Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas

sábado, 8 de marzo de 2025

El totalitarismo como musa

 

En su libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt dividía a la humanidad entre quienes “creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin)” y “aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Dicho de otro modo: entre los que piensan que el totalitarismo es una de las tantas ficciones de la Guerra Fría (basada en hechos reales, pero ficción al fin) y los que han sentido su presión en las costillas o el cuello. La musa política, del español José María Herrera (Bokeh, 2025), libro de ensayos sobre totalitarismos y ficciones, viene a resultar un asalto en toda regla sobre esa barrera que separa la experiencia humana. De ahí que para quienes sabemos que las tiranías absolutas no son cuestión imaginaria La musa política se haga sentir como un abrazo inesperado.

Hannah Arendt, al trazar la frontera entre omnipotencia e impotencia, no se detuvo a considerar la incomprensión de Occidente hacia el poder totalitario, asunto esencialmente exótico. Han sido necesarias ficciones como las de George Orwell para ver en el totalitarismo una posibilidad latente urbi et orbi con independencia de las distinciones culturales o históricas. En especial cuando, según Ortega y Gasset, “la masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento” y la política se encarga de vaciar “al hombre de soledad e intimidad”. Al elegir la política –en su variante más autoritaria– como musa de las novelas que estudia, Herrera no ignora los escrúpulos que existen sobre ese apareamiento: de primar lo político sobre lo literario siempre se corre el peligro de descender a la propaganda o la pedagogía. Un peligro que Herrera intenta conjurar al inicio de su libro advirtiendo que “cuando un novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político”.

En La musa política, José María Herrera indaga cómo la novela contemporánea ha enfrentado –puede tomarse este verbo en sentido bélico, pero sin exagerar– la política como absoluto. De Giorgio Bassani le interesa su descripción del desamparo social de los judíos italianos tras el ascenso del fascismo; de Ismail Kadaré y Milan Kundera, sus estrategias literarias para aprehender al totalitarismo comunista, desde la fantasía hasta el humor; de Leonardo Sciascia, el concienzudo coraje para diseccionar la mafia en medio de una sociedad entre acobardada y cómplice –coraje no muy distinto al que necesitó Philip Roth para desertar de sus obligaciones literarias como miembro y representante de la comunidad judía–; de Salman Rushdie, la imaginación irreverente atrapada entre dos fuegos, el del fanatismo islamista y el del buenismo occidental; de Peter Esterházy, su cuestionable capacidad para superar la traición póstuma de su padre –el mismo que le había servido como modelo a su literatura y su vida–, al descubrir que este había sido informante de la policía secreta húngara durante años; de David Foster Wallace, la defensa del hastío frente a la tiranía del entretenimiento. En el caso de las novelas, de Coetzee y Richard Powers, Herrera explora cómo la humanidad ocupa el puesto de verdugo, ya sea de los animales –en el caso del Nobel sudafricano– o de la naturaleza en las novelas ecologistas de Powers. Si entendemos, como Kant, que la dignidad del hombre consiste en no ser utilizado por ningún hombre como medio sino ser tratado como fin, La musa política es un libro sobre la dignidad del hombre y de todo lo que lo rodea. Una dignidad descrita y defendida con las armas de la ficción.

No se esperaría tanto interés por estos asuntos en alguien que escriba desde la Europa del Oeste, donde el totalitarismo apenas se asoma en la sección internacional, ajena, de los periódicos. Intuyo La musa política como reacción al imperio de la corrección política. Como respuesta a la extendida noción de que “el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón”. Ese triunfo del sentimentalismo político, que Kundera denunciaba como kitsch medio siglo atrás, parece servirle a la mente perspicaz de Herrera como adelanto de la experiencia totalitaria. Eso y la ubicua pérdida del sentido del humor –y hasta del ridículo– que hace imposible distinguir entre una novela y un manifiesto, o que permite a cualquier influencer exigir la cancelación de obras con la misma firmeza con que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie. Cierto que la diferencia entre una muerte virtual y otra una más bien literal no es poca cosa. Sin embargo, al autor de La musa política la ineptitud de los ayatolas digitales para captar las sutilezas de la literatura le resulta tanto o más preocupantes que la del ayatola original. Porque cuando Occidente reniega de sus libertades renuncia a lo mejor de sí mismo. Y no basta el consuelo de que tales circunstancias ayudan a algunos a entender mejor los horrores del totalitarismo cuando vuelven la realidad menos habitable para todos.

Más que las relaciones entre política y novela, lo que le interesa a Herrera es la política que aspira a abarcar toda la vida humana y la capacidad de la novela para abarcar tanta desmesura. De un lado, está la certeza de que lo más cerca que han estado los humanos de alcanzar el mal absoluto se ubica en el entregarse al “afán de doblegar la realidad a las ideas”. “Sabemos que el mal existe”, nos instruye Herrera, “y que este es fruto del esfuerzo por organizar las cosas de forma que nada, ni siquiera las conciencias, quede fuera de su organización”. Y claro, con regímenes tan pretenciosos como los totalitarios es inevitable que su cotidianidad se vea convertida en un carnaval de simulaciones. Nada como un sistema tan monstruoso como ridículo para poner a prueba la vocación de la novela por la ambigüedad, la sutileza y el humor. Y las obras de las que Herrera da cuenta han entregado testimonio cabal del absurdo totalitario y su impacto en la vida de los individuos.

Herrera a veces se contradice, como cuando atribuye el esfuerzo por “abolir la libertad” y el “desdén hacia la persona singular” a un “deseo que no parece europeo sino asiático”, pero al mismo tiempo reconoce que la historia del comunismo “con independencia de la variedad de pueblos donde se haya implantado, es de una inquietante uniformidad”. Sospecho que el motivo de su inquietud es la intuición, confirmada en los últimos tiempos, de que ninguna sociedad está exenta de tentaciones totalitarias del signo que sean. Y que ceder o no a ellas depende menos de la naturaleza de determinado pueblo que de coyunturas históricas impredecibles. Al fin y al cabo, “[e]l principio de la superioridad de las ideas frente a la realidad” que guía a los totalitarismos le sirve lo mismo a un fundamentalista religioso, a un nostálgico de épocas pasadas, que a un creyente en la infalibilidad del progreso.

Herrera reconoce el horror de la política como absoluto al punto de afirmar que “el verdadero y último fin del sistema totalitario es destruir los lazos familiares, personales y sociales de los individuos de modo que la sociedad quede tan atomizada que no quepa resistencia al poder instituido”. Sin embargo, visto así, no se entiende cómo las utopías totalitarias han resultado tan tentadoras a seres de cualquier latitud, sin necesariamente mediar algún tipo de psicopatía. Su atractivo o su demoledora eficacia no se explica solo por la alevosa maldad de sus partidarios. Si algo han demostrado tales regímenes es que la perversión de sus ideales, más que consciente y malintencionada, es ineludible y fatal. Cuando un partido o líder se cree lo bastante iluminado como para adaptar la realidad a sus ideas empieza violentando el sentido común y termina queriendo trasmutar la naturaleza humana. Las disquisiciones del Che Guevara sobre la creación del hombre nuevo y sus metáforas de injertos de perales en olmos son una buena ilustración del voluntarismo que ve la naturaleza humana al principio como obstáculo y luego como enemigo.

