Por Enrique Del Risco
“Las grandes músicas del mundo son tres: la norteamericana y la cubana” afirmó el escritor Antonio José Ponte en una conferencia reciente. Apartando la injusticia por omisión con la música brasileña, allí hay una verdad más asumida que reconocida: no hay músicas populares más expansivas y determinantes en el último siglo y pico que el resultado de esos tres grandes encuentros de la tradición africana con la modernidad que se dieron en Estados Unidos, Cuba y Brasil. Incluso los otros dos grandes focos creativos, el Reino Unido y Puerto Rico pueden verse como derivados de la música norteamericana y cubana. Si, por algún motivo, Cuba se ausentara del planeta, la principal razón por la que la echarían en falta no sería el azúcar o el tabaco ni la poesía o la pintura, sino por la incesante creatividad de sus músicos.
La convicción anterior me anima a insistirles a mis amigos de Habana Abierta sobre la importancia de su obra: dejar un hito en una de las músicas más importantes del planeta no es poca cosa. Hacer un aporte significativo a una tradición que ha engendrado la habanera, la contradanza, el danzón, el son, la guaracha, la conga, la rumba, el mambo, el chachachá, el jazz afrocubano, el songo, la timba y el reparto, te hace poco menos que inmortal, independientemente de cuántos discos se vendan por el camino.
Pero para hablar de los aportes de Habana Abierta es conveniente comenzar reconociendo lo que no han aportado. Porque cuando de música cubana se trata, parece inevitable hablar de la invención de géneros nuevos, ritmos distintivos y con paternidad demostrada. Visto así, no es mucho lo que puede decirse en favor de los músicos de Habana Abierta. Aparte de las variantes nacionales del funk y el rap que esbozaron en su momento Vanito Brown y Luis Barbería, o híbridos como la conga-rock de Boris Larramendi o el rockasón de Alejandro Gutiérrez, poco se puede decir de ellos en cuestión de géneros originales. Que vinieran a llenar tardíamente el vacío de géneros que, como el rock o el funk, habían engendrado variaciones locales por todo el mundo no parece razón suficiente para elevarlos al santoral de una de las grandes músicas del planeta.
Porque a mi entender, el gran aporte de ese grupo de artistas —que excede el elenco agrupado en torno a la etiqueta “Habana Abierta” con que intentaron promocionarlo las disqueras españolas— ha sido el de retomar la visión más esencial y creativa de la música cubana. Me recuerdan el caso de otro artista imperfectamente valorado en la historia de la música nacional y universal: Arsenio Rodríguez. Pese al empeño del Ciego Maravilloso por atribuirse el mambo, o por introducir ritmos con poca suerte comercial como el capetillo y el quindembo, el impulso gigantesco que le dio a la música cubana no consistió en patentar un nuevo género. El gran aporte de Arsenio fue el de sacar al son de su estado cuasi folklórico para igualarlo en complejidad a las grandes músicas del momento y crear un aparato —el conjunto— capaz de llevar a cabo las más importantes revoluciones posteriores de la música afrocubana y afrolatina, incluida la aparición de la llamada salsa. Otro tanto podría decirse del fílin que, más que género nuevo fue manera novedosa de interpretar géneros preexistentes, introdujo complejidades armónicas en la música popular cubana que la mantuvieron en la competencia con las otras grandes músicas del mundo.
Para entender la gran novedad que supuso la irrupción de estos músicos desde la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo pasado hay que entender en qué estado se encontraba la música cubana por entonces. Días en que, si se compara con la maravillosa eclosión de los años cincuenta, no podría catalogarse de otro modo que de lamentable. Ya el estremecimiento provocado por Óscar D’León en los escenarios cubanos en 1983 dejó a los músicos locales preguntándose qué habían estado haciendo hasta entonces y, sobre todo, qué deberían hacer en lo adelante. Pero la parálisis nacional iba más allá de la música bailable y la preocupación sobre qué nuevo género inventarse. Lo crucial era reimaginar el modo de entender la música en aquellos tiempos.
En la década del ochenta los consumidores y productores de música en la isla se dividían en tres grandes tribus: la de los pepillos, la de los guapos (o cheos) y la de los faranduleros (o trovadores). Los pepillos se concentraban en consumir y en reproducir los grandes éxitos de la música rock y pop norteamericana o inglesa, los guapos preferían la música popular bailable y, si acaso, el R&B afroamericano, y los faranduleros iban de los neotrovadores del patio a la nueva canción sudamericana y el rock argentino y, ocasionalmente, algo de la música popular brasileña posterior a la bossa nova. Funcionaban todos como compartimientos estancos y cualquier incursión en los gustos de las otras tribus era vista como una traición a la tribu de origen y, más que nada, una imperdonable falta de swing.
