Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
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domingo, 27 de enero de 2019
lunes, 9 de julio de 2018
El cura que sabía demasiado
Texto aparecido en Nuestra Voz
El cura que sabía demasiado
Por Enrisco
Don Félix Varela, sacerdote, filósofo
y maestro, ídolo de la juventud habanera ilustrada a principios del siglo XIX,
llegó a Nueva York el 15 de diciembre de 1823. O quizás dos días después. Pero
lo que importa fue que le quitó el honor de ser el primer exiliado cubano en la
ciudad al poeta José María Heredia quien llegó a la ciudad siete (o cinco) días
después. El sacerdote le ganó al poeta por una nariz en el photo finish de la
Historia, como quien dice. Varela tenía entonces 35 años recién cumplidos. El
resto de los años de su vida iba a cumplirlos en Estados Unidos.
El pionero de los exiliados cubanos en
Nueva York nació en La Habana en 1788 y creció en la ciudad de San Agustín en
la Florida cuando la península pertenecía a España pero había menos
hispanohablantes que ahora. Allí lo llevó su abuelo paterno, oficial del
ejército, encargado de criarlo. Regresó a La Habana a los trece. Siendo una de
las inteligencias más brillantes de su tiempo Félix se ordenó sacerdote antes
de cumplir 23 años y pasó a ocupar una codiciada plaza de profesor en el mejor
centro educativo de la isla: el colegio de San Carlos y San Ambrosio.
Varela pudo vivir tranquilamente del
sueldo de profesor el resto de su vida pero prefirió mejorar el mundo (o al
menos la parte correspondiente a su isla). Desechó la escolástica —que tenía un
ligero desfase de seiscientos años de pensamiento filosófico—, por una
filosofía algo más moderna y enseñó física experimental, química, anatomía,
economía política y derecho constitucional lo que para entonces era tan audaz
como explicar en Norcorea cómo funciona Facebook. Pero bastante más útil.
Varela parecía saberlo todo excepto la
importancia de quedarse callado cuando se es inteligente y honesto. En 1821,
con el restablecimiento de una constitución liberal en España fue nombrado
—junto al catalán Tomás Gener y al criollo Leonardo Santos Suárez—
representante de la isla de Cuba ante las Cortes. Seguramente los que lo eligieron
pensaban que le hacían un favor.
Reinaba entonces Fernando VII, pésimo
momento histórico para ser honesto, inteligente y expresarse sin miedo.
Presionado por una insurrección liberal, el rey había cedido parte de su poder
al parlamento pero al intentar recuperarlo los representantes —incluidos los de
Cuba— declararon que el rey estaba loco y, por tanto, era incapaz de gobernar.
Loco quizás no, pero el rey indudablemente tenía un pésimo carácter. Así que en
cuanto recuperó el poder, Fernando VII mandó a ejecutar a todos los que lo
habían declarado incapacitado para gobernar. Como ni Varela ni sus compañeros
consideraron buena idea ponerse a razonar con un rey que antes habían declarado
loco prefirieron cambiar de aires.
Distinto debió parecerles el frío aire
de diciembre de Nueva York a los fundadores del exilio caribeño en la ciudad.
Acompañados del ubicuo Cristóbal Mádam, Varela y sus compañeros fijaron su
primera residencia en la pensión de la viuda Elizabeth Mann en el número 61 de
Broadway. Meses más tarde, en 1824, Varela viajó a Filadelfia y se instaló en
la pensión de la señora Frazier en el 224 de Spruce Street. Y sin embargo, al
poco rato decidió regresar a Nueva York. Sería que extrañaba el frío.
Todavía vivía en Filadelfia cuando
Varela empezó a publicar una revista llamada El Habanero. Allí aparecieron tres
números y de vuelta a Nueva York otros cuatro. En ellos les hablaba a sus
compatriotas de las ventajas de la libertad y la independencia. Dicha prédica
entusiasmó a sus compatriotas en La Habana lo suficiente como para distraerlos
de cuestiones ajenas al baile, el sexo y la acumulación de capital. Digamos que
unos veinte minutos.
Las autoridades de la isla en cambio
le prestaron más atención a los escritos de Varela: dando muestras del profundo
interés que les inspiraban prohibieron terminantemente su circulación. Eso le
dio una idea a Varela de lo que le ocurriría si se asomaba por La Habana. No
sorprende que decidiera no regresar nunca más. Es una suerte lo mucho que ha
cambiado Cuba en los 194 años transcurridos desde entonces.
sábado, 14 de abril de 2018
Miranda o las desventajas de llegar temprano
Artículo aparecido días atrás en Nuestra Voz:
Miranda o
las desventajas de llegar temprano
Hay seres que, como Francisco Miranda, decimos que
están adelantados a su tiempo. Unos se adelantaron décadas —o hasta siglos—pero
con el San Juan Bautista de la independencia sudamericana podemos ser más
precisos: Miranda se adelantó justo por dos años. Porque fue en 1806 que
decidió llevar a cabo una expedición contra el dominio español en Venezuela. El
2 de febrero de ese año zarpó en la corbeta Leander
de doscientas toneladas y armada con 18 cañones de la ciudad de Nueva York dispuesto
a liberar a Venezuela. Al menos era lo que repetía una y otra vez Miranda con
el ímpetu de mesías y persistencia de reguetonero. Lo mismo que llevaba
repitiendo desde que llegó a Nueva York el noviembre anterior para convencer a grupo
de idealistas, aventureros y negociantes de que secundaran su plan. Incluso fue
a Washington (que ya era una capital) y se reunió con Jefferson y Madison (que
todavía no era avenida de Manhattan) pero estos le respondieron algo así como “Chévere,
ve y libera a Venezuela… pero ve como cosa tuya”.
En aquella expedición destinada a liberar Venezuela
y Sudamérica entera del dominio español terminaron enrolados un montón de
norteamericanos, unos cuantos franceses y polacos y algún que otro portugués.
Venezolanos eran solo Miranda y la bandera que acababa de inventar con la ilusión
de que algún día inspiraría el diseño del uniforme de la selección nacional de
fútbol. La primera escala fue en Haití, por aquella época la única nación
independiente del continente además de Estados Unidos. Allí recibió ayuda abundante
y dos barcos más para la expedición. En Venezuela, en cambio, Miranda no fue
tan bien recibido como en Haití. Olvidaba decirles que el cónsul de España en
Nueva York había informado de la expedición al embajador español en Washington
y este a su vez a las autoridades españolas en Venezuela sobre los planes de
Miranda. De manera que al llegar la expedición multicultural a costas
venezolanas era más esperada que las Navidades. Solo que en vez de arbolitos y turrones
los españoles los recibieron con cañonazos. Dos de los barcos expedicionarios
fueron capturados y Miranda escapó por muy poco… para seguirse metiendo en
nuevos problemas que solo tuvieron fin con su muerte en una prisión española
una década más tarde.
Todo por adelantarse a su tiempo. Porque apenas en
1808 las tropas de Napoleón invadirían España, descabezando el imperio. Esa
situación propiciaría levantamientos en toda Hispanoamérica que se convertirían
en un movimiento continental por la independencia. Movimiento que liberaría a
casi todas las colonias de la codicia española para que los nuevos países
pasaran a ser dominados por una codicia genuinamente autóctona. Un poco más de
paciencia, un par de añitos de espera, y Miranda se hubiera convertido en el
iniciador de la independencia hispanoamericana en vez de quedar relegado al
triste papel de precursor que es como asistir a una boda en calidad de amiguito
de la escuela primaria de la novia. (Una ventaja le lleva, no obstante, al
Libertador y es que no le han puesto el nombre de Miranda a la revolución que
ha llevado a Venezuela de cabeza al paleolítico. Ahora dicen “bolivariano” y uno
se imagina a Miranda revolcado de la risa. Donde quiera que esté).