Lo anterior no impide que las observaciones que aparecen en La musa política sobre el ejercicio total del poder resulten iluminadoras. Como cuando Herrera afirma –destilando la obra de Bassani– que “el fascismo logró el respaldo de la ciudadanía no defendiendo los intereses de una parte, sino explotando la mediocridad del conjunto”. Eso invita a suponer que cada ideología que reclama “sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo mejor” encubre y estimula alguna bajeza de preferencia. La del fascismo, al hablar de la superioridad y pureza nacionales, sería el egoísmo puro y duro, mientras que los llamados comunistas a la igualdad apelarían más bien a la envidia.


Sin que sea el centro de su análisis, La musa política hace una brillante caracterización del funcionamiento y las consecuencias de las políticas totalitarias. “Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los mayores logros del comunismo”, advierte Herrera en su estudio sobre el húngaro Esterházy. Y en su ensayo sobre las novelas de Kadaré explica que una de las peculiaridades de tales regímenes es que “los hechos quedan disueltos en el discurso ideológico, y este se endurece de tal modo que a la larga resulta impermeable a la realidad”: todo es “interpretado desde un marco previo que se identifica con lo verdadero” y el máximo líder y sus decisiones quedan “por encima de los hechos”.

No obstante, la mayor virtud de este libro está en su defensa inequívoca del valor de la literatura en estos días. Herrera desecha las insistentes actas de defunción de la novela para exaltar su imprescindible poderío. En esto continúa la ruta trazada por Kundera en sus sucesivos libros de ensayos sobre “el arte de la novela”. “El alma moderna”, declara Herrera, “es incomprensible sin la historia de la novela. A ella debemos […] si acaso más que a la filosofía, la ciencia y la religión”. Debo aclarar que la novela que el ensayista tiene en mente no es una que se proponga “satisfacer las exigencias formales de unos cuantos exquisitos”: frente al elitismo literario, Herrera prefiere novelas que impidan que lector común se vea “aplastado por verdades establecidas” y lo ayuden a “tomar distancia de la realidad sin prescindir de ella”.

En defensa de la ficción novelística, Herrera se arma con un arsenal de citas de escritores afines: Susan Sontag: los escritores “son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de una visión individual”; Leonardo Sciascia: “Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica” o “La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad”; Jorge Luis Borges: la novela policiaca “está salvando el orden en una época de desorden”; Kundera: la novela “es un territorio donde nadie posee la verdad, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos”.

La musa política no se conforma con argumentos conocidos, sino que ofrece otros ajustados a esta época de acoso político, moral y tecnológico. Lo que a primera vista parece una reconstrucción de las relaciones entre el poder y la novela resulta a la larga una exaltación del poder de la novela. De esta destaca, frente a las certezas indiscutibles, “su carácter hipotético, nunca pontificial o inequívoco”; su condición de antídoto “contra la falsedad y la impostura”; su defensa de la conciencia individual en circunstancias en que los seres humanos son tratados “como entes sin sustancia”. “Ser novelista”, insiste Herrera, “excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión” porque “supeditar los derechos de la ficción a las ideas […] es un error, o mejor, un contrasentido, pues quien crea desde sí mismo, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano acaba cuestionando los valores vigentes”. Sin pretender fundar un sistema de valores nuevos, vale añadir.

La defensa que hace La musa política de la importancia de la ficción novelesca resulta oportuna, y con oportuna quiero decir valiente: es de sospechar que no sea un libro bien recibido por los herederos de los intelectuales comprometidos de antaño, ahora “especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos de la revolución bajos en calorías”. Esos que juzgan el trabajo del artista imponiéndoles “el lugar común sentimental”, en lugar de establecer la profundidad y el detalle con que se sumergen en la experiencia humana. Si al principio aludí a la división de la humanidad establecida por Arendt, Herrera recoge una clasificación más actualizada y funcional propuesta por Salman Rushdie: la que existe “entre quienes poseen sentido del humor y los que no”. O, en términos de Christopher Hitchens, entre la “mente irónica” y la “mente literal”, porque alguien con sentido del humor, más que por su inclinación a reír y hacer reír, se distingue por la capacidad de tomar distancia incluso de sus convicciones más íntimas. El humor, ingrediente definitorio de la novela moderna, servirá tanto de antídoto del fanatismo como de contrapeso “a la prepotencia de las ideas y la razón” y “a la confianza ciega en el progreso”.

Sin hacerse ilusiones excesivas, José María Herrera hace una defensa de la novela al final de La musa política con el mismo coraje discreto que atraviesa todo su libro: “La ficción literaria carece de poder para cambiar el mundo, pero posee en cambio el poder de iluminar el alma y la sensibilidad de las personas y, por tanto, hacer posible ese cambio”. El coraje, en fin, que se requiere para hablar sin miedo al ridículo de almas y de luz en tiempos tan oscuros y ruines como estos.

martes, 2 de mayo de 2023

El caso Jesús Castellanos



Jesús Castellanos Villageliú (La Habana, 1879-La Habana, 1912) más que un escritor es un caso. O varios juntos: a) el del escritor brillante que muere justo cuando más se esperaba de él, a la desconsoladora edad de 33 años; b) el de ser, pese a su brillantez, el más desconocido de sus contemporáneos cubanos; c) el de aparecer asociado a un grupo de escritores —la llamada “primera generación republicana” a la que pertenecen Carlos Loveira (1882-1928), Miguel de Carrión (1875-1929) y, estirando un poco la denominación, José Antonio Ramos (1885-1946)— tan distante en apariencia de nuestras preocupaciones e intereses y, sin embargo, tan tremendamente vigente; d) el de ser autor de La manigua sentimental, una noveleta maldita que a cien años de su publicación en la revista madrileña Los Contemporáneos nunca ha sido editada como libro independiente. Castellanos es un caso tan complicado que hace este prólogo casi necesario.

Sin dudas, la vigencia queda fuera del alcance de un escritor: no hay manera cierta de imaginar cuáles serán los problemas que afrontará una sociedad dentro de tantos años y la maña que se dará para resolverlos o cuál de los ciclos habituales que afronta una civilización (nacimiento, crecimiento, plenitud y decadencia) se cumplirá en determinado momento del futuro, sintonizando sus preocupaciones con las de cierto texto anterior. La vigencia o trascendencia es una lotería que más que hablar bien de un texto habla mal de la sociedad que no ha sabido superar insuficiencias que ya se percibían uno o dos siglos atrás. Sí es culpa del que escribe su capacidad para afrontar los dramas colectivos o individuales con mirada aguda y lúcida, al margen de las conveniencias del momento, misión que Castellanos cumplió con creces.

El talento de Castellanos no pasó desapercibido en su época. Merced a los cuatro títulos que publicó entre el nacimiento de la República cubana (1902) y la muerte del autor (1912) (Cabezas de estudio, De tierra adentro, La conjura y La manigua sentimental) y a las decenas de artículos que escribió en aquella década como columnista de La Discusión, el autor de La manigua sentimental llegó a ser reconocido como la principal figura literaria de aquella generación. Ese prestigio le valió para fundar y dirigir algunas de las instituciones culturales más importantes de la época. O para que, al margen de su activa labor como organizador y animador de la vida cultural de la época, el crítico Max Henríquez Ureña le atribuyese el “más vigoroso temperamento de novelista de la primera generación republicana”. Su intenso, aunque breve, currículum hace de su olvido un fenómeno sospechoso.

