jueves, 27 de febrero de 2020

Algo más que alfabetizar


Nube de palabras del discurso de Fidel Castro anunciando campaña de alfabetización el 10 de octubre de 1960

No se crean que el chicharrón es carne. La famosa campaña de alfabetización de 1961 fue planeada desde el comienzo como una operación militar: se enviaron miles de alfabetizadores a territorio en pie de guerra para que sirvieran lo mismo de evangelizadores de las bondades de la revolución, de informantes sobre el movimiento de las guerrillas enemigas que de mártires en potencia.
El discurso donde Fidel Castro anuncia que llevará adelante la campaña de alfabetización es de hecho el despliegue de un plan de batalla: por las veces que se mencionan las palabras "maestros" (28), "escuela" (15), "enseñar" (11), "libros" (9) y "cartilla" (5) “estudiantes” (4) se menciona 32 veces la contrarrevolución, 26 veces se habla de ofensivas, 18 de milicias, 15 de luchar, 9 de combatir, 12 de armas, 10 de terrorismo, 9 de guerra, 8 de ejército, 7 de mercenarios, 8 de escoria, 4 de fusiles.
Si por un lado Fidel Castro intentaba minimizar a la oposición armada refiriéndose a esta siete veces como “grupitos” (de contrarrevolucionarios, de alzados, de mercenarios) por otra parte afirma que el imperialismo está movilizando “toda su escoria de decenas de miles de gangsters y de criminales”.
Con la prensa ya bajo su control Fidel Castro contaba con sacarle el jugo a cada mártir que produjera su temeraria decisión de enviar miles de alfabetizadores en su doble función de maestros y servicio de inteligencia. Y en efecto, seis de ellos (Conrado Benítez García, Modesto Serrano Rodríguez, Tomás Hormiga García, Delfín Sen Cedré, José Taurino Galindo Perdigón y Manuel Ascunce Doménech) fueron asesinados por los alzados: pocos si se contrasta con la situación en que se les había puesto a los alfabetizadores o si se los compara con los 95 campesinos fusilados por las guerrillas antibatistianas por supuestas delaciones.
A la larga la operación tuvo un éxito aplastante: no solo porque se logró reducir el analfabetismo de un 22% a un 3% sino porque una campaña de tan criminal temeridad sigue considerándose modelo educativo para todo el planeta. Recuerdo que hacia el año 2000 hablaba con una pareja de ecuatorianos cuando el hombre me puso una vez más como ejemplo el dichoso caso de la alfabetización. Pero antes de poderle responderle la ecuatoriana le recordó a su compatriota que en Ecuador se había eliminado el analfabetismo por completo hacía tiempo sin necesidad de hacer una revolución. Ni de mandar a nadie a morir, habría añadido yo, pero no era cosa de ensañarse cuando hasta su compatriota le había quitado la razón.