Por ahí se fue la oportunidad de que hoy se
considere a Nueva York cuna de la independencia hispanoamericana. Por puro
apuro. Pero el fracaso de Miranda no fue el fin de los contactos de Nueva York
con las guerras de independencia. Eminentes personalidades de la ciudad como
John Jacob Astor y Stephen Whitney intervinieron en la guerra atraídos por el
mismo sueño que ha guiado a los neoyorquinos desde la fundación de la ciudad:
hacer dinero. Los comerciantes neoyorquinos lo mismo le vendían barcos a los
independentistas que armas y harina a las tropas españolas. Quien quiera que
ganara quedaría para siempre en deuda con los mercaderes de la ciudad. De ahí
que la guerra entre España y sus colonias fuera ganada por… Nueva York. ¿O es
que esperaban otra cosa?
miércoles, 4 de abril de 2018
Francisco de Miranda y el secreto de Hamilton*

Porque hay que recordar que durante la Guerra de Independencia de las Trece Colonias contra Inglaterra tanto Francia como España ayudaron a las colonias rebeldes. No por amor a la libertad: ni el rey francés ni el español tenían intención de liberar sus propias colonias. Era más bien para incomodar a su vieja enemiga, Inglaterra, que para eso son los enemigos. El asunto es que en parte por agradecimiento, en parte porque la constitución de Nueva York de 1777 eliminaba las restricciones contra el culto católico, se consintió que los católicos se asomaran públicamente, celebraran misa y hasta construyeran la iglesia de St. Peter en la calle Barclay.
Entusiasmada, España nombró a un embajador, el banquero vasco Diego de Gardoqui quien durante la guerra había ayudado a enviar fondos y armas a los rebeldes. Gardoqui llegó a Nueva York en 1785 y en su casa en Broadway, cerca de Bowling Green, se celebraron las primeras misas católicas después de la independencia. Misas no clandestinas pero discretas, no fuera ser que la falta de costumbre de los locales los indujera a prenderle fuego al embajador.
Gardoqui debe sentirse muy orondo en las páginas de la Historia por ser pionero en importar a la futura capital del mundo tradiciones como la siesta y comunicarse a grito pelado en español. Pero le tengo malas noticias. Un año antes ya había estado en la ciudad otro hablante del idioma de Cervantes y presunto practicante de la noble institución de la siesta. Me refiero nada menos que a Francisco de Miranda, precursor de la independencia americana, inspirador de Simón Bolívar y gobernante de la primera República de Venezuela.
Miranda, viajero empedernido durante toda su vida, ya llevaba unas cuantas millas acumuladas. Además de su natal Venezuela, conocía España y como militar del ejército español había participado en campañas en Marruecos, Argelia y en el sur de los Estados Unidos en apoyo a la independencia de las Trece Colonias. Su impresión de Nueva York fue muy favorable. “Una tolerancia general en el ramo espiritual forma la base de su gobierno —comenta—, cada uno es dueño de rogar o alabar a Dios en la forma y lenguaje que le dicte su conciencia. No hay religión o secta dominante, todas son buenas e iguales. ¡Así reinase el mismo dogma y principios liberales en lo político!”.
¡Lo que es llegar al lugar adecuado en el momento justo! Si hubiera llegado un ratico antes lo habrían sacado a patadas por venir de la parte equivocada del mundo. Y un par de siglos más tarde, también. Pero Miranda tuvo suerte. Cuando aquello el presidente era Washington. Incluso le regaló ejemplares de El Quijote en español que Washington presumiblemente nunca abrió pero al menos lo agradeció porque en aquellos tiempos regalar un libro —aunque fuese en idioma extraño— no se entendía como una ofensa.
Durante su estancia en Nueva York entre enero y julio de 1784 Miranda conoció a Alexander Hamilton y a Samuel Adams mucho antes de que estos fueran un musical y una cerveza respectivamente. O sea, conoció versiones bastante menos divertidas de ambos. Aun así le cayeron bien. Con Alexander “I’m not throwing away my shot” Hamilton incluso conservó una amistad epistolar durante años. En dicha correspondencia discutían sus planes de liberar América del Sur mientras Miranda viajaba por el mundo y acumulaba experiencias ya fuera conspirando en Inglaterra, peleando como oficial de la Revolución Francesa o conociendo Rusia de la mano de Catalina la Grande.
Miranda acumuló experiencias como futuro precursor de la independencia hispanoamericana por casi treinta años. Si luego las cosas no salieron bien no fue por falta de preparación. Pero antes de su glorioso fracaso final Miranda pasó una vez más por Nueva York. No obstante al arribar, en noviembre de 1804 hacía cuatro meses que su amigo Hamilton había muerto en un duelo contra Aaron Burr llevándose a la tumba el secreto de cómo triunfar… aunque fuese muerto y en Broadway.
Artículo aparecido en la revista Nuestra Voz.
miércoles, 28 de marzo de 2018
Nueva York y el tiempo exiliado cubano*
Por Enrique Del Risco
El 25 de septiembre de 1932 el habanero Diario de la Marina publicaba una caricatura de su habitual colaborador, el pintor y dibujante Eduardo Abela en el que dos conocidos personajes suyos, El Profesor y el Bobo miraban un gran reloj público y El Profesor, siempre enterado de las últimas noticias comentaba: “¿No sabes? En New York han atrasado hoy una hora los relojes”. A lo que el Bobo, con su habitual sorna le responde “Ya ves, si estuviéramos allí tuviéramos que esperar una hora más” (Juan.137). ¿Por cuál acontecimiento tendrían que esperar una hora más? Se refería, por supuesto, —y allí radicaba el chiste de la caricatura— a la ansiada caída del dictador Gerardo Machado que no se verificará sino hasta casi once meses después. La mención a la ciudad de Nueva York no es casual y no sólo por la referencia a su adopción del horario normal luego de varios meses del uso del llamado horario de verano. En dicha ciudad radicaba la sede de la llamada Junta Revolucionaria en la que varias organizaciones antimachadistas intentaban ponerse de acuerdo para derrocar al dictador del momento: de ahí la alusión sardónica a que tendrían que esperar una hora más que el resto de los cubanos. Pero si convoco este recuerdo es menos por cómo el caricaturista observaba los entresijos de la política cubana del momento sino porque nos introduce en un tópico no por poco estudiado menos recurrente de la historia cubana que es el de su relación con el tiempo neoyorquino.
Y es que la historia del vínculo de los cubanos con Nueva York lo es también la de la obsesión nacional por sincronizarse con su tiempo. Última de las colonias españolas en América junto con Puerto Rico, cuando ya el resto del continente se había independizado de la metrópoli, último de los territorios americanos en abolir la esclavitud, los cubanos habían visto el transcurrir de su historia como un continuo desfasaje que requería de continuas actualizaciones. No se viajaba a Nueva York para esperar una hora más por los acontecimientos nacionales sino para adelantar los relojes que signaban la evolución del país. Para ello la ciudad de Nueva York se ofrecía como el meridiano cero de la modernidad, aquél por el cual debía poner en hora sus relojes aquella Cuba que, según Carlos Manuel de Céspedes, aspiraba a “ser una nación grande y civilizada” “porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos”. No es fortuito que Nueva York fuese el destino obligado de los exiliados cubanos en el siglo XIX, desde Heredia a Martí y lugar de estudio de generaciones de jóvenes cubanos que se preparaban para asumir los retos tecnológicos de la modernidad. O que fuera aquí donde se forjaran varios de los elementos más reconocibles de la heráldica nacional como el escudo, la bandera, la gran novela nacional del XIX o el Partido Revolucionario Cubano de Martí. Como tampoco es extraño que fuera en esa ciudad donde los músicos del siglo XX vinieran a grabar sus discos, a empaparse de los nuevos hallazgos musicales y a fundirlos con los suyos propios o que algunos de los artistas más renombrados de la plástica cubana vinieran en busca de aprendizaje y reconocimiento.