Una breve biografía (a su pesar)

Nacido en La Habana el 8 de agosto de 1878, meses después de concluir la Guerra de los Diez Años, Jesús Castellanos Villageliú venía de una familia “bien establecida”, como se decía por entonces. Y amplia: Jesús fue el tercero de ocho hermanos. Ambos padres, Manuel Sabás Castellanos Arango y Mercedes Villageliú Irola eran cubanos, patriótico detalle del que no podían presumir Martí o Maceo. Manuel Castellanos, el padre, había estudiado medicina en la Sorbona de París y ratificado su título en España, para luego obtener los doctorados de Ciencias y de Farmacia en la Universidad de La Habana. Tenía seis años Jesús cuando su familia se traslada a la entonces población de extrarradio de Jesús del Monte donde el pequeño aprende sus primeras letras en la modesta escuela que dirigía la maestra Carmen Chamorro. En 1889 Jesús, quien ya tiene once años, se muda con su abuelo Nicolás a San José de las Lajas, donde comienza sus estudios de bachillerato “siguiendo el sistema de estudios privados” aunque el último año de sus estudios intermedios lo realiza en el Instituto de La Habana.

Jesús parece haber sido un joven brillante, precoz e inquieto. En 1893, con solo quince años matricula en la Universidad de La Habana. Allí comienza estudiando Filosofía y Letras para luego pasarse a la carrera de Derecho. Descubiertos su talento y vocación por las artes visuales toma clases de dibujo con el pintor Leopoldo Romañach en la Academia de San Alejandro. En la universidad, Castellanos ayudaría a fundar los semanarios La Joven Cuba (1894) y La Juventud Cubana (1894) que luego se convierte en El Habanero (1895), donde publica principalmente poesía. Hay suficientes referencias patrias en los títulos de esas publicaciones como para preocupar a los padres. Pero no se trataba solo de fundar revistas. Jesús planea incorporarse al bando independentista de la guerra iniciada el 24 de febrero de 1895. Al confesarle su proyecto a su hermana María esta, preocupada por la juventud del hermano, se lo cuenta a sus padres. Como no todos los padres cubanos son Carlos Manuel de Céspedes o Mariana Grajales, los de Jesús, para evitarle la tentación de unirse a la guerra, lo enviaron a México en 1896 a vivir con su tío Pedro Calvo.



Poco después de su llegada a la capital mexicana, Castellanos entra en febrero de 1896 en la Academia San Carlos para proseguir sus estudios de dibujo iniciados en La Habana. Pero ni los estudios ni la distancia atenúan el ardor patrio del muchachito: pronto entra en contacto con el representante del Partido Revolucionario Cubano allí, Nicolás Domínguez Cowan, y se asocia a cuanta organización separatista encuentra, organizando colectas para las llamadas “México y Cuba”, “Morelos y Maceo” e “Hijas de Baire”. Cuando años más tarde, en el prólogo de su primer libro, declara que allí ha querido sincerarse “de una vez de toda la enorme dosis de cursilería que en mi alma supusieron tres años de emigración” Castellanos sabía de lo que estaba hablando. Según Max Henríquez Ureña “Jesús disponía de una corta mesada para cubrir sus atenciones; de ella deducía cuanto le era posible para las cajas de la revolución: en momentos de gran aflicción para la causa separatista como fueron aquellos en que se desplomó inerme Antonio Maceo, cedió íntegra la cantidad de que disponía para todo el mes”. En febrero de 1898, Castellanos viaja a Cuba con intenciones presumiblemente subversivas, pero debe “regresar casi enseguida con sus padres a México donde esperaron juntos el desenlace de la guerra hispano-americana”.

La guerra concluye en el mismo 1898 pero no es hasta el año siguiente que los Castellanos Villageliú regresan a Cuba. Esta vez Jesús iniciará estudios de Arquitectura en la Universidad de La Habana que abandonará, faltándole dos asignaturas para graduarse, para retomar la carrera de Derecho y titularse Doctor en Derecho Civil en 1904. Ya para entonces, Jesús Castellanos se había convertido en uno de los periodistas y caricaturistas más conocidos del país. Desde 1901 Castellanos había comenzado a colaborar con el periódico La Discusión de Manuel María Coronado y con Patria, dirigido por Mario García Kohly, para el que creó sus famosas “Siluetas Políticas” que luego convertirá en el libro Cabezas de estudio (1902).

Un incidente nos retrata al Castellanos de aquellos años al mismo tiempo que a su época. En la Semana Santa de 1901 publica en La Discusión una caricatura en la que se burla de la Enmienda Platt (el artilugio legal impuesto por el gobierno norteamericano que anulaba de hecho la soberanía de la naciente constitución permitiendo la intervención militar en el país cuando los Estados Unidos lo considerara necesario). La caricatura hace que el gobernador militar de la isla, Leonard Wood, mande a detener a Castellanos y a Coronado, el dueño del periódico, y a clausurar la publicación. No obstante, ante el malestar público causado por la medida, el gobernador Wood debe revocarla al siguiente día. La caricatura en cuestión representaba al pueblo cubano como Cristo en la cruz mientras el senador Orville Platt, vestido de soldado romano, empuña una lanza con la famosa esponja con vinagre en la punta en representación de su enmienda. No está claro si esto fue lo que le molestó al gobernador Wood o el verse dibujado como uno de los dos ladrones de la imaginería cristiana crucificados a los costados del pueblo cubano. El otro ladrón crucificado era ni más ni menos que el presidente norteamericano William McKinley.



Aunque toda la obra de Jesús Castellanos pudo reunirse póstumamente en tres gruesos tomos impresiona que esta la realizara en apenas once años, al mismo tiempo que desarrollaba su carrera de abogado. En 1906, el mismo año que publica la colección de cuentos De tierra adentro, es nombrado abogado de oficio de la Audiencia de La Habana. Y en 1908, año en que su novela La conjura obtiene el primer premio de los Juegos Florales del Ateneo de La Habana, es nombrado fiscal de la Audiencia de La Habana. El 26 de agosto de ese mismo año, Jesús Castellanos contraerá matrimonio con Virginia Justiniani en la Iglesia del Ángel para luego emprender viaje por Francia, Bélgica y Estados Unidos.

Al año siguiente Castellanos publica en Madrid la premiada novela La conjura y, en 1910, se le desata la fiebre fundadora: con su gran amigo, el intelectual dominicano Max Henríquez Ureña, crea la Sociedad de Fomento del Teatro, que no tuvo mucho éxito, y luego la Sociedad de Conferencias. También ese año fue miembro fundador y primer director de la Academia Nacional de Artes y Letras y publica, en Madrid, la noveleta La manigua sentimental en la revista Los Contemporáneos.

Sin embargo, el cuerpo de Castellanos no estuvo a la altura de su espíritu creador. Una afección digestiva lo lleva a intentar recuperar su salud en Lake Placid, en el estado de Nueva York, y luego por las mismas razones pasará temporadas en la Isla de Pinos, en el pueblo de Santa María del Rosario y en Amaro en la antigua provincia de Las Villas. A pesar de tales cuidados, Castellanos contrae fiebre tifoidea y muere el 29 de mayo de 1912 en La Habana. Al morir, además de su viuda, el escritor dejaba dos huérfanos, Julio y Alicia, de dos años y nueve días de nacida respectivamente, y una novela, Los argonautas, inconclusa.

