Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
viernes, 13 de septiembre de 2019
jueves, 12 de septiembre de 2019
La venganza de Cirilo*
A veces la literatura es la guerra por otros medios. Como la política o las cenas familiares. Como pasó con la novela Cecilia Valdés, la mulata que fue mito. Su autor, Cirilo Villaverde, se había mudado a Nueva York en 1848 porque en Cuba un tribunal español lo condenó a muerte y quizás pensó que el clima de la isla no era el más apropiado para su salud. Acá se unió al general venezolano Narciso López que conspiraba para liberar a Cuba del despótico poder español y entonces… bueno ya se vería.
Como Nueva York todavía no tenía ni estatua de la Libertad, ni puente de Brooklyn, ni teatros de Broadway y el único atractivo turístico era marcharse a Europa, Villaverde se dedicó a hacer patria: fue secretario de López cuando preparaba sus expediciones a Cuba, testigo de la creación de la bandera cubana y redactor de artículos explicando que antes de estar sometida a España era preferible que Cuba fuera de otro, lo que de paso lo convirtió en precursor del bolero.
Después de que los españoles ejecutaran a Narciso López —mientras el otro (Estados Unidos) no parecía dispuesto a arriesgarse para obtener Cuba—, Villaverde se inclinó por la independencia. No por mucho tiempo: en Filadelfia conoció a Emilia Casanova. Del intercambio de impresiones sobre su mutuamente admirado Narciso López pasarán a casarse el 8 de julio de 1855. A su primer hijo lo llamaron (¿adivinan?) Narciso.
Tras una amnistía regresan a vivir en Cuba en 1858 pero dos años después vuelven a Nueva York para siempre. O casi. Acá los sorprende la guerra de independencia cubana de 1868 que Cirilo recibe con entusiasmo y más artículos. Y colabora con Emilia en la organización de expediciones en apoyo a los insurrectos. Pero luego del fracaso del Virginius las cosas pintaban para los independentistas color Titanic tras el encuentro con el iceberg.
Así fue. Como pasó con el Titanic, al principio no se notó mucho. Los mambises creyeron que podían seguir dando machete como aquellos músicos que pulsaban sus instrumentos durante el hundimiento del Titanic. Hasta que empezaron a preguntarse si tenía sentido seguir. Justo entonces Villaverde regresó al manuscrito de una novela que comenzara cuarenta años antes sobre los amores imposibles entre la mulata Cecilia y el señoritingo blanco Leonardo. Imposibles no porque se abstuvieran de meterse mano sino porque (aunque no lo sabían) eran medio hermanos: al padre de Leonardo, Don Cándido Gamboa, ser esclavista y racista militante no le había impedido aparearse con negras esclavas y, como subproducto de su intercambio cultural, engendrar a la bella Cecilia.
¿Y qué tienen que ver los amores interraciales de dos medios hermanos con la guerra que se acababa? Pues que Cirilo tenía una memoria de elefante y reprodujo La Habana de medio siglo antes con tal precisión que se siente la presencia del último de los tornillos de las calesas en las que los cocheros esclavos paseaban a sus dueños. Y como la guerra de independencia era una batalla contra la realidad colonial Cirilo supondría que reproducir una realidad tan fea con tanto detalle era una forma de combatirla.
Quien fuera comentarista de modas, cronista campestre, conspirador fallido, preso, fugitivo, periodista comprometido, organizador de expediciones y diseñador de patrias llegó, tras décadas de exilio, a publicar en 1882 en su imprenta “El Espejo” de la calle Cedar la novela que lo consagraría como el mayor novelista cubano del siglo. Ya podía morir tranquilo, pero como tampoco tenía apuro esperó más de una década para hacerlo. Y el que había pasado su vida en el exilio regresó cadáver a su patria, para lo mismo que aquel que pedía que si moría en Madrid lo enterraran en Barcelona y viceversa.
Para seguir dando guerra.
*Aparecido originalmente en Nuestra Voz
martes, 10 de septiembre de 2019
Hostos, otro adelantado*
Mucho antes de ser Community College en Nueva York, Hostos fue un patriota, escritor y educador. Eugenio María nació en 1839 en Mayagüez, Puerto Rico. Su padre, escribano y secretario de la reina Isabel II de España por control remoto, mandó a su hijo de 13 años a hacer el bachillerato en Bilbao, España. El muchacho volvió a Puerto Rico en 1855 pero no por mucho tiempo: en 1858 viajó a Madrid a estudiar Derecho y Filosofía y Letras siendo discípulo de los más importantes educadores de la época.