La fundación de la Nación, fuera de un estricto marco geográfico y en una lengua prestada por el conquistador, forjaría una identidad que tenía menos que ver con el espacio que con el tiempo, un tiempo preferentemente futuro ante la carencia de tradiciones o culturas ancestrales que la hicieran gravitar hacia el pasado (de ahí que el intento nostálgico del siboneyismo —la versión local del indigenismo— durara poco y arraigara menos). Frente a lo peor de la intransigencia española, a su carácter empecinadamente retrógrado (o al menos así se le retrataba en la caricatura patriótica cubana) el estandarte más socorrido solía ser el del progreso y el futuro simbolizados en el vecino del norte y en particular con la ciudad que desde 1886 daba la bienvenida con el más monumental símbolo de la libertad. Cuba era una nación que más que definirse por sus fronteras tan claramente delineadas en torno a los bordes de su archipiélago se definía frente al tiempo. Acaso fuera esa la tradición por futuridad de que hablaba Lezama Lima. No una futuridad impuesta por otras potencias sino importada por los sectores más progresivos de la sociedad cubana: desde la vacuna contra la viruela hasta el ferrocarril, desde el béisbol a la televisión.
Y sin embargo lo que parecía ser en principio una persecución lineal entre ambos tiempos, la búsqueda de una confluencia total entre el tiempo cubano y el norteamericano pronto encontrará resistencias decisivas. Si, al decir de Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos una total sincronía implicaría la desaparición de una de las partes. Somos el ritmo que nos imponemos a contratiempo de la cronología universal. Quiero decir que si en principio a muchos fundadores de lo nacional les pareció necesaria e inevitable la adopción del ritmo exacto de la modernidad pronto se impuso una mirada menos rígida o entusiasta. La modernidad no es un espacio vacío rellenado con cierta noción acelerada y positivista del tiempo. El entusiasmo con que se abrazaba cada novedad tuvo que detenerse en la capacidad o necesidad de digerirla. Entender que esa sustancia de la que estamos hechos, el tiempo, es a la vez la resultante de diversas y a veces contrapuestas velocidades. Esa comprensión —más la propia resistencia norteamericana a embarcarse en la aventura de la anexión— quizás fuera lo que marcara el tránsito del anexionismo al independentismo.
Es curiosa la respuesta literaria que le da Cirilo Villaverde a este problema quien en su propia vida encarna ese tránsito. Cómo pasa de ser el periodista que reseña el desfile de modas —o sea, esa continua persecución del presente— en que se convertían los bailes y funciones teatrales en La Habana de mil ochocientos cuarentitantos al que luego de treinta años de exilio norteamericano se enfrasca, a las puertas del fracaso de la primera guerra de independencia en reconstruir y mitificar episodios de su juventud en su muy personal búsqueda del tiempo perdido. Cómo logró ese prodigio de memoria que fue reconstruir con tanto detalle La Habana de medio siglo antes puede explicarse en parte por ese vicio obsesivo de los exiliados de conservar el pasado como no lo harían los que conviven día a día con los cambios del lugar en cuestión. Villaverde, luego de intentar ofrecerle un futuro distinto a la isla (ya fuera como parte de la Unión Americana, ya fuera como nación independiente), le obsequia un pasado más o menos definitivo, tiempo congelado sobre el que erigir el futuro de la nación, un tiempo remotísimo incluso para aquel Nueva York de fines del XIX en que lo describió.
Para pensar en las fricciones que sufre el tiempo de los exiliados podríamos empezar por ese momento de máximo contraste de velocidades que es el de la llegada. Martí, que luego se erguiría como el fundador del antimperialismo latinoamericano, fue entusiasta como pocos en sus impresiones iniciales sobre la ciudad. “Estoy, al fin en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente, por ser aquí la libertad fundamento, escudo, esencia de la vida” (Martí.1964.106) dice en 1980 con un entusiasmo que nos recuerda las páginas de su Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos iluminadas por su estancia en la tierra de Cuba libre: “Y en todo el día ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado!” (Ibid.217)
Se trata para Martí de un tiempo esencialmente nuevo, no solo para una de las últimas colonias americanas sino hasta para la propia Europa. El Martí disfrazado de español de sus “Impresiones de un español fresco” reconoce en ambos continentes temporalidades distintas y se pregunta cuál de las dos es el futuro de la otra: “¿Va América hacia Europa o viene Europa hacia América?” (Ibid.124) es la cuestión que plantea pero no parece haber dudas cuando confiesa en un texto precedente: “Me detuve, miré respetuosamente a este pueblo, y dije adiós para siempre a aquella perezosa vida y poética inutilidad de nuestros países europeos” (Ibid.107). Su actitud en aquellos primeros meses de su exilio neoyorquino dista mucho de ese antimperialista militante y secreto de su carta a Manuel Mercado. En julio de 1880 reconoce que “Estoy hondamente reconocido a este país, donde los que carecen de amigos encuentran siempre uno, y los que buscan honestamente trabajo encuentran siempre una mano generosa. Una buena idea siempre halla aquí terreno propicio, benigno, agradecido. Hay que ser inteligente; eso es todo. Dése algo útil y se tendrá todo lo que se quiera...”. (Ibid.107)
Eso no significa que Martí fuera acrítico con el sitio donde pasara la mayor parte de su vida adulta, incluso en aquellos momentos de mayor entusiasmo. Reconoce en medio del vértigo neoyorquino un tiempo nuevo pero ni exento de defectos, ni necesariamente mejor. La comunicación misma se le hace difícil a causa de esa aceleración que parece contaminarlo todo, incluso el lenguaje: “Aquí toda conversación es en una sola palabra: no hay respiro, no hay pausa; no hay sonido preciso”. La mayor velocidad significa que se llegará antes al punto de destino sin que este sea más deseable que otros. Sin embargo, varios años después de aquellas impresiones primeras reconoce en su crónica sobre el balneario de Coney Island que
esa movilidad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí. (Martí.1963.125)
Curioso paralelo se puede establecer con las impresiones que tiene a su llegada Reinaldo Arenas casi exactamente un siglo después: “Nueva York” dice “Es una ciudad auténtica. Su autenticidad radica precisamente en el desinterés por esa palabra” (Arenas.2001.300). Otra vez el vértigo, el contraste con la tierra detenida en el tiempo. “Ese torrente que, en hormigueo multicolor y sin igual, se precipita, rápido, rápido, rápido, secretamente no conmina, nos dice en qué consiste la verdadera sabiduría, no te detengas” (Ibid.301).
La presencia de Arenas en Miami, a través del éxodo del Mariel, lo había empujado a percibir los contrastes temporales entre Estados Unidos y Cuba. Basta la llegada de la hora de repartir la comida entre los refugiados acampados en el Orange Bowl para que estos retrocedan a su punto de partida que es a su vez otro tiempo porque
Veinte años bajo la urgencia de la sobrevida, bajo la inseguridad de mantener esa sobrevida, bajo la desconfianza, el escepticismo o la mera burla, ante cualquier promesa que implique asegurarnos la sobrevida, no se olvidan así como así. Por eso, ellos siguen en otro tiempo, —allá—, ahora, llenando jabas de perros calientes y escondiéndolas debajo de la cama (Ibid.299).
Llegado a “tierras de libertad” el tiempo de la isla —el del castrismo todo— se convierte inmediatamente en pasado. Ese pasado es, sin embargo, posterior a otro al que se aferra Miami, el tiempo paradisiaco de la memoria y la nostalgia que se activa en el momento en que la cantante Olga Guillot extiende su voz como una manta sobre los refugiados del Orange Bowl. “Esa voz intentando reconstruir un tiempo, sosteniendo un tiempo, una época, una ciudad, unas noches, una ilusión, que ya sólo existe en el timbre que la emite y en los emocionados que escuchan, existe” (Ibid.300). Es por eso que Miami, a diferencia de Nueva York, es una ciudad heroica porque en ella habita “un pueblo entero” dedicado “a la terca, minuciosa y heroica tarea de reinventar un país” que es lo mismo que reinventar un tiempo que no existe, que sólo existió alguna vez en sus mentes, en sus deseos.
