Siendo en su origen una institución medieval, la universidad fue —junto al florecimiento del comercio y de las artes— uno de los instrumentos fundamentales en la transición del medioevo a la sociedad moderna.
Si la universidad fue esencial en el establecimiento de una civilización que terminara privilegiando la razón sobre la fe que había monopolizado la espiritualidad europea por siglos fue porque se empeñó en entender la razón —como la define el filósofo André Compte Sponville— como la “relación verdadera con lo verdadero o de lo verdadero consigo mismo” y como “el poder humano de pensar en todo”. Pensar cuestionando incluso la fe que servía de soporte espiritual a eso que hoy conocemos —con no poca condescendencia— como Edad Media.
Es por eso que resulta una paradoja esta reciente vuelta de la universidad a lo sagrado. Lo sagrado, entendido como lo que no puede “ser tocado, salvo especiales precauciones, sin cometer sacrilegio”. El justificado y necesario respeto hacia grupos que hasta no hace mucho tenían un acceso limitado a las aulas universitarias se va convirtiendo —en un gesto que aúna hipersensibilidad, puritanismo, oportunismo y simple incapacidad o costumbre de lidiar con las diferencias— en una sarta de prohibiciones cada vez más absurdas. Alrededor de las multiplicadas identidades minoritarias se van erigiendo tabúes que escapan a la racionalidad del respeto básico, imprescindible, hasta convertir dichas identidades en sagradas, intocables.
Los casos más notorios han saltado a los titulares de los principales periódicos. Como el del músico y profesor de origen chino Bright Sheng que en su clase de la Universidad de Michigan exhibió la versión de Othello de 1965 protagonizada por Lawrence Olivier donde el actor aparece caracterizado como el personaje shakesperiano. El maquillaje utilizado entonces podría parecer grotesco y hasta ofensivo, así como el hecho de que el primer protagónico negro del teatro occidental fuera hasta fechas relativamente recientes interpretado por actores blancos. Sin embargo, donde pudo haber una oportunidad para debatir los complejos problemas de la representación —pudiendo compararse, por ejemplo, dicha versión con la que realizara años después el actor afroamericano Lawrence Fishburne— el profesor, represaliado en su país natal durante la Revolución Cultural, pese a sus reiteradas disculpas, fue separado de la clase. En otros casos es el mero uso de abreviaturas de palabras tabú en discusiones de clases o exámenes lo que han llevado a la suspensión de profesores como fue el del profesor Jason Kilborn de la Universidad de Illinois.
Podría debatirse la justicia con que se han manejado dichos casos. Lo indiscutible es cómo la multiplicación de estos incidentes ha incidido en el ambiente de discusión en las clases. Porque no se trata ahora del respeto que se le debe a cada ser humano sino del temor a parecer ofensivo más allá de las intenciones del profesor en cuestión. Del temor a incurrir en tabúes que se van improvisando sobre la marcha. Porque el asunto rebasa la simple preocupación de los profesores por cuidar sus puestos de trabajo. Tomarse con demasiada literalidad el carácter sagrado de la persona humana es pasar de la preocupación ética al fervor religioso. Y eso entraña, inevitablemente, un retroceso de la razón.
Algún placer le extraerán los beneficiarios de estas ideologías al temor que inspiran en las autoridades académicas que antes se sentían todopoderosas. Quizás hasta sirva para democratizar un mundo que hasta hoy arrastra unos cuantos vicios de su origen medieval. Pero, me temo, reinstaurar lo sagrado en la universidad después de tantos siglos, restringir la posibilidad de discutir cada tema que resulte complejo equivale a restarle el espacio a la razón por el que desplazarse libremente en busca de la verdad. Donde quiera que se encuentre. Tanta protección, tanto safe space, terminaría constriñendo la libertad de la razón como si se tratara de un baile entre caballeros con armaduras. Y todos —incluidos aquellos que de alguna manera pertenecen al bando opresor— terminarán acogiéndose a alguna identidad protegida porque así lo prescribe la lógica del victimismo.
¿Y la verdad? Bien, gracias. Se verá apenas como un rezago heteropatriarcal, blanco y eurocéntrico de cuya adicción deberemos librarnos por completo mientras el mundo fuera de las universidades seguirá funcionando igual que siempre y los políticos más atroces parecerán paladines del sentido común. ¿Exagero? Me encantaría que fuera una exageración, pura reducción al absurdo de tendencias que traen más beneficios que riesgos. Pero doy fe que el temor que se vive en las universidades es real. Que ante el campo minado en que se ha convertido cada discusión sobre ciertos temas medulares se prefiere desviar la razón a territorios menos conflictivos, y con ellos alejarnos de la claridad de la que tan necesitados estamos. Que ante el temor de incurrir inconscientemente en alguna herejía se avanza por los caminos menos riesgosos, los de los lugares comunes quiero decir. Lejos de la polémica y la fricción, que es justo donde podemos salir al encuentro de nuevas certezas.
*Tomado de Hispanic Outlook on Education Magazine
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