Anoche, al comentarle a un amigo por teléfono que no me interesaba la política soltó una carcajada de las que sacuden los sismógrafos. Cuando se calmó tuve que explicarle que, por ejemplo, soy de los que abren los periódicos y los cierran por las páginas deportivas. O de los que lo aburren profundamente las discusiones sobre demócratas y republicanos, liberales y socialdemócratas, izquierdas y derechas. Cuando voy a votar –y eso lo hago religiosamente- lo hago más por resarcirme de todas las veces en que la única opción que tenía era anular la boleta que por interés en quién saldrá elegido. En fin, que carezco de la sensibilidad suficiente para captar esas sutilezas que parecen interesarles tanto a mis amigos y cuando tomo partido en las discusiones trato de hacerlo a favor del sentido común (o si acaso libero mi lado más visceral para que no se me atrofie). Si me pronuncio continuamente contra el castrismo –le aclaré a mi amigo- es por las mismas razones que rechazo la idea de superioridad racial, el nazismo o los fanatismo religioso: porque es una ofensa a la dignidad humana, al sentido común y a los otros cinco sentidos. Eso y saber que el castrismo, esa manifestación de la estupidez humana en la que crecí, me formé y que sufrí en carne propia (por ese orden) sigue pudriéndole la vida a un montón de gente. Y que mirar para otro lado –por una de esas malformaciones que uno lleva en el alma- me haría sentir culpable de su existencia. Y lo triste es que no me engaño: perder tanto tiempo en demostrar y denunciar una obviedad no me mejora ni me justifica pero no puedo evitarlo. Espero que mi amigo me haya entendido.*
* “¿Eso quiere decir que cuando en Cuba la discusión sea entre el partido de Mariela Castro, el de Yoani, el de Hernández Busto y el de Rafael Rojas dejará de interesarte la política?” me preguntó mi amigo y tuve que reconocer que sí, que ya para ese entonces la política cubana me atraería menos que la norteamericana. Y la verdad es que, al menos para mí, no reconozco mejor síntoma democrático que el que la política no me atraiga más que como ejercicio de racionalidad pura. El entusiasmo en un apolítico tan raro como yo es –definitivamente- un mal síntoma.