La República y las letras

¿Cómo asistir al nacimiento de un Estado? Es probable que esa pregunta se la hiciera cada cubano alrededor del 20 de mayo de 1902, la fecha en que técnicamente Cuba pasaba de ser una suerte de protectorado norteamericano a convertirse en República. Todo parece indicar que en aquellos primeros momentos la mayoría de los intelectuales cubanos se unió a la euforia del resto de sus compatriotas (“Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República” escribiría décadas más tarde el poeta Eliseo Diego).  El famoso desencanto republicano de que hablan tantos críticos e historiadores fue una invención posterior, afincada en el gesto de un poeta, Bonifacio Byrne, quien desde “distante rivera” ya venía con “el alma enlutada y sombría”.

Jesús Castellanos estaba entre los entusiastas, aunque desde su primer libro, Cabezas de estudio, no pareciera hacerse demasiadas ilusiones con los hombres que le estaban dando forma al nuevo Estado. Mientras otros veían en aquellos primeros representantes de la República la condensación de todas las virtudes patrias, Castellanos describió personas cuyos méritos pasados no borraban su humana vocación por el error ni las más profundas miserias. ¿Por qué pensar que de aquellos personajes que paseaban sus vanidades o torpezas en la Asamblea Constituyente saldría mágicamente la república magnífica y justa que deseaba el difunto Martí? ¿Era sensato esperar que del envilecimiento colonial o la destrucción de la guerra surgiría, por arte de una constitución copiada con más o menos aplicación de la de Estados Unidos, un estado exitoso y ejemplar? Impacta de esa galería de retratos escritos y literales (Castellanos era, además de escritor, un excelente dibujante) recogidos en Cabezas de estudio, la resistencia de Castellanos a dejarse impresionar por figuras que, en buena parte, eran leyendas del proceso independentista. Del futuro presidente Alfredo Zayas nos dice que “Durante la guerra conspiró con entusiasmo. Seguramente no pudo contener su fiebre de elocuencia, y bien pronto lo detuvieron. Lo facturaron a Ceuta, tal vez para estudiarlo como nuevo suplicio para los deportados en aquella plaza fuerte. ¡Oh, crueles refinamientos del despotismo colonial!”. De Luis Estévez y Romero, quien se convertiría en el primer vicepresidente de la nueva República comenta que “une a sus buenas cualidades la modestia, y la modestia en nuestra tierra es como los zapatos: muy bonitos, pero estorban para trepar”. De Enrique Messonier representante y “ex -anarquista” concluye que “pensó con juicio que donde no existía nación, no había gobierno que destruir y que por lo tanto lo mejor que se podía realizar era hacer esa misma nación para después hacerla víctima de sus arraigadas convicciones”. Y del poeta y patriota Esteban Borrero Echevarría (padre a su vez de la malograda poeta Juana Borrero y amigo de Julián del Casal) nos comenta que “más que en sus esfuerzos por la patria, era en su estro poético, a fuerza de gritos, en lo que confiaba siempre don Esteban para la realización de sus ideales. Prueba de ello es que acto continuo a la terminación de la guerra de los diez años, disparó sobre el país su primer tomo de poesías, como si ya no hubiese bastantes calamidades públicas en Cuba con la presencia del señor Marcos García[1] y la fundación del partido autonomista”.

No era sin embargo Castellanos un cínico profesional; más bien todo lo contrario. Asumió con terquedad casi ingenua la misión social de los intelectuales “de enseñar y aun de padecer en la enseñanza”. Consideraba que los intelectuales deberían

sentir la obligación política que implica la fortuna del talento y cómo a la sociedad pertenece, en la justa proporción en que los dones han sido repartidos y lo mismo que los músculos del gañán y el valor del héroe, la cantera de pensamientos en embrión que la casualidad puso bajo su cráneo y que es su deber pulir siempre, como un diamante que da luz y raya el vidrio.

Pese a todo su esfuerzo por dotar de un corpus institucional al gremio de los intelectuales parece ser que Castellanos antes que edificar una República de las Letras se propuso forjar las letras de la nueva República. Comprendía, como ninguno de sus contemporáneos, la necesidad de reconstruir la imagen de lo nacional no en mera oposición al dominio metropolitano sino como un ente con el mayor grado de autonomía posible. Lo que Castellanos constataba era que, al llegar la oportunidad de poner en práctica los antiguos proyectos de emancipación (no sólo política), la sociedad prefería entregarse a los rituales más elementales de lo inmediato. Viendo peligrar el proyecto de reconstrucción nacional y, al mismo tiempo, el estatus de los intelectuales, Castellanos advertía que “Contra ese feroz mercantilismo que nos incapacita para saber cuáles son nuestros propios destinos, hay que reaccionar a tiempo. Nuestra sociedad está necesitada de desinterés, de vistas largas al mañana; nuestra sociedad muere de provisionalismo, de impaciencia ignorante para hacer el negocio rápido y sobre andamios”. Pero —pese al empeño del crítico Luis Toledo Sande en describirlo como un narrador “agonizante”— Castellanos era, como el título de un proyectado libro suyo, un optimista. Contrariaba el aserto de que un pesimista es un optimista bien informado. Castellanos, siendo uno de los intelectuales cubanos más actualizados de su tiempo —al punto de escribir una excelente columna semanal sobre relaciones internacionales— compartía el entusiasmo de la Belle Époque europea lo bastante como para decir que “Libre de terrores religiosos, libre aun de la comezón ideológica que devoró a tantos antepasados suyos por saber el origen del mundo, libre de cuanto pueda trabar el amplio juego de su pensamiento y de su expresión, el ciudadano del siglo XX puede considerarse relativamente redimido del pesimismo”. Y tanto optimismo, claro, no le permitió ver la hecatombe que se aproximaba bajo la forma de Primera Guerra Mundial.



Ese optimismo Castellanos lo extendía al mejoramiento patrio, aunque el propio concepto de patria le pareciera sospechosamente utilitario:

Las patrias políticas no han nacido solas —escribía en 1907—; que ha sido necesario inventarlas, seguramente para la conveniencia de una época. […] Esto de las patrias es nuevo: lo concibieron Cromwell, los revolucionarios del 89, Washington, que no encontraron otra manera de sujetar la antigua cohesión nacional, económicamente ventajosa, sobre la base tambaleante, indecisa, de la democracia, que siempre significó el desencaje, la diversificación, el desmoronamiento.

La patria, asumía este positivista confiado en las potencialidades del progreso y la razón, era una convención, pero “las convenciones humanas se consuman para el bienestar; no sé de ninguna asociación dispuesta y conservada para sufrir”. Castellanos creía en las virtudes de un nacionalismo “constructivo” en tanto asociación creada para asegurar y multiplicar el bienestar colectivo, en la misma medida en que recelaba de la variante del nacionalismo que “nutre el entusiasmo por entidades jurídicas, como la nación, el estado, y por símbolos correlativos como el pabellón, el escudo”. El nacionalismo, sea cual fuere, afirmaba, “es cosa perfectamente artificial y por lo tanto modificables los prejuicios que de él se derivan”.

Entrando en la manigua

Creo que hablar de premeditación en los participantes del movimiento sería completamente erróneo. Subjetivamente puede suponerse que poseían las motivaciones y los sentimientos que tan bien expresó la literatura de la resurrección nacional. (…) La forma en que Ruritania consiguió su independencia cuando la situación política internacional lo propició es ya parte de la historia, y no es este el lugar para repetirla.