martes, 25 de febrero de 2020

El privilegio de pensar*

Por Jorge Brioso
"La teoría ha muerto”. Esta noticia llega por los más diversos medios*.
Carlo Ginzburg —uno de los creadores de la microhistoria— afirma en una conferencia que ha llegado el fin de la teoría y en los próximos años veremos el renacimiento de la casuística. Anthony Grafton— uno de los grandes historiadores intelectuales de nuestro tiempo— anuncia en un correo electrónico (el género literario preferido por los académicos) a todos los profesores de su universidad el fin de la teoría y plantea la necesidad de redefinir su Centro de Humanidades de acuerdo con las nuevas preocupaciones de la academia. 
Terry Eagleton, el principal gurú de los estudios teóricos en Inglaterra, titula uno de sus libros Después de la teoría y propone nuevas tareas para la crítica literaria y cultural: separarse de los debates de las políticas de la identidad y regresar a viejas categorías marxistas como la clase social, que según él mantienen todavía un potencial emancipador. 
Y esto no fue más que el comienzo; hoy la reflexión necrológica sobre la teoría es uno de los temas obligados en casi todas las conferencias y revistas de prestigio del ámbito académico norteamericano.[1]
Pero no nos dejemos asustar por la pulsión de muerte de nuestros críticos-profetas. Los diversos fallecimientos que ellos han profetizado: el de Dios, de la historia, del sujeto, del hombre, del autor; más bien designan la pérdida del fervor y de la lealtad hacia ciertas palabras (no olvidemos que, según el lema de esta introducción, esas eran las dos características que definían a los clásicos). La lista de las palabras sagradas que engalanan las tesis doctorales de los últimos años —sujetos diaspóricos, subalternidad, agencia, la política del cuerpo, genealogías de todos y de todo— podrían formar parte, muy pronto, de un hipotético diccionario de arcaísmos académicos: lo que muere son las palabras. 
Lo que muere también son ciertos hábitos de lectura. La tradición crítica que domina nuestro horizonte interpretativo puede ser definida como una hermenéutica de la sospecha. En esta tradición se lee el texto como síntoma más que como cifra o enigma. La actividad interpretativa consiste en interrogar los silencios de una obra, sus reticencias, sus contradicciones. El sentido de un texto —que se iguala a su ideología—se postula como contrario a la intención de su autor. 
Esta forma de lectura nos enseñó a desconfiar de todos los textos. Toda historia, por radical que fuera, escondía siempre un momento de afirmación del statu quo, del orden y el poder simbólico que el crítico tenía que desenmascarar. La literatura, incluso la más blasfema y arrabalera, siempre terminaba en buenos términos con el Estado. Hacía falta siempre la desacralizadora mirada del crítico-teórico para develar las falacias que toda literatura oculta. 
Esta forma de lectura colocaba inevitablemente al crítico en la más radical de las posiciones. Nuestros críticos-profesores universitarios eran, según sus preferencias ideológicas, más libertinos que el Marqués de Sade, más blasfemos que Rimbaud, más iconoclastas que Nietzsche, más revolucionarios que Javier Heraud o Roque Dalton. Este tipo de lectura convertía al crítico-profesor universitario en el nuevo héroe cultural.
Ya sea el caso que se trate de la muerte de otro ídolo de la tribu o que estemos ante un cambio de paradigma, que es lo que sospecho, se impone la tarea de imaginar nuevas formas de poner en diálogo la literatura y el pensamiento. En mi caso, eso supone devolverle la confianza a los textos que estudio, apostar por las posibilidades que su vocabulario le abre a la reflexión y tratar de darle respuesta-salida a las diferentes aporías en las que nos dejó el paradigma anterior, y cuya crisis es la que muchos de sus propios practicantes han definido, de modo grandilocuente, como la muerte de la teoría. 
Este modelo normativo había pretendido renunciar a la construcción de un ideal[2] —la filosofía de la sospecha se cree obligada a hacerlo— que es uno de los ejes del ejercicio filosófico. También se había dinamitado el pasado y eso tuvo una consecuencia drástica: convirtió al presente en la única tabla de valores reconocida. Por último, no se había sido capaz de ver la ambivalencia inherente al pensar, la cual, por un lado, es irreductible a cualquier norma que no sea la que él mismo se crea, lo cual lo convierte en un privilegio según el sentido etimológico de esta palabra, y, por otro lado, el propio pensar se convierte en un problema para las sociedades democráticas al negarse a ser reducido a conjetura o creencia, doxa, y a servir al intercambio democrático de opiniones.
En el primero de los textos reunidos en la sección titulada “Vidas filosóficas” me ocupo del gesto que definió la obra de Platón y dio origen a la filosofía en Occidente: inventar conceptos para poder contar un nuevo tipo de biografía, la vida del filósofo, la vida de Sócrates. Una forma de vida que se distinguía radicalmente de las otras que se conocían en la época: la del héroe, el político, el sabio, el artesano, el poeta, etc., y que se atrevía a cuestionar la idea de excelencia que proponían los otros modelos de vida existentes. 
Esto colocaba a la filosofía, desde su origen, en una feroz disputa con los poetas. Lo que estaba en litigio era tanto un problema estético —cuál es la forma literaria que se debe privilegiar para contar una vida, qué rol ocupan los conceptos, los afectos y lo sensorial en la narración de la misma— como moral y político: cómo se debe vivir. 
Si en el primer ensayo de este acápite estudio cómo los poetas y los filósofos se disputaban el derecho a definir lo que era una vida ejemplar, en el segundo me concentro en las tensiones que tuvo la filosofía con las formas tradicionales de la espiritualidad y con la política, que eran las otras instituciones que se creían con el derecho de definir cómo la vida debía ser vivida. Allí me centro en el estudio —de la mano de María Zambrano— de otro modelo de vida filosófica: el de Antígona. 
La segunda sección del libro, que lleva como título “Las paradojas de la tradición”, se dedica a un ejercicio de paleonimia: rescatar las posibilidades que tiene un concepto luego que este ha sido descartado por el pensamiento, por considerarse anticuado o incapaz de cumplir las tareas que su época le impone. 
La palabra que ha suplantado al concepto de tradición en la jerga crítica contemporánea es la de archivo. Con esta palabra no se señala, como suele hacerse en el lenguaje común y corriente, el lugar que la cultura destina a la conservación de los documentos que considera dignos de ser preservados.El archivo es ante todo la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares, aclara Michel Foucault en una definición de extraordinaria influencia para los estudios filosóficos, literarios y culturales. Cuando un crítico contemporáneo habla de archivo, trata de referirse a su intento de rescatar textos, voces —porque no se limita a lo escrito—, o registros discursivos —porque tampoco se limita a la literatura, sea oral o escrita— que habían sido ignorados, silenciados, excluidos. 
De lo que se trata entonces es de redefinir las condiciones de posibilidad de lo que puede ser dicho, de lo que se puede pensar o sentir. Hasta ahí todo bien; sin embargo, considero que el trabajo que hizo la tradición con los textos no se limita a la canonización de un grupo de ellos: esos Dead White Men, en detrimento de otros cuyo estatus económico, cultural, lingüístico, racial o sexual los condenaba a la exclusión. 
Tampoco comparto el gesto de lectura que suele acompañar a esta apertura del campo literario y cultural a los “archivos alternos” al canon: exigirle al texto que confirme nuestra visión del mundo, sea en su dimensión racial, sexual, económica, política o simbólica. Se revientan, pues, los fundamentos de la tradición para terminar plegándose a la doxacontemporánea y a la corrección política que le es inherente. 
