto de la marca «Revolución»— se aseguró de que no importara cuáles fueran los componentes del producto, este se seguiría llamando igual. Poco interesó que las medidas tomadas en lo adelante, desde la Reforma Agraria hasta la Reforma Urbana —desde las nacionalizaciones a la disolución del Congreso, de los Partidos republicanos (excepto los comunistas del PSP) y la sucesiva confiscación de los medios de difusión masiva—, reforzaran el poder del Estado y disminuyeran el de los ciudadanos. O que se fuera alejando a toda velocidad de lo que la Arendt concebía como «la fundación de la libertad». No en balde ese 8 de enero frente a las 96 repeticiones de la palabra «revolución», Castro mencionara la palabra «libertad» apenas ocho veces.

«Revolución» ha servido desde entonces para etiquetar un proceso que pasó de transformaciones radicales —aunque fuera para reforzar el Estado a costa de las libertades ciudadanas— al inmovilismo más desesperante. Como la Coca Cola, poco importa que se modifique la fórmula si el nombre se mantiene. Porque su uso no se limita a la propaganda del régimen. El concepto «revolución» se sigue imponiendo en cuanto artículo periodístico, documental televisivo o estudio académico que en cualquier parte del mundo intente abarcar la historia cubana desde 1959. La palabra «dictadura» parece reservada para el régimen de Batista y el «totalitarismo» se ve como un concepto obsoleto, reliquia de la Guerra Fría. Va siendo hora de que quienes vemos el asunto de otra manera nos apliquemos a inventar la Pepsi-Cola.
    

*Publicado originalmente en El Toque 

 

martes, 31 de octubre de 2023

UNA GUAGUA AL INFINITO (Y MÁS ALLÁ)*



Haciéndole honor al dictamen del general Máximo Gómez sobre los cubanos («Los cubanos o no llegan o se pasan»), los muchachos de Lei Nai Shou tienden a pasarse. Empezar con un humilde podcast que transmiten desde un sótano de Belleville, Nueva Jersey, no los entretuvo demasiado tiempo en acumular visitas, oyentes y likes. Casi enseguida, Tomás Castellanos, Mika Cuellar y Ricky Castillo se empeñaron en crear una serie de conciertos que traerían al norte del estado de Nueva Jersey y a Nueva York a algunos de los representantes más destacados de la canción de autor de las últimas décadas.


Desde finales de 2022 desfilaron por diferentes escenarios algunos de los nombres más destacados de la música isleña: Vanito Brown, Kamankola, Boris Larramendi, Carlos Varela, Sweet Lizzy Project, David Torrens, el Funky, Kelvis Ochoa y El B (de Los Aldeanos). Cantautores, rockeros y raperos, principalmente, si es que vale hacer la distinción. Mientras otros productores respaldados por patrocinios poderosos se inclinan por agrupaciones bailables o reguetoneros con los que es habitual que se identifique la música de la mayor de las Antillas, los de Lei Nai Shou se empecinaron en hacer conciertos más o menos íntimos con músicos menos taquilleros que durante tres décadas se han esforzado por mostrar una faceta poco habitual de la música cubana, pero no menos rica e importante —la música que aprecia y se nutre de la inmensa riqueza de su tradición, pero que no pretende reducirse a esta—.

El público de la zona, compuesto en lo principal por cubanos de la diáspora, agradeció el esfuerzo asistiendo religiosamente a cada una de las presentaciones de Lei Nai Shou en Nueva York y Nueva Jersey. (Una excepción fue el formidable concierto de El B, que atrajo una entusiasta falange de seguidores de otras partes de Latinoamérica). Luego de tantos años de sequía musical, la presencia de artistas tan bien escogidos era agradecida como si se tratara de uno de los milagros bíblicos con los que Dios se hacía querer por los israelitas.

Después estaba el componente social de los eventos, la música servía de pretexto para el encuentro de una comunidad más bien dispersa con pocas oportunidades para reunirse. La música, como ha ocurrido siempre entre cubanos, sigue siendo nuestra lingua franca, presta a asociar cuando otros asuntos tienden a separarnos. De una manera inteligente, gozosa, pero sin aspavientos, Lei Nai Shou anda entregado al negocio de hacer patria.