                                                                                    Ernst Gellner

 

En 1910 Jesús Castellanos publica La manigua sentimental en la revista madrileña Los Contemporáneos, editada por Eduardo Zamacois, novelista empeñado en difundir el género narrativo conocido como nouvelle. La manigua sentimental cuenta las peripecias de Juan Agüero Estrada, un “estudiante de Derecho boquirrubio y almidonado”, que bajo el peso de apellidos que resumían buena parte de la historia insurreccional de la isla, decide incorporarse a la última guerra de independencia cubana.

En mis abuelos fue costumbre el guerrear contra la España colonial. (…) Mi padre, pobre viejo maniático de hoy, fue aquel Agüero y Castillo que con su bello gesto de libertar en la mañana de la sublevación en su batey, a sus trescientos negros de dotación, asombró a los oficiales que semanas antes le saludaban en un besamanos de palacio, y hasta inspiró una oda —conservada en la familia— a cierta poetisa que era la preocupación celosa y ¡cuán poco artística! de mi madre.

Juan (“Mis padrinos, desdeñosos acaso ante mi lámina esmirriada y lamentosa, no me creyeron digno de ser Bernabé o Serapio, como los héroes de aquel entonces de hace treinta años”) es a un tiempo un personaje bastante bien delineado y un arquetipo: el del joven urbanita y elegante que ha de pasar de su idea edulcorada del campo insurrecto en la que “un general reunía cada noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas disquisiciones sobre el porvenir de la patria y las relaciones de la música con la poesía” a la incómoda y vulgar realidad de jefes tercos en el campo de batalla e inescrupulosos en la lucha sorda, pero constante, por saciar sus apetitos sexuales en los campamentos mambises.

Pese al escandaloso tratamiento que dio Castellanos —en su dimensión bélica y en la sexual— a un tema que parecía destinado a tonos estrictamente épicos no ha trascendido ningún debate contemporáneo a su publicación. Esto podría achacarse a la escasa difusión que pudo tener dentro de la isla una novela editada en Madrid y a que el más constante estudioso de la obra de Castellanos —el dominicano Max Henríquez Ureña—, quizás preocupado por la recepción que podría tener el libro, lo describiera como “una de las más bellas evocaciones narrativas, si no la más bella que se conoce de la guerra de independencia cubana, por la interesante armazón episódica y por los pintorescos y exactos cuadros de la vida de los cubanos en la manigua”.

Ninguna alusión a la relajada moral de su protagonista, a sus poco patrióticos devaneos, a su tragicómica convivencia con el enemigo. Tampoco al tremendo personaje de Timotea la Tenienta, descrita con una ferocidad no exenta de admiración como “temible marimacho” y “una de esas amazonas negras, que aterraban a los soldados bisoños, extraña bestia andrógina que ninguna lujuria hubiera profanado”.  Timotea debe figurar entre las primeras representaciones de un personaje transgénero en el más bien mojigato canon cubano.

Una lectura atenta de las crónicas y documentos de las guerras de independencia ofrece otro motivo que explica por qué La manigua sentimental no provocó un escándalo en el momento de su publicación: la representación que nos da de la guerra era mucho más fiel a los recuerdos de los que participaron directamente en ella que los entusiastas recuentos de los manuales de historia que desde entonces se han publicado para ilustrar a los futuros ciudadanos de la república.

Si algún escándalo provocó el libro de Castellanos fue en las muy posteriores valoraciones de los críticos que han abordado su obra después de 1959. Luis Toledo Sande, al referirse a la novela en su prólogo a la edición de la obra de Castellanos, dice que “La manigua sentimental es un testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada por la búsqueda de lecciones heroicas, fáciles de encontrar en las gestas independentistas del país, para estimular la lucha gracias a la cual se transformaría la realidad de la patria”. La molestia que le produce esta noveleta al crítico lo lleva a pasar del análisis de la obra al de las carencias de la biografía del autor al que considera afectado como otros “hombres de su condición social y que no se habían relacionado con la lucha de la manera más directa y comprometida posible; es decir, como combatientes”. Poco le faltó a Toledo Sande repetir con el Che Guevara que el pecado original de Castellanos fue no ser un verdadero revolucionario.

Me gustaría repetir con Toledo Sande que críticas como la suya son testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada, pero un crítico posterior —Alberto Garrandés— nos dice en 1993 que Castellanos “ofrece una incorrecta e injusta valoración de la última guerra de independencia” porque el autor “había olvidado la índole aleccionadora de un pretérito heroico”. Les traduzco: lo que Garrandés le echa en cara a Castellanos es no haber concebido una representación del proceso independentista desde un punto de vista modélico, moralizante, con el Bien y el Mal debidamente repartidos a los lados de las fuerzas que se enfrentaban. O, al menos, como sí hicieron otros escritores, ver en los malos mambises el germen de los funcionarios corruptos de la República.

El juicio de Salvador Arias sobre la noveleta fue, en este contexto, una excepción, al analizarla fuera de las coordenadas ideológico-patrióticas de los anteriores. Y, sin embargo, no le encuentra mejor defensa a La manigua sentimental que encuadrar a su protagonista en la condición de pícaro. No se atreve a preguntarse por qué Castellanos insiste en describir “la evolución del pícaro durante las guerras independentistas”, ni cómo esta picaresca pone en entredicho el relato épico sobre el que se edificó la Nación y que parece el único género posible para narrar este proceso.       

Esa concepción pueril de la literatura como proveedora de modelos de conducta, de lecciones inspiradoras para transformar la realidad de la patria, ya la había superado Jesús Castellanos en sus treinta años de vida. El pecado que le achaca Luis Toledo Sande a Castellanos de no escoger “las grandes heroicidades de la gesta” tuvo menos de negligencia que de alevosía. En su largo panegírico sobre la vida y obra de Castellanos que encabeza la Colección Póstuma de sus textos Max Henríquez Ureña reproduce las notas preparatorias para la noveleta. Estas incluían un nutrido listado de acciones bélicas que Castellanos pensaba incluir en La manigua sentimental: “El protagonista se une a Maceo en uno de sus altos. De ahí sigue con él a la invasión (al Occidente del país) (…) 29 de noviembre. Paso Trocha Júcaro a Morón”. Y así prosigue enumerando parte de las acciones más importantes de la guerra en las que supuestamente haría participar a su personaje. Sin embargo, luego de enrolar brevemente a Juan Agüero en la epopeya de la invasión, lo hace desviarse por uno de los tantos callejones laterales de la Historia nacional. En alguna parte apunta que “os he hablado más de lo que quería del curso homérico de la insurrección”. Esa elección nos dice mucho de sus intenciones al escribir La manigua sentimental. No es la guerra lo que le importa a Juan Agüero. De ella dice algo que podría suscribir ese Castellanos amigo del progreso: “Con permiso del coronel ¿Puede haber cosa más inhumana que la guerra?”.

A diferencia de novelas anteriores y posteriores, Juan Agüero Estrada no es una personalización de la idea de revolución, ni siquiera de su traición o de una corrupción de esta. Las causas que determinan las decisiones del protagonista no se originan en la confirmación o negación del sentido de la revolución: la responsabilidad y las consecuencias de sus acciones le conciernen únicamente al personaje. Pero ni siquiera en su individualidad —y eso posiblemente es lo más conflictivo de la novela— Agüero Estrada es demasiado excepcional. Si lo asumiéramos como pícaro tendríamos que reconocer que casi todos los personajes de la noveleta participan de esa picaresca. El lugar sagrado de la fundación de la Nación se convierte en el campo de batalla de pillos empeñados en repartirse un botín en la forma de cargos y mujeres.