Pero el transcurrir del tiempo de los desterrados es también el de la comprobación de su propia anacronía con el tiempo que lo rodea en la nueva tierra donde viven. El perseguidor de futuros en su patria se hace, ante el vértigo de las nuevas velocidades, súbitamente conservador. (Los hay por supuesto quienes se adaptan muy bien a las nuevas tierras con sus tiempos y velocidades respectivas pero se me hace difícil considerarlos como exiliados: para un verdadero exiliado su tiempo estará siempre en otra parte o más bien en ninguna: un exiliado es alguien que no tiene otro remedio que inventarse su propio tiempo). No obstante ese conservadurismo no se debe sólo al efecto del contraste entre su inercia original y el vértigo de una nueva vida ni a su capacidad —disminuida por la sacudida del cambio— de ajustarse a ella. Para alguien que siente el abandono de su tierra como una suerte de íntima traición hay mejor manera de demostrar su lealtad que rechazando las nuevas nociones del tiempo que se le ofrecen al paso.
El recurso que encuentra Martí para justificar ese rechazo es calificar al tiempo neoyorquino de antinatural y decir, por ejemplo, que “el gran corazón de América no puede ser juzgado por la vida desdibujada, la pasión morbosa, los deseos ardientes y angustiosos de la vida neoyorquina. En esta marejada turbulenta no aparecen las corrientes naturales de la vida” (Martí.19.117). Como si el tiempo del lector americano al que se dirige el escritor emergiera directamente de la naturaleza. El tiempo neoyorquino en cambio puede producirle asombro pero nunca empatía como ocurre en su descripción de ese centro de diversión monstruoso para la época que era el balneario de Coney Island. Sumergirse en el tiempo gozoso que le propone la ciudad, lo sabe bien Martí, es disolverse, dejar de ser lo que se es o, aún más, lo que se quiere ser. Como Ulises con las Sirenas debe rechazar su sibilino atractivo para continuar su rumbo de manera que a puro golpe de palabra debe de convertir el moroso tiempo latinoamericano en superioridad espiritual y la velocidad norteamericana en vacío
es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu (Martí.1963.126)
Y es sobre ese vacío que Martí construye un nosotros que intenta identificarse más que nada en el rechazo simultáneo del tiempo colonial pero también de la modernidad que proponen los Estados Unidos. “Otros pueblos —y nosotros entre ellos— vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria” (Ibid.126) afirma para recalcar en otro momento: “Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase”. Frente al goce democrático de los norteamericanos Martí erige una aristocracia del placer más imaginario que real pero no por eso menos poderoso a la hora de conjuntar espíritus.
Curioso que alguien aparentemente tan distante de la fineza martiana como Reinaldo Arenas tras un idilio similar con Nueva York coincidiera con Martí en el rechazo de la ciudad, un rechazo que también tiene su base en la manera en que en dicha ciudad se escurre el tiempo: “Manhattan es una de las pocas ciudades del mundo donde resulta imposible arraigarse a un recuerdo o tener un pasado. En un sitio donde todo está en constante derrumbe y remodelación ¿qué se puede recordar?” (Arenas.2013.57) dice en su amargo “Adiós a Manhattan” tras constatar una invasión de millonarios y la fuga de trabajadores y la clase media ante el imparable encarecimiento del nivel de vida de la ciudad.
No obstante, en un texto anterior, el relato “Final de un cuento” publicado en el primer número de la revista Mariel, anticipa otros motivos para la fuga de la ciudad. Si un desterrado como Reinaldo Arenas, un eterno candidato a los márgenes, piensa en Nueva York como el último refugio de los apátridas totales como él porque “¿Qué otra ciudad fuera de Nueva York podría tolerarnos, podríamos tolerar?” (Arenas.1983.4) al mismo tiempo presenta un personaje al que la ciudad se le hace insoportable porque allí “no existes, quienes te rodean no dan prueba de tu existencia, no te identifican ni saben quién eres, ni les interesa saberlo; tú no formas parte de todo esto y da lo mismo que salgas vestido con esos andariveles o envuelto en un saco de yute” (Ibid.3-4).
Lo que hace más angustiosa la existencia del exiliado y al mismo tiempo febrilmente productiva es la conciencia de que ese desfase no es nada comparado con su desajuste con su tiempo original: saber o intuir que no hay lugar al que regresar porque aquél tiempo que se abandonó alguna vez no podrá ser recuperado nunca. Ese es, en el fondo, el gran drama del exiliado. No su discordancia con el tiempo vital del sitio en que vive sino con aquel del que tuvo que irse. “¿Cómo va a sobrevivir una persona cuando el sitio donde más sufrió y ya no existe es el único que lo sostiene?” (Ibid.4) se pregunta el narrador del relato de Reinaldo Arenas. Si hemos de creerle a Cabrera Infante (y a otros) la respuesta de Martí fue la más rotunda cuando al regreso a su tierra añorada no encontró otra salida que la del suicidio enmascarado en gesto heroico.
Se ha hablado bastante del peso que ha tenido el exilio en la conformación del imaginario y la identidad nacional pero mucho menos sobre los efectos que puede haber tenido en ese imaginario y esa identidad la asincronía existente entre el tiempo de los exiliados y el de la nación que intentaban diseñar. Eso quizás explique la profunda ansiedad del discurso nacional cubano, su obstinado mesianismo y su insistencia durante décadas en fijar sus metas en un más allá inalcanzable en lugar del retorno a un adánico estado original. Si lo consiguiera equivaldría a explicar casi toda la historia cubana reciente. Porque de eso se trata: definir este o aquel detalle de un evento que ocurrió hace cincuenta, cien, doscientos años antes es apenas un fragmento de una tarea mucho mayor y más importante que es descubrir cuál es la sustancia de la que estamos hechos, cual es exactamente el tiempo que nos rige. Y el tiempo que nos rige a nosotros, historiadores cubanos en el exilio, es esa combinación de tiempos nacionales y personales más la conciencia de lo irreconciliable de su relación. Para comprender todos estos tiempos, para hacerlos inteligibles (que no otra es la tarea del que se dedica a estudiar el pasado) habría que empezar por reconocer la propia temporalidad del exilio cubano no ya como un sitio de paso, como el equivalente historiográfico del purgatorio cristiano, sino como un tiempo en sí mismo, tan definitivo (y tan transitorio) como el del lugar que se abandona o como el de aquel al que se va a parar pero con leyes y prioridades distintas. Los primeros exiliados cubanos (pienso en Varela, pienso en Heredia por poner dos ejemplos ilustres) habrán sido por tanto los fundadores de una patria cuyos herederos no son tanto sus descendientes como las sucesivas y hasta el momento interminables generaciones de exiliados. Fue Borges quien dijo que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” (Borges.65). Nadie como nosotros, en tanto estudiosos de la historia y exiliados, debiera estar más consciente de esa verdad, nadie como nosotros debiera avanzar con más resolución a su encuentro.
*Discurso de ingreso en la Academia Cubana de la Historia en el Exilio pronunciado el 24 de octubre del 2014.
Bibliografía
Arenas, Reinaldo. “Final de un cuento”. Mariel, Revista de Literatura y Arte, Año 1,, Número 1, Primavera, 1983. 3-5.
--------------------. “Un largo viaje de Mariel a Nueva York”. Necesidad de libertad. Miami: Ediciones Universal, 2001. 296-301.
---------------------. “Adios a Manhattan”. Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990). Compilación prólogo y notas Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí. México: CONACULTA/ DGE Equilibrista, 2013.
Borges, Jorge Luis. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. (1829-1874)”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial S.A.. 62-67.
Céspedes, Carlos Manuel. “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba”. http://www.cubamilitar.org/wiki/Manifiesto_de_la_Junta_Revolucionaria_de_la_Isla_de_Cuba
Juan, Adelaida de,. Caricatura de la República. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1999.
Martí, José. Obras Completas, Volumen 9. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.