Allí con 24 años publicó su obra más famosa, La peregrinación de Bayoán, novela en forma de diario que denunciaba el régimen colonial. La novela, como era de esperar, fue ignorada en España y prohibida en Puerto Rico. En 1868 tras el alzamiento de Lares y la batalla del Pepino (ver “La guerra antes de Netflix”) Hostos abogó ante las autoridades españolas por la liberación de los patriotas en prisión. Lo consiguió pero al reclamar derechos para su patria le contestaron que de eso nada, monada.
Así que en 1869 se fue a Nueva York donde los exiliados cubanos intentaban impulsar la independencia de su país que era como decir Puerto Rico pero con más parqueos. Se integró a la Junta Revolucionaria Cubana y dirigió su órgano La Revolución, aunque muy pronto se dio cuenta de que aquello tenía menos posibilidades que yo con Scarlett Johansson.
En 1870 emprende un viaje por Sudamérica prometiendo buscar apoyos para la causa de la independencia cubana. Tarea ardua porque cada país tenía sus propios problemas para andar ocupándose de la independencia de Cuba. Sin embargo, Hostos consiguió dejar huella por donde pasó: en Colombia creó la Sociedad de Inmigración Antillana y propuso crear un canal en Panamá en manos latinoamericanas; en Perú fundó el periódico La Patria y la Sociedad de Auxilios para Cuba; en Chile abogó por la educación científica e igualdad de derechos para las mujeres; en Argentina proyectó la creación de un mercado común sudamericano y de un ferrocarril que atravesara los Andes.
Un visionario: o sea, alguien a quien siempre demoran demasiado en darle la razón.
Tras pasar por Brasil regresa en 1874 a Nueva York donde escribe para la revista La América Ilustrada y continua su campaña a favor de la independencia antillana. Al año siguiente se une a una expedición independentista que sale del puerto de Boston sin conseguir llegar a Cuba. Decide entonces asentarse en República Dominicana primero y luego en Venezuela, dejando a su paso el habitual reguero de periódicos, sociedades y escuelas.
A Hostos lo llamaban “Ciudadano de América” por su entrega a la independencia de Cuba y Puerto Rico, a la unidad de las Antillas y a la de América Latina. Para dar el ejemplo se casó en Venezuela con la quinceañera cubana Belinda de Ayala (él tenía 38) adelantándose de nuevo a su tiempo: de hacerlo ahora iría preso. La poeta boricua Lola (“Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”) Rodríguez de Tió fue madrina de la boda. Del matrimonio nacerán cinco hijos.
En 1879 regresa a República Dominicana donde reforma el sistema educativo, fundando escuelas normalistas en la capital y en Santiago de los Caballeros. En 1888 el gobierno chileno le propone hacer lo mismo en Chile y para durante una década Hostos permaneció allá, fundando.
En 1898, tras la intervención que puso fin al dominio español en su patria, regresó para reclamarle al gobierno norteamericano que le concediera la independencia. Luego de varias gestiones infructuosas se asentó nuevamente en República Dominicana donde murió en 1903.
Su último deseo fue ser llevado a Puerto Rico cuando fuese independiente. Mientras tanto, sigue enterrado en el Panteón de los Héroes Nacionales de Santo Domingo, esperando que le llegue su momento.
*Aparecido originalmente en Nuestra Voz
viernes, 6 de septiembre de 2019
Nueva York arma a los rebeldes cubanos (mientras puede)*
En Nueva York la primera Guerra de Independencia cubana (1868-1878) no solo consistió en comprar periódicos y comentar las noticias frente al café con leche. A las noticias había que alimentarlas. Con armas y balas de ser posible. Los mismos hacendados que ganaban millones vendiendo azúcar a los comerciantes neoyorquinos, ahora en el exilio gastaban parte de ese dinero en comprarse el pasaje de vuelta en la forma de guerra victoriosa.
En Cuba se enseña que los Estados Unidos siempre fueron enemigos de su independencia, pero a juzgar por la cantidad de expediciones que zarpaban de puertos yanquis es difícil imaginarse un enemigo más permisivo.