Por otra parte, Castellanos, como letrado de la nueva república cree necesario darle voz al individuo en la vorágine de la guerra como manera de recordarnos que esos individuos, con sus muy particulares defectos y virtudes, van a ser los futuros ciudadanos de la república. En su artículo de 1907, “Las transformaciones del patriotismo”, Castellanos sintetiza la transferencia del espíritu bélico a la vida republicana en la alusión a un amigo que es “hombre de guerra; sus ojos tienen un borde sanguinolento de viejas indignaciones acumuladas. Revolucionario, respira por el muerto respeto a las categorías y lamenta cordialmente el desuso de las condecoraciones”. Castellanos resiente cómo la idea de patriotismo que enarbola su amigo se haya ido imponiendo socialmente a otras más constructivas: “Este mi amigo es patriota; el ser hombre de guerra no es un obstáculo para ello. Parece antes bien, que entre sus conciudadanos una cosa es comprobación de la otra”.  Castellanos establece una preocupante conexión entre el provincianismo de su amigo y su incapacidad para resolver las cuestiones nacionales de otra forma que no sea a través de la violencia. “Mi amigo suspira por una patria aislada del cosmopolitismo contemporáneo, exenta de toda extraña férula moral o legal; y en ella una vida indómita que florezca al menos en tres revoluciones anuales”.

Lo que defiende Castellanos tanto en “Las transformaciones del patriotismo” como en La manigua sentimental es la defensa del hombre común, ese mito pequeño burgués, frente a los que dicen representar las más íntimas voluntades del panteón patrio. Una rara defensa del derecho y del deber de los primeros a no dejarse arrastrar por los segundos a la sangrienta tradición del heroísmo como forma de vida, usando como ideología sus instintos más elementales:

Justo es que los hombres de guerra acaricien perspectivas de revoluciones. Es tendencia humana el conducir insensiblemente nuestras opiniones hacia el rumbo de nuestros intereses. El reino de la teoría no tiene vallas que no invada la pasión. Pero ¿compartirán el pensamiento de mi amigo las buenas gentes que comen a hora regular y observan las modas?

Jesús Castellanos en La manigua sentimental evita repetir el gesto de Manuel de la Cruz, maestro particular de Castellanos cuando éste se preparaba para entrar en el Instituto de La Habana, y a su vez autor de los Episodios de la Revolución Cubana, libro que educó a la generación de la última guerra de independencia sobre los heroísmos de la primera. No es que Castellanos despreciase las virtudes educativas de la historia de la que afirmaba que tenía “un valor sensible en la dirección de los pueblos: admirando lo pasado se aprende a querer lo presente”. Replicando el ademán de su admirado Émile Zola de hacer literatura social escribiendo contra la sociedad, Castellanos apuesta por hacer literatura nacional escribiendo contra la nación o al menos fuera de ella, desde la mirada deliberadamente estrecha de un personaje no especialmente ejemplar. Juan Agüero no es héroe, pero tampoco antihéroe: sólo hace suya la guerra cuando le es imposible alcanzar cierta paz interior. Sande nos dice que el drama de Castellanos fue no haber participado en la guerra mientras que Julio E. Hernández Miyares insiste en sus intentos en 1895 y 1898 todavía un adolescente por incorporarse a la manigua, ambos frustrados por su propia familia. No es difícil imaginar en la biografía bélica de Juan Agüero el modo en que Castellanos trató de imaginar cómo hubiera sido su propia participación en la guerra. Y no se hace ilusiones: en la manigua él habría estado tan fuera de lugar como Juan Agüero. O como Martí, de quien Castellanos afirma en un artículo: “Se comprende la lamentación sorprendida de Rubén Darío al verlo metido en estos trigos de heroísmo y martirio: ‘Maestro, ¿por qué nos has abandonado?; ese no es tu campo’”.

Escribir contra la nación es para Castellanos un modo de recordarnos que su aceptada sacralidad no es más que una convención colectiva para intentar recuperar el sentido cuando se nos escapa individualmente. La disidencia de Castellanos respecto al Gran Relato de la Nación es un modo de devolverle sentido a los nexos entre la nación y los individuos que la componen. Es su manera de coincidir por anticipado con Brodsky cuando el poeta ruso dijo que la literatura es “el mejor argumento contra cualquier teoría política que solo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo”. Cuando Castellanos se sumerge en esta manigua de ficción no va en busca de la independencia del país sino de su personal libertad de escritor que hasta entonces había consagrado sus esfuerzos a intentar complacer las necesidades nacionales. La libertad de representar sus obsesiones con esa soltura, gracia y precisión es la única vigencia que en definitiva cuenta: saber que en medio de la borrachera ritual ante la epopeya recién concluida —cuando, como en toda épica, los hombres estaban más cerca de sus dioses— hubo alguien que pudo verla desde esa distancia y, al mismo tiempo, con tanto detalle.

 

 

 



1 Político nacido en Sancti Spíritus, participante en la Guerra de los Diez Años y luego fundador del partido Autonomista, que llegaría a ser alcalde de la ciudad y luego Gobernador General de la provincia de Santa Clara durante el breve gobierno autonómico de 1898. De él dirá Jesús Castellanos en Cabezas de estudio que “se distinguió notablemente cuando la guerra de diez años. Como el militar de la novela de Constantino Gil era especialista en retiradas: no tenía rival para preparar una salida a tiempo y era un héroe temible a la hora del rancho. Hay quien asegura que recibió honrosas heridas en el calcañal y en ambos codos”.


*La noveleta La manigua sentimental puede adquirirse aquí

 

viernes, 22 de octubre de 2021

Los que van a escribir te saludan



Tengo el placer de anunciarles la salida a la venta de mi libro Los que van a escribir te saludan. Ensayos sobre literatura y poder. Se trata de una recopilación de ensayos escritos durante más de veinte años sobre "lo que llamo política literaria: una suerte de guerra de guerrillas empeñada, no en favorecer o contradecir determinado proyecto político, sino en enfrentarse a las presiones que, desde los diferentes poderes, intentan apagar su voz o domesticarla". Porque "por inocente o etéreo que se pretenda, el ejercicio literario siempre representará una revuelta contra el monopolio de sentido al que aspira el poder". El libro comienza por ser un recorrido por la literatura nacional desde su llamado texto fundacional, Espejo de paciencia, hasta poetas contemporáneos como Néstor Díaz de Villegas y Gleyvis Coro Montanet pasando por las batallas que libró Virgilio Piñera contra la Ciudad Letrada primero y contra el totalitarismo local después; y por el ejemplar ejercicio literario de la generación del Mariel que según mi opinión terminó resultando "la verdadera Novela de la Revolución Cubana". También 
Los que van a escribir te saludan incluye una sección que explora el mismo tema en escritores ajenos a "la maldita circunstancia del agua por todas partes" y que incluye textos sobre Julio Cortázar, Roberto Bolaño, Joseph Brodsky y Vaclav Havel. 

