Por Jorge Brioso
"La teoría ha muerto”. Esta noticia llega por los más diversos medios*.
Carlo Ginzburg —uno de los creadores de la microhistoria— afirma en una conferencia que ha llegado el fin de la teoría y en los próximos años veremos el renacimiento de la casuística. Anthony Grafton— uno de los grandes historiadores intelectuales de nuestro tiempo— anuncia en un correo electrónico (el género literario preferido por los académicos) a todos los profesores de su universidad el fin de la teoría y plantea la necesidad de redefinir su Centro de Humanidades de acuerdo con las nuevas preocupaciones de la academia.
Terry Eagleton, el principal gurú de los estudios teóricos en Inglaterra, titula uno de sus libros Después de la teoría y propone nuevas tareas para la crítica literaria y cultural: separarse de los debates de las políticas de la identidad y regresar a viejas categorías marxistas como la clase social, que según él mantienen todavía un potencial emancipador.
Y esto no fue más que el comienzo; hoy la reflexión necrológica sobre la teoría es uno de los temas obligados en casi todas las conferencias y revistas de prestigio del ámbito académico norteamericano.[1]
Pero no nos dejemos asustar por la pulsión de muerte de nuestros críticos-profetas. Los diversos fallecimientos que ellos han profetizado: el de Dios, de la historia, del sujeto, del hombre, del autor; más bien designan la pérdida del fervor y de la lealtad hacia ciertas palabras (no olvidemos que, según el lema de esta introducción, esas eran las dos características que definían a los clásicos). La lista de las palabras sagradas que engalanan las tesis doctorales de los últimos años —sujetos diaspóricos, subalternidad, agencia, la política del cuerpo, genealogías de todos y de todo— podrían formar parte, muy pronto, de un hipotético diccionario de arcaísmos académicos: lo que muere son las palabras.
Esta forma de lectura nos enseñó a desconfiar de todos los textos. Toda historia, por radical que fuera, escondía siempre un momento de afirmación del statu quo, del orden y el poder simbólico que el crítico tenía que desenmascarar. La literatura, incluso la más blasfema y arrabalera, siempre terminaba en buenos términos con el Estado. Hacía falta siempre la desacralizadora mirada del crítico-teórico para develar las falacias que toda literatura oculta.
Esta forma de lectura colocaba inevitablemente al crítico en la más radical de las posiciones. Nuestros críticos-profesores universitarios eran, según sus preferencias ideológicas, más libertinos que el Marqués de Sade, más blasfemos que Rimbaud, más iconoclastas que Nietzsche, más revolucionarios que Javier Heraud o Roque Dalton. Este tipo de lectura convertía al crítico-profesor universitario en el nuevo héroe cultural.
Ya sea el caso que se trate de la muerte de otro ídolo de la tribu o que estemos ante un cambio de paradigma, que es lo que sospecho, se impone la tarea de imaginar nuevas formas de poner en diálogo la literatura y el pensamiento. En mi caso, eso supone devolverle la confianza a los textos que estudio, apostar por las posibilidades que su vocabulario le abre a la reflexión y tratar de darle respuesta-salida a las diferentes aporías en las que nos dejó el paradigma anterior, y cuya crisis es la que muchos de sus propios practicantes han definido, de modo grandilocuente, como la muerte de la teoría.
Este modelo normativo había pretendido renunciar a la construcción de un ideal[2] —la filosofía de la sospecha se cree obligada a hacerlo— que es uno de los ejes del ejercicio filosófico. También se había dinamitado el pasado y eso tuvo una consecuencia drástica: convirtió al presente en la única tabla de valores reconocida. Por último, no se había sido capaz de ver la ambivalencia inherente al pensar, la cual, por un lado, es irreductible a cualquier norma que no sea la que él mismo se crea, lo cual lo convierte en un privilegio según el sentido etimológico de esta palabra, y, por otro lado, el propio pensar se convierte en un problema para las sociedades democráticas al negarse a ser reducido a conjetura o creencia, doxa, y a servir al intercambio democrático de opiniones.