De las 58 expediciones que partieron entre 1868 y 1875 hacia Cuba la mayoría zarpó directamente de puertos norteamericanos, principalmente desde Nueva York. Solo dos de ellas fueron interceptadas por las autoridades yanquis, urgidas por chivatazos del gobierno español.
Y no es que los cubanos de entonces fueran más discretos que los de ahora. Las colectas de dinero eran públicas y a los expedicionarios se les despedía con el consabido fiestón. Como si en vez de expedición clandestina se tratara de una delegación a los juegos olímpicos. No era difícil ser espía español con gente así.
De las seis expediciones más importantes —las de los vapores Salvador, Perrit, Anna, Upton, Florida, Hornet y Virginius—, cinco partieron de Nueva York y la otra de Key West que es como los gringos han aprendido a decir “Cayo Hueso”. A veces no salían con el alijo de armas, sino que cargaban los barcos en alta mar o en puertos como Nassau (Bahamas), Puerto Plata (República Dominicana), La Guaira (Venezuela) o Colón (Panamá). Entonces se encomendarían a partes iguales a la Virgen de la Caridad y a Ochún para que la marina española no los capturara, algo que conseguían cuatro de cada cinco veces. Los santos manejan estadísticas que la razón no comprende.
Así les iba a los cubanos en la guerra: cada expedición llegada a salvo era batalla ganada para los mambises, celebraciones de los exiliados frente al periódico en los cafés de Nueva York y bolsillos que se relajaban para pagar la próxima expedición. Y vuelta a reiniciar el ciclo. Así hasta la cuarta expedición del vapor Virginius.
Organizada por Miguel de Quesada y su Junta Cubana de Nueva York, la expedición del Virginius fue sorprendida en alta mar (lo que ahora llamarían “aguas internacionales”) por la corbeta española Tornado. Apresados los expedicionarios cubanos y la tripulación norteamericana y británica fueron conducidos a Santiago de Cuba. 147 tripulantes y expedicionarios —o sea, todos excepto cinco menores— fueron condenados a muerte en juicios que duraban lo que colar el café del juez.
Entre el 3 y el 8 de noviembre fueron fusilados 53, incluidos el capitán de la embarcación, Joseph Fry, y más de tres decenas de ciudadanos norteamericanos y británicos. La interrupción de la carnicería se debió a una súbita toma de conciencia humanitaria alentada por la aparición frente a Santiago de Cuba de un buque de la armada británica, el Niobe, que amenazó con cañonear la ciudad si continuaban las ejecuciones.
En Estados Unidos el escándalo fue tan grande que el gobierno pensó en declararle la guerra a España aunque luego se transó por $80 000 en indemnizaciones. El trágico destino del Virginius marcó prácticamente el fin de las expediciones a Cuba. Sin otras fuentes de armamentos que las de un enemigo muy poco dispuesto a soltarlos, las acciones de los mambises fueron languideciendo hasta cesar por completo en 1878. A partir de entonces para los independentistas cubanos de Nueva York solo quedaban la vuelta discreta a la isla o seguir bebiendo el café con leche amargo y aguado del exiliado.
*Texto originalmente publicado en Nuestra Voz
El humor es un canario
Ahora que parece pertinente hablar de humor y censura en Cuba vale la pena mencionar el detalle, frecuentemente ignorado, de que el humor fue una de las principales y más completas víctimas del mal llamado Quinquenio Gris. Nótese que digo “humor” y no “humoristas” porque si hubo humoristas concretos represaliados en aquellos años es algo que ignoro: así de bien lo hicieron. Porque no solo en los esplendores, hasta en las purgas culturales a los humoristas les va peor. Durante las grandes escabechinas nadie nota su ausencia hasta que no es demasiado tarde y ni siquiera se les menciona cuando se hace recuento de las víctimas, supongo que porque los bufones le quitan seriedad incluso hasta al grave oficio de ser víctima. Como si fuera natural que de repente todo un país se quedara sin cosas de qué reírse, sin seres que las conviertan en objeto de burla. Y es que ello es parte de una impecable lógica autoritaria: ya que se es incapaz de resolver los problemas de la realidad lo más cerca que se estará de alcanzar la perfección es eliminando a los que hagan notar los defectos.
