Por Enrique Del Risco
Nunca ha sido tan fácil ofender en las universidades como ahora: un nombre mal pronunciado o atribuido al estudiante equivocado; la lectura de un texto con autores o protagonistas blancos; elogiar la pronunciación en inglés de un estudiante no nativo; asumir cualquier cosa sobre un estudiante de determinada etnia, incluido que habla la lengua de sus padres; o, por supuesto, usar el pronombre equivocado. Cualquiera de esos casos conlleva el pecado mortal de microagresión. Incluso preguntarle a un estudiante por su procedencia parece ser la antesala de una microagresión si no lo es la propia pregunta. ¿Quién sabe con qué aviesas intenciones se le pregunta a alguien por su lugar de origen? Confieso que lo hago continuamente para tener más información sobre el estudiante que me permita tener una comunicación más concreta y personalizada, pero siempre puede haber quien descubra que mis supuestas buenas intenciones ocultan otras mucho peores de las que yo no tenía la más leve sospecha.
Pues bien, hoy toca hacerme el ofendido. Eso sí, no me dedicaré a sorprender oscuras intenciones en la ofensa. Me remito a los hechos. Se trata del libro de texto Experiencias de enseñanza del español a nivel universitario publicado por la editorial Wiley. En una de sus secciones, dedicada a presentarles a los estudiantes el país del que procedo, Cuba, hay un párrafo que resume la vida del mayor y más dañino dictador de mi país. Solo que no le llama “dictador” sino “comandante de la Revolución Cubana” y “líder principal” y la selección que hace de sus hechos vitales es, cuanto menos, curiosa. De su tormentoso paso por los centros de estudios que incluye atentados contra compañeros suyos apenas se dice que en 1944 “se le considera el mejor atleta del año en su institución”. Se especifica que “recibe su doctorado en la Facultad de Leyes de la Universidad de La Habana en 1950” y “se dedica a trabajar [como abogado, se sobreentiende] en defensa de los pobres”. Sin embargo, a continuación, se ignora el asalto a un cuartel del ejército que encabezó en 1953 (¡aunque entre los días festivos del país se incluyen el 25, 26 y 27 de julio con la intrigante explicación “festejos por el 26”!) para decirnos que “de 1956 a 1959 lucha contra el gobierno de Fulgencio Batista y en el año 1959 asume el poder”.
No se mencionan en el breve texto sobre el “líder principal” de la “Revolución Cubana” ni los miles de ejecuciones y asesinatos extrajudiciales que se cometieron bajo su mando, ni las decenas de miles de prisioneros políticos que han pasado por las cárceles cubanas ni los millones de cubanos que han tenido que emigrar desde que Castro nacionalizara la industria y tomara “el control de las propiedades y de la agricultura”. A los millones de exiliados —detalle insoslayable en la demografía del sur de la Florida— se les despacha diciendo que “muchos cubanos de la clase media salen del país y muchos de ellos tienen una comunidad activa anticastrista en la ciudad de Miami, Florida”. Deja fuera el libro de Wiley el detalle de que la emigración cubana no se limitó ni a aquellos primeros años ni a la clase media ni mucho menos menciona las penalidades que la mayoría de los cubanos de todas las clases sociales han debido soportar tanto para escapar del país como para seguir viviendo en él.
Nada se cuenta en Experiencias de la sistemática destrucción de la economía cubana, de la miseria organizada de las primeras décadas (y totalmente fuera de control de las últimas), del control de la economía por los militares y de todos los medios de difusión por el Estado, de los campos de concentración para homosexuales, de los actos de repudio, del exterminio inicial de la sociedad civil, de la represión inmediata contra cualquier intento de protesta y del absoluto irrespeto por los derechos humanos y civiles de todos los cubanos y especialmente de los que tratan de resistir las imposiciones del régimen. No obstante, en la sección dedicada a Cuba de Experiencias se encuentra espacio para hablar del sándwich cubano “popular en Miami y Tampa” que en Cuba “es llamado simplemente sándguich”. O en un breve párrafo dedicado a los “Cubanos en Miami” se evoca la canción “Gozando en La Habana” que “parece burlarse de los cubanos que viven en Miami”. (El estribillo de la canción, no mencionado en el texto, dice “Tú llorando en Miami/ yo gozando en La Habana”).
¿Les parecen argumentos suficientes para entrar en el competitivo deporte de las microagresiones? Pero no se trata solo de que un libro de texto oficial para estudiantes de español de primer nivel se dedique a ofender con eufemismos y mero desprecio de la realidad a una de las comunidades de hispanohablantes más antiguas, numerosas e influyentes del país y de tergiversar las circunstancias por las que sus miembros tuvieron que emigrar y que siguen oprimiendo su país de origen. Se trata también de la normalización de un sistema de cosas que serían inaceptables —de ser explicadas en su durísima realidad— para los propios estudiantes a los que se les imparte la materia. Porque cuando el “tipo de gobierno” existente en Cuba se clasifica como “república socialista” se le concede un estatus folclórico y exotizante a un régimen cuyo poder político real no recae en el pueblo sino en una misma familia durante más de sesenta años. Porque, a pesar de todos los subterfugios a los que acudió Experiencias, no encontró ninguno que escondiera el detalle de que Fidel Castro dominó Cuba durante 49 años y que a su salida del poder se lo cediera a su hermano menor.
Como toda relativización de la desdicha ajena, apaciguar esa hiriente realidad con platos típicos, fiestas patronales y eufemismos como lo hace Experiencias oculta a duras penas un profundo desprecio por los sujetos de esas páginas. Como al considerar “normal” o “típica” la situación de la mujer en el mundo musulmán, la de los homosexuales en Irán o la de las minorías étnicas o políticas en China bajo el argumento “a ellos les parece bien así” se ejerce una manera de racismo. Aunque más sofisticado que el racismo tradicional, viene a decir lo mismo: “ellos no son como nosotros”. En el caso cubano, esa percepción no se limita al triste ejemplo del libro editado por Wiley. El diferendo con sucesivas administraciones norteamericanas, unido a cierta complicidad ideológica (¿se imaginan un libro de texto en el que a Augusto Pinochet se le trate de otra manera que como dictador?) propicia que en cualquier descripción de la historia reciente se disimule el carácter esencialmente opresivo del régimen cubano, cuando no se pone como ejemplo en temas como la salud pública, el derecho al aborto ¡o hasta el trato a los homosexuales! como no se cansa de publicitar el profesor de Princeton Rubén Gallo, pese a todas las evidencias en su contra. Y si trabajo les cuesta escribir las palabras “dictadura” o “represión” ¡hay que ver la facilidad con que pronuncian la palabra “embargo”, de efectos tan sedantes en todo lo que concierne a Cuba!
Pero la minimización de los desmanes del autoritarismo en otras latitudes tiene una secuela todavía más perversa que negarle la humanidad plena a quienes viven bajo estas circunstancias o han escapado de ellas. También amenaza con socavar los laboriosos avances que en materia de derechos humanos y civiles se han conseguido en estas tierras y hasta la base de la democracia que garantiza nuestra existencia. Porque no se puede subvalorar la importancia de los derechos individuales o del equilibrio de poderes en otro país impunemente. Por esa vía se llega sin dificultad a la conclusión de que basta poner todo el poder en las manos correctas para que el indeciso estado de cosas en que vivimos hoy encuentre una estabilidad definitiva.En fin, que yo también soy capaz de ofenderme. Pero si voy a hacerlo prefiero que sea a lo grande.
*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine
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