Otros se habrían conformado con el éxito que tuvieron los conciertos en terreno local, pero «conformarse» es verbo incomprensible para Lei Nai Shou. Venían probando desde la primavera pasada extender su propuesta hacia el sur, en el proceloso Miami. Lo probaron con David Torrens y vieron que era bueno. El próximo paso fue proponerse un festival cultural que durara un fin de semana —desde la tarde del viernes hasta la noche del domingo— y que incluyera todas las disciplinas artísticas (empezando por la música), pero que se ampliara hasta la literatura, el teatro, el cine, las artes visuales, el tatuaje y la artesanía y cuanta variante de creatividad apareciera en el camino.

Cuando Lei Nai Shou anunció Guagua Cuban Festival del 20 al 22 de octubre de 2023 en Allapattah, Miami, más que una cartelera real tenía la pinta de un buen vuele psicodélico (18 bandas en tres días). A eso, añadirle espectáculos teatrales, presentaciones de libros, de actores, artistas visuales, realizadores cinematográficos, psicólogos, you name it. Tampoco Allapattah —el sitio donde se celebraría el festival— parecía favorecer los sueños de Lei Nai Shou. Allapattah tiene fama de barrio deprimido, peligroso, de esos en que tristes gasolineras parecen puestos de avanzada en territorio enemigo, oasis de civilización. Un lugar donde buena parte de los miameses no se atrevería a entrar ni mucho menos a dejar su carro desatendido durante horas. La pregunta inicial no era si el festival sería un éxito, sino si un aparato que desde el principio parecía tener demasiado peso podría levantar una pulgada del suelo.

Encima, los de Lei Nai Shou, acostumbrados a la puntualidad norteña, no habían tenido en cuenta un factor local, el llamado horario de Miami. El acuerdo tácito entre los compatriotas de que si cualquier actividad, desde un concierto hasta una boda, se anuncia para una hora determinada, esta no comenzará sino hasta una hora después. De modo que cuando todo estaba listo para arrancar en la Esquina de Abuela —el rincón de Allapattah que Lei Nai Shou se había pasado dos semanas acondicionando— todavía no había público suficiente para arrancar la Guagua. Hasta que al fin empezaron a llegar los primeros audaces, quienes se atrevieron a dejar su carro en las calles del barrio o en manos de cualquier borrachito con chaleco reflectante y gestos serviciales que lo cuidaría por un módico precio. Fue entonces que la Guagua echó a volar. La banda de Ricky Castillo fue la que entonó las primeras notas de un festival condenado desde ese momento a alcanzar el estatus de legendario.

En La Esquina de Abuela, la Guagua tomó vuelo el viernes y no aterrizó hasta finales de la noche del domingo. El diligente equipo de Lei Nai Shou se movía de un sitio a otro eléctricamente para asegurarse que todo fluyera: los eventos simultáneos de las distintas disciplinas, los puestos de venta de artesanía, los de comida y de bebida. (La comida fue el gran bache de la Guagua, tan mala como cara. De la bebida no puedo decir lo mismo, me concentré en la recién descubierta Tropical Amber al punto de que, con las ganancias derivadas de mis gastos, la cervecera podría abrir una sucursal en Nueva Jersey —espero que capten la indirecta—).

El público se conmovió con los libros Cuando salí de Cuba y Las víctimas olvidadas del Che Guevara presentados por dos Marías, Pérez y Werlau respectivamente; y con el estreno como autor infantil de Tomás Castellanos con En los sueños de Cecilia; se divirtió con Memeo todo, la serie de libros de memes creados por el realizador Juan Carlos Cremata y con el desternillante monólogo de Iván Camejo. Se emocionó con los provocadores cortos de Eliecer Jiménez y con el entrañable homenaje de Ian Padrón a su padre, el creador de Elpidio Valdés y Vampiros en La Habana; y con las presentaciones en torno a artistas como Laura Alemán, Nelson Jalil y Luis Manuel Otero Alcántara.


Concierto del viernes: Ricky Castillo band, Andy García band, El Igor, Qva Libre y Gabriela de la Portilla (el concierto en realidad empieza en el minuto 30 del video).