Lo evidente de aquella masacre del humor es que lo único que sobrevivió fue un humor costumbrista, anclado en el pasado, que a duras penas intentaban mantener a flote viejas (y queridas) estrellas del teatro bufo. Hasta el gran Zumbado tuvo a bien dejar de publicar en aquellos oscurísimos años setentas para reaparecer con una compilación de sus "Limonadas" y la columna "Riflexiones" a principios de los ochenta. Lo indiscutible fue la profundísima crisis del humor de la que hablaban incluso los medios oficiales sin mencionar, por supuesto, su causa principal. Esto es: su profundo divorcio de la realidad, un divorcio, por cierto, inducido por las mismas autoridades que tuvieron a bien borrar a Lezama Lima o a Virgilio Piñera del panorama literario nacional o que la única salida que le ofreció a su más prometedora generación de escritores fue la del Mariel.
Tampoco es un misterio que si el humor finalmente revivió, si consiguió al fin ponerse a tono con la realidad cubana, fue gracias al esfuerzo espontáneo pero persistente (aunque al principio poco coordinado) de una generación de jóvenes que desde peñas estudiantiles y otros espacios marginales de producción cultural fueron conquistando poco a poco una zona visible de la escena teatral y, años más tarde, ciertos espacios televisivos. Pues todo eso (que no es mucho pero es todo lo que hay) es lo que está en peligro en estos tiempos. Y si parece poco, porque lo que les ocurra a los pobres humoristas siempre nos parecerá poco, véaseles como al clásico canario en la mina. Si ellos caen ahora es señal de que pronto la atmósfera será irrespirable para todos. Si no lo es ya, claro.
jueves, 5 de septiembre de 2019
Carnavales 2019
Aquí tenemos una magnífica ilustración de cómo ha funcionado aquella isla desde los tiempos del barracón: la turba avanza hacia "la diversión" mientras los mayorales, como en una cadena de montaje, van seleccionando los elementos defectuosos, aquellos que todavía conserven algún ápice de rebeldía.
(Por cierto, yo alguna vez fui arrastrado y golpeado por la policía en tiempos de carnavales -no me había rebelado contra nada, simplemente no cabía en una guagua- y hubo un paseante que, sin conocerme, se atrevió a comentar "Y luego hablan de derechos humanos". Esa noche los dos dormimos en la misma celda de la 15 estación de policía. Cuando días después mi padre quiso presentar una demanda contra la policía por maltratos aquel desconocido se negó a declarar. Y lo entiendo perfectamente. Lo que me sigue extrañando es que se hubiera atrevido a hacer ese comentario).
miércoles, 4 de septiembre de 2019
Emilia Casanova, la reina del Hudson*
Por Enrisco
En una época en que las mujeres le pedían permiso al marido hasta para sacar a pasear el perro hubo una en Nueva York que llenaba barcos de hombres y armas y los mandaba a la guerra. A liberar a su país, Cuba, del dominio español. Se llamaba Emilia Casanova de Villaverde. Mujer de armas tomar, literalmente, y enviarlas con una bandera bordada por ella misma de propina. Una bandera cubana, porque en Nueva York Emilia era Cuba.
En una época en que las mujeres le pedían permiso al marido hasta para sacar a pasear el perro hubo una en Nueva York que llenaba barcos de hombres y armas y los mandaba a la guerra. A liberar a su país, Cuba, del dominio español. Se llamaba Emilia Casanova de Villaverde. Mujer de armas tomar, literalmente, y enviarlas con una bandera bordada por ella misma de propina. Una bandera cubana, porque en Nueva York Emilia era Cuba.
El Villaverde le venía de su esposo Cirilo, famoso escritor cubano. El Casanova le venía de su padre, Inocencio, natural de Canarias convertido en uno de los empresarios más ricos de Cuba. El ímpetu con que acometía todo le venía de nacimiento, ocurrido en Cárdenas, el 18 de enero de 1832. Lo de Emilia era meterse en el monte y montar a caballo. Nada la emocionó más en su juventud que la imagen del general Narciso López, desembarcado en su ciudad con una bandera acabada de estrenar. Tanta fue su emoción que estuvo despotricando del dominio español hasta que su familia decidió emigrar a Estados Unidos antes que terminaran presos o peor: como el pobre Narciso López (ver “El general y la tuerca”).