A este fraccionamiento no era ajena la obsesión del Estado por controlar la música que consumía la juventud. De ser un país con acceso privilegiado a la música internacional y en especial a la norteamericana, el celo ideológico del régimen instaurado en 1959 había limitado el acceso musical del exterior —y en especial desde el mundo anglófono— al mínimo. Si el impetuoso desarrollo de la música nacional en la primera mitad del siglo se había dado en medio de un intenso intercambio y competencia con la música norteamericana tanto el uno como la otra se habían visto frenados en seco.
No obstante, a mediados de los ochenta acababa de pasar el momento más alto de la guerra contra el llamado diversionismo ideológico (“camisa estrecha, pelo largo y pantalón campana, me abrigan la cabeza como ideas de lana” canta Vanito Brown” para definir la época) que en la práctica pasó por la prohibición de facto del rock y de buena parte de los baladistas en español más exitosos de la década del setenta. La dinámica que generaron aquellas prohibiciones en los jóvenes fue muy diferente a la del mundo no comunista de la época y merece un estudio separado. Aunque que la fragmentación de los melómanos en tribus separadas y contrapuestas podía obedecer a pautas similares a las del Occidente capitalista el modo semiclandestino en que debía circular buena parte de la música más atractiva reforzaba resentimiento y recelo entre cada una de las tribus musicales dándole a esa hostilidad un sentido político. Si el rechazo de los rockeros al Estado que los perseguía se extendía a la música cubana, los “guapos” despreciaban alegremente a los que consumían una música que la propaganda oficial catalogaba de extranjerizante y nociva (aunque al mismo tiempo la salsa neoyorquina y boricua, tan afín a la música bailable cubana, fue excluida de los medios cubanos por largos años). En algo coincidían todos, sin embargo, incluida la propaganda oficial: no había nada anterior a la Revolución digno de atención. La consecuencia más visible fue que en aquellos tiempos ningún joven escuchaba música anterior a 1959 a menos que se tuviera la precaución de amarrarlo previamente a una silla.
Entrados a los ochenta, cuando el rock apenas salía de su prohibición y el pop en televisión quedaba limitado a una hora semanal, la radio sostenía un rígido sistema de cuotas para favorecer a los músicos afincados en la isla, si es que no habían tenido algún tropiezo con el Estado y flotaban en el extenso purgatorio de los “castigados” (de Marta Strada o Los Zafiros a Mike Porcell o Meme Solís pasando por otros que recibieron castigos menos extensos como Silvio Rodríguez). En esos años, los principales representantes de la Nueva Trova pasaban —tras el éxito de Silvio y Pablo en la Argentina post-dictadura— de ser sospechosos habituales a convertirse en los voceros oficiales del sistema; los rockeros seguían prefiriendo la tortura antes de que los vieran bailando casino o cantando en español; los bailadores de casino rechazaban el rock por exótico y a la Nueva Trova por aburrida; y los faranduleros se limitaban a acompañar las canciones de sus ídolos sentados en el piso. Planificada o no, tales divisiones empobrecían la producción musical, indigencia que se reflejó en la tardanza con que aparecieron variantes nacionales del rock o el estancamiento en que cayó la música bailable.
La división es esquemática y no sobrevivió demasiado tiempo a medida que avanzaba la década: los rockeros se aburrieron de tararear canciones que no entendían y comenzaron a componer y a escuchar canciones en español; los casineros no quedaron inmunes a la aparición del rap norteamericano y la expansión de la salsa; y los faranduleros empezaron a preguntarse si no valía la pena levantarse del piso y bailar, eso que le parecía tan divertido al resto de sus contemporáneos. De esos años y actitud nacieron los conciertos en vivo del grupo Síntesis que, añadiendo hitos del rock argentino a su habitual repertorio afrocubano, juntaban a pepillos y faranduleros. O la timba de NG La Banda que, dándole un toque de modernidad a la anquilosada música bailable, hizo bailar a los que escuchaban con desdén los ritmos locales.