En el primero de los textos reunidos en la sección titulada “Vidas filosóficas” me ocupo del gesto que definió la obra de Platón y dio origen a la filosofía en Occidente: inventar conceptos para poder contar un nuevo tipo de biografía, la vida del filósofo, la vida de Sócrates. Una forma de vida que se distinguía radicalmente de las otras que se conocían en la época: la del héroe, el político, el sabio, el artesano, el poeta, etc., y que se atrevía a cuestionar la idea de excelencia que proponían los otros modelos de vida existentes.
Esto colocaba a la filosofía, desde su origen, en una feroz disputa con los poetas. Lo que estaba en litigio era tanto un problema estético —cuál es la forma literaria que se debe privilegiar para contar una vida, qué rol ocupan los conceptos, los afectos y lo sensorial en la narración de la misma— como moral y político: cómo se debe vivir.
Si en el primer ensayo de este acápite estudio cómo los poetas y los filósofos se disputaban el derecho a definir lo que era una vida ejemplar, en el segundo me concentro en las tensiones que tuvo la filosofía con las formas tradicionales de la espiritualidad y con la política, que eran las otras instituciones que se creían con el derecho de definir cómo la vida debía ser vivida. Allí me centro en el estudio —de la mano de María Zambrano— de otro modelo de vida filosófica: el de Antígona.
La segunda sección del libro, que lleva como título “Las paradojas de la tradición”, se dedica a un ejercicio de paleonimia: rescatar las posibilidades que tiene un concepto luego que este ha sido descartado por el pensamiento, por considerarse anticuado o incapaz de cumplir las tareas que su época le impone.
La palabra que ha suplantado al concepto de tradición en la jerga crítica contemporánea es la de archivo. Con esta palabra no se señala, como suele hacerse en el lenguaje común y corriente, el lugar que la cultura destina a la conservación de los documentos que considera dignos de ser preservados.“El archivo es ante todo la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares”, aclara Michel Foucault en una definición de extraordinaria influencia para los estudios filosóficos, literarios y culturales. Cuando un crítico contemporáneo habla de archivo, trata de referirse a su intento de rescatar textos, voces —porque no se limita a lo escrito—, o registros discursivos —porque tampoco se limita a la literatura, sea oral o escrita— que habían sido ignorados, silenciados, excluidos.
De lo que se trata entonces es de redefinir las condiciones de posibilidad de lo que puede ser dicho, de lo que se puede pensar o sentir. Hasta ahí todo bien; sin embargo, considero que el trabajo que hizo la tradición con los textos no se limita a la canonización de un grupo de ellos: esos Dead White Men, en detrimento de otros cuyo estatus económico, cultural, lingüístico, racial o sexual los condenaba a la exclusión.
Tampoco comparto el gesto de lectura que suele acompañar a esta apertura del campo literario y cultural a los “archivos alternos” al canon: exigirle al texto que confirme nuestra visión del mundo, sea en su dimensión racial, sexual, económica, política o simbólica. Se revientan, pues, los fundamentos de la tradición para terminar plegándose a la doxacontemporánea y a la corrección política que le es inherente.
Solo los contemporáneos tenemos razones; por el contrario, el pasado que llegó a nosotros se impuso por la fuerza. La devaluación del pasado —a lo que la tradición nos trasmitió solo se le concibe como producto de la arbitrariedad, la contingencia y la coerción— conlleva una inflación de los valores del presente: al reducir a sus mínimos la tabla de valores que la tradición transmite, la única forma que nos queda de darle valía a un texto es a partir de su sincronía estimativa con las creencias de nuestro tiempo.
Creo, junto con Roland Barthes, que los textos que merecen ser leídos no son los que dan placer, porque confirman lo que creemos, sino los que nos provocan goce, porque perturban nuestro mundo perceptivo, afectivo y conceptual.