Pero el plato fuerte de la Guagua fue la música. El desfile incesante de bandas y solistas, rockeros, jazzistas y raperos fue como abrir un catálogo minucioso, aunque no exhaustivo, de la escena alternativa cubana en Miami. A los sospechosos habituales (Boris Larramendi o Kamankola) se les unieron bandas de arribo reciente a la ciudad (la magnífica Qva Libre y agrupaciones instantáneas con músicos intercambiables, pero siempre magníficos).

Impresionaba casi todo: el frenesí con que la banda del pianista Andy García (fácil no confundirlo con su tocayo actor, sobre todo en lo tocante al talento musical) atacó clásicos como «Los tres golpes» de Ignacio Cervantes; la energía de Qva Libre, banda a la que pareció no alcanzarles la hora y tanto en la que estremecieron el escenario; la furia inteligente de Kamankola; Ezzakossa y 12 Ruinas; la entrega del indomable Funky, dándolo todo y más ante un sol de justicia; el impetuoso swing de Igor, de Manny Swagg, de Machaka Band, de Bita y su banda. La justicia poética fue cerrar el concierto del sábado con Boris Larramendi, fundador de 13 y 8, de Habana Oculta y de Habana Abierta y precursor de los nuevos caminos que se ha venido labrando la música cubana en las últimas tres décadas.

Cuando salía la tarde del sábado de la Esquina de Abuela, una yumo-asiática detuvo su carro para preguntarme en inglés qué estaba pasando allá adentro. Le hablé de un festival de cultura cubana, pero no pareció entender. Quizá por la dificultad de asociar «Cuba» con «cultura». Pero en cuanto dije «Cuban music» su rostro se distendió. «Wow, cool», exclamó y siguió camino. No sé si luego se animó a subirse a la Guagua. En cualquier caso, sospecho que de haberlo hecho lo que escuchó allá dentro contradijo su idea de música cubana. Prejuicios sobre prejuicios sobre prejuicios. Aunque espero que si la Guagua no se correspondía con la idea yumo-asiática de Cuban music, al menos fuera evidente su condición cool.

Musicalmente hablando, hubo un solo acto en la Guagua en que algo no pareció encajar. Tocaba un grupo que no hubiera desentonado en cualquier otro festival, pero que en ese fin de semana en la Esquina de Abuela estaba fuera de lugar. Los músicos eran solventes y ejecutaban sin esfuerzo lo que el género exigía, pero les faltaba el swing, la mezcla perfecta de energía, originalidad y gracia que había reinado de manera ininterrumpida durante tres días en la Guagua.

Fue entonces que pude entender el tremendo privilegio de haber montado en la Guagua aquel fin de semana. De asistir al despliegue de talento que en una ciudad complejísima como lo es Miami, ignorante tantas veces de su propia riqueza, solo pudo ser reunido por la empresa audaz, sensible e inteligente que dirigen los muchachos de Lei Nai Shou —sin patrocinadores ni apoyo oficial—. Empresa cuyo negocio no es la explotación de la nostalgia, sino la de abrir los ojos y oídos al futuro anunciado por el talento que circula incesante por las venas de la ciudad.

Algo de eso debió entender el público —no tan masivo como debió serlo— y los artistas que no se perdían las presentaciones de sus colegas, conciertos que fueron recogidos cuidadosamente en videos que ahora pueden ser consultados en las redes. Queda fuera de esos videos, no obstante, la energía epidémica que electrizó la Esquina de Abuela y que quedará asociada para siempre con la leyenda de Guagua Cuban Festival. La fiesta que anudó de manera inédita y definitiva lo cubano, su cultura y lo cool.

*Tomado de El Toque

viernes, 15 de septiembre de 2023

ACQUA DI OSCARETTO, EXTRACTO DE CAGUAMACONDA


Oscar Sánchez (Holguín, 1986) no es un músico. Es un güije, una granizada en verano, un corrientazo. La primera canción que recuerdo haberle escuchado fue una parodia de reguetón, si es que es posible parodiar un género que siempre va más allá de sí mismo. «Rállame la zanahoria» se llamaba la canción y cerraba un corto homónimo de Eduardo del Llano de cuyo nombre no consigo acordarme. Allí estaba todo Oscar Sánchez: ferocidad e ingenio; inteligencia y desenfado; ausencia total de prejuicios musicales y de los otros.