En el frente cantautórico esos años produjeron la llamada “generación de los topos”. Esta incluía a Carlos Varela y a Santiago Feliú, caompositores especializados en la crítica constructiva (“sé con qué canciones quiero hacer revolución”), pero que eran tratados como poco menos que como agentes enemigos (“a veces me pasan en la radio, a veces nada más”). Pronto ambos se hicieron acompañar de guitarras eléctricas, sonido al que la Nueva Trova había rehuido hasta entonces como invención diabólica. (Si se exceptúa al Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC que fue precisamente eso: un producto de laboratorio dedicado a crear música para cine, ajeno a la evolución natural de las corrientes musicales del país).
También eran parte de esa “generación de los topos” Gerardo Alfonso y Frank Delgado cultivadores de géneros populares bailables. Delgado se ocupaba del son tradicional, aunque incursionaba en otros géneros como su famoso “Blues del apagón”. Gerardo Alfonso en cambio conseguía una compleja y atractiva síntesis entre reggae, música brasileña, el pop norteamericano y géneros tradicionales cubanos como la rumba y el son, fórmula que anticipaba musicalmente la aparición de un fenómeno como el de Habana Abierta, pero al que las grabaciones que ha hecho el músico apenas le hacen justicia.
Lo que ahora conocemos imperfectamente como Habana Abierta tuvo su origen, como se sabe, en aquella peña sabatina del Museo Municipal de El Vedado conocida por el cruce de calles donde estaba ubicado el museo: 13 y 8. Sus inicios correspondieron al típico esquema farandulero: un grupo de adolescentes congregados alrededor de una guitarra. El programa se complementaba con lectura de poemas, cuentos y ocasionales representaciones teatrales, pero el plato fuerte eran aquellos trovadores que cada sábado competían por el favor del creciente público: Vanito Brown, fundador de la peña, Boris Larramendi, Alejandro Gutiérrez, José Luis Medina, Jorge Luis Estrada y Eugenio Said (futuros integrantes del dúo Cachivache), Mario Incháustegui, Luis Barbería, Carlos Santos, Andy Villalón, Athanai Castro, Pepe del Valle y la revulsiva presencia de Raúl Ciro y Alejandro Frómeta.
Los tres años que duró la peña (1987-1990) fueron testigos de la evolución del homo trovadorescus sedentarius al músico cada vez más homo erectus y consciente de que tenían algo nuevo que decir (y hacer) en escena. En unos años se pasó de las típicas misas cantadas de las peñas de entonces (hasta hubo un “Padrenuestro” de Alejandro Frómeta que solía cerrar las veladas: “Padre Nuestro, que estás en la isla, no santifiques tu nombre”) al mayor interés por la música que debía acompañar a aquellas letras, siempre sofisticadas y ocasionalmente desafiantes. Alguna vez apareció un trompetista de la mano de Raúl Ciro, o Frómeta tocó el piano, pero todavía quedaba por descubrir la percusión, sin la que es impensable el baile entre cubanos. Apartando el talento de los congregados en aquellas citas, la variedad de orígenes y referencias de los cantautores —desde la música tradicional bailable y la trova al fílin, del rock y el pop norteamericano e inglés a la música brasileña y argentina— fue ampliando tanto su perspectiva como la del público que congregaba. El cierre de la peña en 1990 “por motivos ajenos a su voluntad”, justo cuando alcanzaba su definición mejor, trajo la dispersión momentánea de aquel núcleo, pero no interrumpió las búsquedas que el contacto mutuo y la competencia habían alentado entre sus integrantes.
Los años que van del 90 al 95 fueron los de la expansión creativa de músicos cada vez más ajenos a su orígenes de cantautor de guitarrita y banqueta. Esta expansión cristalizó en varios proyectos colectivos: Vanito Brown y Alejandro Gutiérrez se juntaron en el proyecto Lucha Almada y grabaron un único CD “Vendiéndolo todo” que vino a ser la primera grabación oficial de miembros de la antigua peña. Boris Larramendi grabó demos con su proyecto Debajo y también acompañado por Estado de Ánimo, la magnífica banda que dirigía por entonces Roberto Carcassés y que contaba con los jovencísimos Descemer Bueno en el bajo y Elmer Ferrer en la guitarra. Alejandro Frómeta y Raúl Ciro se reunieron en el dúo Superávit que luego se amplió a un proyecto más ambicioso que incluía al también integrante de 13 y 8, Carlos Santos, y que produjo, años más tarde, el originalísimo álbum Verde Melón. Espíritus afines que no habían conocido la extinta peña como el de Kelvis Ochoa se acercaron a la órbita de artistas que compartían una concepción de la música cada vez más compleja y definida.