Solo los contemporáneos tenemos razones; por el contrario, el pasado que llegó a nosotros se impuso por la fuerza. La devaluación del pasado —a lo que la tradición nos trasmitió solo se le concibe como producto de la arbitrariedad, la contingencia y la coerción— conlleva una inflación de los valores del presente: al reducir a sus mínimos la tabla de valores que la tradición transmite, la única forma que nos queda de darle valía a un texto es a partir de su sincronía estimativa con las creencias de nuestro tiempo. 
Creo, junto con Roland Barthes, que los textos que merecen ser leídos no son los que dan placer, porque confirman lo que creemos, sino los que nos provocan goce, porque perturban nuestro mundo perceptivo, afectivo y conceptual. 
Me intereso, por tanto, en el trabajo que hacen sobre la tradición un poeta y un filósofo —Antonio Machado y Walter Benjamin— que la utilizan no para consagrar lo hecho o crear un canon, sino para descubrirle posibilidades inéditas al pasado: negar el siglo XIX tal y como fue e inventar uno alternativo, apócrifo. 
En el segundo de los ensayos incluidos en esta sección estudio el caso de Julián del Casal, que entra en la tradición con la boca llena de malas palabras para la sensibilidad de su tiempo y que será consagrado por los jóvenes escritores y ensayistas cubanos de los años ochenta y noventa del siglo pasado gracias a esas mismas palabras que en el siglo XIX habían sido objeto de repudio.
¿A un escritor se le puede salvar por las mismas palabras que se le condenó? ¿Se puede convertir en ideal lo que había sido concebido como pura idolatría? Este tipo de trabajo crítico sobre la tradición no puede ser teorizado desde la categoría de archivo. 
Se puede argüir lo siguiente para refutar el argumento anterior: la noción de archivo que he cuestionado no es más que una tergiversación del concepto de archivo que propone Foucault.
¿Se puede culpar a un gran pensador, un pensador verdaderamente creador e influyente, por la distorsión que muchas veces sufre su pensamiento? Yo creo que sí. 
Toda filosofía que merezca este nombre construye un ideal —responde a su manera a la pregunta filosófica fundamental; ¿cómo se debe vivir?—, incluso en los casos en que esta filosofía tiene una vocación crítica radical respecto a su tiempo y a la tradición. Toda gran filosofía acarrea también muchos ídolos[3] que podrían ser comprendidos como un efecto colateral dañino de su propio ideal. Es cierto que, durante toda su historia, la filosofía se dedicó a crear ideales y desenmascarar ídolos, pero sobre este tema, que es el central del ejercicio filosófico, queda mucho por decir y mucho de lo dicho está mal planteado. 
Lo que nadie dijo, por ejemplo, es que los ídolos y los ideales pertenecen a una misma pulsión. Los ideales e ídolos son parte de una misma fuerza pero que se expresa de forma opuesta, de forma positiva y negativa. 
Lo que no nos dijeron los manuales de moralidad, ni las religiones, ni los políticos que querían redimirnos, es que si nos quitaban nuestros vicios también nos extirpaban nuestras virtudes. Por eso se hace tan difícil destruir los ídolos sin que esto suponga, también, dejarnos sin ideales o construir ideales sin poblarnos de nuevos ídolos. 
La filosofía, según la definición que propongo, tiene dos grandes responsabilidades: crear un ideal y ejercer la crítica sobre los ídolos; tanto los ajenos, los que descubrió en su propio tiempo y en la tradición, como los propios, aquellos que contenía, aunque fuera en potencia, su propio ideal.[4]
No se trata de domesticar el lado incivil del ejercicio filosófico, pero sí de hacerse cargo de él de modo crítico. La filosofía no puede renunciar a su vocación creativa, a la invención de nuevos ideales de lo humano, incluso si esto tiene como consecuencia la condena de la ciudad, como fue en el caso de Sócrates. Pero esto supone también una responsabilidad crítica con el lado obscuro, con los ídolos que toda noción de lo humano conlleva. 
La definición anterior exige una forma totalmente diferente de asumir la práctica filosófica. Todos los que han escritosobre ese costado incivil del ejercicio filosófico: Karl Popper, Richard Rorty, Bernard-Henri Lévy, Mark Lilla, etc ven como única solución que la filosofía refrene su vocación totalizante y le exigen buenas maneras, que se civilice y se adapte al modelo de convivencia que ellos consideran más viable.
Pero si la filosofía pierde su furor creativo desaparece. Los que celebran ese lado incivil se niegan a tomar en consideración el hecho de que la creación de un nuevo ideal de lo humano siempre lleva consigo la capacidad de generar miríadas de ídolos, con las idolatrías que le son inherentes y la cuota en vidas humanas y destrucción que suele ser su precio. 
Otro problema nada menor, inherente a la noción del ejercicio filosófico antes planteado, es la relación que se propone en el mismo entre ideal e ídolo, entendidos como dos polos de una misma fuerza lo que conlleva que no se pueda extirpar el uno sin que desaparezca el otro. ¿Cómo moderar esta compleja dialéctica? Esa es la nueva tarea del pensamiento[5].
La última sección del libro, titulada “La literatura y el pensamiento”, regresa a la tensa relación que la filosofía tiene con la polis, con la política. El gran tema de la filosofía, lo que la opone de modo radical a los sofistas, es la creación de una noción de pensamiento que no se deja medir por ninguna pauta externa al mismo. Ni el trabajo, ni el dinero, ni las doxas, ni los oráculos, ni la clepsidra, ninguna medida humana ni divina, puede servir como regla que determine el valor y la cotización del pensamiento. 
Hay un privilegio inherente al pensar que no se deja traducir en categorías externas. La etimología del sustantivo privilegio, que es latina, le hace justicia a esa singularidad irreductible inherente al pensar. Si se mira el diccionario etimológico de Corominas aprendemos que privilegio deriva de privus (lo que nos pertenece solo a nosotros mismos, lo privado), y legalis (lo que es relativo a la ley). El privilegio es una ley que legisla sobre algo que ninguna otra entidad puede codificar, una ley que legisla sobre lo privado, sobre aquello que se substrae a cualquier forma de dominio que no sea la propia. 
El pensar, además, es un privilegio en otro sentido esencial. Solo pueden pensar en el mundo griego aquellos que tienen las manos libres, los que se pueden dedicar a la praxis, una acción cuyo fin es ella misma, y a la lexis, el libre intercambio de opiniones en el ágora. Según esta concepción, el pensar queda asociado a la libertad y separado de la esfera de la necesidad. El pensar es un privilegio y solo algunos tienen el privilegio de pensar.
El último ensayo de este libro estudia la inflexión que ha recibido el pensar —con los privilegios que le son inherentes y el ensimismamiento que le resulta necesario— en las grandes ciudades modernas y en las sociedades democráticas. 
Las preguntas-problemas que este capítulo trata de responder son las siguientes: ¿es el privilegio inherente al pensar compatible e incluso imprescindible para entender y mantener la dignidad y la igualdad que la democracia nos ha otorgado como seres sociales, la igualdad y la dignidad que le es inherente a nuestra condición de seres mortales?; o más bien la verdad sería lo contrario: ¿la democracia, entendida como el horizonte moral de la sociedad occidental, necesita el fin de la filosofía: una derrota de la verdad en favor de la opinión, una transformación y subordinación del propio discurso filosófico a la forma de convivencia que se considera más justa, más abierta, más inclusiva? 
O para decirlo de otra manera: ¿qué relación existe entre el pensar y el cohabitar?
Al final del ensayo, se evalúa la solución que intentaron darle las utopías revolucionarias del siglo XX a los dilemas antes planteados que colocaban al pensamiento en las antípodas de las formas modernas de medir el tiempo y del modelo de convivencia privilegiado por nuestra época.
¿Se podría imaginar en el mundo moderno un poder, una institución, que nos devolviera un tiempo sin tacha, no tasado ni medido por el trabajo, listo para ser pensado? ¿Sería posible reconciliar al pensamiento, máxima expresión de la libertad, con el trabajo, epítome de la necesidad? 