Me intereso, por tanto, en el trabajo que hacen sobre la tradición un poeta y un filósofo —Antonio Machado y Walter Benjamin— que la utilizan no para consagrar lo hecho o crear un canon, sino para descubrirle posibilidades inéditas al pasado: negar el siglo XIX tal y como fue e inventar uno alternativo, apócrifo.
En el segundo de los ensayos incluidos en esta sección estudio el caso de Julián del Casal, que entra en la tradición con la boca llena de malas palabras para la sensibilidad de su tiempo y que será consagrado por los jóvenes escritores y ensayistas cubanos de los años ochenta y noventa del siglo pasado gracias a esas mismas palabras que en el siglo XIX habían sido objeto de repudio.
¿A un escritor se le puede salvar por las mismas palabras que se le condenó? ¿Se puede convertir en ideal lo que había sido concebido como pura idolatría? Este tipo de trabajo crítico sobre la tradición no puede ser teorizado desde la categoría de archivo.
Se puede argüir lo siguiente para refutar el argumento anterior: la noción de archivo que he cuestionado no es más que una tergiversación del concepto de archivo que propone Foucault.
¿Se puede culpar a un gran pensador, un pensador verdaderamente creador e influyente, por la distorsión que muchas veces sufre su pensamiento? Yo creo que sí.
Toda filosofía que merezca este nombre construye un ideal —responde a su manera a la pregunta filosófica fundamental; ¿cómo se debe vivir?—, incluso en los casos en que esta filosofía tiene una vocación crítica radical respecto a su tiempo y a la tradición. Toda gran filosofía acarrea también muchos ídolos[3] que podrían ser comprendidos como un efecto colateral dañino de su propio ideal. Es cierto que, durante toda su historia, la filosofía se dedicó a crear ideales y desenmascarar ídolos, pero sobre este tema, que es el central del ejercicio filosófico, queda mucho por decir y mucho de lo dicho está mal planteado.
Lo que nadie dijo, por ejemplo, es que los ídolos y los ideales pertenecen a una misma pulsión. Los ideales e ídolos son parte de una misma fuerza pero que se expresa de forma opuesta, de forma positiva y negativa.
Lo que no nos dijeron los manuales de moralidad, ni las religiones, ni los políticos que querían redimirnos, es que si nos quitaban nuestros vicios también nos extirpaban nuestras virtudes. Por eso se hace tan difícil destruir los ídolos sin que esto suponga, también, dejarnos sin ideales o construir ideales sin poblarnos de nuevos ídolos.
La filosofía, según la definición que propongo, tiene dos grandes responsabilidades: crear un ideal y ejercer la crítica sobre los ídolos; tanto los ajenos, los que descubrió en su propio tiempo y en la tradición, como los propios, aquellos que contenía, aunque fuera en potencia, su propio ideal.[4]
No se trata de domesticar el lado incivil del ejercicio filosófico, pero sí de hacerse cargo de él de modo crítico. La filosofía no puede renunciar a su vocación creativa, a la invención de nuevos ideales de lo humano, incluso si esto tiene como consecuencia la condena de la ciudad, como fue en el caso de Sócrates. Pero esto supone también una responsabilidad crítica con el lado obscuro, con los ídolos que toda noción de lo humano conlleva.
La definición anterior exige una forma totalmente diferente de asumir la práctica filosófica. Todos los que han escritosobre ese costado incivil del ejercicio filosófico: Karl Popper, Richard Rorty, Bernard-Henri Lévy, Mark Lilla, etc ven como única solución que la filosofía refrene su vocación totalizante y le exigen buenas maneras, que se civilice y se adapte al modelo de convivencia que ellos consideran más viable.