Los músicos Pavel Urkiza y Gema Corredera tuvieron una importancia decisiva para que el fenómeno de 13 y 8 se convirtiera en algo más que un conjunto de jóvenes promesas. Primero al incluir en su repertorio varias canciones de músicos del grupo e invitarlos a sus presentaciones y conciertos. Luego cuando se aparecieron en La Habana con el encargo del sello español Nube Negra de grabar una antología de la música underground que se hacía en Cuba. Para entonces ya estos músicos estaban preparados para ser algo más que una colección de curiosidades marginales. Pasar del disco que salió de aquel proyecto, Habana Oculta, a los más ambiciosos Habana Abierta y Habana Abierta 24 horas con BMG y bajo la supervisión del propio Pável Urkiza fue un paso considerable pero no sorprendente dada la potencialidad reunida. Estas grabaciones con los integrantes del grupo ya asentados en España, conservaron el impulso y la frescura traídas desde Cuba más todo lo absorbido de su contacto con los medios musicales europeos. Se podía escuchar, como en “Máquina de amar”, pasar de un blues a un chachachá trufados con frases de viejos sones y guarachas (el “Buchipluma na’ ma” del boricua Rafael Hernández o “esa cosa que me hiciste mami me gustó” de Arsenio Rodríguez); o comenzar con la melodía de un animado soviético en “Hace calor en La Habana” para desembocar en una cumbia con aires flamencos; o una canción como “Corazón desabrochado” que podrían firmar Paul McCartney y Juan Formell si alguna vez hubiesen decidido colaborar; o canciones de género indefinible como “La algarabía”, “La natilla” o “24 horas” pero que llevan el sello definitivo del grupo.
Los motivos por los que el éxito comercial en España no se correspondió con los logros artísticos de estas grabaciones no son asunto de este texto. (Aunque el éxito de la banda sonora de la película Habana Blues, donde el espíritu de Habana Abierta se diluye hasta niveles que pudieran ser asimilados por el público español, nos sugiere que lo separaba a Habana Abierta del éxito es lo mismo que lo que separaba su música de la de Habana Blues).
En Cuba, con su inexistente mercado discográfico, nunca se vendieron los discos de Habana Abierta y el Estado, suspicaz con la irreverencia del grupo, tuvo mucho cuidado en negarles la promoción que le daba a otros músicos. Y era perfectamente comprensible. Habana Abierta, con su frescura, su irreverencia, su libertad musical y política eran la negación de un sistema que mientras vivían en Cuba le habían negado el agua y la sal. Casi sin esfuerzo Habana Abierta proveyó de consignas a generaciones de cubanos sin voz para airear sus disgustos y deseos.
Las letras de esa generación de músicos sin ser eminentemente politizadas tocaban todos los temas que más urgían a la juventud cubana de entonces: la miseria económica y espiritual en “Ritmo sabroso” (“Está el poder ahogándose entre la verdad/ Está la bolsa negra cerrando la llave/ Está una madre llorando qué cocinar/ Está un viejo borracho tirado en la calle/Está hablando en la tele quien tú sabes) o en “Rocasón” (“el hambre aprieta duro el espinazo […] y el pesito que me diste, ya no alcanza pa’ na corazón […] nada peor que un sueño hecho pedazos”); la opresión política en “¡Enfermera!” (“los puercos toman el poder gritando no sé que y nunca se les ve la cara”) o en “Marchen bien” (“marchen bien, mira, marchen bien/ y cuidado no se me calienten/ que si vamos a estar aquí/ no hay donde escoger/ así que no inventen”) o en “Basta que lo digas tú” (“Basta que lo digas tú, pa que yo me calle”); el consumo de marihuana en “24 horas” (“si yo le doy las 24 horas”); el desafío a los intentos de control político en “Divino guion” (Yo viajo recto aunque no soy flecha/ Yo te lo firmo y te le pongo fecha/ Por si sospechas, por si sospechas, por si sospechas (“¡Chivaton!”). Y la esperanza, porque si bien las letras de Habana Abierta están llenas de desasosiego también están llenas de una esperanza distinta a la que propone el poder: “la gente sabe bien lo que no quiere” (Rocasón”), “ojalá que todo vuelva/ a ser como no era ayer” (“¡Enfermera!”).