Notas:
[1] Quizás la excepción más relevante a esta tendencia sea la obra de Bruno Bosteels. Ver su texto: “The Efficacy of Theory, or, What Are Theorists for in Times of Riots and Distress?”.  Allí afirma: “Incidentally, I believe that the passage from theory to philosophy that we have witnessed since the mid-1980s, aside from entailing a decidedly Eurocentric regression, is also a symptomatic expression of the same historical trend toward restoring the institutional status quo, at least at the level of thought’s philosophical self-image, as opposed to the inherent instability and increasing globality of the category of theory” (663).
[2] El filósofo contemporáneo que con más fuerza y claridad ha puesto al descubierto la deserción del ideal de la filosofía contemporánea es Javier Goma Lanzón: “La misión de la filosofía desde sus orígenes ha sido proponer un ideal. La gran filosofía es ciencia del ideal: ideal de conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de individuo […] La tesis aquí defendida dice que, en los últimos treinta años, la filosofía contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal a la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la época democrática de la cultura.” Recupero esta noción de ideal en su sentido general aunque con algunos matices importantes. El conocimiento de la realidad al que aspiró la filosofía no puede ser clasificado siempre como exacto. Varios de los grandes filósofos le concedían a la realidad una importante dosis de misterio que ningún logos podría develar, otros pensaban que el conocimiento estaba atravesado por pulsiones como el poder y el deseo lo que complica mucho calificar a esa forma de conocimiento como exacta. Por otro lado, es cierto que el ideal aspira a la unidad pero se configura como un puzzle. Diferentes piezas van enriqueciendo, a través del tiempo, el edificio normativo que es todo ideal. Su acoplamiento, además, como en todo puzzle, no está exento de dolores de cabeza, de tensiones internas. Pero hay algo incluso más importante, es el hecho de que en mi caso considero que la filosofía no solo se determina por la creación de un ideal sino que también tiene otra tarea que la define: la crítica de los ídolos.
[3] Utilizo el concepto de ídolo recuperando el sentido que le dio al mismo Francis Bacon en su Novum Organum(1620): “The idols and false notions which are now in possession of the human understanding, and have taken deep root therein, not only so beset men’s minds that truth can hardly find entrance, but even after entrance is obtained, they will again in the very instauration of the sciences meet and trouble us, unless men being forewarned of the danger fortify themselves as far as may be against their assaults”. Recupero este concepto pero me distancio de la lectura en clave pragmático-positivista que le dio al mismo Bacon donde se suponía que un conocimiento basado en la inducción y anclado, por ende, en la experiencia y en su protocolo científico, el experimento, podría desterrar estos ídolos. Como se verá en lo argumentado arriba para mí el ídolo se configura como distorsión respecto a un nuevo ideal humano pero es imposible separarlo del mismo pues son ambos manifestación de una misma fuerza. Sí preservo de Bacon la clasificación de los ídolos en cuatro grandes grupos: “Idols of the Tribe; the second, Idols of the Cave; the third, Idols of the Market Place; the fourth, Idols of the Theater”.
[4] Queda en suspenso, entre paréntesis, en este libro otra de las grandes tareas de la filosofía: la reflexión sobre lo que hay. Aquí me limito a la dimensión normativa del pensamiento filosófico que incluye lo ético, estético y lo político. Noten, además, que hablo de lo que hay y no del ser pues una de las cosas que deben ser discutidas es la pertinencia de la ontología para pensar lo contemporáneo.
[5] La dialéctica descrita en el cuerpo del texto entre el ideal y los ídolos estará, en este libro, en el trasfondo de los ensayos que lo componen pero no será objeto explícito de elucidación. A este propósito, dilucidar lo que constituye la tarea ineludible del ejercicio filosófico contemporáneo está dedicado el libro en el que trabajo actualmente y que lleva por título: Ideales e ídolosUna respuesta nueva a la pregunta de siempre: ¿qué es filosofía? 







