"Lo finito confunde siempre lo estable con lo infinito" dice Brodsky en su ensayo "Altera ego" sobre la actitud de los poetas hacia sus amores terrenales y algo similar se puede decir de la relación entre los oprimidos y sus opresores más estables. “Cada pueblo tiene
el gobierno que se merece” es el extracto de sabiduría con el que se intenta explicar
(y cancelar) la persistencia de un régimen haciendo énfasis tanto en el carácter de un pueblo determinado como el merecimiento del
régimen en cuestión. Y no parece importar que en el caso del comunismo, como
señalara Brodsky, este floreciera “con
igual intensidad en latitudes y culturas extremadamente distintas”. Tanto las diferentes circunstancias en que se ha impuesto el comunismo como la
similitud de resultados que consigue en sociedades totalmente extrañas entre sí
bastaría para anular el argumento esencialista pero entonces entra a jugar esa
necesidad sociológica y hasta psíquica que encarna el verbo “merecer”. Porque, puestos
a considerar las causas de la instauración y persistencia de un sistema tan adaptable no es difícil dar con
culpas nacionales para las cuales el comunismo suponga un
merecido castigo. Sucede, a niveles sociales, lo mismo que según Brodsky le
ocurre a los individuos frente al poder:
"¿no abrigamos todos un cierto
sentimiento de culpa, sin relación alguna con el poder, desde luego, pero
claramente perceptible? Por ello, cuando el brazo del poder nos alcanza, en
cierto modo lo consideramos un justo castigo, un instrumento contundente, y a
la vez esperado, de la Providencia. […] Uno puede estar del todo convencido de
que el poder se equivoca, pero pocas veces está uno seguro de su propia virtud"
Esta aceptación de la culpa propia, individual y colectiva, en lugar de generar un saludable análisis autocrítico a menudo no ha hecho más que acentuar la profunda impotencia que de por sí engendran
los regímenes totalitarios y estimular el improductivo ejercicio del autodesprecio y el masoquismo. Los tiranos
correspondientes -a diferencia de aquellos déspotas tradicionales por la gracia
de Dios o de alguna psicopatía- quedarían reducidos apenas
a la condición de administradores de dicho castigo. De ahí que intelectuales
como Havel insistan en ver el comunismo como imposición y así mantener separados esos entes elusivos pero simbólicamente poderosos como son el Mal y el alma
del pueblo: modo elemental pero efectivo no sólo de sacudirse la impotencia
que engendra la opresión sino también de exorcizarla mediante el viejo recurso
de convertirla en aberración antinatural para (nótese la paradoja) el espíritu
humano.
La razón por la cual ni Havel ni Brodsky
conseguían ponerse de acuerdo en este punto rebasa la cuestión nacional. Y es
que para encontrarse con un régimen que engendrara en sus oprimidos tanta
impotencia y abyección, un grado tan alto de descomposición de lo que nos
regodeamos en llamar “el espíritu humano”, habría que acudir a la esclavitud en
cuyo caso la imposición nunca podrá acusársela de ser un mito. Porque para
entender al comunismo y regímenes similares hay que asumir al mismo tiempo que dichas impotencia y abyección vienen precedidas, si no acompañadas durante largos
trechos, por cantidades similares de esperanza, entusiasmo y fervor. Cuando Brodsky
propone a Havel renunciar al concepto del comunismo y pensarlo simplemente como
una variante más del Mal humano parecer contradecirse y desconocer la
especificidad de un mal que él mismo ha adscrito a dimensiones y circunstancias
relativamente nuevas en la historia de la humanidad. Y lo distingue cuando
habla de él como el “primer grito de la sociedad de masas”, “proveniente del futuro
del mundo”. Ni el comunismo ni cualquier otra forma de totalitarismo inventaron el Mal pero lo han organizado a un nivel desconocido hasta el momento. Y si sospecho que no puede tratarse del viejo Mal del cual prevenían los libros
sagrados es porque en la sociedad de masas Dios no tiene mucho que hacer ni como adversario ni como frontera del mal.
En el proceso de laicización del
mundo por el que ha atravesado la humanidad durante más de dos siglos la muerte
de Dios o al menos la expulsión de Dios de los asuntos humanos ha dado a la
humanidad, además de la posibilidad de substituir a Dios como encarnación de lo Absoluto –y la ilusión de ser la máxima responsable de su destino- la
obligación de internalizar el Mal absoluto.