-------------. Obras Completas, Volumen 19. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1964.
domingo, 4 de marzo de 2018
Hardman Hall o cómo se inventa una guerra
Uno de los sitios que con más frecuencia usaron los exiliados cubanos en Nueva York para sus actos patrióticos fue el Hardman Hall situado en los números 138-140 de la Quinta Avenida. El Hardman Hall un salón creado por una famosa fábrica de pianos para exhibir sus productos y promoverlos a través de conciertos tal y como ocurría con otros locales usados por el exilio cubano como el Chickering Hall y el Steinway Hall. Allí Martí habló “en no menos de doce ocasiones entre 1889 y 1893” según el investigador Enrique López Mesa. La mayoría de estos eventos se daban en ocasión de fechas patrióticas como la del 10 de octubre cuya conmemoración tuvo por sede el Hardman Hall en los años 1889, 1890, 1891 y 1892. Pero ninguno de ellos fue más importante para el futuro de la historia cubana que el de 1891. No tanto por el contenido del discurso en sí sino por las circunstancias en que se dio y por la cadena de hechos que de él se derivaron.
El 10 de octubre de 1891 pudo haber sido una fecha más en el calendario patriótico del exilio cubano de Nueva York. Ese día se celebraba el 23 aniversario del inicio de la primera guerra de independencia cubana sin que el estado de cosas en Cuba o en el exilio presagiase la proximidad de la guerra definitiva por la que año tras año se clamaba por esas fechas. No contando siquiera con la superstición de los números redondos poco se podía esperar. Lo cierto es que ese día sin que nadie lo pudiera constatar se inició el proceso que llevaría a la creación del Partido Revolucionario Cubano, dirigido por Martí y de ahí a la preparación y arranque de la guerra que anualmente se anunciaba como inevitable.
En su libro José Martí: letras y huellas desconocidas el estudioso Carlos Ripoll da una convincente versión de lo que debió suceder aquella noche. Contrariamente a lo que la mayoría de los historiadores da a entender, (aunque sin atreverse a afirmarlo directamente), a inicios de la década de los 90 el exilio cubano no era precisamente un hervidero de entusiasmo ni Martí su líder indiscutible. A principios de 1891 sólo se mantenía activo en Nueva York el club “Los Independientes”, fundado en Brooklyn tres años antes. El propósito de esta organización se reducía a recaudar fondos para cuando pudiera iniciarse una acción militar contra España. Sin embargo, los modestos trabajos de ese grupo separatista lograron atraer la atención del diario The New York Herald. Allí, con el objeto de alarmar a España y forzarla a respaldar acuerdos comerciales que le convenían al Ministro de Estado norteamericano, James G. Blaine, fue publicado un extenso artículo en el que se daba mayor importancia de la que en realidad tenían a las actividades revolucionarias de los cubanos. En la edición dominical del 13 de septiembre salió bajo estos titulares: “Cuba Determined to be Free from Spain; The Cuban Colony in this City Raising Funds and Preparing for Another Revolution” (Ripoll.1976.101).
“La colonia cubana en esta ciudad —declaraba el artículo— no es grande. No es rica colectivamente ni es tan influyente como las colonias de otras naciones extranjeras pero es más unida que cualquier otra colonia extranjera a excepción, quizás, de la china, y es más fervorosamente patriótica”.
El artículo daba por hecho el estallido inminente de una nueva guerra por la independencia. Exageraba, entre otras cosas, el número de miembros del club elevándolos a “dos millares de miembros juramentados para empuñar las armas en cuanto empezara otra insurrección en Cuba”.
En principio los representantes españoles en los Estados Unidos no le dieron importancia a tales declaraciones. El embajador español en Washington, al tanto de los movimientos de los emigrados cubanos comentaba a las autoridades de Madrid: “… La maravillosa facultad creativa de los Yankees ha convertido la caja del club en una manigua y ha hecho de cada dollar un filibustero”(103). En cambio, la reacción de la comunidad exiliada fue muy diferente: deseaba creer en los avances de los trabajos conspirativos y en la inminencia de la guerra que conseguiría la independencia para Cuba. Por ello acudió en masa al acto en el Hardman Hall. “Hacía años que no se lograba reunir a tantos cubanos en una fiesta patriótica. Entre los oradores se encontraban Gonzalo de Quesada, Rafael de Castro Palomino y Rafael Serra, presidente la SociedadProtectora de la Instrucción La Liga. El discurso que cerraba la noche estuvo a cargo de Martí.
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Artículo sobre el evento en Hardman Hall |
La celebración de discursos en Nueva York se había convertido, como habíamos dicho, en una suerte de rutina patriótica del exilio cubano neoyorquino y a Martí en su principal oficiante. Sin embargo Martí se cuidó de convertir esta ocasión recurrente en ejercicio gratuito de retórica y, lejos desmentir los rumores sobre los supuestos preparativos de guerra desde el inicio del discurso dio a entender –oscuramente- que los rumores que lo dicho en el artículo del New York Herald el mes anterior era cierto.
Venimos a caballo como el año pasado, a anunciar que al caballo le ha ido bien; que las jornadas que se andan en la sombra son también jornadas; […] que no es la hora todavía de soltarle el freno a la cabalgadura, pero que la cincha se la hemos puesto ya, y la venda se la hemos quitado ya, y la silla se la vamos a poner […] ¡A caballo venimos este año, lo mismo que el pasado, sólo que esta caballería anda por donde se vence, y por donde no la oye andar el enemigo! [Los subrayados son míos]
En el informe que hizo del discurso un espía al servicio de España hizo notar una “particularidad notable”: “No se insultó a España ni a sus hijos, y se mencionó entre aplausos y vivas el de los españoles liberales y honrados que han perecido por el derecho, la justicia y la libertad de América”.
Como si quisiera reforzar la impresión de que los preparativos para la guerra se hallaban muy avanzados al día siguiente de su discurso Martí dio un paso cargado de dramatismo: presentar la renuncia a sus puestos consulares de las repúblicas de Argentina, Paraguay y Uruguay en la ciudad. Ciertamente sus declaraciones en el discurso eran incompatibles con su condición de representante de un país que tenía relaciones con España pero no es menos cierto que no era la primera vez que Martí pronunciaba discursos de este cariz siendo representante consular. Dicho gesto le daba un peso adicional a su discurso. Si Martí estaba dispuesto a renunciar a un consulado por un discurso ¿qué no estaría dispuesto a hacer por la libertad de Cuba? Al margen de cualquier especulación lo cierto es que tanto el discurso como las renuncias fueron eficaces a la hora de atraer la atención tanto de las autoridades españolas como del exilio cubano. Enrique Trujillo, contemporáneo suyo, comentaba en 1896 que “la determinación del señor Martí le llenó de admiradores y su acción fue comentada favorablemente y repercutida [sic] en Cuba, en la América Latina y hasta en España”. (Ripoll.1976.111)
El éxito oratorio junto a su renuncia a su condición de cónsul múltiple (retendría el de cónsul uruguayo por un tiempo más) agrandó la figura de Martí ante los ojos del resto de los emigrados del país. Al mes siguiente fue invitado a hablar en Tampa donde tuvo un éxito apoteósico gracias a dos de sus más memorables discursos, pronunciados en noches consecutivas: “Con todos y para el bien de todos” (26 de noviembre) y “Los pinos nuevos” (27 de noviembre). Poco después viajó invitado a Cayo Hueso con resultado similar. A su regreso a Nueva York de su viaje a Cayo Hueso Martí se había convertido en líder indiscutible del exilio en Estados Unidos. Al año siguiente se fundaría el Partido Revolucionario Cubano encargado de organizar la guerra.
No pretendo sugerir aquí que el liderazgo de Martí, la creación del Partido Revolucionario Cubano y la organización de la última guerra de independencia cubana fuera solo el resultado de una de las tantas exageraciones en que incurre la práctica periodística y de su manipulación por parte del cubano. Al insistir en las circunstancias que rodearon estos hechos sólo intento subrayar la contingencia de un proceso histórico al que generalmente se le ha dado una explicación providencial, mítica. El entusiasmo despertado por el fantasioso artículo del The New York Herald se habría disipado en los meses siguientes si Martí no se hubiera estado preparando desde hacía tiempo para aprovechar, inflar y, sobre todo, darle sentido a la primera circunstancia favorable una vez que se presentase.