* Prólogo de El privilegio de pensar. Filosofía y poesía en las dos orillas del Atlántico
(Editorial Casa Vacía, 2020).

martes, 18 de febrero de 2020

13 y 8*

Foto tomada del blog de Arsenio Rodríguez Quintana

13 y 8 eran las calles que marcaban la esquina en la que se reunían cada sábado a descargar con sus guitarras, aunque en realidad ellos tocaban protegidos de la intemperie, en los salones de una casa vieja convertida en museo municipal. Al fundador de la peña, Vanito, lo conocía desde el preuniversitario. Uno de esos tipos de los que cada escuela incuba muy pocos ejemplares. O ninguno. De los que siempre andan inventando algo. Un día puede ser un grupo de teatro. Otro, formar un coro que parodie una canción norteamericana que súbitamente ha conseguido una popularidad inusitada. O fundar una banda que toque canciones que alguna vez estuvieron de moda con la única condición de ser lo bastante simples como para que puedan interpretarlas gente que apenas domina los instrumentos. Alguien que no te sorprende cuando te dice que hará sus estudios universitarios en una escuela de dramaturgia. Ni te asombra cuando te lo vuelves a encontrar años más tarde y te cuenta que intenta abrirse camino como cantautor, que escuches esta canción que acaba de componer y encima la canción te parece cabronamente buena.
Y entonces te invita a participar en su peña. Te dice que ya ha visto cosas tuyas en alguna revista y que podrías leer tus textos en público entre cantante y cantante. Y al principio es un grupo pequeñito compuesto casi exclusivamente por amigos, o amigos de amigos, que se aparecen por pura curiosidad o por sentirse capaces de corear estribillos que el resto de la humanidad ignora. Algunas de las canciones serán brutalmente malas, pero habrá otras bastante mejores o incluso buenas y, sobre todo ―y esto será a partir de entonces su principal atractivo y lo que empezará a atraer gente algo más diversa y no necesariamente conocida entre sí―, distintas a cualquier cosa que hayas oído hasta entonces. Y lo que comienza en una suerte de chapaleo para espantar el aburrimiento de las tardes de sábado, un alto en camino al cine o al teatro, va tomando forma. Tomará ―usemos una frase ridícula porque hay mucho de irrisorio en tomarse en serio una canción― la forma de las cosas que vendrán. Y los peores músicos empezarán a sentirse incómodos y desaparecerán de la peña, mientras otros bastante mejores van a descubrir un espacio que parece haber sido inventado para ellos. Y los que se quedan entrarán en una competencia feroz y estimulante: descubrir que el éxito de la semana pasada habrá que afianzarlo con una nueva canción. Y el de esta última semana con el de la semana siguiente, so pena de convertirse en autores de una sola pieza y ser desplazados de la atención de las muchachas, que es todo lo que está en juego en esos conciertos. Primero aparecerá el Boris, a quien ya conocía de la misma escuela en la que me había encontrado a Vanito. Y luego Barbería, Pepe del Valle, Alejandro Gutiérrez, Mario Icháustegui, José Luís Medina, Carlitos Santos y el poeta Arsenio Rodríguez. Y la peña se ampliará en público y pretensiones, más o menos en la misma medida que el repertorio colectivo. Cuando se les trate de definir aparecerá la frase insidiosa: la voz de una generación. Una definición inexacta si se considera que las voces de la mayoría de los que cantan no sobresalen por sus registros. O en un sentido menos literal: que ser “la voz de una generación” no es mucho decir en un país donde ―en lo que toca a expresar opiniones― ha producido generaciones afónicas una tras otra. Hasta entonces la máxima de las audacias era escribir notas marginales a la Partitura Oficial de la Idea: la necesidad de desviar una mínima parte del amor por la Causa hacia temas más discretos, como una chica o una flor; o de combinar ambos sentimientos en uno sólo; o describir la melancolía que produce no estar siempre a la altura de la Idea. Canciones que podían pasar por rebeldes cuando en la mayor parte de los casos era una manera sofisticada de hacer que los oídos más sensibles pudiesen tolerar las disonancias del discurso oficial. Los síntomas más decisivos de que en aquel museo estaba tomando forma una voz distinta no eran las palabras que contenían las canciones sino el tono de éstas, un tono distante de la melancolía que desde hacía tiempo se había impuesto como el único modo de darles cierto peso a las palabras. Cada uno por su lado se aparecieron dos tipos ―Raúl Ciro y Alejandro Frómeta― que eran la seriedad misma y no tardaron mucho en convertirse ―y Raúl que odia que lo definan no perdonará esta definición― en los brujos de aquella tribu de músicos. Eran los que intentaban darle forma a aquella reunión espontánea de gente con ganas de compartir algo apelando a la fórmula mágica de la “búsqueda de sentido”. Y esa búsqueda adquirió la extravagancia de conciertos furtivos en la misma escuela en la que habíamos estudiado Vanito, Boris y yo, con estudiantes y directores lanzados en nuestra persecución con intenciones radicalmente opuestas: los primeros para congraciarse con los músicos y los últimos para expulsarlos. Esa búsqueda de sentido también generó el único concierto en el que ―en una isla donde la rotura de una cuerda se consideraba una catástrofe― un músico rompiera alevosamente su guitarra estrellándola contra el piso.