Del libro ha dicho Jorge Brioso:

El enemigo de un escritor lo define. Trilce de Vallejo resulta inconcebible sin ese ruido que viene de afuera y no deja cantar al poeta. A Borges no se le puede entender sin ese concepto que corrompe y desatina todo, el infinito. La obra de Enrique Del Risco resulta inimaginable sin su ubicuo contrincante: el poder que aspira, según sus propias palabras, al monopolio del sentido. La literatura se le revela y se le rebela al poder -valga aclarar que la buena literatura es pródiga en revueltas pero no puede ser revolucionaria, eso equivaldría a plegarse a la política- al oponerle su "ambigua levedad". Los ensayos de este libro exponen a través de múltiples escenarios -que van de Espejo de paciencia a Néstor Díaz de Villegas, de Roberto Bolaño a Joseph Brodsky- los flancos de esa batalla. 

Para adquirir el libro pueden pinchar aquí.


domingo, 25 de abril de 2021

Discurso de Isaac Bashevis Singer en el banquete del Premio Nobel, 10 de diciembre de 1978


Sus Majestades, Altezas Reales, damas y caballeros:

La gente me pregunta a menudo: "¿Por qué escribes en un idioma moribundo?" Y quiero explicarlo en pocas palabras.

En primer lugar, me gusta escribir historias de fantasmas y nada se adapta mejor a un fantasma que un idioma moribundo. Cuanto más muerta es la lengua, más vivo es el fantasma. A los fantasmas les encanta el yiddish y, hasta donde yo sé, todos lo hablan.

En segundo lugar, no solo creo en los fantasmas, sino también en la resurrección. Estoy seguro de que millones de cadáveres que hablan yiddish se levantarán de sus tumbas algún día y su primera pregunta será: "¿Hay algún libro nuevo en yiddish para leer?" Para ellos, el yiddish no estará muerto.

En tercer lugar, durante 2000 años el hebreo se consideró una lengua muerta. De repente se ha vuelto extrañamente vivo. Lo que le sucedió al hebreo también puede sucederle al yiddish algún día (aunque no tengo la menor idea de cómo pueda ocurrir este milagro).

Todavía hay una cuarta razón menor para no abandonar el yiddish y esta es: el yiddish puede ser un idioma moribundo, pero es el único idioma que conozco bien. El yiddish es mi lengua materna y una madre nunca está realmente muerta.

Señoras y señores: Hay quinientas razones por las que comencé a escribir para niños, pero para ahorrar tiempo mencionaré solo diez.

Número 1) Los niños leen libros, no reseñas. Les importa un comino las críticas.

Número 2) Los niños no leen para encontrar su identidad.

Número 3) No leen para liberarse de la culpa, para saciar su sed de rebelión o para deshacerse de la alienación.

Número 4) No les sirve la psicología.

Número 5) Detestan la sociología.

Número 6) No intentan entender a Kafka ni el Finnegan’s Wake.

Número 7) Todavía creen en Dios, la familia, los ángeles, los demonios, las brujas, los duendes, la lógica, la claridad, la puntuación y otras cosas obsoletas.

Número 8) Les encantan las historias interesantes, no los comentarios, las guías o las notas al pie.

Número 9) Cuando un libro es aburrido, bostezan abiertamente, sin vergüenza ni temor a la autoridad.

Número 10) No esperan que su amado escritor redima a la humanidad. Por jóvenes que sean, saben que eso no está en su poder. Solo los adultos tienen ilusiones tan infantiles.



domingo, 22 de marzo de 2020

Una recogida

Ahora que se han puesto de moda las detenciones en Cuba -como si no lo estuvieran siempre- pensé que valía la pena reproducir aquí un fragmento de la magnífica y poco comentada novela El instante de José Abreu Felippe, uno de los principales representantes de la generación de Mariel y uno de los mejores novelistas cubanos vivos. En El instante, cuarta parte de la pentalogía El olvido y la calma Abreu intenta resumir la experiencia de jovenes inconformistas en la Cuba de finales de la década del sesenta hasta el éxodo del Mariel en 1980. El fragmento en cuestión trata sobre una de las famosas recogidas de jóvenes por parte de la policía. La recogida en cuestión tuvo lugar durante un amago de protesta ante la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968. Al pedirle permiso al autor este me comentó: 

Releer ese texto ahora me produjo escalofríos. Así fue en realidad, la única diferencia es que aquí yo lo reduzco por intereses de la novela a lo esencial, pero el confinamiento duró más de una semana. Después supe que mi madre me buscó por morgues y hospitales, que cuando se enteró de la inmensa recogida -más tarde salió un artículo de una página en Juventud Rebelde- fue a Villa Marista y allí le dijeron que yo no estaba. Así que estuve desaparecido oficialmente.


Sin más, los dejo con este fragmento de un capítulo mucho más largo que podría titularse -el fragmento- "Una recogida":

"Hacía unos días me habían cargado cuando salía de la Cinemateca. Ese día acabaron con media Habana. Los hippies ha­bían organizado una manifestación frente a la embajada de Checos­lovaquia para protestar por la invasión rusa y, como era de supo­ner, cargaron con todos. Igual había pasado cuando les dio por interrumpir el tráfico en pleno Galiano acostándose en la calle; lo mismo cuando se reunían en el Capri, en La Rampa. Un hippie para la policía era cualquier joven que estuviera peludo, o lle­vara camisa ancha y pantalones estrechos; cualquiera que anduvie­ra con un radio portátil o que usara gafas oscuras; sin hablar de las sandalias sin medias. De ahí se desprende que la recogida fue inmensa.
Esa tarde yo me tomé un helado en el Ten Cent del Vedado. Había ido a visitar a mi abuela y después me metí en el cine a ver una película americana de gangsters que estaba de lo más buena. A la salida, cuando me encaminaba a la parada de la guagua, un tipo se me arrimó, me tiró un brazo de hierro por arriba y me dijo:
—¿Y qué mi socio?
Ya casi llegaba a 12 y 23 cuando me alcanzó, me hizo doblar, y junto a la pared de un garaje me registró para ver si llevaba armas. Yo lo miraba asombrado.
—Lo que tienes es un mundo atrás –me dijo.
En el acto parqueó una máquina junto a nosotros  y me montaron. Dentro iban tres tipos. Me sentaron en la parte trasera, entre dos de ellos.
—¿Se puede saber por qué me llevan y adónde? –pregunté.
Incomprensiblemente no estaba nervioso. Casi siempre en los momentos de mayor tensión es cuando más tranquilo me siento.
—Vamos a Villa Marista –me contestó el que iba junto al chofer y ese mismo me preguntó:
—¿Qué tú haces, estudias o qué?
—Me desmovilicé el mes pasado. Estudio en el Pre de La Víbora.


—¿Y tú conoces la historia de los mártires del Pre de La Víbora? –me gritó el que parecía el jefe.
Me quedé callado. No volví a hablar en todo el viaje.
Villa Marista estaba atestada de muchachos. Cuando llegamos me metieron en un salón. Los que habían traído antes, unos veinte, esperaban sentados en unos bancos que había pegados a la pared. Cada cierto tiempo entraba un policía y se llevaba a uno. Conti­nuaban llegando máquinas atestadas. Allí, junto a un mostrador me volvieron a registrar y me vaciaron los bolsillos, me zafaron el cinto y me halaron el pantalón por la cintura. Después me hicie­ron quitar las medias y revisaron el interior de mis zapatos. Los objetos personales los iban guardando en un sobre. A algunos muchachos los retrataban a otros no. Cuando acabaron conmigo me llevaron a otro recinto que estaba lleno de unas celdas donde só­lo cabía una persona. En la pared había un saliente que servía de asiento y que no estaba completamente horizontal, sino algo in­clinado hacia adelante, lo que obligaba a mantenerse atento, pues uno se resbalaba constantemente. La pared del fondo y las latera­les estaban repelladas de forma tal que hincaban, lo cual impedía recostarse a ninguna de ellas. De cualquier manera, estaba prohi­bido dormir y un policía vigilaba para que nadie cerrara los ojos.
—Ciudadano –decía–, abra los ojos.
Dije que quería orinar y me sacaron. En mi recorrido pude obser­var las otras celdas, los rostros de los muchachos que me miraban al pasar. En una esquina había una pila.
—Orina ahí –me gritó el policía como si estuviera a cien kilóme­tros de él.


