La noticia me llegó a través de una tía abuela. Ana, la matrona de la familia, nacida a fines del siglo XIX, reforzaba todo lo que decía con voz cavernosa y el estremecimiento de sus libras expandidas por el sillón de su sala. Debió de ser en el abrumador verano de 1994 durante mi última visita a la ciudad de mi padre. Ana me habló de José Tomás Betancourt y Zayas, uno de los primeros cuatro mártires de la independencia cubana oriundos de Camagüey. Ya mi padre me había hablado de nuestro parentesco con aquel prócer, aunque sin hacer mucho énfasis. Ahora Ana entró en detalles. Me habló del prócer, presumiblemente atribulado ya prisionero de los españoles tras el fracaso del alzamiento que encabezara Joaquín Aguare y Agüero. El destino común de quienes sobrestiman los deseos de sus compatriotas por lanzarse a conquistar aquello que románticamente definen como “la libertad”.
El prisionero,
según Ana, ya próximo a su ejecución, recibió la visita de una de sus esclavas
quien llevaba una niña en brazos. La bebé, según la esclava, era hija del
hacendado patriota a punto de ser ejecutado. La madre de la niña -no recuerdo
que Ana mencionara el nombre- le pidió a su amo que reconociera a la niña como
suya, petición a la que el prócer se negó. La niña, no obstante, vivió el resto
de su vida con el apellido del padre porque, después de todo, este le
correspondía tanto a ella como a su madre por ser ambas propiedad de un
Betancourt.
Años después de
que Ana me contara aquella historia la recordé cuando el músico Pável Urquiza
me pidió que escribiera sobre el tema del mestizaje para su disco Art Bembé. En
mi texto concluí que aquel no era “precisamente un ejemplo feliz de mestizaje.
Al hacendado liberal, fallido libertador él mismo, le fue imposible superar la
extrañeza formal hacia la mujer cuya carne no le había resultado ajena, sino
cercana y apetecible”. Ni siquiera podía estar seguro de mi parentesco con el
prócer como él mismo no parecía estar seguro de la paternidad sobre la niña. Y
sin embargo… era difícil no creer en el gesto de la esclava que insiste en
ligar su vida con el hacendado en desgracia cuando no tiene nada que ganar. Porque
el castigo a los rebeldes no terminaba con la muerte de estos, sino que solía
incluir el embargo de todos los bienes y la persecución de sus seres queridos.
Hace un tiempo,
al hacerme las pruebas de ADN que ofrece Ancestry.com para determinar nuestro
origen genético los resultados parecían corroborar la versión de la mamá de
Dolores. La proporción de genes franceses que arrojaba la prueba en el caso de
mi padre era lo bastante alta para pensar que provenían de aquel Betancourt que
le había negado la paternidad a su bisabuela. Porque ni los Del Risco, ni los
Caballero por el lado de mi abuelo o los Rodríguez y Bernada por el de mi
abuela paterna justificaban aquel 8% de sangre gabacha en mis venas. El legado
africano de Dolores quedaba también demostrado en el 15% de la prueba.
Entonces fue que
hizo aparición Yadier del Risco. Yadier, médico camagüeyano, se comunicó
conmigo tras leerse mi texto sobre José Tomás Betancourt y Zayas. Sucede que
Yadier, al igual que yo, también desciende de Dolores Betancourt. Éramos
primos, en suma, y podía demostrarlo documentos en mano: el testamento de mi
tatarabuelo, José Apolonio del Risco Moreno, donde declara estar casado con Dolores
Betancourt Varona y tener como hijos tanto a mi bisabuelo Eduardo como a la
tatarabuela de Yadier, María del Risco Betancourt.
Pero, por supuesto, lo que realmente le entusiasmaba a Yadier era demostrar su parentesco con José Tomás Betancourt y Zayas, el mártir equívoco. Aunque convocado bajo “el grito de Libertad é Independencia” el hecho de que el alzamiento y proclama de San Francisco de Jucaral ocurrieran un 4 de julio y de que se los asociara con la expedición del anexionista Narciso López bastó para marginarlo del santoral castrista.
No obstante, si
bien el alzamiento de Joaquín de Agüero y Agüero ha sido cuidadosamente extirpado
de los libros de texto posteriores a 1959 su memoria sigue vivísima en Camagüey.