Para los asuntos humanos, al menos
en Occidente, no sólo ha muerto Dios sino también el Diablo y con ellos la
cómoda distinción que trazaban y la relativa irresponsabilidad que la humanidad
podía permitirse. En este sentido Havel tiene toda la razón al singularizar al
comunismo como variante novedosa y distintiva del Mal. Según el intelectual
checo el
"comunismo estuvo lejos de ser
simplemente la dictadura de un grupo sobre otro. Fue un sistema genuinamente
totalitario. Esto es, que penetraba cada aspecto de la vida y deformaba todo lo
que tocaba, incluidos todos los modos naturales de desarrollar la vida en
conjunto. Este afectaba profundamente todas las formas de conducta humana. Por años,
una estructura específica de valores fue deliberadamente creada en la
conciencia de la sociedad. Era una estructura perversa que iba contra todas las
tendencias naturales de la vida pero las sociedades sin embargo la
internalizaron o más bien fueron compelidas a internalizarlas"
Más adelante Havel dice en su discurso
que otro de los efectos del comunismo era su tendencia intrínseca a “convertir todo en lo mismo”, a
uniformizar la vida de los pueblos en los cuales se instaló, con
independencia de cuán distintas fueran sus culturas y su pasado histórico. Junto a una descripción de los efectos del comunismo que Brodsky
difícilmente objetaría –la ubicuidad de su influencia y su tendencia a uniformizar las sociedades al nivel más basto y elemental- el
checo insiste en definirlo como aberración antinatural y como imposición. De ahí que Brodsky persevere en la necesidad de crear un “orden social menos sustentado en la
autocomplacencia” que significa partir de “la premisa, aún prestigiosa, de la bondad
humana”. De ahí que le pareciera un facilismo y, en el caso de Havel, una
irresponsabilidad, apelar a la bondad humana tanto para conducir la evolución
poscomunista de su país como para apelar a la comprensión de Occidente.
Pasados veinte años de aquella disputa
dialéctica los dos escritores, sentados en alguna esquina de la gloria, podrían
repartirse honores en este juego profético. Al checo le darán la razón las
diferencias, al menos a mediano plazo, que marcan el destino postcomunista de
sus respectivos países. Ya sea debido al mito –intensamente representado- del
comunismo como imposición, y el de la bondad original del pueblo checo, o gracias a sus diferencias culturales, la república Checa presenta una evolución democrática muy distinta de las
pataletas autocráticas y neoimperialistas rusas. A Brodsky en cambio deberá
reconocérsele que tenía la razón en el debate en un sentido más amplio y duradero: reducir el Mal manifestado en ciertas partes del planeta a la palabra
comunismo, o incluso totalitarismo, (términos que por estos tiempos ya resultan
demasiado ridículos o pintorescos) disimula su perversa universalidad.
"Quizá ha llegado la hora –para nosotros
y para el mundo en general, democrático o no- de suprimir el término comunismo
dela realidad humana de Europa del Este, a fin de que uno pueda reconocer esa
realidad como lo que fue y lo que es: un espejo"
Un espejo dirá Brodsky del “potencial
negativo del ser humano”, de lo que puede llegar a ser cualquier sociedad cuando se entrega –preferiblemente en situaciones de crisis-
a una idea que pase a ocupar el sitio donde antes se ubicaba a Dios. Y lo que ha
demostrado el tiempo transcurrido desde aquella polémica es que el Mal moderno
de la sociedad de masas siempre tendrá posibilidades de triunfar mientras invoque objetivos lo suficientemente
atractivos como para deponer nuestro espíritu crítico, nuestra capacidad de
equilibrar ilusión y cordura. Los conceptos que se invoquen siempre serán
bellos -o al menos razonablemente atractivos- como la libertad, la igualdad, la
justicia social pero también la tolerancia, la seguridad, el equilibrio
ecológico, la salud pública, la protección de los niños, los valores familiares,
los estéticos, el peso corporal adecuado o el confort físico o mental. La manera
inequívoca de detectar sus ambiciones totalitarias será menos el objetivo en el que concentren sus esfuerzos que su promesa de resolverlo –y presten
atención, pues esta es la frase que delata su falacia y su descaro- “de una vez y por todas”.
Y es difícil imaginar la nación o sociedad que desde ahora se encuentre a salvo
de la tentación de lo absoluto.