Me llamaron varias veces en la noche. Me conducían por largos pasillos hasta un cuartico donde un oficial me interrogaba. Nunca estuve seguro que fuera el mismo sitio, pues siempre me llevaban haciendo un recorrido diferente. Había que andar rápido, escolta­do por dos policías.
—No mire hacia los lados, ciudadano –ordenaban.


La primera vez me condujeron a una minúscula habitación de paredes blancas. Los perros salieron y me dejaron solo. Me quedé parado junto a la puerta sin saber qué hacer. Sentía mucho frío. El cuarto no tenía ventanas ni ningún tipo de decoración en las paredes. Sólo había un pequeño buró con una silla. Al rato, se abrió una puerta medio disimulada en la pared del fondo y entró un oficial. Su uniforme era diferente a los del ejército. Era un híbrido entre overol y uniforme de gala de las FAR. El hombre me miró sin decir palabra y después se sen­tó y se puso a estudiar un file que había sobre la mesa. Yo lle­vaba un camisón de seda cerrado hasta el cuello que era un escándalo, anchísimo y tan largo que me daba por las rodillas –yo adoraba aquella camisa enorme que había heredado del padre de La Lechuza–, y un pantalón de mecánico virado al revés, para que pareciera mezclilla, tan estrecho, que sufría y sudaba cada vez que me lo ponía. En los pies portaba unas botas cañeras estupendas. No estaba muy peludo, eso sí. Hacía poco que me había desmovilizado del servicio y el pelo no había tenido tiempo de crecer. Yo seguía parado junto a la puerta, el corazón se me que­ría botar y temía que cuando hablara la voz me saliera en false­te. El oficial me preguntó que si no me daba vergüenza andar con aquella ropa, tan indecente, y de clara filiación capitalista. Yo le di la razón y le prometí que en cuanto llegara a la casa la iba a quemar en el patio. Él me dijo que bastaba con anchar el pantalón un poco y estrechar la camisa. Después indagó sobre la película que había visto en la cinemateca, de qué trataba, si es­taba buena, a qué hora se acabó. Luego cambió el tono y me pre­guntó si yo sabía quién había organizado la manifestación y a qué banda de hippies yo pertenecía.
Siempre me hacían las mismas preguntas y me llenaban las mismas tarjetas. Después me devolvían a la capilla. En una de las veces que me llevaron a interrogar lo único que me obligaron a hacer fue llenar una hoja desde el principio hasta el fin con mi firma. Me dio la impresión de que me estaban castigando, como cuando en la escuela la maestra me mandaba a escribir 500 veces "debo por­tarme bien en clase". En otras insistían en que confesara, que ya "mi amigo" lo había dicho todo. "Mi amigo" era un muchacho que me había encontrado a la salida del cine, nos saludamos, conversamos unos segundos, y él siguió su camino. En aquella época yo iba mu­cho a la cinemateca y nos conocíamos de allí. Algunas veces ha­bíamos caminado juntos hasta el malecón. Tenía unos 16 años y un pelo lacio, rubio, muy lindo.
A un muchacho de 14 o 15 años, le dio un ataque de nervios, y se formó un escándalo en las capillas. El muchacho se daba con la cabeza contra el cemento corrugado y el policía frente a él, lo incitaba.
—Date más, aún no te has sacado sangre.


Después se apareció otro policía con un vaso con agua y una pas­tilla. Los golpes resonaban como bombazos. No hacía mucho, un mu­chacho que yo conocía me había contado que cuando lo detuvieron, en los interrogatorios, lo habían obligado a subir y bajar conti­nuamente una escalera calzando unas botas de plomo para que con­fesara no sabía qué. También conocía de la existencia en los só­tanos de los cubículos herméticamente cerrados, donde te encuera­ban y después hacían bajar y subir la temperatura alternativamen­te. Yo estaba que me cagaba. Había perdido la noción del tiempo; me habían quitado el reloj y los cigarros. Hacía frío allá aden­tro. De pronto dijeron que podíamos salir de las capillas y ti­rarnos en el suelo a dormir hasta nueva orden. La cantidad de mu­chachos allí reunidos nos acomodamos como pudimos entre la pared y los bordes de las celdas, y al oído, nos hacíamos preguntas.
—¿Dónde te cogieron a ti?
—En la cinemateca.
—¿Y a ti?
—En Coppelia.
—A mí me cargaron en La Rampa –dijo el que estaba a mis pies.
Empezó a circular un cabo de cigarro. Cuando me estaba embelesan­do mandaron a regresar a las celdas; nuevos interrogatorios. Vo­ceaban los nombres. No sé cuántas horas llevábamos ya allí. Re­partieron unas bandejas con una bola de espaguetis empegotados y blancuzcos que no había quién se los metiera, un verdadero vomi­tivo. La gente protestaba. Alguien  tiró una bandeja y lo desapa­recieron. Uno de los policías nos advirtió.
—Ustedes no conocen nada todavía. Esténse quietos que les con­viene.
Hasta ese momento yo no había pensado en mi casa,  ni en ella. Me habían preguntado si tenía novia y yo había dado, un poco por im­bécil, un poco por miedo, la dirección de C. Qué estaría pasando en mi casa. No sabían nada de mí y yo no podía avisarles. Comencé a desesperarme. Durante mucho tiempo  –¿cuatro, cinco horas?–, no me volvieron a llamar. Pasó el tiempo. De pronto, me sobresalté cuando oí mi nombre.


—Aquí –dije, y me levanté.
Me llevaron a otro salón donde había un grupo grande de mucha­chos. Me preguntaron mi nombre una vez más, y sacaron un sobre con mis pertenencias, entre ellas, ahora lo recordaba, un libro de poemas míos y una revista de la Universidad de La Habana; tam­bién el periódico de la tarde anterior o de la otra, o de la otra. Un oficial hojeó el libro durante varios minutos sin hacer ningún comentario. Me producía una desagradable sensación que aquel tipejo leyera mis cosas; me sonrojé. Al fin tiró el libro sobre el mostrador. Me hicieron firmar, recogí mis pertenencias y me llevaron a otro salón. Allí me hicieron esperar de nuevo. Lle­gaban nuevos muchachos.
—Yo creo que nos vamos –dijo uno.
Lo mandaron a callar. Cuando al parecer estaba el grupo completo, un policía empezó a hablar. Entre otras cosas dijo que ya todos nosotros estábamos fichados y que al que volvieran a coger por ahí lo iban a mandar para una granja en Camagüey, por dos años como mínimo, a trabajar en la agricultura.
Nos sacaron de Villa Marista en máquinas, por pequeños grupos, y nos fueron dejando regados por distintos lugares de La Habana. Era casi de noche"