A diferencia de generaciones anteriores de músicos emigrados con Habana Abierta desde Cuba el Poder ensayó modos de acallamiento más sutiles. El lanzamiento del grupo coincidió con el ascenso de Abel Prieto, el más sofisticado de los mayorales culturales que ha conocido la historia cubana. Creador de la doctrina de “La cultura cubana es una sola” —en referencia a aceptar la producida por los emigrados, tradicionalmente excluida por mayorales anteriores, siempre que no cuestionaran las bases del poder establecido— el “caso Habana Abierta” lo abordó con especial cuidado. Afincados en España y no “en el Norte revuelto y brutal” a los de Habana Abierta no convenía tratárseles directamente como enemigos. No se les prohibió absolutamente —como se hacía de oficio hasta entonces con todo artista que emigraba— pero se les excluyó de los principales medios cubanos durante años. No estaba en juego poca cosa: de la domesticación de la generación más rebelde de cantautores cubanos dependía que se diera un final educativo a la fábula urdida por Prieto: “la cultura cubana es una sola, pero solo cuando se asienta en suelo patrio estatal puede florecer a plenitud”. (No descarto que para que funcionara esta fábula el gobierno cubano hiciera algún tipo de presión discreta y hacer que los de Habana Abierta regresaran al redil. Sé del envío de emisarios durante años a Madrid, como mismo hicieron con artistas dispersos por todas partes del mundo en la llamada “operación retorno”. Por otra parte, cuando Fidel Castro condecoró a Teddy Bautista, presidente de la Sociedad General de Autores Españoles (SGAE) algo me decía que no era solo en agradecimiento por la promoción de la música cubana. Si algo nos dice la biografía de Fidel Castro es que le estaría más agradecido a Bautista por la música cubana que no promovió que por la que promovió).
Cuando por fin la oficialidad accedió a que regresaran a tocar como grupo los de Habana Abierta ya no volvían como triunfadores sino como hijos pródigos que regresan escarmentados por los rigores del capitalismo, buscando el encuentro con su público natural como tabla de salvación. Sin embargo, como demuestra el apoteósico concierto de la Tropical del 2003, Habana Abierta había sido escuchada en Cuba con atención por nuevas generaciones de compatriotas, sobre todo por los músicos, que es lo que aquí importa. Algo parecido ocurrió en América Latina y en España. No solo Ana Belén o Ketama grabaron “Tú me amas” de Andy Villalón. No se entienden esos aires vaga, pero inequívocamente cubanos, del éxito “A gustito” de Ketama si no se han escuchado las grabaciones de Habana Abierta de esa época. Con el “toque Habana Abierta”, al que contribuyeron tanto sus miembros como los músicos acompañantes, arreglistas y productores, se han beneficiado en el mundo hispanohablante muchos más músicos de los que están dispuestos a reconocerlo. A fuerza de ser usados sin recibir crédito Habana Abierta se ha convertido en parte esencial del sonido contemporáneo cubano. El proyecto posterior del grupo, “Boomerang” (2005), grabado exquisitamente con el sello Calle 54, era una confirmación de aquella mirada desprejuiciada y voraz que había arrancado de La Habana y que a su vez se había enriquecido con su experiencia española. No obstante, si bien “Boomerang” está plagado de canciones que trascenderán como clásicos, (“Corazón boomerang”, “Son iguales”, “Lo bueno no sale barato”, “Chocolate con churros”, “La novia de Supermán”, “Como soy cubano”, “Asere ¿qué volá?”, “Siempre happy”) tampoco alcanzó el éxito tan febrilmente buscado.