Nada ilusionaba más a Emilia que fundar un país donde ondeara libremente esa bandera. Conoció a Cirilo Villaverde en 1855 en Filadelfia. Saber que estuvo presente cuando el general López inventó la bandera que ella vio ondear en Cárdenas debió ser fulminante. Habrá descubierto en él a su alma gemela, por mucho que el cuerpo del escritor hubiese nacido veinte años antes que el suyo. Se casaron y tuvieron dos hijos Narciso (como el general ejecutado) y Enrique. Y una hija, Emilia, que murió a los seis años, en diciembre de 1867.
Tal relevancia alcanzó Emilia que aparecía en las caricaturas españolas con más frecuencia que cualquier otro exiliado: lo mismo la dibujaban cosiendo frenéticamente banderas cubanas que mangoneando a su esposo Cirilo. O si no, insinuaban que este le era infiel. Lo que nunca pudieron poner en duda fue la fidelidad de ella a la causa independentista. Y como no le podían hacer daño con las caricaturas probaron con apresar al padre. Pero nada conseguía detener a Emilia: lo mismo se reunía con el presidente Ulysses Grant para que intercediera por Inocencio que se presentaba ante el Congreso norteamericano para que reconociera a la República en Armas cubana.
Desde su exilio neoyorquino Emilia vería el fracaso de la primera Guerra de independencia de Cuba en 1878, la muerte de su esposo Cirilo en 1894 y, un año más tarde, el inicio de la última y definitiva guerra de independencia. Pero no vería su final pues Emilia moriría el 4 de marzo de 1897. Un año más y habría visto su adorada bandera ondear en el Morro. Acompañada de la gringa, eso sí. Porque la alegría nunca llega sola: siempre viene acompañada de la etiqueta con el precio.
*Publicado originalmente en Nuestra Voz.
*Publicado originalmente en Nuestra Voz.
domingo, 1 de septiembre de 2019
Con Karen a las 8
Entrevista que me realizara la periodista Karen caballero el pasado 19 de agosto para Radio y Televisión Martí. y donde me explayo hablando de lo humano y lo divino, desde mis libros, la cubanidad y el exilio hasta las diferentes entre la comunidad cubana en Miami y Nueva Jersey o variantes a la hora de hacer frijoles negros.
¿Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?*
Por varios años fui modelo de varias escuelas de arteen Kingston, Ontario y Montreal.Un trabajo muy fácil y aceptablemente bien pagado.Siempre y cuando pudieras estar desnudo y quietopor casi una hora en la misma posición.Francisco García
POR: LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
Cada vez que un autor me pide que presente su libro en tal o mascual evento yo acepto sin pensarlo, con todo el respeto y la amabilidad que merece su persona, por el solo hecho de haber escrito un libro y haber pensado en mí para que yo lo lea en mis términos y en mis condiciones, de una manera que ese autor desconoce y con una dilatación de la pupila que jamás se imaginará. Ese autor, por así decirlo, se me entrega mansito y se queda expuesto, desnudo, ante mí. Pero eso, a partir de hoy, no volverá a pasar. No estoy dispuesta, de nuevo, a ser yo la que se entregue, mansita, quedando expuesta, desnuda, ante nadie. A partir de hoy lo pensaré dos veces, ya no quiero aceptar semejante reading.
Es importante acotar que los libros llegaron a mi casa con dos días de diferencia, por correo postal. Uno fue depositado en el friso de la puerta por el cartero negro que me cae tan bien y el otro fue echado en el buzón número cinco que corresponde al apartamento. Ambos libros los recogí descalza, en short y pulóver, alterada por la tensión de interactuar varias horas con un bebé. Ambos libros los dejé sobre la mesa, después de abrir envolturas, y no supe que había dedicatorias hasta que empecé a leerlos, hace poquísimos días. Las dedicatorias me afectaron tanto como el contenido.
Por la mañana siempre hay olor a caca en la casa. Si no es a causa del bebé, que se ensucia después de despertarse, es a causa de la pequeña Schnauzer llamada Uva, que hace la gracia donde mejor le parece, así sea sobre un juguete del bebé, sobre la tapa del cajón de los juguetes o sobre un libro que ella misma sacara del librero. El olor a caca se queda en mi nariz casi hasta mediodía, después de limpiar lo mismo reiteradamente. Así, con ese olor rondando en el ambiente, yo leí esos libros. Debía leerlos para examinarlos y no leerlos para disfrutarlos. Pero una cosa no decanta la otra y por supuesto que disfruté. Tensa, alterada, en short y pulóver, yo disfruté.