El Hardman Hall se trasladó años después a otro edificio en el 433 Fifth Avenue pero en el 138 de la Quinta Avenida, queda, tras varias modificaciones el edificio donde se conjuraron las circunstancias para convertir un discurso en el germen de la última guerra de independencia cubana.
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138 Fifh Ave., Nueva York, Foto del autor |
lunes, 19 de febrero de 2018
El primer habitante de Manhattan fue dominicano
El artículo del que ya publiqué la primera parte ahora completo:
El primer habitante de Manhattan fue dominicano
Pese al rechazo de los fundadores de Nueva Amsterdam (que pronto se convertiría en Nueva York) a todo lo que sonara a hispano o católico, no puede descartarse que el mangú fuera el primer plato cocinado en Manhattan por un poblador no nativo. Lo que sí está documentado es que un tal Juan Rodríguez fue el primer no indígena americano en residir en Manhattan, palabra que en lengua lenape significa “Isla Donde el Metro Cuadrado Cuesta Más Caro Después de Hong Kong”.
También se sabe que ese Juan Rodríguez (Jan Rodrigues, en holandés o João Rodrigues en portugués) nació en Santo Domingo hijo de un marinero portugués y de una mujer africana. Todos los ingredientes para conformar el glorioso destino de recordista múltiple: Rodríguez fue el primer inmigrante en residir en Manhattan, el primero con ancestros africanos, el primero con ancestros europeos, el primer mercader, el primer latino, el primer dominicano y, ya esto en el plano de la especulación, el primero en cocinar un plato de mangú en la segunda isla más cara del mundo.

Pero, sin siquiera entrar en sus gustos culinarios, lamentablemente de Juan Rodríguez no sabemos mucho. Se conoce que nació en la entonces Capitanía de Santo Domingo pero no se sabe siquiera el año en que se produjo su nacimiento, como tampoco se conoce el nombre de sus padres. El detalle de que su padre fuera un marinero portugués no es raro si tenemos en cuenta que en esa época los portugueses eran considerados los mejores navegantes del planeta.
Portugués fue el rey Enrique el Navegante, pionero en las exploraciones de la costa oeste de África. Portugués fue Vasco da Gama, el primero en llegar navegando a la India desde Europa luego de darle la vuelta a África. Portugués fue Magallanes, quien comandara la primera expedición que dio la vuelta al mundo aunque no la consiguiera terminar por motivos ajenos a su voluntad (pero no ajenos a la voluntad de los nativos filipinos que lo acribillaron a lanzazos cuando se asomó por allá).
Tampoco es raro que el padre de Jan Rodrigues fuera portugués en una época (finales del siglo XVI) en que el diez por ciento de la población de Santo Domingo procedía de Portugal. Les recuerdo que entre 1580 y 1640 España y Portugal fueron un solo país gracias a que Felipe II, rey de España, había heredado la corona de Portugal a través de su madre, Isabel de Portugal.
Tampoco era raro que la madre de Juan Rodríguez fuera africana en una época en que los colonos españoles, cansados de exterminar indígenas, se dieron cuenta que alguien tendría que trabajar en medio del calor tropical. Y como veían el trabajo algo indigno de su condición de hidalgos los españoles se dedicaron a importar mano de obra desde África. Que los africanos no iban muy dispuestos a trabajarle gratuitamente a señores que no conocían puede inferirse del cuidado que ponían sus importadores en trasladarlos encadenados a América. O en la insistencia de los colonos en el uso de látigos e instrumentos similares para agilizar el ritmo productivo. Al parecer el uso del látigo no era indigno de su condición de hidalgos.
Por no saberse, de Juan Rodríguez no se tiene noticia cierta —aparte de su impreciso origen— hasta el año 1613. Fue ese el año en que el capitán holandés Thijs Volckenz Mossel contrató a Rodríguez para que lo acompañara en su barco Jonge Tobias. Se trataba de un viaje comercial a la isla de Manhattan recién explorada por Henry Hudson en 1609. Rodríguez, dadas sus reconocidas habilidades para aprender lenguas (se dice que para entonces ya sabía español, portugués y holandés), viajaría en calidad de traductor.
La intención del holandés Mossel era comprarle pieles a los indios lenapes a cambio de hachas, cuchillos y otros solicitados utensilios de los Home Depots de la época. Los detalles son discutibles pero lo que queda claro es que el Jonge Tobias ancló frente a Manhattan en la primavera del 1613. Anduvo negociando pieles con los lenapes pero cuando Mossel se dispuso a regresar a Europa Juan Rodríguez o Jan Rodrigues le informó que de eso nada. Que ya se había instalado con su novia lenape y sabía hablar la lengua de por ahí como para irse de pronto. Que en Europa no se le había perdido nada y no quería perderse la oportunidad de ser el primer dominicano en instalarse en la Isla Donde el Metro Cuadrado Cuesta Más Caro Después de Hong Kong. Quería aprovechar e instalarse allí antes de que Washington Hights empezara a gentrificarse y los alquileres a subir. Y aprovechar que todavía no hubiera migra ni permisos de residencia.
Convencido por tan sólidos argumentos Mossel decidió dejarle a Rodríguez ochenta hachas, unos cuantos cuchillos, una espada y un mosquete para que se fuera defendiendo. Literal y figuradamente. Y Rodríguez se defendió. Cuando Mossel regresó al año siguiente Rodríguez seguía allí, con su familión lenape y con tremendos contactos en el negocio de las pieles (100% orgánicas).
Tan buenos contactos tenía que otro capitán holandés, Adriaen Block, se quejó a las autoridades de Amsterdam de que Mossel y Rodríguez se habían puesto de acuerdo para arruinarle el negocio de las pieles con los lenapes. Eso es todo lo que se sabe de Rodríguez. No hay otros documentos que atestigüen su presencia en años posteriores: ni cuentas de gas o multas de tráfico.
Pero nada hace pensar que no haya sobrevivido hasta una avanzada ancianidad rodeado de hijos y nietos lenapes que le hacían la vida imposible con el equivalente al reguetón de aquella época. Como tampoco nada impide imaginar que fuera Rodríguez el primero en introducir a esta parte del mundo las delicias del mangú y el sancocho.
Dice un libro bien informado al respecto: “los portugueses llevaron las bananas de África Occidental a las Islas Canarias y entonces en el siglo XVI las bananas fueron llevadas de Canarias a Santo Domingo en 1516”. ¿Acaso no era Rodríguez hijo de un marinero portugués? ¿Puede descartarse que su mamá lo iniciara en los secretos que hacen del mangú una delicia incomparable? ¿Por qué negarle entonces a todos sus títulos de pionero el de Rey del Mangú?
¿Ha oído hablar de Alex Rodríguez, Manny Ramírez o Romeo Santos? Pues eso: nunca subestime las capacidades de un dominicano suelto en Nueva York.
miércoles, 6 de diciembre de 2017
Cuando Manhattan no conocía el mofongo
Aquí los dejo con el texto de mi columna mensual para Nuestra Voz en la que trato de reconstruir de manera amena la historia de la presencia hispana en la ciudad de Nueva York:
Cuando Manhattan no conocía el mofongoPor difícil que sea creerlo, no siempre se habló español en Nueva York. Ni los carritos de churros invadían las aceras de la Roosevelt Ave. Ni podía encontrarse mofongo en el alto Manhattan o bodegas en el Bronx. Ni siquiera Nueva York fue siempre Nueva York. Antes, entre 1624 y 1664 fue Nueva Amsterdam, fundada por colonos holandeses. Y antes, nada, era un territorio dominado por los lenapes, indígenas dedicados a cazar venados orgánicos.