Si al reguetón no se le puede ganar en procacidad desde que Los Bikingos subieron el listón hasta el inalcanzable «Échame el pellejo pa’tras», Sánchez decidió pasarles por la derecha a golpe de ingenio y de referencias más o menos cultas (en un tiempo en que tener una ortografía decente te convierte automáticamente en intelectual). «Excalibur, Excalibur, Excalibur, fanática de la piedra, Excalibur, Excalibur, Excalibur, lo tuyo es estar clavá», le decía Sánchez a la doncella destinataria de su composición y sabíamos que estábamos ante algo diferente. Llámelo como quiera. Compositor o corrientazo.Luego de dos discos minimalistas ―Ojos que te vieron go, never te verán comeback (2019), a dúo con Marbis Manzanet, y Crowfunding criollo (En vivo desde La Casa de la Bombilla Verde); ambos disponibles en Spotify―, Acqua di Oscaretto (2023) se ofrece como el vehículo con el que Oscar Sánchez explota a fondo sus potencialidades como músico, como rayo que no cesa. Desde el título, la grabación se anuncia como destilado, como esencia fina. Como juego frenético y gozadera profunda. Liberado del corsé cantautórico de guitarrita y voz, el animal musical que es Sánchez se desata y despacha a su gusto. En Acqua di Oscaretto, el músico se acompaña con formatos de ocasión para incursionar en el rock, el son, la guaracha, el bolero, el ska o el reggae y conseguir que su voz ―literal y figurada― quede expuesta del mejor modo posible en cada pieza.

Menciono géneros, pero entiéndanse como mera aproximación. Porque Sánchez, como todo músico verdadero, adapta las convenciones musicales de cada género a sus necesidades expresivas y no al revés. El músico estremece las rutinas compositivas y hace de cada canción de Acqua di Oscaretto un reconocimiento (de afinidades, de códigos) y una revelación. Si en «La caguamaconda» es detectable una cercanía al rockason y la congarrock que Alejandro Gutiérrez y Boris Larramendi popularizaron con Habana Abierta, «Lengua muerta» tiene resabios de guaguancó, pero con ritmo distinto y talante reposado. «El huevo», en cambio, resulta una interpretación moderna y libre del tradicional changüí, mientras en «Ofrenda» se transita sin esfuerzo del bolero al reggae. «Con la cara partía y el bigote quemao» y «Jugando» son aproximaciones muy personales al son; y «Contigo, el fuego y la tierra» recuerda el grunge de producción nacional que Superávit intentó en su disco Verde melón.

Para el cierre, Acqua di Oscaretto trae una versión musicalizada de «Los dos príncipes», el poema de José Martí, cantado a ritmo de habanera y acompañado por quinteto de cuerdas y coro. Es de temer que, acompañadísimo como está en estas canciones por guitarra eléctrica (Daniel Pérez Peña y Alfred Artigas), contrabajo (Rafael Paseiro y Néstor del Prado), bajo eléctrico (Miguel Valdés), piano (Narryman Piña), tres (Yusa y Oscar Sánchez), batería (Marcos Morales), coros (Liliana Héctor, Marbis Manzanet, Claudia Portuondo) y percusión (Irán «El Menor» Farías Sains), cuando el cantautor vuelva a defenderlas armado únicamente de su guitarra acústica se sienta poco menos que desnudo.