Así fue hasta que por fin, no sé bien si agotados por la tensión que produce la búsqueda de sentido o la del incómodo celo de las autoridades, la peña se fue desbandando para multiplicarse en varios proyectos independientes. Ya para ese entonces, 13 y 8 era bastante más que una de las tantas esquinas de la ciudad. Era un sello que garantizaba una manera distinta de aproximarse a la música, cierta dignidad. 


Raúl Ciro con Superavit, 1996

Recordando a Raúl Ciro

Rondando el primer aniversario de su muerte reproduzco acá un texto de Raúl Ciro que publica Magazine AM:PM con la introducción de Humberto Manduley. Se trata de una suerte de memorias del músico sobre cómo llegó a la música incluyendo su experiencia con la peña de 13 y 8 que redactó Raúl a petición de Manduley y que recogen bastante bien la voz de ese gran tipo que fue Raúl Ciro: 

"Hace ya un año Raúl Ciro decidió—por su cuenta y riesgo— partir hacia la eternidad, en la desesperada búsqueda de todo lo que soñaba haber extraviado. Quizás olvidó que “elegir nunca asegura acertar”, como él mismo había escrito y cantado antes. No puedo —ni quiero— calcular con exactitud cuánto perdió la cultura cubana (la misma que, a nivel institucional, le hizo tan poco swing en vida), pero sí sé lo que significó su muerte para unos cuantos amigos y seguidores. Pienso que una buena (otra) manera de tenerlo presente es convocando sus memorias. Siguiendo el rescate iniciado en una entrega anterior, aquí habla sobre sus tempranos escarceos con la guitarra, su contexto formativo, y la etapa en la peña de 13 y 8, desde su génesis hasta el final. Estas son sus palabras. Así era él, sin ideas de pacotilla ni medias tintas, sin edulcorarse ni edulcorar. Incluso en sus devaneos siempre terminaba yendo directo al pulmón"  (Humberto Manduley)

