jueves, 23 de febrero de 2023

Jairo Alfonso y el sabor del mundo*

 

‘Siboney III, Jairo Alfonso, de la serie ‘Endoscopic Landscapes’, 2022, (FOTO Etienne Frossard)

“Una parte de la naranja sabe a toda la naranja”, me contó hace muchísimo tiempo un amigo que había dicho Goethe. Desde entonces usaba la frase cada vez que me encontraba un detalle lo bastante sintético para representar todo un universo. Reconozcamos que es más elegante que decir “para muestra basta con un botón”. Ahora, cuando no encuentro por ningún lado el origen de la frase del alemán, podría atribuírmela, pero ¿qué sentido tendría calzar una idea tan básica con una firma tan poco ilustre como la mía? Echemos mano entonces a Ricardo Reis, aquel poeta que a veces era Fernando Pessoa, cuando decía: “Líbrenme los dioses en su arbitrio superior y urdido a escondidas de amor, gloria y riqueza […] pero déjenme la conciencia lúcida de las formas y de los seres. Poco me importa amor o gloria. La riqueza es metal, la gloria un eco y el amor una sombra. Mas la concisa atención puesta en las formas y en las maneras de los objetos tiene abrigo seguro. Sus fundamentos son todo el mundo, su amor es el plácido universo, su riqueza la vida. Su gloria es la suprema certeza de la solemne y clara posesión de las formas de los objetos”.

Ya sé. De la falsa naranja de Goethe al poema de Reis-Pessoa va un mundo, pero de eso se trata justamente la exposición Objectscapes del artista cubano Jairo Alfonso –inaugurada en enero de 2023 en el Visual Arts Center of New Jersey–: de determinar el sabor de un mundo poseyendo las formas de sus objetos.

Lo que presenta Jairo en buena parte de la obra expuesta allí es algo misterioso y diáfano al mismo tiempo: los extraños paisajes posapocalípticos que resultan de ampliar decenas de veces el interior de viejos aparatos electrónicos. Sus títulos son los de las marcas con que se comercializaban tales aparatos en su país: Taíno, Caribe, Siboney. Todos nombres de pueblos indígenas antillanos. No hay casualidades. Tales nombres se corresponden con la época que llamaría del “nacionalismo guanahatabey” que llevó a la revolución de 1959 a nacionalizar el imaginario local dándoles nombres aborígenes a sus productos industriales. (Incluyendo las pelotas de béisbol marca Batos con las que intentaban convencernos de que el deporte nacional, pese a ser un invento de nuestro enemigo favorito, los Estados Unidos, en realidad tenía su origen en el juego de batos que practicaban los taínos asentados por toda la cuenca del Caribe hasta el Oriente cubano. Eso a pesar de que si se lee la descripción que hace del juego el padre Bartolomé de las Casas le recordará el voleibol y el fútbol antes que al béisbol). Si a la principal etiqueta discográfica del país se la llamó Areíto, aludiendo una fiesta ritual taína, a las emisoras de radio nacionales también las atacó esa fiebre aborigen y recibieron nombres como Radio Guamá y Radio Taíno.

No era la primera vez que en Cuba programáticamente se levantaba la bandera de la autoctonía apelando a los pobres indígenas. Ya había surgido un movimiento de poetas siboneyistas en la primera mitad del siglo XIX. Y el compositor Eduardo Sánchez de Fuentes llegó a componer, inaugurada la República, la ópera de tema aborigen Yumurí, y encima reclamaba en un falso areíto el origen de la cultura musical cubana. Estos esfuerzos fueron vistos en su momento –sobre todo en el caso de Sánchez de Fuentes– como intentos de ignorar el legado africano en la conformación de la nacionalidad cubana. El pacto sellado alrededor de lo indígena, que por desaparecido resultaba menos conflictivo, explica por ejemplo que la cerveza nacional antes de 1959 se llamara Hatuey y no Cimarrón o Palenque. Una variación de un viejo truco: se simula autoctonía apelando a lo que ya no existe para disimular las tensiones de lo que realmente existe.