Conozco a Enrique Del Risco personalmente pero no conozco a Francisco García. Lo conoceré el día de la presentación y estaré nerviosa durante hora y media. Yo también votaría por Enrique para presidente, sobre todo porque creo en él como narrador y no creo en ningún presidente, así que me parece muy atractivo votar por un narrador para presidente, alguien que me hará el cuento con más acierto y más verosimilitud que cualquiera que venga a hacérmelo. De hecho, después de leer Asesino en serio, el libro libérrimo, zoofílico y sexual de Francisco García, votaría igual por Francisco para el cargo que Francisco quiera en la asamblea que Francisco diga.
De hecho, Asesino en serio no debería llamarse así. La editorial Sudaquia Editores debió darse cuenta de que el nombre del libro no podía ser ese nombre. La editorial Sudaquia Editores debió comprender que el tamaño de lo que tenía delante se llamaba, ni más ni menos: ¿Qué sucede cuando un hombre pisa una mina?
La mina que piso al decir esto explota mientras la piso y no me importa. Exploto yo misma como cafunga y no me importa. Esa pregunta en la portada del libro, con la ilustración de Armando Tejuca de fondo y el nombre del autor debajo, hubiera sido un mandarriazo en mis trapecios, llenos de nudos y montañitas. Un mandarriazo en los trapecios de cualquiera.
Tiempo atrás, caminando como un perro por Lincoln Road, entré a una librería y vi un libro de Sudaquia Editores firmado por Osdany Morales. Un tiempo después, trabajando en otra librería en Coral Gables, me toca organizar la narrativa y sígome encontrando a cubanos publicados por Sudaquia Editores. Se trataba de Enrique del Risco y Jorge Enrique Lage. Entre paréntesis: ¿Sudaquia Editores tendrá una idea precisa de lo que ha reunido en su catálogo? Seguramente sí. Seguramente sabe que ha reunido a unos tipos de un valor narrativo extraordinario. Porque si algo tienen en común estos autores es precisamente lo narrativo, lo textual como relato.
Rogelio Orizondo y yo hablábamos ayer de eso: del relato. La construcción que uno se hace como individuo y que nadie tiene el derecho de hacer por uno. Puedo leerlo y entenderlo perfectamente en este par de libros de cuentos. Casas, edificios, condominios con cimientos bien profundos. Dicho a la manera de cierto boxeador cubano: el relato es el relato y sin relato no hay relato. Para colmo, en medio de la lectura, me dio por ver la última de Bong Joon Ho, el coreano que ha construido, marcando la diferencia de género, un tipo de narrativa cinematográfica basada en el relato de la imagen. Dicho a mi manera: estoy cansada, agotada, exhausta, destruida, inmóvil, analfabeta. Estoy parada frente a un condominio en Kendall viéndome a mí misma asomada a cien ventanas.
Al final, Rogelio Orizondo se fue a ver la última de Tarantino, que ya yo vi y no me gustó, porque hace meses no duermo o porque no me gustó en realidad, y yo me quedé en el sofá escribiendo sobre dos tipos que han hecho con sus vidas lo que han querido y han escrito los relatos que han tenido el deseo de escribir. Querría parecérmeles. Querría relatar.
Las portadas de ambos libros son en sí mismas relatos incomprensibles, naturalezas muertas. Al terminar de leer cada texto volteo el libro y observo la portada, explicándome cosas inexplicables, ahorcándome con un collar de perlas, ahogándome con una banana. Tengo el cerebro salpicado de puré de tomate o de vitanova. En Cuba le echábamos vitanova a todo, yo me acuerdo. No sé qué libro estoy leyendo. No sé en qué ciudad del mundo estoy. Geandy Pavón y Armando Tejuca también saben relatar.
Entre tanto, la pequeña Schnauzer negra llamada Uva se hace caca de nuevo frente a mí. Cierro el libro en cualquier página. Limpio la caca. Regreso al libro. Lo abro en una página que no fue la que cerré. Mientras limpio la caca con el papel toalla empiezo a menstruar y me pregunto cómo habría sido el cuento de Enrique Del Risco sobre el indio yaqui y el antropólogo si el antropólogo hubiera sido un asesino en serioo, vaya ocurrencia, una mujer.