SI MIRO ATRÁS…

Por Raúl Ciro

Desde 1983 tenía un amigo, realmente un hermano, Alejandro Werthein, que era hijo de unos médicos argentinos radicados en Cuba desde el triunfo mismo de la Revolución. En nuestras tropelías de adolescentes, un día encontré un casete titulado 20 años de rock argentino, cosa extraña entonces allí, entre tantos discos de Julio Iglesias, Gardel y Vikki Carr. Como estaba manuscrito, no entendí que entre otros decía “Serú Girán”, “Moris”, “Spinetta”, “Porchetto” y más. No puedes imaginar cuánto aprendí al escuchar, devorando casi, ese casete.
Entre 1986 y 1987 me habían robado la guitarra rusa en la unidad militar al pasar el Servicio Militar Obligatorio. Toqué el contrabajo y el bajo en un grupo que participó en un festival y alguna que otra actividad horrorosa de la unidad. Tocábamos piezas de Santana, Silvio y Pablo, hasta el típico “Aprendimos a quererte…” de Carlos Puebla y sus Tradicionales. Al terminar el Servicio no podía soportar los estudios de alemán en la Facultad de Lenguas, y me iba a orillas del río Almendares a mirar la corriente, los árboles, las ardillas, los pájaros, y a llorar el(los) amor(res) de turno. 
Mis primeros temas eran infames; había uno de tres acordes y que decía algo así: “Hace ya un mes del siglo de tu partida y aún en mi cuarto tu olor es vida”. Cantaba entonces en mi recurrente falsete y nadie me soportaba. Cantaba Muchacha ojos de papelDios y el diablo en el taller o algún tema de Santiago Feliú. Ya sé que nadie me cree, pero “aprendí” a cantar con Raphael, con Mirtha y Raúl, y un poco de Julio Iglesias. Con muchos así, hasta que aparecieron los argentinos maravillosos, Spinetta, Serú, Porchetto, y luego Fito; allí encontré muchas más motivaciones, sí, pero también Silvio, algo de Pablo, y mucho de Santiaguito.
El panorama de la canción cubana no era un tema que me preocupara entonces. Yo solo intentaba vivir lo que “el verde” me había impedido: escuchaba mucha música gracias a que mis padres se despojaron de sus pocas joyas y compraron un radiocasete doble Sony. Pasado un tiempo entendí que lo importante era pasársela bien y componer lo que te motivara realmente; lo otro dejó de obsesionarme.
Por entonces, yo no sabía quién era, no me reconocía, estaba muy afectado por todo. Me evadía creyéndome Silvio Rodríguez, con rostro de Paul McCartney. En fin, que nunca pasé por El Patio de María, ni vi tocar en directo a los Almas Vertiginosas. Cuando un día oí hablar de la Casa del Joven Creador pensé que era el sitio menos adecuado para mostrar mis cosas: “todos me robarían”. Pero un día pasó algo que cambió mi vida. Acompañé a unos amigos de entonces a un concierto en la Casa de Cultura de Plaza. Sería el año 1985, casi 86, y pasábamos el último año del “verde” para intentar entrar en la Universidad. Esa noche vi cosas geniales, y lo que con más cariño recuerdo fue ver tocar a unos muchachos vestidos de manera muy cómoda y apropiada según mis más idolatrados estilos; llevaban el pelo por donde querían y hacían unos temas en solitario y en conjunto maravillosos. Después me enteré de que eran Los Pelos. Pero entre ese grupo me había parecido ver a Santiago Feliú, el antiguo compañero de Donato Poveda. 
Una vez, unos amigos míos del Servicio Militar (Jorge Molina y Basilio García) lograron entrar en el ISA en la facultad de actuación después de superar unas pruebas muy difíciles, según contaban. Un día vinieron a casa, y me trajeron diez juegos de cuerdas de acero alemanas. Cuando coloqué uno de ellos en mi guitarra de entonces, las cosas cambiaron mucho. Por primera vez sentí lo que era afinar perfectamente un instrumento, aunque se les viera a algunas un poco oxidadas. Las habían tirado a la basura en un almacén del ISA, o las iban a tirar porque nadie las usaba. Después me pidieron compartiera el tesoro con otro conocido de ellos, un alumno de un curso superior, tal vez un año. Me dijeron “Carlos necesita cuerdas”. Pues les di un juego, no más, creo, o tal vez dos, no sé. Pasado el tiempo, en una sesión de cine en la Cinemateca, estos amigos me presentaron a Carlos. Claro que sabía quién era Carlos, sí, Carlos Varela, el que cantaba La PalancaIndia, junto a aquellos monstruos: Santiago, Gerardo Alfonso y Frank Delgado. Donato Poveda por entonces, creo que eran años 85, 86 u 87, no más, estaba enrolado en unas cosas impresionantes, creo recordar. 
En la Casa de Cultura de Plaza los vi cantar juntos, no los conocía, solo había oído y visto en televisión a Donato y Santiago, que eran geniales. Pero estos Pelos, junto a Gunilla incluso cuando colaboraban Tosca o Xiomara Laugart, me marcaron aquellas noches. Mi motivación se ramificó de un modo tal que empecé a buscar más disciplinadamente estas presentaciones. Ese día no imaginas qué expectativa deposité en aquel encuentro, que se repitió varias veces por mi obsesión y también por esperar a mis amigos en el ISA. Entonces un día, no sé exactamente por qué, coincidimos bajo uno de los tremendos árboles Carlos y yo, y estuvimos hablando mucho. Para mí fue muy importante porque como que me abría un mundo que solo me era accesible a través de discos, casetes y leyendas. Por entonces yo estaba arreglándole a un amigo una guitarra de doce cuerdas muy mala, y como la tenía allí y sonaba bastante bien compartimos temas. Fue importante para mí ese momento. Yo realmente tenía algunos temas, pero nunca me había adentrado en esta zona más allá de haber tocado en el patio de la Facultad de Psicología una vez y otra en su teatro. Cuando Carlos escuchó Elefantes me dijo “pero Raúl, tienes que tocar más”. Me contó que una vez hablando con Donato se decían “seguro no somos los únicos, habrá otros por ahí haciendo canciones tremendas”. Por esos días él estaba muy impresionado y pendiente de su nueva relación con Amaury Pérez y no dejaba de comentar lo bien que se escuchaban las cosas en CD. 