Desde los primeros asentamientos europeos en el área —primero holandeses y luego ingleses— el español era la lengua del enemigo y el catolicismo, cosa de infieles. Los holandeses porque estaban envueltos en la Guerra de los Ochenta Años (en aquel tiempo le llamarían “La Guerra Que No Tiene Para Cuando Acabar”) para independizarse del imperio español. Y los ingleses porque no conseguían olvidar que tiempo atrás los españoles habían tratado de invadirlos con la Armada Invencible (Pero Perfectamente Hundible). Y estaba el detallito de la religión. Mientras que holandeses e ingleses era protestantes los españoles se habían tomado el trabajo de ser 100% católicos mediante el eficaz recurso de expulsar a los judíos (1492), a los llamados moriscos (1609) y, por las dudas, quemar a todo el que no le quedara clara su filiación religiosa. Que no hay nada como el fuego para tener las cosas claras.
De manera que no fue hasta después de la independencia de las Trece Colonias de Gran Bretaña que los católicos pudieron asentarse libremente en Manhattan y disfrutar de su tráfico abrumador y sus alquileres por el techo. Pero eso fue a finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX. Antes, entre los años que median entre la fundación de la ciudad (1624) y la independencia de Inglaterra (1783) si uno hablaba español era mejor que no se acercara a la ciudad.
But not so fast. En medio de ese páramo desprovisto de churros o mofongos encontramos un par de personajes que en nombre de España o al menos con nombre vagamente español son parte de la historia inicial de la ciudad. Hoy hablaremos de Estêvão Gomes (también conocido como Esteban Gómez) un cartógrafo y explorador portugués quien en 1525 capitaneó una expedición española que llegó hasta el río Hudson. Eso fue apenas un año después de que Giovanni da Verrazzano, un florentino al servicio de la corona francesa, explorara la zona haciendo méritos para que siglos después le dedicaran un puente larguísimo por donde correr la maratón de Nueva York.
Estêvão Gomes no era un novato en las aventuras trasatlánticas. Ya había partido con Magallanes en 1519 en la famosa expedición que le diera la primera vuelta completa al planeta. Solo que al llegar al estrecho de Magallanes, Gomes se lo pensó mejor y haciéndose del control de la nao San Antonio regresó a España. Allí llegó el 6 de mayo de 1521 donde fue apresado por desertor. No fue liberado hasta que los sobrevivientes de la expedición de Magallanes llegaron a España en septiembre del año siguiente y testificaron que el viaje no había sido precisamente un paseo. Que darle la vuelta al planeta era casi tan difícil como alimentarlo.
Pero el explorador no escarmentó con esta experiencia. Gomes o Gómez convenció al emperador Carlos V para que financiara una expedición en busca de un paso hacia Asia por el norte del Nuevo Mundo y establecer vías comerciales más rentables que la compra de los filetes de venado orgánico que le ofrecían los indígenas proto-hipsters de Norteamérica.
Estêvão no encontró el ansiado paso, por supuesto, pero mientras tanto se entretuvo poniéndole nombre a cuanto accidente geográfico se encontró a lo largo de la costa este norteamericana. Por ejemplo, al río que corría junto a la isla de Manhattan le puso San Antonio (no queda claro si lo hizo en honor al santo casamentero o a la nao con la que desertó de la expedición de Magallanes).
No obstante arrastrando la maldición de los que llegan en segundo lugar al pobre de Estêvão Gomes no solo no le dedicaron un puente como a Verrazano sino que cuando el inglésHenry Hudson a nombre de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se asomó al río Hudson en 1609 —85 años más tarde que Gomes— dijo “¡Caramba! ¡Qué coincidencia! Se llama igual que yo”. No, en serio, Hudson le puso al río Mauritius en honor de un príncipe holandés. Fue con el tiempo que le cambiaron el nombre del río al del explorador que había llegado en tercer lugar.
El viaje de Estêvão Gomes debió haber sido —si se le compara con el de Magallanes— muy refrescante: paisajes bonitos y sin turistas haciéndose selfies. Pero no eran paisajes lo que buscaba Gomes. Así que para no regresar con las manos vacías decidió cargar con cincuenta nativos para llevárselos de vuelta a su patrocinador, el emperador Carlos V, y convencerlo de lo rentable que sería dedicarse al comercio de esclavos. Se dice que el Rey, escandalizado, hizo liberar a los pobres indígenas aunque no queda claro si les pagó el viaje de vuelta.
El asunto es que este relativo fracaso no colmó el ímpetu exploratorio de Estêvão Gomes quien en 1535 se decidió unir a la expedición de Pedro de Mendoza, futuro fundador de Buenos Aires. Hasta que, por fin, en 1538 Gomes encontró lo que hacía rato estaba buscando: la muerte. Se la concedieron unos indígenas en el río Paraguay para de paso cobrarle el mal rato que Gomes les había hecho pasar a sus primos del norte.
No obstante las empresas de Estêvão Gomes no fueron totalmente en vano. Durante un tiempo en los mapas el territorio noreste de América apareció nombrado como Tierra de Estêvão Gomes. En aquellos años sería común escuchar expresiones como “¡No fastidie más y váyase a la Tierra de Estêvão Gomes!” cuando se quería tener a alguien lo más alejado posible. Algo que revolvería de contento al cadáver acribillado de flechas del explorador, donde quiera que lo hubiesen enterrado.
martes, 3 de octubre de 2017
El Village Gate: donde la salsa se citaba con el jazz*
Por Enrique Del Risco
“Empezamos a oír en la radio el programa de Symphony Sid con las últimas novedades bop, y ya estábamos llegando a la más grande y definitiva ciudad de América” cuenta Jack Kerouac de uno de sus varios regresos a Nueva York en su venerada novela “On the road”. Symphony Sid, con su voz profunda y su entusiasmo contagioso por todo lo que iba apareciendo en aquellos días en términos musicales era una referencia esencial para los melómanos más atrevidos de la post guerra, su guía más clara en la selva del bebop. Hasta que descubrió hacia 1960 la música latina y fue paulatinamente sumergiéndose en ella. Le había tomado tiempo. Desde hacía una década la fiebre del mambo y del cha cha cha asolaba los salones de baile de medio mundo. El propio Jack Kerouac en la novela que marcó a más de una generación narraba sus primeros contactos con el mambo en sus viajes a México a finales de los 40.
“Empezamos a oír en la radio el programa de Symphony Sid con las últimas novedades bop, y ya estábamos llegando a la más grande y definitiva ciudad de América” cuenta Jack Kerouac de uno de sus varios regresos a Nueva York en su venerada novela “On the road”. Symphony Sid, con su voz profunda y su entusiasmo contagioso por todo lo que iba apareciendo en aquellos días en términos musicales era una referencia esencial para los melómanos más atrevidos de la post guerra, su guía más clara en la selva del bebop. Hasta que descubrió hacia 1960 la música latina y fue paulatinamente sumergiéndose en ella. Le había tomado tiempo. Desde hacía una década la fiebre del mambo y del cha cha cha asolaba los salones de baile de medio mundo. El propio Jack Kerouac en la novela que marcó a más de una generación narraba sus primeros contactos con el mambo en sus viajes a México a finales de los 40.
“Tras la barra estaba el propietario que salió corriendo en cuanto le dijimos que queríamos oír mambos y volvió con un montón de discos, la mayoría de Pérez Prado, y los puso en la máquina de discos. Un instante después toda la ciudad de Gregoria oía lo bien que lo estábamos pasando en la Sala de Baile. En el mismo salón el estrépito de la música —así es cómo debe ponerse una máquina de discos y para eso se inventó— era tan tremendo que durante un momento Dean y Stan y yo nos quedamos boquiabiertos al darnos cuenta de que nunca nos habíamos atrevido a poner música tan alta como hubiéramos querido y como ahora sonaba. Pocos minutos después la mitad de la población de Gregoria se asomaba por las ventanas para ver a los americanos bailar con las chicas. Estaban allí delante, al lado de los policías, en la sucia acera, con aspecto de indiferencia y despreocupación. «Más Mambo Jambo», «Chattanooga Mambo», «Mambo número ocho»: todas estas tremendas canciones resonaban estrepitosamente en la dorada y misteriosa tarde como el sonido que uno espera que va a oír el día del juicio final. Las trompetas sonaban tan fuerte que podían oírse desde el desierto donde, en cualquier caso, tenían su origen. Los tambores parecían enloquecidos. El ritmo del mambo es el ritmo de la conga del Congo, el río de África y del mundo; sin duda era el ritmo del mundo”
Así trataba de explicar Kerouac algo que no se parecía a nada que hubiera conocido antes y que pronto arrebataría a medio mundo desde California hasta Sudán. Desde Estocolmo a Buenos Aires. Lento pero irremisible en el contagio Symphony Sid se tomó las cosas con calma. Primero incluyó en su famoso programa de jazz de seis horas una hora de música latina. Y así, poco a poco su programa dedicado terminó transmitiendo cinco horas de música latina y solo una de jazz.