Concuerdo con Alexis Romay sobre la dualidad de estructuras que Enrique Del Risco crea en ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? A través de siete cuentos que son también, y sobre todo, siete lugares, siete huecos en la tierra, siete islas, siete cuerpos, siete mapas, siete metidas de pata, siete viajes, siete canciones viejas, siete campos de batalla, siete muertes, siete mitologías, Enrique Del Risco crea pares que se atraen y se repelen, que se enfrentan y aparean. Y en esa paridad lo dispar es una ley.
Los personajes de Enrique Del Risco están como yo, habitando un orden y un espacio que de cierto modo los excluye, los extraña y enrarece. La lectura que hago de su libro es como mi perra Schnauzer y su caca junto a mis chancletas, solo me atañe a mí. Lo único terrible de todo eso es que leo intercalando un cuento de Enrique Del Risco y uno de Francisco García González. Los intercalo y mi cabeza, de cierto modo, explota.
No son autores difíciles porque no pretenden nada. Justifico pretenden en cursiva porque un escritor siempre pretende algo. Un escritor es un asesino. Escribo pretensión como un acto fallido de escritura. En mis propios poemas y relatos siempre hallo pretensiones que no logro concretar. A veces me conformo con terminar de leer o terminar de escribir, llegar al último párrafo y a la última palabra. Es horrible darse cuenta de que eso que estás leyendo no está terminado, de que a eso que estás escribiendo le falta lo más importante.
El discurso narrativo (lo nítido y lo transparente, casi táctil) tanto de Enrique Del Risco como de Francisco García no tiene nada que ver con maquillajes ni esfuerzos (recuerdo lo que dicen los melómanos de Nina Simone, que la voz le sale sola). Leo mucha acción y mucha transversalidad. Me quedo en las atmósferas creadas por autores que han gozado (tal vez sufrido) el relato en cuero cabelludo propio. Ni analizo ni examino a consciencia. Lo más probable es que en un par de semanas vuelva a ellos de una manera más fría y calculadora. Tal vez hasta intente comunicarme con los autores por WhatsApp, por email, por cualquier vía. Todo me afecta. Se me quita el sueño.
Las realidades enfermas, políticas, aberrantes de Francisco García son solo los relatos de la enfermedad, la política y la aberración. La distancia física que toma el autor de Asesino en serio entre su realidad y la realidad textual se lee como otro relato a pie de página. El hombre tiene una forma de escribir la cosa en perspectiva que a mí, una emigrante insomne como él, empieza a parecerme sospechosa: un asesino que expresa vulnerabilidad en la mirada.
No sabría poner a Francisco García en el estante nacional de la literatura cubana. Equivocada o no, no sabría ponerlo. Empiezo a sentirme presa, incluso, de la paranoia. Me pregunto por qué estoy leyendo estos libros precisamente hoy en Miami (afuera llueve, los mosquitos dan al pecho) después de cinco años de haberme ido de una isla en la que me pasaba el tiempo leyendo. Pero ahora en mi sofá vuelvo al principio, al relato de una mujer que quiere más a su perro que a su esposo.
Tal vez Francisco García trabaja para Twitter o Instagram o Google y detectó en mis actividades virtuales cierta disposición para amar a los perros de cualquier tamaño o raza. (Menos pequinés, chihuahua o yorkie. Sobre todo, repulsión hacia los moñitos con lazos rosados que sus dueños les ponen a las perras de raza yorkie). Tal vez Francisco García es un agente encubierto detectando antropofobias.
¿De eso se trata todo? Tal vez se trata de otra cosa pero yo, mientras lo leo, me juro a mí misma que jamás le pondré un lazo rosado a la pequeña Schnauzer negra llamada Uva que duerme sobre mis chancletas. Me juro a mí misma que la ansiedad y la taquicardia que desde hace un rato siento son solo síntomas o consecuencias del primer día de menstruación. No los libros. Jamás los libros. Mucho menos sus autores.
*Texto leído en la presentación de los libros Asesino en serio y ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? en el Museo de Coral Gables el pasado 23 de agosto y publicado tres días más tarde en la revista El Estornudo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)