Todo lo anterior da apenas una leve idea del paisaje sonoro de Acqua di Oscaretto, grabación llena de hallazgos que se resisten a ser trasladados al papel. Más fácil es comentar las letras febriles, furiosas, poéticas o divertidas, según por donde ande el ánimo del compositor. El ardor rockero de «La caguamaconda» es refrescado por su alucinante juego de palabras: «¿Quién son tú?/ ¿Caguama y anaconda?/ ¿Quién son tú?/ ¿Anaconda-caguama?/ ¿O una liga de anaconda con caguama?/ ¿La caguamaconda o la anacaguama?». De ahí salta al comentario socio-psico-tecnológico: «Mira la cuerpa que tengo,/ nunca la has visto/ por estar en Facebook,/ nunca la has tocado/ […] por estar en Facebook,/ la libido apagada/ por estar en Facebook./ Dando like, like, like, like, like». En «Borracha», la rima predecible es sorprendida por el verbo, dice: «salir pa’ la guaracha,/ censar las cucarachas/ hasta que te da el sol» y la imagen se convierte en sinécdoque de la decadente rutina de emborracharse, dormir en el piso y despertar al amanecer. En «El huevo», la advertencia popular «ten cuidado con lo que desees porque puede cumplirse» da un salto evolutivo: «Cuidado con lo que deseas,/ que primero es realidad/ y después vicio./ Luego, un deporte extremo,/ y no recuerdas cómo caíste en el hoyo». En la canción «Con la cara partida y el bigote quemao» Sánchez usa décimas de varias procedencias y un estribillo más pegajoso que chicle al sol para crear un clásico instantáneo y atemporal.


No obstante, Oscaretto se pone serio, y mucho, en canciones como «Contigo, el fuego y la tierra», en la que el interpelado no parece ser otro que el Poder de «un mundo sin sueño». A ese Poder se le emplaza con preguntas para las que no cabe otra respuesta que el silencio:

¿Quién va a matar en tu nombre?

Sucio de lágrimas, sangre […]

¿Quién va a poner la cabeza

sobre el cadalso a que sacies tu sed?

¿Quién va a brindarte su vida?

¿Quién va a pedirte que ordenes lo que debe hacer?

¿Quién?

No es ocioso recordar aquí que el principal responsable de Acqua di Oscaretto reside en La Habana, Cuba, territorio libre de derechos, aunque ni las letras, la música o los arreglos exquisitos necesitan de tal disculpa. Tampoco lo necesita la textura densa e intachable de la grabación que consigue Sánchez auxiliado por el productor Sergio Valdés desde Nueva Jersey. En Acqua di Oscaretto, Sánchez se toma la libertad de ser artista libre, si me disculpan la doble redundancia, para entregarnos sus verdades, su energía, su humana complejidad como si las mismas circunstancias que enmudecen a otros funcionaran en su caso como doping. Del choque entre esas malditas circunstancias y el yo sale «Vómito», que es eso mismo: la urgente y revulsiva necesidad de decirlo todo donde (casi) todos callan, donde «estar solo es la mierda que colma mi vida». Un mundo en el que la rutina es un «acto caníbal» y «los obreros son medios básicos, animal listo para asar en la vara». En el espantoso Aleph de «Vómito» se declara que «la hipocresía con que milita la gente/ es un charco pestilente, podrido, da asco», actitud que convive con «la moneda prácticamente inservible,/ en el bolsillo del trabajador destacado». Allí reinan:

el mismo presidente por medio siglo,

el nivel en consumo de alcohol disparado,

el litoral norte despidiendo a sus hijos

en busca del sueño americano.

De ese contraste acusadísimo entre gracia y espanto, rabia y ternura, va emergiendo la imagen del creador complejo y delicado que es Oscar Sánchez. Un artista que, justo para no renunciar a la búsqueda de su verdad, empieza por evitar engañarse: exhibe sus heridas ―íntimas o multitudinarias― sin exceso ni afectación, con toda la sensibilidad y el coraje del que es capaz. Pero la sensibilidad y el coraje, imprescindibles en cualquier artista, suponen un riesgo excesivo allí donde campea la injusticia. Por eso, es recomendable escuchar las canciones de Acqua di Oscaretto como si no existiera el riesgo que a la distancia somos incapaces de aquilatar. Como si el único peligro posible fuera usar la palabra o la nota indebida, el tipo de errores que persiguen a un músico por toda la eternidad.

Así de libre y liberador es este disco, en el cual la situación terrible y opresiva en que surge, sin ser ignorada, es reducida a su miserable intrascendencia, a ser nota al pie de creaciones magníficas como Acqua di Oscaretto.