Pero si la filosofía pierde su furor creativo desaparece. Los que celebran ese lado incivil se niegan a tomar en consideración el hecho de que la creación de un nuevo ideal de lo humano siempre lleva consigo la capacidad de generar miríadas de ídolos, con las idolatrías que le son inherentes y la cuota en vidas humanas y destrucción que suele ser su precio.
Otro problema nada menor, inherente a la noción del ejercicio filosófico antes planteado, es la relación que se propone en el mismo entre ideal e ídolo, entendidos como dos polos de una misma fuerza lo que conlleva que no se pueda extirpar el uno sin que desaparezca el otro. ¿Cómo moderar esta compleja dialéctica? Esa es la nueva tarea del pensamiento[5].
La última sección del libro, titulada “La literatura y el pensamiento”, regresa a la tensa relación que la filosofía tiene con la polis, con la política. El gran tema de la filosofía, lo que la opone de modo radical a los sofistas, es la creación de una noción de pensamiento que no se deja medir por ninguna pauta externa al mismo. Ni el trabajo, ni el dinero, ni las doxas, ni los oráculos, ni la clepsidra, ninguna medida humana ni divina, puede servir como regla que determine el valor y la cotización del pensamiento.
Hay un privilegio inherente al pensar que no se deja traducir en categorías externas. La etimología del sustantivo privilegio, que es latina, le hace justicia a esa singularidad irreductible inherente al pensar. Si se mira el diccionario etimológico de Corominas aprendemos que privilegio deriva de privus (lo que nos pertenece solo a nosotros mismos, lo privado), y legalis (lo que es relativo a la ley). El privilegio es una ley que legisla sobre algo que ninguna otra entidad puede codificar, una ley que legisla sobre lo privado, sobre aquello que se substrae a cualquier forma de dominio que no sea la propia.
El pensar, además, es un privilegio en otro sentido esencial. Solo pueden pensar en el mundo griego aquellos que tienen las manos libres, los que se pueden dedicar a la praxis, una acción cuyo fin es ella misma, y a la lexis, el libre intercambio de opiniones en el ágora. Según esta concepción, el pensar queda asociado a la libertad y separado de la esfera de la necesidad. El pensar es un privilegio y solo algunos tienen el privilegio de pensar.
El último ensayo de este libro estudia la inflexión que ha recibido el pensar —con los privilegios que le son inherentes y el ensimismamiento que le resulta necesario— en las grandes ciudades modernas y en las sociedades democráticas.
Las preguntas-problemas que este capítulo trata de responder son las siguientes: ¿es el privilegio inherente al pensar compatible e incluso imprescindible para entender y mantener la dignidad y la igualdad que la democracia nos ha otorgado como seres sociales, la igualdad y la dignidad que le es inherente a nuestra condición de seres mortales?; o más bien la verdad sería lo contrario: ¿la democracia, entendida como el horizonte moral de la sociedad occidental, necesita el fin de la filosofía: una derrota de la verdad en favor de la opinión, una transformación y subordinación del propio discurso filosófico a la forma de convivencia que se considera más justa, más abierta, más inclusiva?
O para decirlo de otra manera: ¿qué relación existe entre el pensar y el cohabitar?
Al final del ensayo, se evalúa la solución que intentaron darle las utopías revolucionarias del siglo XX a los dilemas antes planteados que colocaban al pensamiento en las antípodas de las formas modernas de medir el tiempo y del modelo de convivencia privilegiado por nuestra época.
¿Se podría imaginar en el mundo moderno un poder, una institución, que nos devolviera un tiempo sin tacha, no tasado ni medido por el trabajo, listo para ser pensado? ¿Sería posible reconciliar al pensamiento, máxima expresión de la libertad, con el trabajo, epítome de la necesidad?