Por todo lo anterior resulta sintomático que la nacionalizada industria post 1959 eligiera ese ya fatigado repertorio de nombres aborígenes para nombrar sus productos. Más curioso resulta aún que los radios y televisores cuyas intimidades han sido retratadas por Jairo Alfonso en realidad fueran ensamblados en el país con piezas fabricadas en la Unión Soviética. En aquellos falsos indígenas compuestos por transistores venidos de alguna remota provincia rusa, en ese nacionalismo compuesto con piezas made in USSR, late una moraleja transparente.

Por su lado paisajístico, los Endoscopic landscapes de Jairo Alfonso se entroncan al menos con un par de tradiciones. Por una parte, están esos paisajes metafísicos urbanos fijados por el trazo de un Giorgio de Chirico y en los que han insistido contemporáneos desde el cubano Gustavo Acosta hasta el grafitero alemán EVOL (sobre todo en su serie de apartamentos comunitarios de Alemania Oriental impresos en los cimientos de un matadero en Dresde). Pero justamente la obra de EVOL también se conecta con la otra tradición a la que aludía antes: la de la representación de las abundantes ruinas que ha dejado atrás el más ambicioso proyecto de ingeniería social ideado por el hombre, ese que engendró sociedades dizque inspiradas por la “victoriosa doctrina” –decía la constitución cubana de 1976– del marxismo-leninismo.

Tal es la capacidad de estos regímenes para producir ruinas que pareciera –de acuerdo con la teoría que expone el escritor Antonio José Ponte en el documental La Habana: el arte nuevo de hacer ruinas— que se empeñan en construir directamente ruinas sin alcanzar nunca una plenitud. Así ocurrió con el Instituto Superior de Arte –de donde egresó el propio Alfonso– cuyos edificios, inacabados, son una ruina perpetua, tal y como recoge prolijamente el documental Unfinished Spaces (Espacios inacabados) de Alysa Nahmias y Benjamin Murray. Esa también fue la suerte de muchos otros proyectos escolares llevados a cabo entre los sesenta y los ochenta. O también puede pensarse en la Ciudad Nuclear de Juraguá, Cienfuegos, que ha sido escenografía de narraciones de Francisco García González (“Reactor uno” y “El capitán (me a) Tormenta”) y de la película La obra del siglo del realizador Carlos Quintela. Tampoco deben olvidarse las instalaciones construidas para los Juegos Panamericanos de La Habana de 1991, convertidas en flamantes ruinas apenas concluyó la competencia, a excepción del estadio olímpico que ya en plena inauguración era una ruina incompleta.

El gesto de Jairo Alfonso es, al mismo tiempo, más íntimo y ubicuo que el de los artistas citados. No se trata de representar vastos proyectos constructivos sino de penetrar en aquellos aparatos que habitaban la mayoría de los hogares cubanos. De rastrear las tripas de aquellos artilugios que representaban una suerte de modernidad diferida, anacrónica y por los que penetraban a diario las imágenes y sonidos que conformaron la conciencia de todo un pueblo: dibujos animados, radionovelas, programas de humor, música preferentemente local, telenovelas nacionales e importadas, películas casi siempre extranjeras –porque la producción nacional nunca alcanzó a cubrir las necesidades internas–, mucha propaganda política y, sobre todo, aquellos discursos del máximo líder que se transmitían al unísono por todas las cadenas televisivas y emisoras radiales fundiendo toda esa chatarra soviética disfrazada de indígena bajo un mismo hombre y una misma voz.