Fue así que a inicios de los 60 Symphony Sid le encargaron de programar conciertos de música latina cada lunes en el Village Gate. El Village Gate era muy diferente en proyección del Palladium Ballroom. Estaba enclavado en la esquina de Thompson y Bleecker el corazón del Greenwicht Village que al mismo tiempo había sido el centro de los más importantes movimientos contraculturales de la ciudad y del país durante los sesenta años anteriores. El Village Gate había sido fundadono mucho antes, en 1958. Su dueño, Art D’Lugoff, era un empresario con “gustos eclécticos y aventureros” según propia confesión y no estaba especialmente obsesionado con un tipo de música o incluso con alguna disciplina artística en concreto. Por el Gate pasaba cualquier cosa que pudiese interesar a la tropa variopinta que en esa ‘epoca rondaba el Village. Por el Village Gate pasarían jazzistas como John Coltrane, Coleman Hawkins, Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Bill Evans, Dave Brubeck, Charles Mingus, Sonny Rollins, Dexter Gordon, Art Blakey, Woody Shaw y Miles Davis o músicos de otros géneros como Jimi Hendrix, Nina Simone, Patti Smith, Velvet Underground o Edgard Varèse. Muchos de ellos grabaron discos en vivo allí. El Nobel Bob Dylan menciona al Gate en sus Chronicles: Volume One. Allí también se estrenaron obras de teatro que se hicieron famosas y actuaban comediantes de la talla de Woody Allen. D’Lugoff , sin aspirar al éxito masivo del Palladium al dedicar los lunes a la música latina intentaba rellenar la programación de los lunes, un día universalmente “flojo” en la asistencia a los lugares de entretenimiento.
Con el impulso que le daba el mentado Symphony Sid a través de la radio los lunes en el Village Gate se convirtieron en una institución musical neoyorquina. Allí se tocaba y disfrutaba una música menos comercial pero igualmente atractiva que la que se tocaba en el Palladium. Allí el cubano Mongo Santamaría grabó su disco titulado precisamente At the Village Gate (Riverside 1963) y una selección de músicos de la disquera Tico Records bajo el nombre de Tico All Stars grabaron en 1966 sus Decargas: Live at The Village Gate. En dichas descargas participaron los afamados músicos boricuas Tito Puente, Eddie y Charlie Palmieri, Cheo Feliciano, Ray Barretto, Jimmy Sabater, Santos Colón, el dominicano Johnny Pacheco y los cubanos Cachao López, Chino Pozo, Cándido Camero y Chocolate Armenteros.
El retiro de Symphony Sid y su mudanza a la Florida trajo el fin de los famosos Monday Night at Village Gate. El regreso de la música latina al Gate se debió a Jack Hooke, un productor y manager musical que ya había trabajado con Symphony Sid en los Monday Nights at the Gate en los sesenta. Hooke,mayo de 1980 inauguró lo que sería conocido como la serie “Salsa Meets Jazz” que empezaría empleando como maestro de ceremonias a Roger Dawson. (Wikipedia ha convertido a Dawson, veterano de la radio también desdoblado como percusionista en el creador de la serie “Salsa Meets Jazz” en 1977 pero sin ofrecer ninguna documentación que lo atestigue). La idea era mezclar en escena agrupaciones que más o menos se identificaran bajo la ecuménica etiqueta de “salsa” con solistas reconocidos del jazz. Tito Puente grabó allí un disco en vivo con Phil Woods y por el Gate pasaron Rubén Blades, Machito, la Fania All Stars, Eddie Palmieri, Dizzy Gillespie, Paquito D’Rivera, Dexter Gordon, James Moody, Wynton Marsalis, Bobby Hutcherson, David "Fathead" Newman, Slide Hampton, Pharoah Sanders, Billy Taylor, Nestor Torres, Steve Turre con Oscar D'León, Freddie Hubbard, Stan Getz, Slide Hampton, Stanley Turrentine y Frank Wess entre otros. [Si quiere tener una muestra de lo que allí se tocaba le recomendamos enfáticamente pinchar los enlaces]
Al “Salsa Meets Jazz” se iba al encuentro de músicos conocidos a escuchar música irrepetible. El periodista de The New York Times Robert Palmer describía así la actuación de una noche de noviembre de 1987:
El lunes, "Salsa Meets Jazz", serie de larga duración en The Gate, presentó la banda de salsa de Hector Lavoe con el flautista Nestor Torres como solista invitado. Torres no tocó tanto en los cambios de acordes como por encima, alrededor y dentro de los ritmos y en la sección rítmica. La sección rítmica de Lavoe, en la que Milton Cardona interpretaba en las congas con un estilo crujiente e incisivo un clásico tumbao cubano, le daba a Torres algo con lo que trabajar a favor y en contra. Y el flautista respondió brillantemente. Bailando a tiempo con los polirritmos cambiantes, se mantuvo encarando a Cardona, y enfrentando sus acentos enfáticos los ataques de las congas. Fue una actuación fascinante. Una pequeña banda sacada de la Fania All Stars era la atracción principal de la noche. La música era pulida y vaporizante, en el estilo neo-cubano patentado por la Fania Records. Entre los solistas se encontraban el pianista Papo Lucca, un violinista rapsódico y, por supuesto, el flautista y cofundador de Fania Records, Johnny Pacheco. Andy González se mostró poderoso y flexible como suplente del bajista regular del grupo; su estilo profundamente afro-latino y su sabiduría jazzística encajó bien con el de la Fania All Stars.
Por su parte Paquito D’Rivera me ha comentado:
“Conocí muy bien y simpaticé con su dueño, el inefable Art D'Lugoff y muchas veces trabajé allí, en el saloncito de arriba (donde por casualidad grabé en vivo con Clark Terry), en el grande del sótano y hasta haciendo sit in con Hilton Ruiz, Cedar Walton, Walter Bishop y otros pianistas que tocaban con sus tríos en el bar. Lo que más hice fue la histórica serie "Salsa Meets Jazz" donde se presentaban cada lunes dos orquestas de baile y un solista de Jazz que tocaba un número con cada una de las orquestas, que a su vez tocaban dos tandas cada una. […] Yo me presenté con El Gran Combo, Héctor Lavoe, Wilfrido Vargas, Fajardo y sus estrellas,Tito Puente, Eddie & Charlie Palmieri, Machito, Mario Bauzá, Jorge Dalto, Johnny Pacheco, la orquesta Broadway y muchas otras agrupaciónes latinas que ahora no recuerdo”Finalmente el Village Gate tras más de 36 años, cerró su local de Bleecker Street en febrero de 1994. (Hubo un intento más tarde de resucitarlo en el centro de la ciudad pero fue de corta duración). Hoy su lugar lo ocupa una farmacia de la cadena CVS. De su pasado como centro cultural solo queda un pequeño cartel justo en la esquina con el nombre de Village Gate. Y en el sótano que antes estaba dedicado al jazz y que era donde tuvo lugar tanto los Monday Nights como la serie “Salsa Meets Jazz” hoy funciona Le Poisson Rouge, un club que también ofrece una escogida programación musical.
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Aspecto del Village Gate en los años setenta |
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Aspecto del edificio en la actualidad
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