La falta de aceptación comercial de Habana Abierta no es indicador de la importancia musical del grupo como no lo fueron las numerosas grabaciones que hizo Arsenio Rodríguez al emigrar a Estados Unidos en 1950. El grupo que tuvo sus inicios en 13 y 8 tuvo el gran mérito de devolver la música cubana a la modernidad que ella misma había ayudado a fundar retomando una perspectiva que había sido constante en lo más creativo de la música cubana durante toda su existencia: la falta de inhibición para asumir todo tipo de influencias sin miedo a desnaturalizarse, la infinita confianza en su propia fuerza, su afán de modernidad y, al mismo tiempo, el arraigo profundo en su compleja tradición. Esa fue la misma visión que incitó a José Urfé a incluir aires chinos en sus danzones o a Enrique Peña a introducir el novedoso ragtime en los suyos; o a Antonio María Romeu a recrear en sus composiciones piezas de Mozart o Rossini, para no hablar del plagio de Perucho Figueredo a Mozart en el himno nacional cubano. El descaro de Habana Abierta replica el de los Hermanos Castro cuando en 1931 grabaron la famosa “St. Louis Blues” insertándole fragmentos de “El manisero”. O el de Pérez Prado cuando llevó un ritmo desarrollado como danzón a la potente sonoridad de una big band. O el del propio Arsenio Rodríguez cuando mezclaba alegremente “In the Mood” de Glenn Miller con uno de sus sones. O el de Paquito D’Rivera al hacer su versión jazzeada del adagio del concierto para clarinete de Mozart. (Ahora caigo en cuenta, parafraseando a Néstor Díaz de Villegas, que Mozart es “más cubano que la carne con papas”).
Ese descaro que parecía la esencia misma de la música cubana había desaparecido prácticamente en las décadas previas a la aparición de la peña de 13 y 8. En tiempos en que buena parte de la música extranjera circulaba de contrabando y la música tradicional cubana era ignorada o despreciada preocupaban menos las posibilidades de la música que se intentaba hacer que adscribirse a las inhibiciones de una tribu, un género, un movimiento, un país. Cuando Silvio Rodríguez se resignó a los potentes acompañamientos de Afrocuba o Irakere no estaba cambiando la música cubana sino apenas arropando la suya un poco mejor, de la misma manera en que los neotrovadores no introdujeron cambios radicales en su música cuando conectaron la guitarra la electricidad la actitud solemne ante lo que se venía a decir apenas sufrió variación. Los músicos de Habana Abierta y alrededores vinieron a destruir el prejuicio que exigía mantener apartadas la inteligencia, el desafío y el goce, y demostraron que se podía bailar al son de una letra que fuera algo más que ingeniosa. Piezas como “Marchen bien” y “Divino guion” cumplían la doble función de arrasar viejos escrúpulos musicales o políticos y de abrir nuevos rumbos en la canción cubana. Lo cubano —que por entonces se veía como una suerte de fatalismo musical, una condena al son, la salsa o la trova— se ofrecía como infinita posibilidad de combinaciones. Nadie expresa mejor esta comprensión fecunda de lo nacional que Luis Barbería cuando dice “Como soy cubano te mezclo/ este funky blues con guaguancó”. Lo cubano no como resignación sino como llamada a la invención y el atrevimiento constantes. A Habana Abierta se le puede acusar de casi cualquier cosa menos de ser inconscientes de la novedad que proponían. Ya en el propio "Divino guion" la anuncian al estilo de los viejos pregones: "Qué rico suena un rocanrol con timba/ Habana Abierta te lo trae de pinga". Pero justo ahí Vanito comete un pecado de lesa publicidad. Al introducir la extremidad masculina más sensible distraía tanto a los oyentes que eran pocos los que reparaban que además de grabar por primera vez en la historia la palabra "pinga" (con lo que también se les puede acusar como precursores del cubatón) ofrecían la igualmente inédita mezcla de timba con rock.
El abandono de aquellos prejuicios, gesto que ahora se ve como una obviedad, no habría sido posible sin el talento y la integridad artística de sus creadores. Y sin las especiales circunstancias que les permitieron conectarse con el mundo de una manera en que no habían podido hacerlo generaciones anteriores de músicos cubanos. Fue ese cambio de percepción lo que hizo posible, lo sepan o no, el surgimiento de músicos que veían como natural lo que en mi época se consideraba una imperdonable falta de gusto o traición a determinada tribu musical o a la patria. Habana Abierta representa un salto evolutivo que hizo posible la mejor música cubana de las últimas décadas: de Interactivos y Free Hole Negro a Cimafunk y Toques del Río. De Qva Libre y Ogguere al Funky, Maikel Osorbo y Oscar Sánchez. Cuando se busquen explicaciones al nuevo despertar de una de las tres músicas más grandes del mundo los músicos de ese fenómeno que resumimos aquí como Habana Abierta no pueden ser excluidos. Nadie ha hecho más en la última mitad de siglo por conectar “la bomba al coco” —el corazón al cerebro— de la música cubana. Y porque el resultado de esa conexión terminara fluyendo hasta los pies.