Basta con asomarse a la plaza principal de la ciudad, el céntrico parque
Agramonte, para contemplar las cuatro palmas que custodian el monumento al
Mayor General Ignacio Agramonte. Cualquier camagüeyano te dirá que cada una de
esas palmas está dedicada a Joaquín de Agüero y los que cayeron fusilados con él.
Alguno precisará que son herederas de otras que se sembraron al poco tiempo de la
ejecución de aquellos, como homenaje secreto en las narices de las autoridades
españolas. Esas palmas son, con Agramonte, la Avellaneda y un puñado de
artistas, escritores y deportistas parte esencial del orgullo de ser camagüeyano.
(Una leyenda cuenta de cómo el niño Ignacio Agramonte mojó su pañuelo en la
sangre todavía fresca del fusilado Agüero, reliquia que lo acompañaría el resto
de su vida. Poco importa que las circunstancias de la muerte hicieran
impensable que un niño anduviese rondando los cadáveres de los recién fusilados
en medio del previsible sistema de seguridad que rodeó su ejecución en la
madrugada del 12 de agosto de 1851. La leyenda nos habla más bien del deseo de
sus coterráneos de establecer un nexo de sangre entre los mártires de 1851 y la
guerra de independencia que estallaría 17 años más tarde).
Yadier, devoto tanto
de la historia cubana como de la familiar es consciente de que la palma más
cercana a la esquina donde confluyen las calles Martí e Independencia es la
correspondiente a José Tomás Betancourt y Zayas, nuestro supuesto antepasado
común. Poseía la prueba de que nuestro parentesco con el mártir de la céntrica
palma era algo más que una leyenda familiar: el testamento de Dolores
Betancourt. Su lectura bastó para desmontar la historia que me contara mi tía
abuela. En el documento que data del 28 de noviembre de 1924 se afirma que
Dolores tenía por entonces 78 años por lo que a la muerte de su padre contaría
con 5 años de edad y por tanto no era una niña de brazos como la que me
describió mi tía abuela. Más adelante, en el mismo documento Dolores declaraba “que
desea ordenar su testamento y al efecto declara que es de las generales
expresadas y es hija natural de Don José Tomás Betancourt y Zayas y de Doña
Concepción Varona ya difuntos”.
Saber que el apellido de su madre no era Betancourt sino Varona, da pie a especulaciones que se alejan de la historia llegada a mí. O bien Concepción era una esclava que había sido antes propiedad de algún Varona o no lo había sido de nadie. Que heredara entonces el apellido de su padre podría deberse a que este la reconociera o que lo hiciera algún familiar de José Tomás con posterioridad a su muerte. Yadier se inclina por esta última posibilidad. Piensa, y no le falta razón, que en el clima represivo de aquellos días reconocer a Dolores como a su hija no le podría acarrear más que persecuciones a ella y a su madre como las que sufrió la viuda de Agüero. Tampoco sería descaminado pensar que al menos para la fecha del alzamiento ya todos los participantes hubieran liberado a sus esclavos, como había hecho de manera pública y desafiante Joaquín de Agüero en 1843.
Este intercambio
con Yadier me ha enriquecido de una manera que todavía estoy digiriendo. Una de
las moralejas de esta historia alertaría sobre los peligros al que nos expone la
historia oral sin el correctivo de los documentos, esos que, verídicos o no, no
tienen oportunidad de cambiar de declaraciones o de ajustarla a la memoria o
los intereses de sus intermediarios. Luego de creer que tenía clara una fábula
de relaciones ocultas y desprecios públicos ahora todo se oscurece y complica
hasta un punto en que no hay enseñanza clara ni definitiva. Lo que queda es una
historia de deseos personales y colectivos satisfechos a medias o insatisfechos
por completo, de crueldades y humillaciones sin nombre y una curiosidad incansable ante un pasado que no deja de
sorprendernos. Pero sobre todo estas revelaciones quedan como muestra de la
testarudez de la realidad que se resiste a entregarse del todo y, sin embargo
persiste en ser -como el árbol genealógico que Yadier me está ayudando a extender
o como esa palma en un parque de Camagüey- algo que a unos cuantos les dice mucho
y, al resto, nada.
1 comentario:
Muchas gracias, Enrique, por el magnífico artículo y la lúcida reflexión.
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