COOPERE CON EL ARTISTA CUBANO

Después de conocer a Carlos Varela, se me ocurrió un día, seguir su consejo de tocar en la peña de Adrián Morales y José Raúl García en el Museo de Artes Decorativas, y así conocer a más gente. Otra vez, tocando en la Facultad de Psicología, persiguiendo a Natalia o más bien a su fantasma, alguien me invitó a pasar por la Casa del Joven Creador. Fui y toqué lo que podía por entonces junto a mi armónica y el perchero del que colgaba. Al terminar se me acercó un muchacho, Mario Incháustegui, que estaba sentado en una mesa junto con otro que tenía cruzadas las piernas y una cara y actitud de saberlo todo o casi; se llamaba Alejandro Gutiérrez. El primero insistió en que me pasara por las descargas de la Finca de los Monos. Yo no tenía idea de qué era aquello ni dónde estaba, pero investigué y llegado el día me di una vuelta, aunque no me animaba a pasar. Me daba un poco de vergüenza llegar allí, no tenía idea de lo que me iba a encontrar. Por suerte, al rato se apareció Incháustegui y con su bondad acostumbrada me invitó a un refresco y me acompañó a pasar. Una vez dentro, todo fue más simple. Claro, era una descarga entre amigos y conocidos; no éramos muchos, pero sí el núcleo de lo que más tarde se reiteró. Estaban allí Alejandro Frómeta, creo que Elenita del Valle; Arsenio Rodríguez, Pablo Herrera, Alejandro Gutiérrez, Carlos Santos y otros nombres o apodos que no recuerdo, pero sí recuerdo que todos me miraron como diciendo “¿y este quién es?”.
No sé cómo fue, pero otro día conocí a Carlos “el mariposa”, un amigo de Werthein, y me habló muchísimo de un amigo suyo llamado Vanito que tenía una peña en El Vedado, y que por qué no me pasaba por allá. El siguiente sábado los de la Finca de los Monos acordamos “desembarcar” allí todos juntos. No sé por qué teníamos la impresión de que íbamos a subirles la parada. Encontrado el lugar, entre las calles 13 y 8, así hicimos, y poco a poco, no sé por cuál extraña razón, nos apropiamos de aquel sitio. Realmente no retengo otra cosa que lo que pensé al ver y escuchar tocar a Vanito: “Esta noche ella va a salir conmigo, ay amor, qué nos está pasando”, “si no hubiera cuñados, si muriera el abuelo”. Aquel tema, con la sexta de la guitarra afinada en re, me dejó loco. Recuerdo muy bien que me dije: “esto sí es una canción, aquí está pasando algo”. 
Foto tomada del blog de Arsenio Rodríguez Quintana
Aquella visita se hizo costumbre y desde entonces nunca más dejé de ir y soñar con caprichos y proyectos. Era como encontrar hermanos. Al principio nos caímos a cancionazos y la gente aguantaba mucho. Teníamos un piano de cola, a veces Frómeta lo usaba y hacíamos cosas juntos; nos divertíamos, descargábamos. Cada sábado era un maratón, casi siempre los temas de José Luis Estrada cerraban, la gente se divertía. Aquello era como una iglesia. “Chucusú sé, ah…”, “Hagamos el amor como gatos salvajes… Felina”. Cantábamos, casi siempre desde donde estuviéramos, las canciones de todos. 
Algo que creo nos unió muchísimo fue la experiencia de “asaltar” la vocacional Lenin junto al Boris, Vanito, Incháustegui, Alejandro Gutiérrez, Carlos Santos y Enrisco. No nos dejaban entrar a la escuela, pero nos colamos a escondidas, y descargamos para los alumnos que quisieron burlar el “silencio”. Aquella noche yo improvisé una armonía simple y le fui agregando texto: “cuidado no te vean…”. Alejandro Frómeta se incorporó y fue tremendo ver la reacción de los pocos que allí estaban. Hasta Enrisco perdió sus gafas graduadas. Nos marchamos contentísimos. Incluso, conseguimos que otro día, por la insistencia de algunos de los alumnos, pasáramos y tocáramos. Terminamos cantando un tema de Raúl Porchetto, Algo de paz, mezclado con Cooperen con el artista cubano y alguna otra. Salimos todos cantando por el pasillo hasta la misma posta de entrada y nos fuimos. 
También se la aplicamos un día a Polito. Nos aparecimos con insignias y todo como si fuéramos unos fanáticos. Llevábamos cada uno en la espalda un papel cogido con alfileres que tenía dibujado el mojón de 13 y 8. Repartimos, entre los presentes, la definición de cristal polarizado y yo me subí y le puse, mientras él cantaba, un espejo frente a sí. Se nos fue la mano, éramos muy agresivos a veces.
Una vez, pasando por la peña del Caimán Barbudo, o una de esas discusiones de entonces, acordamos personalizar las presentaciones, una vez terminada aquella velada. Creo que el primer concierto fue de José Luis Estrada o, como era de esperar, mío. Después, las cosas fueron por otro rumbo. Cada cual se tomó en serio buscar la manera de conseguir que la gente no se aburriera con nuestros típicos maratones. Los hubo también infames. Era impresionante ver cómo en cada ocasión iba más gente por allí. Hiciéramos lo que se nos ocurriera, que cada vez era más retorcido y raro, la gente no dejaba de entrar a 13 y 8. Habría que averiguar qué les atraía.
Un día de 1989 nunca más pudimos descargar allí. Sencillamente, Vanito (siempre fue él quien mediaba entre la dirección del museo y nosotros, era un tipo muy listo y responsable) no pudo negociar más nuestra estancia y tuvimos que hacer una despedida en el jardín. Recuerdo haber hecho grabaciones entonces y en otras ocasiones, pero esas cintas se perdieron, no sé qué pasó con ellas. Seguro me obstiné y las borré, no sé. Casi siempre andaba con una pequeña grabadora mono Sony, de cintas pequeñitas. Si así fue, siento mucho haberlo hecho. Me gustaría volver a escuchar aquellas maravillosas reuniones. 

CANCIÓN PROPUESTA VS CANCIÓN PROTESTA

Tendrías que haber visto la reacción de Vanito un día que nos reunimos en casa del Boris para intentar darle forma a lo que desde un inicio se llamó Canción Propuesta. Dijo entonces: “Esto me da mucha luz…”. 
Inicialmente la idea de Canción Propuesta era una especie de trampa que terminaría con la destrucción de mi guitarra en la Casa de las Américas. La finalidad era llamar la atención al puro estilo de la plástica más radical de entonces y, de paso, dejar claras algunas cosas. Pero nunca fue aceptado nuestro proyecto de concierto, a pesar de ser presentado en un libro cancionero ilustrado a mano por nosotros y amigos plásticos, además de un casete con las canciones que usaríamos si fuera acogido. 
Como aquello no funcionó, terminamos llenando la ciudad de carteles, que en un principio hizo Pepe del Valle, pero como tuvimos diferencias, se salió de la jugada. Terminé haciendo más de cuarenta copias de la apropiación del mítico póster de Rostgaard y unos sellos que serían regalados al final del concierto en el Parque Almendares. Usamos dos faroles chinos, no teníamos amplificación y terminamos limpiando el anfiteatro hasta representar de manera inmolada aquella noche nuestro numerito. Ensayamos repetidamente Incháustegui, Boris, Vanito, Frómeta y yo, que llevábamos camisas de peloteros hechas para la ocasión, una roja y otra negra, pero las dos decían en tipografías diferentes Superávit, una tenía el número 8 y la otra el 13. Terminamos saliendo de allí bastante frustrados y orgullosos, aunque la ciudad no se enteró de nuestro grito desesperado: “We shall overcome”.