Notas:
[1] Quizás la excepción más relevante a esta tendencia sea la obra de Bruno Bosteels. Ver su texto: “The Efficacy of Theory, or, What Are Theorists for in Times of Riots and Distress?”. Allí afirma: “Incidentally, I believe that the passage from theory to philosophy that we have witnessed since the mid-1980s, aside from entailing a decidedly Eurocentric regression, is also a symptomatic expression of the same historical trend toward restoring the institutional status quo, at least at the level of thought’s philosophical self-image, as opposed to the inherent instability and increasing globality of the category of theory” (663).
[2] El filósofo contemporáneo que con más fuerza y claridad ha puesto al descubierto la deserción del ideal de la filosofía contemporánea es Javier Goma Lanzón: “La misión de la filosofía desde sus orígenes ha sido proponer un ideal. La gran filosofía es ciencia del ideal: ideal de conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de individuo […] La tesis aquí defendida dice que, en los últimos treinta años, la filosofía contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal a la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la época democrática de la cultura.” Recupero esta noción de ideal en su sentido general aunque con algunos matices importantes. El conocimiento de la realidad al que aspiró la filosofía no puede ser clasificado siempre como exacto. Varios de los grandes filósofos le concedían a la realidad una importante dosis de misterio que ningún logos podría develar, otros pensaban que el conocimiento estaba atravesado por pulsiones como el poder y el deseo lo que complica mucho calificar a esa forma de conocimiento como exacta. Por otro lado, es cierto que el ideal aspira a la unidad pero se configura como un
puzzle. Diferentes piezas van enriqueciendo, a través del tiempo, el edificio normativo que es todo ideal. Su acoplamiento, además, como en todo
puzzle, no está exento de dolores de cabeza, de tensiones internas. Pero hay algo incluso más importante, es el hecho de que en mi caso considero que la filosofía no solo se determina por la creación de un ideal sino que también tiene otra tarea que la define: la crítica de los ídolos.
[3] Utilizo el concepto de ídolo recuperando el sentido que le dio al mismo Francis Bacon en su
Novum Organum(1620): “The idols and false notions which are now in possession of the human understanding,
and have taken deep root therein, not only so beset men’s minds that truth can hardly find entrance, but even after entrance is obtained, they will again in the very instauration of the sciences meet and trouble us, unless men being forewarned of the danger fortify themselves as far as may be against their assaults”. Recupero este concepto pero me distancio de la lectura en clave pragmático-positivista que le dio al mismo Bacon donde se suponía que un conocimiento basado en la inducción y anclado, por ende, en la experiencia y en su protocolo científico, el experimento, podría desterrar estos ídolos. Como se verá en lo argumentado arriba para mí el ídolo se configura como distorsión respecto a un nuevo ideal humano pero es imposible separarlo del mismo pues son ambos manifestación de una misma fuerza. Sí preservo de Bacon la clasificación de los ídolos en cuatro grandes grupos: “
Idols of the Tribe; the second,
Idols of the Cave; the third,
Idols of the Market Place; the fourth,
Idols of the Theater”.
[4] Queda en suspenso, entre paréntesis, en este libro otra de las grandes tareas de la filosofía: la reflexión sobre lo que hay. Aquí me limito a la dimensión normativa del pensamiento filosófico que incluye lo ético, estético y lo político. Noten, además, que hablo de lo que hay y no del ser pues una de las cosas que deben ser discutidas es la pertinencia de la ontología para pensar lo contemporáneo.
[5] La dialéctica descrita en el cuerpo del texto entre el ideal y los ídolos estará, en este libro, en el trasfondo de los ensayos que lo componen pero no será objeto explícito de elucidación. A este propósito, dilucidar lo que constituye la tarea ineludible del ejercicio filosófico contemporáneo está dedicado el libro en el que trabajo actualmente y que lleva por título:
Ideales e ídolos.
Una respuesta nueva a la pregunta de siempre: ¿qué es filosofía?
* Prólogo de
El privilegio de pensar. Filosofía y poesía en las dos orillas del Atlántico
(Editorial Casa Vacía, 2020).