Las posibles lecturas políticas de las piezas exhibidas, no obstante, solo se justifican en el contacto entre las obras, sus títulos y el conocimiento de la intrahistoria de los objetos retratados. La política –o, más bien la lectura política– es un recurso socorrido pero limitado para entender el arte que se resiste a entregarnos de una vez sus misterios. Porque al esquivar la chapucería del diseño externo –extrema en el caso de los televisores– y sumergirse en el interior de los aparatos que retrata, Jairo Alfonso entra de lleno en “la conciencia lúcida de las cosas”, lo que equivale a representarlas con toda la honestidad posible. Y con honestidad me refiero a resistirse al soborno de la grandilocuencia y la estridencia. Mucho esfuerzo debió costarle al artista –tras descartar otras posibilidades– alcanzar la textura exacta de sus Endoscopic landscapes, la serie que constituye el momento culminante de Objectscapes. Al conseguir el acabado perfecto de lo que sabe a definitivo Jairo alcanza “la certeza de la solemne y clara posesión de las formas de los objetos” de que hablaba Reis-Pessoa.

Porque para llegar a sus Endoscopic landscapes Jairo debió pasar primero por los dibujos de acumulaciones de objetos de los que la exhibición nos ofrece dos soberbias muestras: los dibujos a lápiz 494 (los números que dan título a las piezas de esta serie se corresponden con el de los objetos que aparecen en ellas) y 362 que tiene como objeto central un automóvil Lada de fabricación soviética, símbolo máximo del prestigio social en la Cuba de los años setenta y ochenta. Esas acumulaciones se explican por sí solas: si los regímenes inspirados por la victoriosa doctrina del marxismo-leninismo estimulan alguna virtud en sus súbditos es la incapacidad de deshacerse de cualquier tareco, por inútil que sea. (Durante el comunismo, nos dice el poeta polaco Adam Zagajewski, “nada se tiraba. Incluso si alguien compraba un frigorífico nuevo –pues también eso podía ocurrir– no se deshacía del viejo, por si acaso”). A estas piezas les siguen cronológicamente en la exposición las realizadas con lápiz violeta acuarelable con las que Jairo inicia su aventura de retratar el interior de aparatos electrónicos, pero sin todavía utilizar el óleo y manteniéndose en una escala más discreta. Son estas tituladas también con el nombre de las marcas de los aparatos representados: SylvanniaEmersonTelefunken.

‘TELEFUNKEN’, Jairo Alfonso, 2012

Es precisamente en los Paisajes endoscópicos, con sus escalas desatadas y su paleta ajustada alrededor de los tonos terrosos, donde Jairo consigue imponerse del todo a las formas que venía acechando desde hacía tiempo. Con la misma curiosidad infantil y penetración adulta, exhibida en el resto de su obra, en esos objetos-paisajes Alfonso se expresa con todas las herramientas de su lenguaje artístico. Dichos Paisajes endoscópicos son piezas que se perciben al mismo tiempo como resultado de una larga destilación y con la naturalidad y soltura de una huella dejada en la arena.

Resulta heroico que Jairo Alfonso acuda a objetos tan humildes para construir su idea de un mundo, del mundo. Y es más heroico aún que las representaciones de esos tarecos consigan deslumbrarnos e inquietarnos a la vez: me refiero a la inquietud radical que deja la pregunta de si hasta ahora le habíamos prestado atención a la realidad. Heroico es que Jairo acuda a los despojos de un mundo fallido -aparatos electrónicos del pasado socialista en este caso- para explicarnos el sabor del universo o, si se prefiere, el de la naranja de la falsa cita de Goethe. Un ademán con el que Jairo nos vuelve a recordar en qué consiste el auténtico arte, y encima nos lo recuerda con una humildad que resalta su grandeza. De estos Objectscapes se deduce la postura de su creador que es, al decir de Pessoa, la del que nada desea “salvo el orgullo de ver siempre claro, hasta dejar de ver”.

*Tomado de Rialta Magazine

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Chatarra soviética disfrazada de indígena"; levantando la falsa bandera de la autoctonía apelando a los pobres indígenas mientras se pretendía enseñar por radio a hablar el idioma de la nueva “madre patria”.